Gracias al aporte y autorización del autor,
“El Niño Dios son los papás”
Hasta los ocho años de mi ya larga existencia en esta
reencarnación en el siglo XX, porque en la encarnación anterior morí
precisamente de ocho,
creí devoto en las
enseñanzas de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana
y en las Tres Personas de la
Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, como se me venía inculcando en
la escuela de San Nicolás,
y en la iglesia de San
Nicolás el cura párroco Lamberto Muermann.
En las temporadas de vacaciones,
cuando papá nos mandaba a temperar a San Antonio, un sitio donde hacía un frío
infernal,
sentía el
llamado por las noches camándula en mano de entonar el Santo Rosario,
al que me
correspondían piadosos mamá y los hermanos, por entonces Stella de 6, Graciela
de 5 y Toño de 3,
después de
lo cual dormíamos como benditos.
Había oído
hablar de los misioneros que incurrían en territorios de infieles a
catequizarlos o a morir en el intento, y me sentía a ello predestinado.
Cuando mamá me ponía el escapulario
para salir a la calle con la estampa de paño de la Virgen sobre mi pecho me
sentía invencible, algo así como Sansón o el Capitán Maravilla,
pero me lo
quitaba por respeto y lo colgaba de la rama de un árbol cuando me tocaba
enfrentarme a los puños con algún incrédulo que me daba qué tundas.
Asistía a las procesiones de
Semana Santa con el corazón dolorido
por los 7 tropiezos
con caída en el camino del Calvario que no fuera capaz de evitar Simón Cirineo,
me impresionaba con la imagen del Divino Rostro estampillado
en el pañuelo de la Verónica,
y sólo
aspiraba a crecer un tantito para hacerme digno de cargar sobre mis hombros
alguno de los pasos del Viacrucis
como los
Caballeros del Santo Sepulcro de Popayán.
Repetía de
memoria cada una de las Siete Palabras que el caudillo que le quitó el puesto a
Barrabás musitaba en medio de los ladrones
y a las 3
de la tarde se le iba la luz a mi corazón.
Escuchaba casi que con
lágrimas en los ojos los sermones de las Siete Palabras,
en los que
sólo me incomodaba la condenación a los liberales nueveabrileños, a los cuales
pertenecerían mi papá y mi padrino.
Eso sí, asistía
lleno de júbilo los Domingos de Resurrección al Templo resplandeciente,
donde me
encontraba con la imagen enhiesta de Cristo recién resucitado y recién bañado
estrenando túnica blanca.
Pero había también los
momentos gozosos en Navidad, cuando la Segunda Persona de la Santísima volvía a
nacer por mil novecientas y tantas veces, lo que constituía otro milagro,
cargado de juguetes para los niños.
Le escribía
sentidas cartas al dadivoso, con palabras sencillas teniendo en cuenta su corta
edad,
donde le
manifestaba las gracias a su Señor Padre por la Creación de la que disfrutaba
en este Valle de lágrimas del Cauca donde vivía,
en medio de
tanto disturbio que no me distraía de la promesa de la Gloria Celestial que nos
esperaba a todos los Arbeláez.
En estas
misivas terminaba por pedirle presentes modestos, dada la cantidad de
peticionarios que atendería,
y que un
recién nacido en cuna tan deplorable no podría por más Dios que fuera contar
con abundantes piezas de plata,
un trencito
de cuerda, un revólver de fulminantes, una caja de colores Mirado, un marranito
de barro o un balón de letras de caucho.
Por lo
general nunca me falló, y de paso me dejaba como adehala alguna prenda de
vestir de las que le gustaban a mi mamá,
una camisa
de rombos, unos tenis, unos tirantes.
Mi vida y mi pensamiento
cambiaron el 24 de diciembre del 48 por la tardecita,
cuando me encontré en el parque San Nicolás con Víctor Mario
Martínez “Palillo” y “Vitatutas” Ramírez,
y les
comenté orondo que acababa de escribirle al Niño Jesús mi carta de peticiones.
No tengo
alientos para describir la risotada de “Palillo” y su grito estruendoso de que
“El niño-dios son los papás, gran pendejo”.
Vitatutas
pesaroso asintió levemente con la cabeza.
“Eso del
niño-dios es un cuento chino”, concluyó el hereje.
Sentí que
el mundo se hundía bajo mis pies. Si el Niño Dios no existía tampoco existiría
el Dios Padre ni la Paloma.
Y
quedábamos en poder del Demonio, el dios de este mundo, como se le decía en la
parroquia. No sabía si llorar o darle en la cabeza a “Palillo”.
Apenado por
mi desconcierto el transigente Vitatutas, que por algo ha seguido siendo mi
amigo hasta el día de hoy,
trató de
explicarme que el Niño Dios proveía a nuestros papás de billete para los
regalitos de este mundo que se encontraban en el mercado,
mientras Él
velaba por guardarnos cupo en el Cielo. ¡Pamplinas! A otro hueso con ese perro.
Mi credibilidad rodó por el piso.
Llegué a casa como si
acabara de perder la mitad de mi alma en un alambrado.
Vi que el impostor
de papá acomodaba seis paquetitos al pie del pino raquítico mientras posaba en
la cuna del pesebre el idolillo de yeso.
Le increpé:
“Papá, no te lo perdono, me has engañado toda la vida. Me has puesto a hacer el
ridículo y posar como un inocente por no decir imbécil con mis amigos. El Niño-Dios
eres tú, luego Dios no existe”.
Desde entonces el Niño-Dios no me volvió a traer nada.
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"Las crueldades del Niño
Dios"
Fue
el poeta Jaime Jaramillo Escobar, cuando cumplí 20 años y él se firmaba X-504,
quien me regaló esta edición pirata
empastada en cuero de Los evangelios
apócrifos, de la cual he leído todos los días de mi vida
—aún
en los de retiro del mundo, cuando he fingido catalepsias o en mis inconfesables
lunas de miel—,
versículos
que han templado mi alma, y en los últimos tiempos me han impelido a imitarlos
para
contar las andanzas de nuestro santo y loco movimiento nadaísta y las mías
propias.
Comenzaban
los ardientes años 60, en pleno verano de nuestro descontento,
cuando
todo lo sagrado pasaba a ser revisado y “sólo se conservará aquello que esté
orientado hacia la revolución, y fundamente por su consistencia indestructible
los cimientos de la sociedad nueva” (Primer manifiesto).
Sólo
leíamos y practicábamos con pasión a anarquistas, iconoclastas y dadaístas, de
Bakunin a Tzara pasando por el emperador León III el Isáurico.
La
lectura de la Biblia canónica era sustituida, por el momento, por los
evangelios de marras —insuflados a improbables escribas por númenes más
inspiradores que el espíritu santo—,
los
cuales aún leídos sin fe nos llenaban de fervor por un Cristo aún más
fantástico.
Afirma
Borges el escéptico que este libro atribuye al Dios baby crueles milagros,
propios
de un niño todopoderoso que no ha alcanzado todavía el uso de la razón.
Instigado por este señalamiento, y porque
estamos en vísperas de Navidad en uno de los países más sanguinarios del ancho
mundo, ¡Viva Colombia!,
incurro
en las páginas del Evangelio de Santo
Tomás, que es uno de mis preferidos —con el Evangelio árabe de la infancia—,
para
repasar algunas de las aventuras del Mesías irrazonable.
Se
habla en principio de que a los cinco años se entretenía, con el simple uso de
su palabra, en detener un arroyo para contemplar quietas las aguas.
Y que el hijo de Anás,
el escriba, con una ramita de sauce movía las aguas para que siguieran su
curso.
Ante lo cual Jesusito,
encolerizado, lo maldijo comparándolo a un árbol seco, y el niño se secó por
entero.
Y se
cuenta a renglón seguido que cuando atravesaba una aldea, otro niño que venía
corriendo lo chocó por la espalda e irritado exclamó Jesús:
“No continuarás tu
camino”, y el niño cayó muerto ipso facto.
Los cadáveres
infantiles eran llevados por sus padres ante José, y se quejaban de semejante
hijo que en lugar de bendecir, maldecía, produciendo muerte a granel.
Y les instaban a que
abandonasen la aldea.
José lo reprendió, pero el niño como respuesta lo
que hizo fue dejar ciegos a los acusadores. Y lo más que pudo hacer el padre
impotente fue propinarle un fuerte tirón de oreja.
Sólo después de que
hubo deslumbrado al maestro de escuela Zaqueo y de recibir su aquiescencia,
se avino a desmaldecir
a los maldecidos y tanto ciegos como muertos recuperaron la vista y la vida.
Y en adelante se dedicó
a resucitar a cuanto fallecido se iba encontrando.
Si se arrepintió el niño Dios, ¿por qué no me puedo
arrepentir yo que no soy tan niño?
No hay nada más cómico, ni más trágico,
además, por lo inexplicable,
ni
que sorprenda por igual en los cielos, en los infiernos y en estas tierras, que
la conversión de los anticristos.
Aunque
habría que aclarar que Anticristo no hay sino uno. Y lo más asombroso es que
eso haya llegado por la lectura de Los
evangelios apócrifos.
A
diferencia de nuestros primeros tiempos, cuando combatíamos a grito herido a
punta de panfletos y de blasfemias,
ahora lo hacemos con pacientes parábolas, a
ver si por fin alguien nos para bolas.
Ya
no se trata de seguir matando en Colombia, a bala o con la palabra, sino de resucitar
a los muertos.
Alguien
tiene que hacerlo, señores asesinos y mandatarios, así sea con una justa
reparación. ¡Amén pa’ las ánimas!
Gracias al aporte y autorización del autor,
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