jueves, 16 de mayo de 2019

El teatro Colombia.Jotamario Arbeláez. Intermedio. Versión para NTC ...

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Intermedio

(Versión para NTC ... )

El teatro Colombia

Jotamario Arbeláez

Fui desde niño hasta adolescente un adicto del Teatro Colombia, el de la tercera, donde el portero Escobar me dejaba entrar sin boleta
pues consideraba que, al igual que mis primos Fabián, Martha Nelly y Gabriela Esther, era también abuelo mío don Santiago Isaza, administrador del teatro
y casado con la mamá del esposo de la tía Tina, que vivían en una sección enseguida y adentro del teatro, los abuelos en el segundo y mis tíos en el primero.
Allí montaron una tenducha hacia la Avenida Colombia que atendía mi abuela Carlota, quien no sabía leer ni escribir pero sí sumar y restar sin calculadora. 
Era ella quien a todos nos ponía a marchar, sobre a todo a los muchachos a los que ya podía considerarnos  “güevirrayados”, nos sacaba de la quejadera llamándonos “cagalástimas”, y “atembaos” cuando no pegábamos una. 

Cómo no preferir el extenso teatro que quedaba prácticamente en la sala de la casa de la familia.
Lo elegí de entre los otros que frecuentaba, mientras combatía las espinillas y veía crecer una crespa pelamenta sobre el pubis por entonces angelical.
Constaba de una extensa luneta, que luego de un muro bajo daba paso a tres bloques de filas escalonada de a diez butacas que a medida que iban subiendo disminuían hasta dos, que era donde uno terminaban sentándose los novios a consentirse.
En esos tiempos ir al cine en pareja era un goce pagano. La madiapantalón no existía. 

En el teatro San Nicolás de mi barrio vi la primera película que recuerdo por su terrorífico nombre, La luz que agoniza,
y estoy hablando de hace por lo menos 70 años, cuando me enamoré de la primera mujer intangible, de Ingrid Bergman.
En el Teatro Avenida de la primera, enfrente de la Policía, vi las primeras de Tarzán, de las que recuerdo Tarzán contra el mundo, un Johnny Weismuller vestido de paño y corbata tratando de rescatar en Nueva York a su hijo Boy que había sido raptado para ponerlo a trabajar en un circo.
                                          Tarzán contra el mundo o Tarzán en Nueva York.
Al Cervantes había que ir bien vestido como al Colón y al Aristi, pues eran los más jailosos de la ciudad.
Con la mejor pinta invité a mamá a ver Sissi, la emperatriz, con Romy Schneider, pues ella decía que no le gustaban las mexicanas pues para ver pobreza la veía en casa.
En cambio volaba en su imaginación viendo palacios inalcanzables, que años después visitó cuando mis hermanas tuvieron cómo.
En el cine Ángel que era el más barato y se mantenía lleno de vagos volados del colegio, disfrutábamos con Los olvidados, de un tal Buñuel.
En el Jorge Isaacs combinaban cine y teatro y algarabías de cómicos como Montecristo y Campitos.
El Rialto de la octava no tenía techo y constaba de largas filas de bancas como de parque. En él vi Cantando bajo la lluvia.
En el lujoso Aristi, propiedad del monstruo de los mangones, según los de Caliwood, se estrenó Muévete al compás del reloj con Bill Halley y sus Cometas preludiando a Elvis Presley, y la fanaticada histérica casi tumba el teatro.
Bill Haley and her comets.
El Roma quedaba enfrente de la estación de ferrocarril  y era el portero mi tío Emilio que me dejaba entrar gratis con mis levantes a chupar piña.
Allí vi La condesa descalza con Ava Gardner y cuando con el tío después de la medianoche llegué a la casa, escuchamos una tremenda explosión que borró el teatro. 

La mayoría de estos cines tenían convenio con alguna empresa como Pel-Mex para presentar sólo rollos aztecas.
Supongo que para alejarnos de la colonización yanqui a través del cine que era imparable, sobre todo por la proyección de las películas de vaqueros que incitaban a la violencia.
Entre ellos estaba mi teatro Colombia. Donde anteriormente  había visto la saga completa que me zambulló en el tema de la ficción fantástica: Invasión a Mongo, Invasión a Marte y Flash Gordon conquista el universo.
Cuando el teatro se consagró a las películas mexicanas, allí me familiaricé con las actuaciones estelares de Arturo de Córdoba y Zully Moreno,
de Pedro Infante, Luis Aguilar, Pedro Armendáriz y Joaquín Cordero,
Carlos López Moctezuma el villano del celuloide, Joaquín Pardavé, Domingo y Andrés Soler, el luchador Wolf Rubinsky, Rafael Baledón, (hago esta lista de memoria y veo que voy bien),
de María Félix, Libertad Lamarque, Dolores del Río, Elsa Aguirre, Silvia Pinal, Marga López, Katy Jurado, Miroslava, Sara García,
               María Félix. La mujer sin alma. Fernando Palacios. 1943
las bailarinas Lilia Prado, María Antonieta Ponds y la Tongolele,
los cómicos Cantinflas, Tin-Tán y su carnal Marcelo, Clavillazo que era además bailarín, y los cantantes Pedro Vargas, Jorge Negrete, Enrique Guzmán, Los Panchos y Miguel Aveces Gemía,
sin olvidar a Dámaso Pérez Prado, creador del mambo, qué rico el mambo.

Una fase reiterativa de las películas era la sonora bofetada que por cualquier quítame allá esa pajas le propinaba el héroe a la protagonista, que caía derrumbada sobre la cama, donde le seguía dando con más cariño,
lo que se fue convirtiendo en moda en Latinoamérica, pues el cine mexicano era nuestra segunda escuela.
De allí pudo originarse el llamado machismo que hasta hace poco nos aquejaba.
Enfrentados al feminismo, que para nada es un movimiento pacífico ni transigente, pues su objetivo es acabar hasta con el último machista.

De pronto el teatro no se contentó con proyectar los mexicofilmes, que tenían un público múltiple,
y comenzó a invitar a las luminarias que en ellos actuaban, las cuales se presentaban en el tablado adecuado luego de alguna película pertinente,
tiempo que aprovechaban las estrellas para consumir aguardiente en la tienda regentada por abuelita.
Allí llegaron María Félix, Libertad Lamarque, Los Panchos, Pedro Infante, Luis Aguilar y muchos otros que no registro. Calculo que era por el año 51 y 52.
Me escondía muerto de miedo detrás del mostrador para que no me viera el monstruo de Moctezuma, quien fue capaz, en El gendarme desconocido, de darle una paliza a Cantinflas, que era mi ídolo,
a pesar de que no le entendía nada de lo que hablaba, pero me hacía reír de todas maneras.
López Moctezuma, Mapy Cortés y Cantinflas, El genarme desconocido, 1941
Después de toda la peliculería mexicana, a la que asistíamos entusiasmados y libertinos los estudiante de 1º. bachillerato del Colegio Americano,
y del paso por sus tablados de los artistas y cantantes, el teatro devino en proyectar cintas de todas partes, lo que hizo que la audiencia fuera mermando.
Y ya no podía estar uno sentado en medio de la sala semivacía porque no faltaba el ser invisible que se  sentaba al lado de uno con intenciones.

Tenía Luis Torres una pequeña biblioteca donde descubrí un tomo que me llamó la atención por cuanto contenía mi nombre y una actividad a la que querría dedicarme: Mario y el hipnotizador.
Cuando me lo encontraba me quedaba horas enteras los ojos fijos en los ojos de mago de la carátula, hasta que abuela me chuzaba con los dedos la espalda y me ordenaba: “Movete güevetas.”
Entonces reaccionaba y me encaminaba a la puerta del teatro y con la aquiescencia del portero veía cintas por el estilo de Dios se lo pague o El peñón de las ánimas.
No había llegado aún la producción de la nouvelle vague, en la que me emboqué de inmediato, empezando con Sin aliento, y abandonando para siempre los laboratorio de Churubusco Azteca.    
                                                     Jean ¨Paul Belmondo y Jean Seberg en Sin Aliento de Godard.
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NTC ... 11 de mayo de 2019

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