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NTC … 28 de mayo de 2017
¿No más Gabo?
Jotamario Arbeláez
No suelo ser muy refranero, pero de
vez en cuando se me pone de presente alguno, sobre todo de los de arrogancia,
como aquel de que “el que al cielo escupe, en la cara le cae”.
A estas
alturas de la vida, pasado medio siglo de la imposición de “Cien años de
soledad” como la segunda Biblia del hombre, o por lo menos el segundo Quijote,
según Neruda,
se necesita
ser muy osado, o muy pesado, para buscarle al autor la caída por tacaño o por lameculos.
Causa estupor el cabal artículo del
admirable, hable de lo que hable, Julio César Londoño en El Espectador, “50 años padeciendo a Gabo”,
donde se
despacha orondo contra el hijo del telegrafista, como quien no quiere la cosa,
citando a otros, tirando la mano y escondiendo la piedra.
Expone la
fatiga a que nos ha llevado el exceso de información sobre el personaje que por
algo se convirtió en una fábula, pero que por favor ya no más, que no
intoxiquen con tanto ripio,
cuando de lo
que se trata con los contados y milagrosos artistas que devienen en mitos es de
saberlo todo sobre ellos, no sólo de cómo atornillaron su estilo destornillando
el de otros,
sino sus
detalles menores, la música que oían mientras trabajaban, el jabón con que se
restregaban las posaderas y el tanto de sal o pimienta que añadían a sus caldos
y a sus andares.
Incluso las
recetas del médico, la facturas de sus zapatos, los vales firmados en algún
bar.
En especial
cuando la vida del hombre, con sus flaquezas si las tienen, y muchas veces
merced a ellas, es tan fabulosa como su obra.
Aunque no
creo que sea del caso el chismorreo recriminatorio de que el antaño vendedor de
enciclopedias al fiado por la Guajira tuvo sus lances con una modelo de numerosos
y próvidos amantes,
y que se
hizo patente su tacañería al seguir derecho cuando la diva le señaló fascinada
una pulsera de brillantes en la vitrina de Tiffany’s.
Una cosa es
ser avaro y otra huevón. Así hubiera sido Audrey Hepburn.
Airea Londoño algunas críticas de
personajes del cartel de las letras que en su momento cuestionaron a Gabo, con
no oculta tirria por famosos que fueran, como Octavio Paz, y como el genial
Passolini, ese si con rabo de paja,
llegando
al extremo de proponer que el brutal asesinato del cineasta por tres jóvenes
putos en una playa de Ostia
no habría
obedecido a cuestiones pasionales y ni siquiera al morboso señalamiento del
fascismo en “Los 120 días de Sodoma”,
sino a los
apuntes sacrílegos (“Es un hecho absolutamente ridículo llamar obra maestra a
“Cien años de soledad”) contra nuestro escritor cataquero.
Aun como
hipérbole creo que el aquilatado periodista orina fuera del tiesto.
Se le olvidó citar, o no le cupo en
la caja de la columna, los denuestos de otros distinguidos seres de letras,
como Anthony
Burgess, autor de “La naranja mecánica”, quien le aplica conceptos superviolentos,
Susan
Sontag, quien lo retrata como el sostén de Castro a pesar de haber facilitado
la huida de disidentes,
el
supercrítico Jacque Gilard quien lo cuestiona por haber traicionado con
episodios falsos a Bolívar en su novela,
argentinos
como Alberto Fuguet, quien en su alegato McOndo rechaza el tal realismo mágico
como una impostura donde “todo el mundo anda de sombrero y vive en los
árboles”.
Y
colombianos como Jaime Mejía Duque, autor del comentario sobre “El otoño del
patriarca”, del que basta citar el título, “La crisis de la desmesura”,
Fernando
Soto Aparicio, quien se quejó de que la secuencia gábica “reducía el prestigio
de la novela a la publicidad”;
Fernando
Garavito, quien describió la obra máxima como “un monumento de ladrillo
prensado, alto como Babel pero con un defecto: que en su apresuramiento olvidó
utilizar el cemento y la mezcla, lo que pone en peligro a todo el edificio.
Tiene bella fachada pero en cualquier momento puede venirse al suelo”.
Eduardo
Gómez, quien lo acusa de “falta de rigor por mezclar fantasía y realidad en
forma indiscriminada, y carencia de rigor estético”. Escupidores celestes que
terminaron con la cara babosa.
Y para no
dejar por fuera a Borges, recordemos que el comentario que hizo de “Cien años
de soledad” fue el de que” le sobraban cincuenta”, tal vez los que se
celebran.
A pesar de que al final de su
escrito, y luego de transcribir las enjabonadas de grandes mortificados, aclara que no va a
agregar “blasfemias de su cosecha”, manifestando su “devoción incondicional”
con la otra vela,
no se priva
Londoño de echarle dedo a “su arribismo estratosférico,
esa manera
suya de ahondarse en cóncavas zalemas ante los símbolos del poder, ante reyes
obscenos, emisarios del imperio y asesinos de alto rango,
es decir, en
lengua vallejiana, “esa impudicia para lamer culos sin el más mínimo recato”.
Claro, tenía
que citar al carajo de Fernando Vallejo, cuya frase fallida es un autorretrato
patente, sin pelos en la lengua como todo lo que él dice, y sin referencia a la
literatura ni al pretendido arribismo social.
El que
escupe al cielo, en la cara le cae. Y en este caso le sigue escurriendo hasta
los cojones.
Lo mínimo
que merecería Gabo es respeto, ante todo de los escritores. No de los
chirriante peluseros. De los que no tienen por qué condenarle sus actitudes de
izquierda. Ni sus cenas con reyes y presidentes.
“Los que
acudían a él eran los poderosos, en vista de lo poderoso que él era”, aclara
Gerald Martin.
Ya años antes Julio César se había
apuntado un hit con un artículo parecido masacrando a Álvaro Mutis, que le
conllevó los honores de un Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.
Porque en
Colombia todo puede suceder en las urnas y en los concursos.
jotamarionada@hotmail.com
* Texto publicado parcialmente en
Columna Intermedio
EL PAÍS .com, Cali, Junio 12, 2017. Impreso 13 de junio
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