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De: Yves MOÑINO
Fecha: París, 10 de diciembre de 2014, 7:43
Asunto: El discurso de Modiano en español
Para: NTC ntcgra@gmail.com
Queridos Gabriel, María Isabel y amigos de NTC …,
como regalo de Navidad, les mando el bellísimo discurso ( Nobel Lecture ) de Patrick Modiano para el Nobel de literatura en Estocolmo, en una traducción mía al castellano. Demuestra, entre otras cosas, que ser francés y ser modesto no es siempre incompatible. Para los que quieren leerlo en francés, inglés o sueco, el enlace es:
© LA FONDATION NOBEL 2014
"Patrick Modiano - Conférence Nobel". Nobelprize.org. Nobel Media AB 2014. Web. 8 Dec 2014.
http://www.nobelprize. org/nobel_prizes/literature/ laureates/2014/modiano- lecture_fr.html
http://www.nobelprize.
Un gran abrazo a todos, Yves
Agradecemos al amigo Yves MOÑINO su valioso trabajo y aporte
y su magnífico regalo de Navidad
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Patrick Modiano - Photo Gallery
Patrick Modiano delivering his Nobel Lecture in the hall of the Swedish Academy in Stockholm, 7 December 2014.
Copyright © Nobel Media AB 2014
Lecture: 2014 Nobel Prize in Literature. En francés
.
Conferencia Nobel de Patrick Modiano
El 7 de diciembre de 2014
Traducción de Yves Moñino
Quisiera decirles sencillamente cuan feliz estoy entre
ustedes y cuánto estoy emocionado del honor que me han hecho al concerderme este
premio Nobel de Literatura.
Es la primera vez que debo pronunciar un discurso ante tan
numerosa asamblea y siento cierta aprensión de ello. Uno tendría la tentación
de creer que para un escritor, es natural y fácil entregarse a este ejercicio. Pero
un escritor – o al menos un novelista – tiene con frecuencia relaciones difíciles
con la palabra. Y si uno recuerda esta distinción escolar entre escrito y
oral, un novelista es más dotado para lo escrito que para lo oral. Suele
callarse y si quiere penetrarse de una atmósfera, tiene que confundirse con la multitud.
Escucha las conversaciones sin que nadie se de cuenta, y si interviene en éstas,
es siempre para hacer unas preguntas discretas con el fin de entender mejor las
mujeres y los hombres que lo rodean. Tiene una palabra vacilante, por su
costumbre de tachar sus escritos. Claro que después de múltiples tachones, su estilo
puede parecer nítido. Pero cuando toma la palabra, ya no tiene el recurso de
corregir sus vacilaciones.
Y luego pertenezco a una generación en que no dejaban hablar
a los niños, salvo en ciertas ocasiones bien escasas y si pedían permiso. Pero no
los escuchaban y a menudo les cortaban la palabra. Esto es lo que explica la
dificultad de elocución de algunos de nosotros, a veces vacilante, a veces demasiado
rápida, como si temiéramos a cada rato que nos interrumpieran. De ahí, quizás, ese
deseo de escribir que me agarró, como a muchos, al salir de la infancia. Uno espera que los adultos lo leerán. Así estarán obligados a escucharlo sin interrumpirlo y sabrán
de una vez los resquemores de uno.
El anuncio de este premio me ha parecido irreal y estaba
impaciente de saber por qué me habían escogido. Ese día, creo que nunca sentí
de manera tan fuerte cuánto un novelista es ciego frente a sus proprios libros y
cuánto los lectores saben más que él de lo que ha escrito. Un novelista nunca
puede ser su lector, salvo para corregir en su manuscrito faltas de sintaxis, repeticiones
o suprimir un párrafo que sobra. No tiene sino una representación confusa y parcial
de sus libros, como un pintor ocupado en hacer un fresco en el techo y que, tumbado
en un andamio, trabaja en los detalles, desde muy cerca, sin visión del
conjunto.
Curiosa actividad solitaria la de escribir. Uno pasa por
momentos de desaliento cuando redacta las primeras páginas de una novela. Tiene,
cada día, la impresión de confundirse de dirección. Y entonces grande es la tentación de volverse atrás y de adentrarse
en otro camino. No hay que sucumbir a esta tentación sino seguir el mismo camino.
Es un poco como estar conduciendo un carro, por la noche, en invierno y manejar
sobre el hielo, sin ninguna visibilidad. Uno no tiene escogencia, no puede
hacer marcha atrás, debe seguir avanzando diciéndose que la carretera acabará
siendo más estable y que la niebla se desvanecerá.
En el momento de terminar un libro, a uno le parece que este
empieza a arrancarse de él y que ya respira el aire de la libertad, como los niños,
en el aula, en vísperas de las vacaciones. Están distraídos y ruidosos y ya no
escuchan a su profesor. Hasta diría que en el momento en que uno escribe los últimos
párrafos, el libro le manifiesta cierta hostilidad en su afán de liberarse de uno.
Y lo deja a penas ha trazado la última palabra. Se acabó, ya no lo necesita, ya
se olvidó de uno. Son los lectores que ahora lo revelarán a uno mismo. Uno siente
en ese momento un gran vacío y el sentimiento de haber sido abandonado. Y
también una especie de insatisfacción a causa de este lazo entre el libro y uno,
que fue cortado demasiado rápido. Esta insatisfacción y este sentimiento de algo
incumplido lo empujan a uno a escribir el libro siguiente para restablecer el equilibrio,
sin que lo logre jamás. A medida que los años pasan, los libros se suceden y los
lectores hablarán de una « obra ». Pero tendrá el sentimiento que no
se trataba sino de una larga huida hacia adelante.
Sí, el lector sabe más sobre un libro que su autor mismo.
Ocurre, entre una novela y su lector, un fenómeno análogo al del revelado de las
fotos, tal como lo practicaban antes de la era numérica. En el momento de su revelación en el cuarto negro, la foto se volvía poco a poco visible. A medida que uno
avanza en la lectura de una novela, se desarrolla el mismo proceso químico. Pero
para que existe semejante acuerdo entre el autor y su lector, es necesario que el
novelista no « fuerce » nunca a su lector —en el sentido en que se
dice de un cantante que fuerza su voz— sino que lo conlleve imperceptiblemente y
le deje un margen suficiente para que el libro lo impregne poco a poco, y esto por
un arte que se asemeja a la acupuntura en que es suficiente picar la aguja en
un sitio muy preciso y el flujo se propaga en el sistema nervioso.
Esta relación íntima y complementaria entre el novelista y su lector, creo
que encontramos su equivalente en el campo musical. Siempre pensé que la
escritura estaba cercana a la música pero mucho menos pura que ésta y siempre
envidié a los músicos que me parecían practicar un arte superior a la novela —y
a los poetas, que están más cercanos a los músicos que los novelistas. Empecé
a escribir poemas en mi niñez y es quizás gracias a eso que entendí mejor la
reflexión que leí en alguna parte : « Es con malos poetas que
se hacen prosistas. » Y luego, en lo que concierne a la música, muchas
veces se trata para un novelista de acarrear a todas las personas, los
paisajes, las calles que pudo observar en una partitura en donde se encuentran
los mismos fragmentos melódicos de un libro a otro, pero una partitura que le
parecerá imperfecta. Habrá en el novelista, la añoranza de no haber sido un
puro músico y de no haber compuesto Los Nocturnos de Chopin.
La falta de lucidez y de distancia crítica de un novelista
frente al conjunto de sus proprios libros también tiene que ver con un fenómeno
que observé en mi caso y en el de muchos otros : cada libro nuevo, en el momento
de escribirlo, borra el precedente hasta el punto que tengo la impresión de haberlo
olvidado. Creía haberlos escrito uno tras otro de manera discontinua, a fuerza
de olvidos sucesivos, pero a menudo las mismas caras, los mismos nombres, los mismos
lugares, las mismas frases vuelven del uno al otro, como los motivos de un tapiz
que uno habría tejido en un entresueño. Un entresueño o un sueño despierto. Un novelista
es a menudo un sonámbulo, tanto está penetrado por lo que debe escribir, y
podemos temer que lo atropellen cuando atraviesa una calle. Pero olvidamos esta
extrema precisión de los sonámbulos que caminan sobre los techos sin caer jamás.
En la declaración que siguió el anuncio de este premio
Nobel, me fijé en la frase siguiente, que era una alusión a la última guerra mundial :
« Desveló el mundo de la Ocupación. » Yo soy, como todas y todos los
nacidos en 1945, un niño de la guerra, y más precisamente, pues nací en París,
un niño que debió su nacimiento al París de la Ocupación. Las personas que vivieron
en ese París muy pronto quisieron olvidarlo, o recordar solo detalles cotidianos,
de los que daban la ilusión que después de todo la vida de cada día no había
sido tan diferente de la que llevaban en tiempo normal. Una pesadilla y también
un borroso remordimiento de haber sido de alguna manera supervivientes. Y
cuando sus hijos los interrogaban más tarde sobre ese período y sobre ese París,
sus respuestas eran evasivas. O guardaban silencio como si quisiesen borrar de su
memoria esos años oscuros y ocultarnos algo. Pero ante los silencios de nuestros
padres, adivinamos todo, como si lo hubiésemos vivido.
Ciudad extraña ese París de la Ocupación. En apariencia,
la vida seguía, « como antes » : los teatros, los cines, las salas
de music-hall, los restaurantes estaban abiertos. Se oían canciones en la radio. Hasta había en los teatros y los cines mucha más gente que
antes de la guerra, como si esos lugares fueran refugios donde la gente se juntaba
y se apretaba unos contra otros para tranquilizarse. Pero detalles insólitos
indicaban que París ya no era el mismo que antaño. A causa de la ausencia de los
carros, era una ciudad silenciosa —un silencio en que se oía el susurro de los árboles,
el choque de los cascos de los caballos, el ruido de los pasos de la multitud en
los bulevares y el guirigay de las voces. En el silencio de las calles y del black-out que caía en invierno hacia las
cinco de la tarde y durante el cual la menor luz en las ventanas estaba
prohibida, esta ciudad parecía ausente a sí misma —la ciudad « sin mirada »,
como decían los ocupantes nazis. Los adultos y los niños podían desaparecer de un
instante al otro, sin dejar ninguna huella, y hasta entre amigos, se hablaba a medias
palabras y las conversaciones nunca eran francas, porque uno sentía una amenaza
rondando en el aire.
En ese París de pesadilla, donde uno corría peligro de
ser víctima de una denuncia y de una redada a la salida de una estación de metro,
encuentros azarosos se producían entre personas que nunca se hubieran cruzado
en tiempos de paz, amores precarios nacían a la sombra del toque de queda sin
que uno esté seguro de volver a encontrarse los días siguientes. Y es después
de esos encuentros a menudo sin futuro, y a veces de esos malos encuentros, que
niños nacieron más tarde. Es por eso que el París de la Ocupación siempre fue
para mí como una noche original. Sin él nunca
habría nacido. Ese París no ha dejado de
habitarme y su luz velada a veces baña mis libros.
Esto es también la prueba que un escritor está marcado de
manera indeleble por su fecha de nacimiento y por su tiempo, así no haya participado
de manera directa en la acción política, así dé la impresión de ser un solitario,
retirado en lo que se llama « su torre de marfil ». Y si escribe poemas,
están a imagen y semejanza del tiempo en que vive y no habrían podido ser escritos
en otra época.
Así el poema de Yeats, este gran escritor irlandés, cuya lectura siempre me
estremeció profundamente : Los cisnes salvajes en Coole. En un parque,
Yeats observa cisnes que se deslizan sobre el agua :
El décimonoveno otoño bajó sobre mí
Desde que los conté por primera vez ;
Los ví, antes de haber podido acabar el contéo
Se elevaban de repente
Y se divertían arremolinándose en grandes círculos quebrados
Sobre sus alas tumultuosas
Pero ahora se deslizan sobre las aguas tranquilas
Majestuosos y llenos de belleza.
¿Entre qué juncos harán su nido,
En la orilla de qué lago, de qué estanque
Encantarán otros ojos cuando despierte
Y averigüe, un día, que se echaron a volar?
Los cisnes aparecen a menudo en la poesía del siglo XIX —en
Baudelaire o en Mallarmé. Pero este poema de Yeats no hubiera podido ser escrito
en el siglo XIX. Por su ritmo particular y su melancolía, pertenece al siglo XX
y hasta al año en que fue escrito.
Ocurre también que un escritor del siglo XXI se sienta, a
ratos, preso de su tiempo y que la lectura de los grandes novelistas del siglo
XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski— le inspire alguna nostalgia. En esa
época, el tiempo corría de una manera más lenta que hoy en día y esa lentitud
se armonizaba con el trabajo del novelista porque podía concentrar mejor su
energía y su atención. Desde entonces,
el tiempo se ha acelerado y avanza por sacudidas, lo que explica la diferencia
entre los grandes macisos novelescos del pasado, con arquitecturas de
catedrales, y las obras discontinuas y parceladas de hoy. Dentro de esta
perspectiva, pertenezco a una generación intermediaria y estaría curioso de
saber cómo las generaciones siguientes que nacieron con la internet, el
celular, los mails y los tweets expresarán por medio de la literatura este
mundo al cual cada uno está « conectado » en permanencia y donde las « redes
sociales » merman la parte de intimidad y de secreto que aún era nuestro bien
hasta una época reciente —el secreto que daba profundidad a las personas y
podía ser un gran tema novelesco. Pero quiero permanecer optimista respecto al
porvenir de la literatura y estoy persuadido que los escritores del futuro
asegurarán el relevo como lo ha hecho cada generación desde Homero…
Y por cierto, un escritor, como cualquier otro artista, a
pesar de estar atado a su época de manera tan estrecha que no le escapa y que el único aire que respira es lo que llamamos en francés « l’air du
temps », expresa siempre en sus obras algo intemporal. En las escenificaciones
de las obras teatrales de Racine o de Shakespeare, importa poco que los personajes
estén trajeados a lo antiguo o que un director quiera vestirlos de blue-jeans y
de chaqueta de cuero. Son detalles sin
importancia. Uno olvida, al leer Tolstoï,
que Ana Karenin lleva vestidos de 1870 tanto nos es cercana después de un siglo
y medio. Y luego algunos escritores, como Edgar Poe, Melville o Stendhal, son mejor
entendidos doscientos años después de su muerte que por los que eran sus
contemporáneos.
En definitiva, ¿a qué distancia exacta está un novelista ?
En margen de la vida para describirla, porque si uno está hundido en ella —en la
acción— tiene de ella una imagen confusa. Pero esta ligera distancia no impide el
poder de identificación que es el suyo frente a sus personajes y las y los que
los inspiraron en la vida real. Flaubert dijo : « Madame Bovary,
c’est moi. » Y Tolstoi se identificó enseguida a la que había visto una noche
echarse debajo de un tren, en una estación de Rusia. Y este don de identificación
iba tan lejos que Tolstoi se confundía con el cielo y el paisaje que describía y
que absorbía todo, hasta el más ligero parpadeo de pestaña de Ana Karenin. Este
estado segundo es lo contrario del narcisismo pues supone a la vez un olvido de
sí mismo y una concentración muy fuerte, para ser receptivo al menor detalle. Esto supone también una cierta soledad. Ella no es un ensimismamiento, sino que permite alcanzar
un grado de atención y de hyperlucidez frente al mundo exterior para transponerlo
a una novela.
Siempre he creído que el poeta y el novelista daban misterio
a los seres que parecen sumergidos por la vida cotidiana, a las cosas en apariencia
banales, —y esto a fuerza de observarlos con una atención sostenida y de manera
casi hipnótica. Bajo su mirada, la vida corriente acaba rodeándose de misterio y
tomando una especie de fosforescencia que no tenía a primera vista pero que estaba
oculta en profundidad. Es el papel del poeta y del novelista, y del pintor también,
de desvelar este misterio y esta fosforescencia que se encuentran en el fondo
de cada persona. Pienso en mi lejano primo, el pintor Amedeo Modigliani cuyos cuadros
más estremecedores son aquellos en que escogió como modelos unos anónimos, niños
y chicas de las calles, sirvientas, pequeños campesinos, jóvenes aprendices. Los
pintó de un trazo agudo que recuerda la gran tradición toscana, la de
Botticelli y de los pintores sieneses del Quattrocento. Así les dió —o mejor desveló—
toda la gracia y la nobleza que estaban en ellos bajo su humilde apariencia. El trabajo del novelista debe ir en ese sentido. Su imaginación, lejos de deformar la realidad, debe penetrarla
en profundidad y revelar esta realidad a sí misma, con la fuerza de los infrarojos
y de los ultravioletas para detectar lo que se esconde detrás de las apariencias.
Y no estaría lejos de creer que en el mejor de los casos el novelista es una especie
de vidente e incluso de visionario. Y también un sismógrafo, dispuesto a grabar
los movimientos más imperceptibles.
Siempre he dudado antes de leer la biografía de tal o tal
escritor que admiraba. Los biógrafos se detienen a veces en pequeños detalles, en
testimonios no siempre exactos, en rasgos de carácter que parecen desconcertantes
o decepcionantes y todo eso me evoca esos chisporroteos que interfieren algunas
emisiones de radio y vuelven inaudibles las músicas o las voces. Solo la lectura
de sus libros nos hace entrar en la intimidad de un escritor y es ahí que está en
lo mejor de sí mismo y que nos habla en voz baja sin que su voz esté interferida
por el menor parásito.
Pero al leer la biografía de un escritor, uno descubre a
veces un acontecimiento memorable de su niñez que fue como una matriz de su obra
futura y sin que siempre haya tenido de ello una clara conciencia, este acontecimiento
memorable ha vuelto, bajo diversas formas, a habitar sus libros. Hoy, pienso en
Alfred Hitchcock, que no era un escritor pero cuyas películas tienen sin
embargo la fuerza y la cohesión de una obra novelesca. Cuando su hijo tenía cinco
años, el padre de Hitchcock le había encargado llevar una carta a un amigo suyo,
comisario de policía. El niño le había entregado la carta y el comisario lo
había encerrado en esa parte enrejada de la comisaría que sirve de celda y donde
guardan durante la noche a los delincuentes más diversos. El niño, aterrorizado,
había esperado durante una hora, antes de que el comisario lo libere y le diga :
« Si te conduces mal en la vida, sabes ahora lo que te espera. » Ese
comisario de policía, que tenía verdaderamente raros principios de educación,
está probablemente en el origen del clima de suspense y de inquietud que encontramos
en todas las películas de Alfred Hitchcock.
No quisiera fastidiarlos con mi caso personal pero creo
que algunos episodios de mi infancia sirvieron de matriz a mis libros, más
tarde. Me encontraba muy a menudo lejos de mis padres, en casa de amigos a
quienes me confiaban y de quienes no sabía nada, y en lugares y casas que se
sucedían. En el momento, un niño no se asombra de nada, y aun si se encuentra en
situaciones insólitas, le parece perfectamente natural. Es mucho más tarde que
mi infancia me pareció enigmática y que traté de saber más de esas diferentes
personas a quienes mis padres me habían confiado y esos diferentes lugares que
cambiaban sin parar. Pero no logré identificar a la mayoría de esas gentes ni ubicar
con una precisión topográfica todos esos lugares y esas casas del pasado. Esta
voluntad de resolver enigmas sin lograrlo de verdad y de tratar de penetrar un
misterio me dió deseos de escribir, como si la escritura y lo imaginario pudieran
ayudarme a resolver por fin esos enigmas y esos misterios.
Y como se trata de « misterios », pienso, por
una asociación de ideas, en el título de una novela francesa del siglo XIX :
Los misterios de París. La gran ciudad, en este caso París, mi ciudad
natal, está relacionada con mis primeras impresiones de infancia y esas impresiones
eran tan fuertes que, desde entonces, nunca dejé de explorar los « misterios
de París ». Me ocurría, a los nueve o diez años, pasear solo, y a pesar
del temor de perderme, ir cada vez más lejos, en barrios que no conocía, en la orilla
derecha del Sena. Era en pleno día y eso
me tranquilizaba. Al principio de la adolescencia,
me esforzaba en vencer mi miedo y en aventurarme por la noche, hacia barrios aún
más lejanos, por el metro. Es así que uno hace el aprendizaje de la ciudad y,
en eso, seguí el ejemplo de la mayoría de los novelistas que admiraba y para quienes,
desde el siglo XIX, la gran ciudad —que se llame París, Londres, San-Petersburgo,
Estocolmo— fue el decorado y uno de los temas principales de sus libros.
Edgar Poe en su cuento « El hombre de las multitudes »
fue uno de los primeros en evocar todas esas olas humanas que observa detrás de
los cristales de un café y que se suceden interminablemente en las aceras. Localiza
un hombre viejo de aspecto extraño y lo sigue durante la noche en diferentes barrios
de Londres para saber más de él. Pero el desconocido es « el hombre de las
multitudes » y es vano seguirlo, porque siempre quedará un anónimo, y no
nos enteraremos de nada sobre él. No tiene existencia individual, sencillamente
es parte de esa masa de transeúntes que caminan en filas cerradas o se empujan y
se pierden en las calles.
Y pienso también en un episodio de la juventud del poeta
Thomas De Quincey, que lo marcó para siempre. En Londres, en la multitud de Oxford Street, se había unido con una jóven, uno de esos encuentros
de casualidad que uno hace en una gran ciudad. Había pasado varios días en su
compañía y había debido dejar Londres por algún tiempo. Habían convenido que al
cabo de una semana, ella lo esperaría cada tarde a la misma hora en la esquina
de Tichfield Street. Pero nunca volvieron a
encontrarse. « Seguramente
estuvimos muchas veces en búsqueda uno de otro, en el mismo momento, a través del
enorme laberinto de Londres ; quizás estuvimos separados solo por unos
pocos metros —no se necesita más para llegar a una separación eterna. »
Para quienes nacieron y vivieron en ellos, a medida que los
años pasan, cada barrio, cada calle de una ciudad, evoca un recuerdo, un encuentro,
una pena, un momento de felicidad. Y a menudo la misma calle está relacionada para
uno con recuerdos sucesivos, de manera que gracias a la topografía de una ciudad,
es toda su vida que le vuelve a la memoria por capas sucesivas, como si uno pudiera
descifrar las escrituras superpuestas de un palimpsesto. Y también la vida de
los demás, de esos miles y miles de desconocidos, cruzados en las calles o en los
pasillos del metro en las horas pico.
Es así que en mi juventud, para ayudarme a escribir, trataba
de encontrar viejos directorios de París, sobre todo aquellos en que los apellidos
están catalogados por calles con los números de los edificios. Tenía la impresión,
página tras página, de tener ante los ojos una radiografía de la ciudad, pero de
una ciudad hundida, como la Atlántida, y de respirar el olor del tiempo. A causa
de los años que habían transcurrido, las únicas huellas que habían dejado esos
miles y miles de desconocidos, eran sus apellidos, sus direcciones y números de
teléfono. A veces, un apellido desaparecía, de un año a otro. Había algo
vertiginoso en hojear esos antiguos directorios al pensar que en adelante los números
de teléfono no contestarían. Más tarde, debían impactarme los versos de un poema
de Ossip Mandelstam :
Volví en mi ciudad familiar hasta los sollozos
Hasta los ganglios de la niñez, hasta las nervaduras debajo
de la piel.
¡Petersburgo! […]
De mis teléfonos, tienes los números.
¡Petersburgo! Tengo las
direcciones de antaño
En que reconozco a los muertos por sus voces.
Sí, me parece que es al consultar esos antiguos directorios de París que tuve deseos de escribir mis primeros libros. Era suficiente subrayar
con lápiz el apellido de un desconocido, su dirección y número de teléfono e imaginar
cual había sido su vida, entre esos centenares y esos centenares de miles de apellidos.
Uno puede perderse o desaparecer en una gran ciudad. Puede
hasta cambiar de identidad y vivir una nueva vida. Podemos dedicarnos a una muy
larga investigación para encontrar las huellas de alguien, teniendo solo al principio
una o dos direcciones en un barrio perdido. La breve indicación que figura a
veces en las fichas de búsqueda siempre encontró un eco en mí : Último
domicilio conocido. Los temas de la desaparición, de la identidad, del tiempo
que pasa están estrechamente relacionados con la topografía de las grandes ciudades.
Por eso es que, desde el siglo XIX, han sido a menudo el dominio de los novelistas
y algunos entre los más grandes de ellos están asociados a una ciudad :
Balzac y París, Dickens y Londres, Dostoievski y San-Petersburgo, Tokyo y Nagai
Kafû, Estocolmo y Hjalmar Söderberg.
Pertenezco a una generación que se ha visto influenciada por
estos novelistas y que quiso, a su vez, explorar lo que Baudelaire llamaba
« los pliegues sinuosos de las grandes capitales ». Claro que desde
hace cincuenta años, es decir la época en que los adolescentes de mi edad sentían
sensaciones muy fuertes al descubrir su ciudad, estas han cambiado. Algunas, en
América y en lo que se llamaba el tercer mundo, se han vuelto « megalópolis »
de dimensiones inquietantes. Sus habitantes están compartimentados en barrios muchas
veces abandonados, y en un clima de guerra social. Los tugurios son cada vez
más numerosos y cada vez más tentaculares. Hasta el siglo XX, los novelistas guardaban
una visión de alguna manera « romanticista » de la ciudad, no tan diferente
de la de Dickens o de Baudelaire. Y he aquí por qué me gustaría saber cómo los novelistas
del porvenir evocarán esas gigantescas concentraciones urbanas en obras de ficción.
Han tenido la indulgencia de aludir, en cuanto a mis
libros, al « arte de la memoria con que están evocados los destinos humanos
más inaprensibles. » Pero este
cumplimento sobrepasa mi persona. Esta memoria
particular que trata de recolectar algunos fragmentos del pasado y las pocas
huellas que dejaron en esta tierra anónimos y desconocidos está también relacionada
con mi fecha de nacimiento : 1945. De haber nacido en 1945, después de que
ciudades fueron destruidas y que poblaciones enteras hubieron desaparecido, probablemente
me ha vuelto, como los de mi edad, más sensible a los temas de la memoria y del
olvido.
Me parece, desgraciadamente, que la búsqueda del tiempo
perdido ya no puede hacerse con la fuerza y la franqueza de Marcel Proust. La
sociedad que describía aún era estable, una sociedad del siglo XIX. La memoria
de Proust hace resurgir el pasado en sus menores detalles, como un cuadro vivo.
Tengo la impresión que hoy en día la memoria es mucho menos segura de sí misma y
que debe luchar sin cesar contra la amnesia y contra el olvido. A causa de esa
capa, de esa masa de olvido que recubre todo, no logramos captar sino fragmentos
del pasado, huellas interrumpidas, destinos humanos huidizos y casi inaprensibles.
Pero es probablemente la vocación del novelista, delante
de esta grande página blanca del olvido, de hacer resurgir algunas palabras medio
borradas, como esos icebergs perdidos que derivan en la superficie del océano.
Aquí el
texto original en francés:
© LA FONDATION NOBEL 2014
"Patrick Modiano - Conférence Nobel". Nobelprize.org. Nobel Media AB 2014. Web. 8 Dec 2014. http://www.nobelprize.org/nobel_prizes/literature/laureates/2014/modiano-lecture_fr.html
NTC ... ENLACES:
27 de octubre de 2014
El
Nobel de la desculpabilización. Andréi Melnikov. Nezavissimaia Gazeta (Moscú).
Octubre 13, 2014. Aporte de Yves Moñino (París)
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30 de octubre de 2014
КАРТ-БЛАНШ.
Эдипов комплекс Нобелевского комитета. Андрей Мельников / Carta blanca.
Complejo de Edipo del Comité Nobel. Andrei Melnikov
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10 de diciembre de 2014
Carta
blanca. Complejo de Edipo del Comité del Nobel. Andrei Melnikov. Traducción del
ruso por Alfonso Paz Samudio
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.
The
Nobel Prize Award Ceremony 2014. Video 1:24:00
Emitido en directo el 10 de dic. de 20144.30 p.m. (CET):
Nobel Prize Award
Ceremony at the Stockholm Concert Hall.El fragmento correspondiente a Modiano está entre los minutos 49:37 a 1:02:01
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