martes, 12 de enero de 2016

La biblioteca seductora. Por Jotamario Arbeláez. Intermedio. Diciembre 12, 2016

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Intermedio

La biblioteca seductora

Jotamario Arbeláez
 Foto Salomé Arbeláez

Desde que —a los 12 años— terminé la primaria en la escuela San Nicolás, tenía ya una biblioteca de unos 33 volúmenes, que era a la vez el asombro y la incredulidad de mis compañeros de barrio.
Libros de segunda, en rústica, pasta blanda, adquiridos en el parque de Santa Rosa, en Cali, a precio de huevo,
entre los que recuerdo El hombre mediocre, de Ingenieros, El hombre de la máscara de hierro, de Dumas, El hombre que ríe, de Hugo, El hombrecillo de los gansos, de Wassermann, 
La mujer, de Severo Catalina, La bruja, de Michelet, La doncella, de Voltaire, La celestina, de Rojas,
El amor, las mujeres y la muerte, de Schopenhauer, Así hablaba Zarathustra, de Nietzsche, El retrato de Dorian Gray, de Wilde y El lobo estepario, de Herman Hesse.
“Un hombre no puede leerse en la vida tantos libros, no le alcanzarían ni el tiempo ni las vistas, además de que despilfarraría mil oportunidades de tirar para tener hijos”,
aventuró el sabiondo de Víctor Mario Martínez, que era el guapo de la gallada, dando a entender que yo lo que estaba era faroleando.
Y me espetó la sentencia que más me ha conmovido en la vida, proveniente de un condiscípulo: “Lo que es yo, no aprendí a leer para leer libros. A mí que me los envuelvan, pero que no me los vendan.”


Tres años después, ya mi escuálida biblioteca ocupaba cinco tablas de cama sostenidas con ladrillos,
y mi fiel amigo Luis Alfonso Ramírez proclamaba que me la había leído toda, porque para eso había suspendido otras actividades manuales como el ajedrez, el billar pool y la masturbación.
Y divulgaba que todo lo que salía de mi boca provenía de los personajes de cada libro. Por eso cada uno de mis parlamentos, hasta el saludo, tomaba categoría de apotegma.
En otras palabras, que había perdido, no solo la originalidad, sino la propia identidad, en aras de la lectura.
A él, que presumía de su cociente de inteligencia dado el diámetro de su cráneo,
ya lo había envenenado con El satiricón, en una edición ilustrada por un pornógrafo, a cambio de que me prestara su rotunda bicicleta Raleigh pintada a polvo,
para ir a visitar en el barrio Salomia a Gloria Sánchez, perspicaz pelinegra a quien trataba de conquistar con empanadas de cambray y Las tribulaciones del estudiante Werther.
En vista de que la chica no me hacía caso —supe varios años después que lo hizo para estimularme como poeta sufrido, que son los únicos que escriben buenos poemas—, 
ataqué a su papá, rojaspinillista, con una edición de La técnica del golpe de estado, de Malaparte, a ver si se ponía de mi parte.
Él me lo agradeció mucho pero, en vista de que el parecer de su hija mayor era indoblegable,
me ofreció que me embocara por la hija menor, que además era rubia, y se llamaba Florencia, como la ciudad del Dante,
a la que regalé, como era correspondiente, un ejemplar de Vita Nuova, que me devolvió sin abrir.
Es el libro más precioso que tengo en mi biblioteca, le dije. ¿Y es que me viste cara de bibliotecaria?, me respondió subiéndose con el índice las enormes gafas cuadradas.
En tanto mi condiscípulo Asbel, que me acompañaba en su bicicleta Philips, se reía de mi desventura.
El señor Sánchez, que no se dejaba doblegar tan fácil, me sugirió entonces que invitara de paseo a su hijo intermedio,
que era muy sensible y tenía cierta predilección por los pajaritos.
Le agradecí mucho, pero por aquella época no estaba muy interesado en otras variantes que las del método de ajedrez de Dorfman, que se centraba en atacar tan sólo a la reina.
Para no dejar sin su merecido al doncel, le obsequié una edición apestosa de Muerte en Venecia. Y delegué en el guapo de Víctor Mario la subsiguiente invitación al cine y las palomitas.
Vi que lo montó en la barra de su bicicleta Monark y se perdieron felices.


Estos chascos mortificantes me conducían al local del zapatero del Pasaje Sardi,
quien me reponía los tacones a cambio de que le leyera páginas de Vargas Vila o de Eduardo Zamacois, de Flor de Fango o de Punto negro,
mientras él martillaba con todo el entusiasmo sus medias suelas.
A mí me encantaba escuchar el timbre de mi voz, mientras bebía del ‘tapetusa’ que él me ofrecía. Hasta que me daban ganas de ir a hacer aguas.
Entonces el zapatero, sin preguntar si eran mayores o menores, me invitaba a proseguir a su minúsculo baño, donde no había papel higiénico, por lo que yo prefería decirle que iba hasta la casa y volvía.
Para no quedar como un cuero por escurridizo le traía de regalo un ejemplar de Las zapatillas rojas, de Andersen, o de La zapatera prodigiosa, de Lorca.


Para que me expidieran sin problema el certificado de aprobación de la escuela elemental y poder acceder al bachillerato en Santa Librada
tuve que desprenderme, con el dolor de mis cojones, de El maestro de escuela, de Fernando González, para el señor Toro, director de grupo,
y para el señor Perlaza, director del establecimiento con algo de amadamado, de A los pies del maestro, un libro sagrado.


En el bachillerato mi biblioteca siguió creciendo como espuma, pues con lo que me daban para buses del día yo, gran caminador,
adquiría en el mismo parque un nuevo título, con algo de filosofía,
que me permitiera refutar con aplomo los peregrinos argumentos de los compañeros que pretendían razonar mientras se fumaban su cacho de marihuana,
tales El banquete, el Discurso del método, el Elogio de la locura, El contrato social, los Manuscritos, la Dialéctica de la naturaleza, el Tractatus Lógico-Philosophicus, La risa y las Cartas a Estanislao.


Desde la adolescencia, cuando me fui a vivir con la primera gata que encontrara en los iniciales peldaños hacia el abismo,
he cargado con la cruz de mi pesada colección de mamotretos, que se me fueron perdiendo cada vez que tuve que desalojar el establecimiento amoroso.
Para evitar que ello siga sucediendo, ahora tengo dos casas. En una vivo con mi mujer y mis dos hijos, y en la otra con mis 7.777 libros, un sommier dispuesto para la visita esporádica, un conejo que se llama Playboy y un par de rosas amarillas en el jardín.
Ya casi no regalo libros y ni siquiera los presto. Y mi hobby actual es reponer los que me robaron.


Pasados 50 años me reencontré —descendiendo del avión—  con una monumental Florencia, procedente de Francia,
donde vive desde entonces con uno de mis grandes amigos de adolescencia, ya imaginarán ustedes con quién, con Asbel.
Quien, por cierto, nunca me devolvió Mi vida y mis amores, de Harris, el libro que más he querido en mi vida.
Yo regresaba de leer en la UNESCO unos poemas que enfrentan el amor otoñal.
Ella, que de niña se parecía a la Bardot por la cola de caballo y la otra, apenas si había cambiado de peinado. Mientras a Brigitte se le han borrado por completo las señas de su belleza, Florencia entraba radiante en la noche del gran saldo de otoño. 

Venía prendido con los whiskeys que me había servido la azafata, a quien de entrada había obsequiado una edición pirata de Aeropuerto, de Hailey. Por eso no tuve ninguna objeción de conciencia de metérmele por los ojos a inspeccionar a mi amiga.
Flora se limitó a preguntarme cómo iba mi ‘vida nueva’. Mejor que nunca, le dije,  sigo devorando todo lo que me cae a mano, incluso libros y comidas,
y le fui alargando de regalo el libro que venía leyendo en la nave, Sólo dime dónde lo hacemos, de Mercedes Abad,
y exhalando mi último aliento de seductor: “Así no sea bibliotecaria, me gustaría meterte en mi biblioteca.”
El que no aprende a pedirlo no debe quejarse de que no se lo den.
Debió ofenderse al sentirse tratada como un volumen.
O agradecida de ir a ocupar un sitio entre todo lo que más amo.
Todavía estoy aguardando a que me responda.
En tanto mi esposa me pita desde el parqueadero del aeropuerto.   
      
Foto Claudia Jaramillo
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NTC ... NOTA: 

El texto se publicó, parcialmente, en la columna del autor
en El País de Cali. Enero 12, 2016
http://www.elpais.com.co/elpais/opinion/columna/jotamario-arbelaez/biblioteca-seductora
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* “Enetecear”   de AÑO NUEVO

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