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CON
LISANDRO DUQUE NARANJO
Por Juan
Manuel Roca *
Texto presentado y leído
por su autor en
Casa de Citas - Café Arte – Restaurante, el 2 de abril de
2016.
Si bien un amigo de Lisandro, Gabriel García Márquez, solía decir que todo homenaje es un comienzo de embalsamamiento, nada mejor que refutarlo con respeto. O bien es grato que lo embalsamen a uno los amigos, o mejor aún, que lo perpetúen en la memoria, que al contrario de lo que se piensa habitualmente, siempre está viva. Eso es precisamente lo que hacemos esta noche en este lugar: asegurarnos de que en un país desmemoriado se fijen algunos hechos que nos han modificado o mejorado como individuos en una maltrecha comunidad.
Lisandro
Duque nos ha ayudado a que el país oficial, el del entreguismo a la desmemoria,
no logre en buena parte seguir pasando su implacable borrador sobre lo que nos
dignifica en la política y en el arte.
La
mayoría de los aquí presentes sabemos que Duque nos ha acompañado de muchas
maneras a varias generaciones. Nos ha acompañado recordando el aserto de Camus
cuando dice que no hay mayor libertad que decirle al otro, aún desde el
disenso, lo que se piensa, y esto no es poca cosa en un país donde muchos se
acostumbran a no decir lo que se piensa sino lo que conviene.
Quiero
resaltar que esto es algo que celebramos en Lisandro. Esa manera suya de
expresarse sin mimetizarse, que es lo propio de la medianía, para decirnos que
es mejor lavarse la cara que la máscara y que disentir es un verbo necesario.
Lo ha hecho de muchas maneras. Con su actitud, primero que nada. Con su
periodismo de opinión libre de
servidumbres, con su cine de cuño muy personal que siempre escarba en la
realidad para transformarla en hechos estéticos adosados a una visión ética. Lo
ha hecho, además, sin olvidarse de una materia que se echa de menos en
cualquier aparato crítico que se respete, el humor.
Su ya amplia producción cinematográfica, como director o como guionista, lo mismo que como creador de seriados inolvidables como “La vorágine”, esa bella novela que sentó en sus primeras páginas de 1924 una premisa que se ha hecho constante en nuestras artes, “jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, sin duda señala que en su caso se pueda hablar sin tapujos de una obra.
Es
bueno que este acto de reconocimiento no-oficial se de al mismo tiempo que nos
entrega su más reciente filme, “El soborno del cielo”, porque sin duda se trata
de una obra que es espejo, una película que nos refleja como país en su dolor y
en su ternura.
Resulta
muy justo y sin discursos programáticos que este filme recuerde en sus entresijos
que desde el llamado Concordato, la iglesia haga y deshaga conciencias e
intente sobornarnos con la fe. Y que lo haga a través de unos personajes
investidos de una única verdad, de clérigos que con gratas excepciones tienen
línea directa con Dios y hablan con él, como diría Gómez de la Serna, a través
del teófono.
Lo
patético es que estas gentes siguen dándole cuerda a nuestro atraso moral e
intelectual, y no habría necesidad de recordar a nuestro actual inquisidor. Son
gentes enquistadas aún hoy en el poder, unos seres del pasado en presente que
tienen una relación disfuncional con la realidad.
El
artículo primero de ese concordato con el Vaticano (perdón por traer a cuento
esta leguleyada), señalaba que “en atención al tradicional sentimiento católico
de la nación colombiana, considera la religión católica, apostólica y romana
como elemento del bien común”. Todas esas potestades daban la espalda, y la cosa
no ha variado mucho, a la sociedad civil, a una sociedad no pocas veces
camandulera trocada desde entonces en feligresía.
Que
esto lo recuerde Lisandro de manera elusiva, burlesca como corresponde y de
manera magistral, hay que agradecérselo. Agradecer su “yo acuso” desde la
comedia, como también lo hace con otra película que dialoga con “El soborno del
cielo”, “Los niños invisibles". Agradecer la falta de grandilocuencia. La
inteligencia que no se exhibe, que no se saca a pasear en carretilla, lejos
como ha estado nuestro amigo de la carpa del exhibicionismo cinematográfico.
Dueños
de los cementerios, la iglesia se reservaba como en cualquier bar o restaurante
de categoría, el derecho de admisión. Y ese derecho hacía -con la excepción del
insólito cementerio de Circasia- que se satanizara a los suicidas, a los que
supuestamente practican un crimen de sí mismos. Nada más aberrante. Y lo
decimos en cercanías de un vecino de acá al lado, el poeta de gotas amargas al
que de inmediato quisieron enlodar pero que ahora nos mira desde un billete de
baja denominación.
El
tema de la película arranca con un suicida y con la prohibición de enterrarlo
emanada de un cura magistralmente interpretado por Germán Jaramillo, y
obviamente con los avatares pueblerinos de un país que seguía siendo en su
totalidad un pueblo. Hay que recordar, otra vez con Camus en “El mito de
Sísifo” que el único tema serio a tratar es el del suicidio. Pero no vengo a
contarles una magnífica película sino a pasar una mirada somera sobre el rol de
Lisandro en nuestro ámbito. Y a celebrarlo, por supuesto.
La
obra de Lisandro que no caricaturiza lo que de entrada ya es una caricatura,
que no cae en la trampa de lo políticamente discursivo ni en una suerte de
esperpentismo circense, habrá que mirarla en su totalidad, pero el ejemplo que
traigo a colación debería, supongo, ser una invitación a hacerlo. Su cine
describe un acervo de nuestras costumbres sin hacer llano costumbrismo, tiene
un asunto de cosa hablada que a todos nos toca si es que hemos puesto ojos y
oídos atentos a la cultura popular, que es lo más vivo y auténtico en el país, indaga
en nuestras raíces sin hacer antropologismo, escarba en nuestra historia sin
hacer historicismos. Y sobre todo, insisto, hay que agradecerle la falta de
truculencias, de experimentaciones propias de una vieja vanguardia.
No
son muchos los intelectuales y creadores colombianos, en todas las artes, que
hayan mirado con tanta agudeza el país, sus desvelos y expolios, su pugna por
hacerlo más digno.
Por
todo lo expresado y espero no caer en algo a lo que es refractario el espíritu
de Lisandro Duque Naranjo, nos reunimos esta noche a oir buena música, a
disponer el brazo al abrazo y a reirnos un poco, como recordando a Walter
Benjamin: “la risa y el aleteo son parientes”.
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Por Juan Manuel Roca ( 1 )
Fotografía (San Francisco, California): Mario Londoño. (Al fondo: prisión de Alcatraz ).
Click sobre ella para ver mini video.
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Sobre LA VORÁGINE y la versión de L. Duque
http://www.bibliotecanacional.gov.co/content/la-vor%C3%A1gine-libro-digital
Manuscrito original digitalizado
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