sábado, 16 de abril de 2011

Bondad. Por Albeiro Álvarez. Cuento. Antología RENATA 2010

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Cuento incluído en:

Bondad

Por: Albeiro Alvarez

A través del vidrio parecía un quirófano. Estaba amarrado de pies y manos. Tenía los ojos cerrados. El guardia revisó las correas, una a una.

El cura esperaba sentado en la sala, todavía en penumbra, como un fantasma. El guardia le hizo señas para que entrara. Se puso de pie. Aun no llegaban ni los invitados ni los periodistas. Entró por la puerta lateral. Se acercó al condenado, abrió la biblia.

­ – “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”.

Hizo una pausa y lo miró a los ojos, ahora bien abiertos.

– Confiésate, todavía puedes arrepentirte.

– Coma mierda, Padre.

El cura salió, se sentó en el puesto que tenía reservado en primera fila. Llevaba quince años en la prisión. Fue él quien pidió que lo mandaran a aquel lugar. Miró su reflejo pálido en el vidrio, junto a los reflejos de los demás. La sala estaba llena. El guardia accionó el mecanismo y las jeringas vaciaron su contenido en las venas del hombre. Diez segundos después empezó a estremecerse. Cerró con fuerza los puños. Los músculos del rostro se le tensionaron. Pasados dos minutos se fue serenando.

El momento más importante en la vida de un hombre es cuando se va a morir. No podemos dejarlos solos en un momento tan difícil. Necesitan a Dios para que los guíe, para que les perdone toda una vida de pecados, argumentó el cura. Había visto morir a doscientos diecisiete presos. Los motivos de ejecución casi siempre eran los mismos: asesinato, violación, terrorismo.

Llegaba todos los días a las ocho de la mañana. Junto a la capilla tenía un cuarto. Allí se colocaba la sotana, sacaba la biblia del maletín y empezaba el recorrido. No todos los presos estaban condenados. Algunos esperaban el veredicto que oscilaría entre cadena perpetua y la pena capital.

– ¿Cómo estás hijo?

– Mejor padre. Ya me llegó la sentencia.

– Me alegró ¿Era lo que esperabas?

– Lo importante es no tener que esperar más. Me ejecutan en dos meses.

– ¿Y qué harás mientras tanto?

–Vivir, padre.

–Vive en el amor de Dios. Él te acompañará.

–Me gustaría vivir estos dos meses en compañía de una hembrita. Usted dice que Dios siempre está con nosotros, pero las hembritas no.

–Sólo tienes a Dios.

–Perdone padre, pero Dios no abraza, ni da besos. Ni siquiera sé si Dios tiene sexo.

–El espíritu es más importante que la carne.

–No es con usted, padre, pero eso es lo que dicen los que más se preocupan por el cuerpo.

– ¿Quieres escuchar la palabra de Dios?

–Mañana padre, si él siempre está ahí, da lo mismo.

Continuó su recorrido. Todos los presos estaban en sus celdas. El Chico estaba leyendo. Tenía veintitrés años. Lo capturaron todavía con sangre en las manos. Descuartizó a su novia en un ataque de celos. No tengo remordimientos, fue lo primero que le dijo al cura.

–Ve en la tarde a la capilla. Estaré ahí.

–No volveré a la capilla, padre.

–Dios es el único que puede perdonarte.

–No quiero pagar ese precio.

–Prometo no intentar nada.

–Ya no le creo.

–Piénsalo. Te esperaré quince minutos.

Sonó el timbre. Empezaron a desfilar por los corredores. En el patio de dedicaban a levantar pesas, a jugar cartas, a leer.

–Dios los ama, hijos.

–Claro –contestaron casi en coro.

Se sintió un poco desanimado. Se acercó al guardia que desde un rincón miraba a los hombres conversar en el patio.

– ¿Todo tranquilo?

–Como siempre.

–Es mejor así. Dios sabe cómo hace sus cosas. Él les da la mansedumbre para que reine la calma.

– ¿No se cansa, padre?

– ¿De qué?

–De estar metido en este hueco.

–Creo que mi labor es importante. Dios me da fuerzas.

–A esta gente no la salva nada.

–La misericordia de Dios es infinita.

– ¿A cuántos ha visto morir?

–Hace años perdí la cuenta.

–Yo siento asco, sabe. Conocí a muchos. A veces los veo en sueños.

–Yo trato de olvidar. Es lo más sano.

Cambiaron la mesa y el dispositivo con las jeringas. El reo entró por el fondo. Llevaba cadenas en pies y manos y una cicatriz acentuada en el rostro. El cura miró todo desde la silla en que siempre se hacía para observar las ejecuciones junto a los invitados. Parecía un teatro en el que las personas miraban una película a través de un vidrio. A veces se imaginaba ser el director. El guardia hizo el gesto para que entrara, él se puso de pie.

–Es todo suyo, padre –dijo el guardia.

–Aunque tu camino sea de sombras, no temas.

–Tengo miedo, padre.

–Es natural hijo. Vas a conocer otras cosas. Pero escucha esto: En el día que temo, yo en ti confío. En Dios, cuya palabra alabo, en Dios he confiado. No temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?

–El hombre puede acabarme. El hombre va a acabar con mi vida. Pero no es eso lo que me asusta. Me he soñado en el infierno, rodeado de fuego y seres horrendos chuzándome con tridentes.

–Dios es generoso. Si te arrepientes te perdonará.

–Pídale a Dios que me perdone.

–Pídale usted, él lo escuchará.

–Creo que perdí su confianza. Ya no cree en mí.

–Él siempre es fiel, aunque nosotros dudemos.

– ¿Cree que me perdonará?

–Lo hará, hijo, lo hará.

Vio al hombre sereno, con otra expresión. Se sintió satisfecho de su labor, como nunca antes. Al bajar la cuchilla todas las luces parpadearon. El hombre se estremeció. Algunas personas del público también. Estaban los familiares de las víctimas y los del reo. El guardia comprobó que el hombre todavía respiraba. Bajó de nuevo la cuchilla hasta que un humo salió de la cabeza del reo. El cura se aferró a su silla, su respiración se aceleró. Intentó no parpadear para no perder detalle. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Creyó en la gracia de Dios para con él. El encargado de la ejecución miró hacia donde estaba el director. Deslizó la mano sobre la garganta.

Después de que todos salieron, el cura se quedó, como si hubiera querido más función. Entonces el director se le acercó.

–Se van a terminar las ejecuciones en este penal –le dijo sin rodeos.

–Si la ley flaquea, el mal se apoderará del mundo.

–No flaqueará Padre. Sólo cambia de lugar. A veces la política supera a la ley.

– ¿Y los condenados?

–Sólo quedan dos ejecuciones. Una para abril y la otra para junio. Después no volverá a haber ejecuciones. Las harán en otro lado.

– ¿Dónde?

–En el estado vecino.

– ¿Puede pedir que me dejen trabajar allí?

–Haré lo que pueda, padre. ¿No le gustaría hacer otra cosa?

–No sé hacer otra cosa. Llevar la palabra de Dios a los condenados es mi misión. Puedo darles algo de paz en sus míseras vidas.

–Creo que hace mucho dejé de saber cuál era mi misión.

– ¿Puede apelar para que las ejecuciones las sigan haciendo aquí?

–La decisión está tomada. Asunto de política, ya le dije.

– ¿Cuántos dijo que quedan?

–Dos, padre.

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