miércoles, 17 de abril de 2013

RENÉ MAGRITTE, UN TERAPEUTA DE LOS CAMINOS. Juan Manuel Roca. Bruselas, abril 13 de 2013, Museo René Magritte

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RENÉ MAGRITTE, UN TERAPEUTA DE LOS CAMINOS

(Tras una visita al museo René Magritte, en Bruselas, abril 13 de 2013)


Tras unos días en Bruselas uno tiene la sensación de que René Magritte es uno de los pintores del siglo XX que más se ha fusionado en su pintura con su ciudad. Una ciudad donde unos severos hombres vestidos de negro parece, literalmente, que llovieran sobre la ciudad, sobre sus tejados rojizos. Se pueden enmarcar muchas esquinas de Bruselas y ya hay un Magritte entre manos. Unas líneas sobre el gran pintor y poeta que odiaba “la resignación, el heroísmo profesional y todos los bellos sentimientos obligatorios”. Que odiaba “las artes decorativas, la publicidad, las voces de los oradores y los boy scouts”, pero que amaba “el humor subversivo, las pecas, los sueños de los niños pequeños en libertad, lo imposible y lo quimérico”, como está escrito en uno de los muros de su museo, que antaño fuera su casa.

Juan Manuel Roca

     “Mis cuadros han sido concebidos para       
     ser signos materiales de la libertad de pensamiento” 
                                René Magritte

Se vuelve a René Magritte como quien regresa al espejo tornadizo, a la ventana especular en donde no somos siempre los mismos.

Ocurre con este surrealista tardío, que resulta una especie de bisagra entre los postulados ortodoxos de ese movimiento y una imaginería racional hecha con episodios irracionales que logran crear un territorio anfibio entre lo onírico y lo tangible, que nos atrapa entre las certezas visuales y las dudas que crea
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Cuando los surrelistas derivaban hacia los análisis y los ecos freudianos, René Magritte respondía tácitamente con su texto “El verdadero arte de la pintura” y registraba otras apreciaciones, todas ellas por fuera del foco del psicoanálisis.

André Breton visitó al doctor Sigmund Freud en 1921, cuando un verdadero peligro, tijera en ristre, Max Ernst, recortaba jirones de sueño y los registraba en una obra que haría de él una suerte de aduanero de imágenes entre dos o más realidades, incorporando a sus visiones las más bellas pesadillas.

René Magritte, un belga desconfiado y resabiado, duda de todo, particularmente de lo que ve.

De una parte, es refractario a cualquier vinculación definitiva a un ismo, lo que lo convierte en un artista antigregario por excelencia. De otra parte, descree de la interpretación de los sueños precisamente porque sus cuadros tienen mucho de soñado y de quien lo acepta como una realidad. No le gusta diferenciar, como lo señala Frazer y como lo recuerda Borges a propósito de los llamados salvajes, entre las estancias del sueño y las de la vigilia.

“En mi pintura no hay ningún símbolo”, diría a contramarcha de cierta aceptación por parte de sus amigos surrealistas de las teorías de Freud.

Duda tanto del lenguaje que se atreve en dos cuadros de 1927 y de 1930, titulados de manera común “La clave de los sueños,” a llamar una navaja pintada con el nombre de pájaro y una hoja vegetal con el nombre de mesa, un zapato de mujer con el nombre de “la luna”, un martillo con el nombre de desierto.

Así mismo, el título que le da a una pintura con un paraguas abierto y con un vaso de agua encima, a medio llenar, no puede ser más elusivo y si se quiere caprichoso: “Las vacaciones de Hegel”.

Todo esto manifiesta un clarísimo rechazo a la objetividad. Un desenfado y una manera de ir a su aire por las verdades estéticas más que por las verdades históricas.

Más bien parece buscar que los objetos nos revelen su secreto deseo de ser lo que no son, como en las celebradas y más felices analogías que quieren desentrañar una existencia secreta, un campo magnético entre dos realidades.

Esto es algo que, de nuevo, lo instaura en el furor y en el misterio, para evocar a René Char. Esto es algo, también, que produce siempre el equívoco en medio de un severo, de un irónico y profundo realismo que hace más fuerte el absurdo o el equívoco que se adueña de figuras humanas y de objetos.

“El arte, tal y como yo lo entiendo, se rebela contra el psicoanálisis: evoca el misterio, sin el que no existiría el mundo, esto es, el misterio que no debe ser confundido con una especie de problema, por muy difícil que sea”, dijo alguna vez.

Una obra como la suya, que apunta al desconcierto y al “canto de guerra de las cosas”, no espera ni hace concertaciones frente al llamado del misterio.

Dice la crítica Martina Nied que el misterio en la pintura de René Magritte no es de naturaleza cristiana, que los contenidos de sus cuadros, siempre ambivalentes y por supuesto paradójicos, apuntan a establecer una desazón total en el espectador, en el atribulado o perplejo contemplador que “de este modo debe experimentar el misterio”. Y subraya y remarca la palabra misterio.

En ese sentido, René Magritte  siente afinidades con el primer arte metafísico de Giorgio de Chirico, cuya obra conoció y admiró hacia 1920.

Lo emocionaba de De Chirico su percepción del “silencio del mundo”. Y en verdad la quietud de la estatuaria del metafísico en esas plazas desoladas e insomnes y la quietud de las figuras de Magritte, parecen  compartir una misma naturaleza. No obstante, y como llevándole la contraria a su maestro, Magritte, que era un gran titulador de sus cuadros, bautizó uno como “La estatua errante”.

Hay en las figuras humanas de ambos, de Chirico y Magritte, un tiempo detenido como el de la mujer de Lot ante el pasado, una suerte de naturalezas muertas, y acá valdría la pena recordar cómo Michel Tournier se sorprende de encontrar tan juntas esas dos palabras paradojales: naturaleza y muerte.

Todo en René Magritte evoca un prontuario de ausencias, una cierta inminencia y con ello un terreno abonado para que ocurra el inesperado pero latente milagro, la aparición súbita de lo postergado o de lo desconocido.

Se trata de un pintor que padece un hambre de silencios y que tiene necesidad del mundo exterior, se trata de un hombre con claustrofobia, de alguien que baraja de nuevo los grandes espacios del afuera y al entrelazarlos a otros contextos vulnera lo que el doctor Freud -y sus fieles discípulos-, llaman con tanta gracia “el principio de realidad”.

Cuando busca pequeñas estancias cotidianas parece hacerlo para encontrar aquello que se nos esconde tras las cosas, su alma o su esencia, para desenmascarar los vasos comunicantes que la razón y la costumbre nos impiden entrever, lo que en una de sus pintadas pipas llama con desenfado “la traición de las imágenes”, como si hubiera una rebelión objetal, un grito de rebelión de las cosas que buscan ser lo que el hombre no les asigna en su vida cotidiana.

Esa claustrofobia lo lleva a hacer de cada cuadro una ventana, como si cada escena, y cada representación estuvieran vistas a través de ella, al vaivén siempre sorprendente del adentro y del afuera.

Cómo iba a dejar que alguien interpretara su sueño diurno de Golconda, ese cuadro donde una lluvia de hombres de bombín y de abrigo cae sobre la ciudad, como si una llovizna humana se descolgara sobre las casas monótonas y sus fríos tejados rojizos.


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La legión de hombres similares como un eco de ellos mismos asomados a una ventana, atrapados en “El mes de la vendimia”, vuelve a recordarnos que hay hombres que son ecos de otros hombres, ecos de otros ecos.

Ese sentido de la repetición, del espejo múltiple, de la tautología, de la tartamudez del mundo, de la clonación de hombres y de espacios, del sentido de lo individual que desaparece al reiterarse en la multitud, como en el mitin que logran los espejos enfrentados, se resiste a la interpretación psicoanalítica.

Una nube de hombres, una multitud de semejanzas, sin lo que Valéry llamaba “amores propios”, producen una sensación de agobio intelectual, de vacío.

Imaginen una legión de desconocidos, una nube de Bartlebys  vestidos a la misma usanza, una serie de nadies o de ningunos atrapados en un paisaje estático, en un marco propicio para una fotografía de seres calcáreos y deshabitados. No necesita de más, de ningún ahondamiento psicoanalítico.

Por eso, cuando los surrealistas, con su buen amigo André Breton a la cabeza, caían de su caballo deslumbrados por las interpretaciones del doctor Freud, René Magritte afirmaba que sus cuadros eran válidos porque los objetos son objetos y no son símbolos.

Esto, que lo haría refractario a las corrientes simbolistas cuando lo más fácil era adoptar esos canales pictóricos en los que se movía casi todo el arte de su tiempo, fue algo sostenido con tenacidad por el pintor a lo largo de toda su vasta obra.

No aceptaba el análisis de imágenes hecho con cernidor, “a sangre fría”. Tal es la evocación que hiciera su biógrafo y crítico, el también belga Jacques Meuris: “Es terrible ver a lo que se expone uno cuando pinta una imagen inocente”, decía Magritte con mucha sorna.

René Magritte siempre estuvo tocado por lo que llamaría en una de sus obras “la tentativa de lo imposible”. Que es exactamente lo que ocurre en los sueños, sin pretendidos simbolismos, sin para qué, sin más motivo.

El egocéntrico Magritte no teme sin embargo a la ilustración: carteles políticos de su postura comunista, diseño de cubiertas para revistas y libros, quizá porque aún en tácito acuerdo con el arte conceptual –lo recuerda Meuris- en el “pintor belga la idea precede a la obra”.

Para algunos críticos, como Jacqueline Chénieux-Genchon, “la reflexión de Magritte es extremadamente intelectualista”.

En cambio, para André Breton, Magritte lo que hace es que “partiendo de los objetos, de los lugares y de los seres que agencian nuestro mundo de todos los días, busca restituir con toda fidelidad las apariencias, pero mucho más lejos, y despertarnos a su vida latente”; algo que pone en un estadio aparejado o paralelo para el pensamiento poético.

El pintor belga busca siempre un quiebre con lo aparente, una transgresión por vías del humor negro y del hallazgo de esencias en las cosas: “un cojo tiene necesariamente en el rostro algo que cojea”, solía decir.

A esto apunta Magritte, a mirar lo que otros no hemos visto de manera real sino inmediata, muy lejos del trasunto naturalista y fotográfico, aunque a veces juegue con esos dos aspectos puestos al servicio de refutarlos.

Michel Tournier recuerda el lema de Paris-Match que exalta “el peso de las palabras, el impacto de las fotos”, en un texto que nos hace pensar para el arte en René Magritte como una réplica, como una respuesta diferente a las premisas del periodismo: entrega el peso de lo no expresado y el impacto de atraparlo.

Ese agredir la representación sin duda lo avecina con varios de los surrealistas.

El pintor se instala a sus anchas en una especie de correalidad tan cara a todas las teorías modernas, adelantándose en mucho a un lenguaje conceptual, pero no olvidándose jamás de la pintura ni del privilegio poco común que posee el hombre que ve. Que ve y que sabe dar de baja lo que le sobra a su realidad.

Va, en el plano de una controlada libertad y de una videncia ejercida a voluntad, más allá que casi todos los surrealistas en busca de un maridaje de lo concreto con lo abstracto, en una yunta que espanta toda certidumbre y todo juicio convencional.

Volver a su obra es regresar al encuentro con una verdad estética sin par.

Es como si el viejo “terapeuta de los caminos” nos visitara de nuevo y repitiera su cada vez más clara idea de que “el progreso es una idea sangrienta”. Repasar su obra es recordar, una vez más, que sólo lo auténtico permanece.
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