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* PRÓLOGO
Por Elkin Restrepo
La
carta en la que a Juan Fernando Merino le anunciaban hace algunos años que
había ganado un premio de cuento en España estuvo viajando seis meses por cinco
países, antes de dar con él en Nairobi, Kenia. Era 1983 y en ese entonces
Merino combinaba sus recorridos por los países de África del Este con la
traducción de manuales agrícolas y el estudio del swahili, un estilo de vida
raro, por no decir extravagante, en cualquier otro escritor diferente a él.
Tales
hechos, me parece, lo definen muy bien.
Que
desde muy joven, en lugar de quedarse en casa, Merino haya decidido moverse por
el mundo, recorriendo Europa, Asia Menor, África y América, de Ohio al Amazonas
y de Estambul a Gibraltar, explica cómo el nomadismo y, por supuesto, el
cosmopolitismo, se confunden con su vida a partir de cierto momento, y cómo el
poliglotismo —Merino habla cinco idiomas— ha sido el benéfico resultado de esa
larga errancia.
Leyendo
sus cuentos se advierte hasta dónde esta compleja circunstancia influye en su
escritura, permitiéndole con la mayor naturalidad no solo concebir tramas y
personajes en geografías y escenarios tan ajenos y distantes como Rusia,
Malawi, Brasil, Dar es Salam o Nueva York, sino también ofrecerles una
característica común a todas sus historias.
Quizás
por esto, dentro de nuestra todavía provinciana literatura colombiana, Merino
sea dueño de un claro y particular sentido de la realidad, que podríamos llamar
excéntrico, ajeno a toda pedantería, y que les da un valor aparte, bien
significativo, a sus relatos. A sus bellos relatos.
Sus
personajes, aunque se parecen a nosotros, son sus oficios y acciones, su actuar
en el mundo, lo que de repente los pone a sobrellevar una suerte salida de todo
parámetro y a cargar frente a los demás con esa difícil diferencia. Con ese
inacostumbrado infierno.
Agreguémosle
a esto el placer de una escritura que toma forma sin dificultades, nada
ampulosa, que atiende con precisión, fluidez y naturalidad a los presupuestos
del relato contemporáneo, sobre todo el norteamericano, del cual —no sobra
decirlo— Merino ha traducido al español una selección de los autores más
recientes, bajo el título Habrá una vez,
un libro imprescindible si se quiere.
Después
de vivir diez años en Nueva York ejerciendo el periodismo y la traducción
literaria, Merino ha regresado a Cali, su ciudad natal, sumándose al vigoroso
grupo de narradores que allí escribe: Tim Keppel, Umberto Valverde, Harold
Kremer, José Zuleta, Pilar Quintana, Julio César Londoño, Paola Guevara,
Humberto Jarrín, Medardo Arias, Margarita Londoño, entre otros.
Si bien
los relatos están situados en diferentes geografías de Europa, África y las
Américas y los personajes son muy variopintos —desde un sexador de pollos hasta
un banderillero retirado en un paisaje invernal; desde una excéntrica escritora
neoyorquina hasta un atormentado personaje anclado en un enigmático albergue
para marineros en tierra— las historias suelen tener como elemento en común
momentos cruciales en una relación de familia o de pareja, o bien momentos
intensos de comprensión íntima. Estos momentos son de alguna manera reflejos en
nuestro microcosmos humano de aquellos tremendos impactos de los meteoritos
sobre la superficie de la luna, que causaron los cráteres que los astrónomos de
la antigüedad erradamente tomaron por mares.
Los
mares de la luna aparece veinticinco años después de su primer
libro de cuentos, Las visitas ajenas, un tiempo lo suficientemente amplio para
medir hasta dónde, para bien, la vida ha hecho de su literatura y de él otra
clase de escritor. Un escritor único en un país con tantos autores obsesionados
por parecerse y jugarse la carta de ser iguales.
Y que
ahora nos deleita con esta serie de narraciones inolvidables.
Elkin
Restrepo
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