“Enetecear” de AÑO NUEVO
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Intermedio
La
biblioteca seductora
Jotamario
Arbeláez
Desde que —a los 12 años—
terminé la primaria en la escuela San Nicolás, tenía ya una biblioteca de unos
33 volúmenes, que era a la vez el asombro y la incredulidad de mis compañeros
de barrio.
Libros de segunda, en rústica,
pasta blanda, adquiridos en el parque de Santa Rosa, en Cali, a precio de
huevo,
entre los que recuerdo El hombre mediocre, de Ingenieros, El hombre de la máscara de hierro, de
Dumas, El hombre que ríe, de Hugo, El hombrecillo de los gansos, de
Wassermann,
La
mujer, de Severo Catalina, La
bruja, de Michelet, La doncella,
de Voltaire, La celestina, de Rojas,
El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, Así hablaba Zarathustra, de Nietzsche, El retrato de Dorian Gray, de Wilde y El lobo estepario, de Herman Hesse.
“Un hombre no puede leerse en
la vida tantos libros, no le alcanzarían ni el tiempo ni las vistas, además de
que despilfarraría mil oportunidades de tirar para tener hijos”,
aventuró el sabiondo de Víctor
Mario Martínez, que era el guapo de la gallada, dando a entender que yo lo que
estaba era faroleando.
Y me espetó la sentencia que
más me ha conmovido en la vida, proveniente de un condiscípulo: “Lo que es yo,
no aprendí a leer para leer libros. A mí que me los envuelvan, pero que no me
los vendan.”
Tres años después, ya mi
escuálida biblioteca ocupaba cinco tablas de cama sostenidas con ladrillos,
y mi fiel amigo Luis Alfonso
Ramírez proclamaba que me la había leído toda, porque para eso había suspendido
otras actividades manuales como el ajedrez, el billar pool y la masturbación.
Y divulgaba que todo lo que
salía de mi boca provenía de los personajes de cada libro. Por eso cada uno de
mis parlamentos, hasta el saludo, tomaba categoría de apotegma.
En otras palabras, que había
perdido, no solo la originalidad, sino la propia identidad, en aras de la
lectura.
A él, que presumía de su
cociente de inteligencia dado el diámetro de su cráneo,
ya lo había envenenado con El satiricón, en una edición ilustrada
por un pornógrafo, a cambio de que me prestara su rotunda bicicleta Raleigh
pintada a polvo,
para ir a visitar en el barrio
Salomia a Gloria Sánchez, perspicaz pelinegra a quien trataba de conquistar con
empanadas de cambray y Las tribulaciones
del estudiante Werther.
En vista de que la chica no me
hacía caso —supe varios años después que lo hizo para estimularme como poeta
sufrido, que son los únicos que escriben buenos poemas—,
ataqué a su papá,
rojaspinillista, con una edición de La
técnica del golpe de estado, de Malaparte, a ver si se ponía de mi parte.
Él me lo agradeció mucho pero,
en vista de que el parecer de su hija mayor era indoblegable,
me ofreció que me embocara por
la hija menor, que además era rubia, y se llamaba Florencia, como la ciudad del
Dante,
a la que regalé, como era
correspondiente, un ejemplar de Vita
Nuova, que me devolvió sin abrir.
Es el libro más precioso que
tengo en mi biblioteca, le dije. ¿Y es que me viste cara de bibliotecaria?, me
respondió subiéndose con el índice las enormes gafas cuadradas.
En tanto mi condiscípulo Asbel,
que me acompañaba en su bicicleta Philips, se reía de mi desventura.
El señor Sánchez, que no se
dejaba doblegar tan fácil, me sugirió entonces que invitara de paseo a su hijo
intermedio,
que era muy sensible y tenía
cierta predilección por los pajaritos.
Le agradecí mucho, pero por
aquella época no estaba muy interesado en otras variantes que las del método de
ajedrez de Dorfman, que se centraba en atacar tan sólo a la reina.
Para no dejar sin su merecido
al doncel, le obsequié una edición apestosa de Muerte en Venecia. Y delegué en el guapo de Víctor Mario la
subsiguiente invitación al cine y las palomitas.
Vi que lo montó en la barra de
su bicicleta Monark y se perdieron felices.
Estos chascos mortificantes me
conducían al local del zapatero del Pasaje Sardi,
quien me reponía los tacones a
cambio de que le leyera páginas de Vargas Vila o de Eduardo Zamacois, de Flor de Fango o de Punto negro,
mientras él martillaba con todo
el entusiasmo sus medias suelas.
A mí me encantaba escuchar el
timbre de mi voz, mientras bebía del ‘tapetusa’ que él me ofrecía. Hasta que me
daban ganas de ir a hacer aguas.
Entonces el zapatero, sin
preguntar si eran mayores o menores, me invitaba a proseguir a su minúsculo
baño, donde no había papel higiénico, por lo que yo prefería decirle que iba
hasta la casa y volvía.
Para no quedar como un cuero
por escurridizo le traía de regalo un ejemplar de Las zapatillas rojas, de Andersen, o de La zapatera prodigiosa, de Lorca.
Para que me expidieran sin
problema el certificado de aprobación de la escuela elemental y poder acceder
al bachillerato en Santa Librada
tuve que desprenderme, con el
dolor de mis cojones, de El maestro de
escuela, de Fernando González, para el señor Toro, director de grupo,
y para el señor Perlaza,
director del establecimiento con algo de amadamado, de A los pies del maestro, un libro sagrado.
En el bachillerato mi
biblioteca siguió creciendo como espuma, pues con lo que me daban para buses
del día yo, gran caminador,
adquiría en el mismo parque un
nuevo título, con algo de filosofía,
que me permitiera refutar con
aplomo los peregrinos argumentos de los compañeros que pretendían razonar
mientras se fumaban su cacho de marihuana,
tales El banquete, el Discurso del
método, el Elogio de la locura, El contrato social, los Manuscritos, la Dialéctica de la naturaleza, el Tractatus
Lógico-Philosophicus, La risa y
las Cartas a Estanislao.
Desde la adolescencia, cuando
me fui a vivir con la primera gata que encontrara en los iniciales peldaños
hacia el abismo,
he cargado con la cruz de mi
pesada colección de mamotretos, que se me fueron perdiendo cada vez que tuve
que desalojar el establecimiento amoroso.
Para evitar que ello siga
sucediendo, ahora tengo dos casas. En una vivo con mi mujer y mis dos hijos, y
en la otra con mis 7.777 libros, un sommier dispuesto para la visita
esporádica, un conejo que se llama Playboy y un par de rosas amarillas en el
jardín.
Ya casi no regalo libros y ni
siquiera los presto. Y mi hobby actual es reponer los que me robaron.
Pasados 50 años me reencontré —descendiendo
del avión— con una monumental Florencia,
procedente de Francia,
donde vive desde entonces con
uno de mis grandes amigos de adolescencia, ya imaginarán ustedes con quién, con
Asbel.
Quien, por cierto, nunca me
devolvió Mi vida y mis amores, de
Harris, el libro que más he querido en mi vida.
Yo regresaba de leer en la
UNESCO unos poemas que enfrentan el amor otoñal.
Ella, que de niña se parecía a
la Bardot por la cola de caballo y la otra, apenas si había cambiado de
peinado. Mientras a Brigitte se le han borrado por completo las señas de su
belleza, Florencia entraba radiante en la noche del gran saldo de otoño.
Venía prendido con los whiskeys
que me había servido la azafata, a quien de entrada había obsequiado una
edición pirata de Aeropuerto, de
Hailey. Por eso no tuve ninguna objeción de conciencia de metérmele por los
ojos a inspeccionar a mi amiga.
Flora se limitó a preguntarme
cómo iba mi ‘vida nueva’. Mejor que nunca, le dije, sigo devorando todo lo que me cae a mano,
incluso libros y comidas,
y le fui alargando de regalo el
libro que venía leyendo en la nave, Sólo
dime dónde lo hacemos, de Mercedes Abad,
y exhalando mi último aliento
de seductor: “Así no sea bibliotecaria, me gustaría meterte en mi biblioteca.”
El que no aprende a pedirlo no
debe quejarse de que no se lo den.
Debió ofenderse al sentirse
tratada como un volumen.
Todavía estoy aguardando a que
me responda.
En tanto mi esposa me pita
desde el parqueadero del aeropuerto.
Foto
Claudia Jaramillo
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NTC ... NOTA:
El texto se publicó, parcialmente, en la columna del autor
en El País de Cali. Enero 12, 2016
http://www.elpais.com.co/elpais/opinion/columna/jotamario-arbelaez/biblioteca-seductora
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