viernes, 27 de junio de 2008

Cuando abunda el peligro, crece lo que salva. Por Ernesto Sabato. Dic. 17, 2001.

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Ernesto Sabato

A Universidade Candido Mendes (http://www.candidomendes.edu.br/ ), Sao Pablo, e a Academia da Latinidade realizaram nos dias 17 e 18 de dezembro, 2001, no Teatro João Theotonio, um ciclo especial de conferências com escritor argentino, Ernesto Sabato, sobre a atual situação mundial, com o tema “Onde Abunda o perigo, cresce a salvação”, e sobre a sua obra, “Confissões de um escritor”. Ernesto Sábato, 90 anos, recebeu do reitor da Universidade e Secretário Geral da Academia da Latinidade, Candido Mendes, o prêmio “Voz Universal da Latinidade”. Ele foi saudado pelo poeta e acadêmico brasileiro Ivan Junqueira.

O escritor Ernesto Sabato, considerado o maior escritor vivo da Argentina, nasceu em Rojas, província de Buenos Aires, em 1911. Doutor em física pela Universidade de La Plata, trabalhou no Laboratório Curie, em Paris, e em 1945 abandonou a ciência. Sua obra foi reconhecida por escritores como Camus e Thomas Mann. Em 1983 foi eleito presidente da Comissão Nacional sobre o Desaparecimento de Pessoas, cujo trabalho originou o relatório Nunca más, conhecido como “Informe Sábato”. Entre seus ensaios, destacam-se Nós e o Universo, Homens e Engrenagens e O escritor e seus Fantasmas. Publicou os romances Sobre Heróis e Tumbas, Abadon, o Exterminador e O Túnel, além da autobiografia Antes do Fim publicado em 1999 e lançado no Brasil pela Companhia das Letras.

Textos:

Cuando abunda el peligro, crece lo que salva

Por Ernesto Sabato

Cuando abunda el peligro, crece lo que salva (titulo cliqueable)

Confessiones de un escritor

Por Ernesto Sabato

Confessiones de un escritor (titulo cliqueable)

Cuando abunda el peligro, crece lo que salva

Ernesto Sabato

Sao Pablo, Diciembre 17, 2.001

http://www.ucam.edu.br/unidades/sabatot1.htm

“Cuando abunda el peligro, crece lo que salva.'.

Con estas palabras de; sublime Hölderlin quiero nombrar a este tiempo aciago en que vivimos, y también a la magnitud de la utopía a la que creo que estarnos llamados a encarnar.

Pero antes voy a agradecer el altísimo de honor que se me ha conferido con este homenaje que tan generosamente ha organizado el Profesor Cándido Mendes en su afamada Universidad.

Un hombre que, con talento y sacrificio, continua con la enorme tarea educativa que desarrolla esta alta Casa de Estudios, fundada hace un siglo, por otro gran humanista, el Conde Don Cándido Mendes de Almeida.

Es para mí una alegría profunda participar en estos días que estaré con ustedes de los festejos con motivo del siglo que cumple esta Casa que hoy me recibe.

Elia ha contribuido a expandir las posibilidades de millares de estudiantes, abarcando facultades e institutos de las diversas áreas del saber humano. Ha sabido contar con el apoyo y la dedicación de valiosos profesores que lograron transmitir a los jóvenes conocimientos enraizados en sus principios fundamentales: excelencia y tradición.

El afán de usted, Cándido Mendes, de abrir su Universidad a las crecientes necesidades de la población, y de mantener esta apertura al nivel de excelencia, que constituye su herencia, hace que haya querido yo venir hasta aquí a mis años, cuando todo paso es un precipicio, para reivindicar junto a ustedes, y ante la creciente deshumanización del mundo, el carácter ético que ha de fundamentar toda enseñanza.

Por su prestigio y calidad, esta Universidad me recuerda a aquella otra en la que yo me formé, la Universidad de La Plata. Pasaron los años, y sin embargo, cada vez que soy recibido en un gran Instituto como el que hoy me alberga, no puedo dejar de prensar en aquella Universidad de mi adolescencia, donde se forjaron las ideias esenciales que me acompañaron en la vida, y donde se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser.

Cómo añoro aquel tiempo en que la educación no tenía el objetivo de fabricar profesionales; cuando el ser humano era una integridad, y el pensamiento y la poesía eran una misma manifestación del espíritu.

En aquella Universidad de mi adolescencia tuve la fortuna de conocer a ese excelso humanista que fue Pedro Henríquez Ureña, a quien su gran amigo Alfonso Reyes, llamó "Testigo insobornable". En uno de sus libros escribe: `'No es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, de innumerables hombres modestos". Y así, aquel hombre exquisito, maestro en el sentido más cabal de1 término, supo transmitirnos la utopía de una patria de hombres libres. Perteneció a esa raza de intelectuales que deponían v postergaban la obra personal para arremangarse y ensuciarse las manos en favor de la obra comunal y la elevación del hombre medio.

Pero es tal e; materialismo imperante en nuestro días que, generalmente, cuando se habla de educación, los políticos y economistas que tienen en sus manos e; destino de las naciones, aún cuando hayan pasado por claustros universitarios, suelen desestimar el peso estricto que la cultura y la educación poseen para la vida real de una nación. Por e1 contrario y al igual que la amplia mayoría de los que se encuentran aquí reunidos, pienso que de ninguna manera es así. La búsqueda de una vida más humana debe comenzar por la educación, que es lo menos material, pero lo más decisivo en la vida de un pueblo.

Por eso Gandhi hizo un llamamiento a la formación espiritual, la educación del corazón, un verdadero despertar del alma. Y este es el objetivo fundamental que debe plantearse una educación que verdaderamente busque rescatar la integridad de la criatura humana. Como bien supo señalar Simone Weil, su tarea es: "preparar para la vida real, formar al ser humano para que él mismo pueda entretejer, Con este universo que es su herencia, y con sus hermanos cuya condición es idéntica a la suya, relaciones dignas de la `grandeza humana".

Pero el hombre de este siglo ha probado hasta tal punto la amargura de la duda y el dolor; su espíritu ha sido corroído de tal manera por nihilismo que se vuelve casi imposible la transmisión de valores a las nuevas generaciones.

Debemos ser capaces de volver a advertir que vivimos rodeados por el misterio, suspendidos entre aquel doble infinito que apasionó a Pascal. Lo que raramente los hombres son capaces de advertir, mediocrizados como están por la enseñanza repetitiva, y ahora, finalmente, por los medios de comunicación. Qué mayor misterio que un sueño? Por qué recordamos hachos pasados y en qué región del infinito permanecen guardados? Cuál es el origen de todo lo que acontece? Y del alma? Qué existe más conmovedor que la incierta luz de un día que amanece? La educación debe ayudarnos a recuperar esa disposición espiritual que conduce a platearnos los grandes interrogantes de la existencia y marcan el destino del hombre.

El deterioro de cual adolece el sistema educativo de tantos países en nuestro continente, es un grave peligro que acabará acrecentando la brecha entre ricos y pobres, impidiendo que miles, así, lleguen alguna vez a ingresar a los claustros. Un crimen horrendo, porque privar a un hombre de su derecho a la educación es amputarlo de esa comunidad básica donde los pueblos van madurando sus utopías.

Concebir la educación como si se tratase de un problema meramente técnico es un grave error, y no el resultado de la concepción del hombre que sirve de fundamento, de esos presupuestos que una sociedad mantiene acerca de la realidad y su destino u que, de una manera u otra, definen una manera de vivir y de morir, una actitud ante la felicidad y el infortunio.

La educación no debe reducirse a la adquisición de saberes técnico y de informática, útiles para los negocios, pero carente de esa sabiduría que todos los hombres necesitan, sean médicos o abogados, científicos o artistas. Porque el corazón del hombre es el mismo en todos, y todos, algún día, deberán enfrentar los mismos dolores, la misma incertidumbre ante la muerte.

Desde luego, el estudio especializado que toda Univerdidad debe impartir es indispensable. Pero aún dentro de ellas se debe atender a las necesidades físicas y espirituales de los hombres concretos, los de carne y hueso, de lo contrario fracasaremos entre la tarea impostergable de rehumanizar la historia.

En esta tarea estamos hoy, aquí, comprometidos.

Cuando en 1951 publiqué "Hombres y Engranajes" recibí tal cantidad de ataques y críticas feroces de parte de los famosos progresistas que se negaban a ver el desastre que ellos mismos, con si fetichismo por la ciencia y la razón, habían ayudado a promover. Profetas como Blake, Kierkegaard, Dostoievsky, Nietzsche; espíritus profundos y visionarios como Buder, Pascal, Schopenhauer, Berdiaev, Unamuno; prestigiosos filósofos de la historia como Munford, Pierenne, Denisde Rougmont; todos ellos habían tenido la visión del Apocalipsis que se estaba gestando en medio del optimismo tecnolátrico. Pero la Gran Maquinaria siguió adelante, hasta que el hombre comenzó a sentirse en un universo incomprensible, cuyos objetivos desconocía y cuyos Amos, invisible y crueles, lo trituraban.

Entonces escribi:

" Esta paradoja, cuyas últimas y más trágicas consecuenciais padecmos en la actualidad, fue el resultado de dos fuerzas dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con ellas, el hombre conquista el poder secular. Pero y ahí está la raíz de la paradojaesa conquista se hace mediante la abstracción: desde el lingote de oro hasta el clearing, desde la palanca hasta el logaritmo, la historia del creciente dominio del hombre sobre el universo ha sido también la historia de las sucesivas abstracciones. El capitalismo moderno y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una abstracta fantasmagoría de la que también forma parte el hombre-masa, ese extraño ser con aspecto todavía humano, con ojos y llanto, voz y emociones, pero en verdad engranaje de una gigantesca maquinaria anónima. Este es el destino contradictorio de aquel semidiós renacentista que reivindicó su individualidad, que orgullosamente se levantó contra Dios, proclamando su voluntad de dominio y transformación de las cosas. Ignoraba que también llegaría a convertirse en cosa."

Han pasado cincuenta años de la publicación de este ensayo, y ahora, con espantoso patetismo, muchos advierten el cumplimiento de aquella intuición que tanta amargura me trajo, cuando fui acusado de oscurantista y reaccionario por desenmascarar el estallido irracionalista al que nos conducía una civilización que había sobre valorado la razón.

Atravesamos la fase final de una cultura y un estilo de vida que durante siglos dio a los hombres amparo y orientación. Hemos recorrido hasta el abismo las sendas del humanismo. Y aquel hombre que en el Renacimiento entro en la historia moderna lleno sale de ella con su fe hecha jirones.

Bajo el firmamento de estos tiempos modernos, los seres humanos atravesaron con euforia momentos de esplendor y sufrieron con entereza guerras y miserias atroces. Hoy con angustia presenciamos su fin, su inevitable invierno, sabiendo que ha sido construida con los afanes de millones de hombres que han dedicado su vida, sus años, sus estudios, la totalidad de sus horas de trabajo, y la sangre de todos los que cayeron, con sentido v inútilmente, durante cinco siglos.

La fe en el hombre y en sus fuerzas autónomas que lo sostenían se han conmovido hasta el fondo. Demasiadas esperanzas se han quebrado; el hombre se siente exiliado de su propia existencia, extraviado en un universo kafkiano.

Ante la visión de las antiguas torres derruidas, la vida se ha vuelto una inmensa cuesta en alto. Aunque la fuerza del espíritu nos impulsa a seguir luchando, hay días en que el desaliento nos hace duda si seremos capaces de rescatar al mundo de tanto desamparo.

Del mismo modo que ocurre en cada una de las personas, hay épocas en la historia en que los pueblos deben enfrentar momentos decisivos. Hoy estamos atravesando uno de ellos con todos los peligros que acarrean.

Son momentos en que todo aquello que alguna vez fue motivo de comunión, nos abandona, abriendo en nuestro espíritu la amarga sensación de un destierro. El sentimiento de orfandad comienza precisamente cuando los valores compartidos y sagrados ya no dispensan aquella sensación de estar reunidos en un mismo anhelo. Lo que fue patria, pueblo, hogar, paisaje familiar, cielo, horizonte, se vuelven vacíos, insignificantes.

Como dijo María Zambrano:

"La crisis muestran las entrañas de la vida humana, el desamparo del hombre que se ha quedado sin asidero, sin punto de referencia; de una vida que no fluye hacia meta alguna y que no encuentra justificación. Entonces, en medio de tanta desdicha, los que vivimos en crisis tengamos, tal vez, el privilegio de ver más claramente, como puesta al descubierto por sí misma y no por nosotros, por revelación y no por descubrimiento, la vida humana muestra vida. Es la experiencia peculiar de la crisis. Y como la historia parece decirnos que se han verificado varias, tendríamos que cada crisis histórica nos pone de manifiesto un conflicto esencial de la vida humana, un conflicto último, radical."

Que estamos frente a la más grave encrucijada de la historia es un hecho tan evidente que hace prescindible toda constatación. Ya no se puede avanzar por ci mismo camino.

Basta ver las noticias para advertir que es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa. Es éste un lugar común en el que se debate nuestro presente. Y por eso mismo, como suele ocurrir con los lugares comunes, uno corre el riesgo de pasar de largo por él, sin ahondar en el peligro que esto significa. Mayor peligro aún, porque sería como resbalar por encima de una tragedia que nos está desentrañar este peligro en el que todos los hombres estamos involucrados.

Situación más trágica aún, ya que no es la de otros tiempos en que la vida rubosaba en aventuras y consignas, cuando los hombres nos sentíamos hechizados por las banderas que nos impulsaban a transformar el mundo. Esta es una crisis que soportamos dentro, y en la que el hombre, como preso de sí mismo, se haya recluido.

La tragedia que atravesamos no es únicamente la crisis de un determinado sistema, sino el quiebre de una concepción de la vida basada en la idolatría de la técnica y la explotación del hombre.

Es innegable que la sociedad moderna forjó como meta la conquista, donde tener poder significó apropiarse, y la explotación llegó a todas las regiones posibles del plantea.

"Indudablemente cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es, quizá, mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión."

A diario corroboramos con desolación la veracidad de estas palabras de Camus, cuando el sufrimiento de millones de seres humanos, que viven en la miseria, está permanentemente delante de nuestros ojos, por más esfuerzo que hagamos para cerrar los párpados.

Tantos valores liquidados por el dinero y ahora el mundo, que a todo se entregó para crecer económicamente, no puede albergar a la humanidad.

Continentes enteros en la miseria junto a altos niveles tecnológicos, posibilidades de vida asombrosas a la par de millones de hombres desocupados, sin hogar, sin asistencia médica, sin educación. Diariamente es amputada la vida de miles de hombres y mujeres; de innumerable cantidad de adolescentes que no tendrán ocasión de comenzar siquiera a entrever el contenido de sus sueños; de miles de niños y niñas cuyas primeras imágenes de la vida, son las del abandono y el horror, que desconocerán aquel sentimiento de grandeza que vislumbran quienes gozan de un horizonte pleno de posibilidades.

Para todo hombre es una vergüenza, un verdadero crimen, que existan doscientos cincuenta millones de niños tirados en las calles del mundo.

El tremendo estado de desprotección en que se halla arrojada la Infancia nos demuestra palmariamente que vivimos un tiempo de inmoralidad irreparable, actualizando para nuestro tiempo aquella frase de Nietzche: "los valores ya no valen". Entonces no sabíamos, no quisimos saber, las devastadoras consecuencias de aquellas palabras.

El mundo está cayendo en una globalización que no tiende a unir culturas, sino a imponer sobre ellas el único patrón que les permita quedar dentro del sistema mundial. Enloquecidos por ser aceptados en el hiperdesarrollo, las naciones más pobres cometen el gravísimo error de perder su ser original imitando a los imperios de la máquina y el delirio tecnológico. Y en los países más pobres y sometidos, se ha llegado a arrojar por la alcantarilla artículos enteros de su Constitución para que los grupos económicos, que todo lo controlan, los vean cumplir sus órdenes como obedientes y temerosos escolares.

Veinte o treinta empresa, como un salvaje animal totalitario, tienen el dominio del planeta en sus garras. Déspotas invisibles controlan con sus órdenes la dictadura del hambre, la que ya no respeta ideología ni banderas.

En nuestro países, la total asimetría en el acceso a los bienes producidos socialmente está terminando con la clase media. Ya la gente tiene temor que por tomar decisiones que hagan más humana su vida, pierdan el trabajo, sean expulsados y pasen a pertenecer a esas multitudes que corren acongojadas en busca de un empleo que les impida caer en la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía en cuyos balances no cuentan la vida de millones de hombres y mujeres que así, viven y mueren en la peor miseria. Son los excluidos de las necesidades mínimas de la comida, la salud, la educación y la justicia; de las ciudades como de sus tierras.

Aquí mismo, en Brasil, en un territorio inmenso y rico en posibilidades, millones de campesinos viven sin tierra, obligadas a deambular entre el hambre y la desesperación.

La economía reinante asegura que la superpoblación mundial no puede ser asimilada por la sociedad actual. Esta frase produce escalofrío. Porque es suficiente para que poderes maléficos justifiquen todo tipo de violencias y de guerras. Y así, luego del espantoso suceso del pasado 11 de setiembre, se ha hecho patente que quienes tienen el poder toman decisiones ajenas al sentir de la humanidad. Y me refiero tanto a los actos terroristas -por los que de ninguna manera puede inculparse al mundo islámico- como a esa guerra atroz que los países poderosos sostienen contra una desamparada Afganistán.

Frente a cualquier terrorismo, nacionalista o de Estado, de grupo político o promovido por una perversa manipulación religiosa; frente a las multinacionales económicas o culturales, debemos imponer nuestra negación, la desobediencia, el ejemplo de nuestra insumisión pensante, creadora, humana.

Hasta cuándo vamos a permitir que el cuidado de la vida sea un valor tan vulnerado ante la codicia desenfrenada e irresponsable de quienes nos están lanzando al borde del abismo, tanto unos como otros.

Debemos exigir que los gobernantes de todo el mundo vuelquen sus energías para que el poder adquiera la forma de la solidaridad, promoviendo y estimulando los actos libres, poniéndose ante todo al servicio del bien común, que no debe entenderse como la suma de egoísmos individuales, sino como el supremo bien de una comunidad.

Con tristeza contemplamos hoy las ruinas de este continente destruido y ensuciado por los gobernantes y la mayor parte de los políticos. Vivimos en tal grado de inmoralidad que los actos de corrupción parecen estar avalados por las mismas instituciones que e deberían condenar.

La degradación de los tribunales y el consecuente descreimiento en la justicia, está generando la sensación de que la democracia es un sistema incapaz de investigar y condenar a los culpables. A1 haber tanta impunidad, me estremece pensar que la gente llegue a la conclusión de que no se puede hacer nada. Pero cómo puede la gente confiar en su clase política cuando se ha sido testigo de mentiras, de robos y de mafias sin que finalmente pase nada?

Cómo vamos a poder transmitir los grandes valores a nuestros hijos, si en el grosero cambalache en que vivimos, ya no se distingue si alguien es reconocido por héroe o por criminal? Y no piensen que exagero. ¿Acaso no es un crimen que a millones de personas en 1a pobreza se les quite lo poco que les corresponde?

La verdadera obscenidad es que los chicos vean, a través de la televisión, de qué manera honrosa se trata a sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes, cuando son los verdaderos traidores de la patria.

A menudo me pregunto cómo hemos llegados a semejante degeneración del comportamiento ético, que en otros tiempos, regía la conducta de los hombres en una sociedad. Valores espirituales como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente la adversidad, están hoy en desuso.

Estos grandes valores, junto a la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por los demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de las personas. ¿De dónde, se desprendía su valor, su coraje ante la vida? Sin duda, aquel modo de ser reposaba en una honda comunión con el otro y en un espiritú de confianza ante los grandes misterios de la vida.

No es que en ese entonces no hubiera actos de corrupción, pero existía un sentido del honor que la gente era capaz de defender con su propia conducta. Y robar las arcas de la Nación, las que deben atender al bien común, era de lo peor. Y lo sigue siendo.

Hoy más que nunca admiro la entereza ética y espiritual que alentaban aquella raza de hombres cuyos valores resultan hoy un hecho excepcional. Al menos en lo que respecta a la clase política, donde no sólo se desestima el valor de la palabra, sino que hasta el patrimonio nacional ha sido saqueado en aras de los intereses, propios y las rencillas partidarias. Porque esta desenfrenada ansiedad de riqueza no ha sido llevada adelante para todos, como país, como comunidad.

Pero la globalización, que tanta desolación ha ocasionado, tiene también su contrapartida: porque ya no hay posibilidades para los pueblos ni para las personas de jugarse por si mismos. "sálvese quien pueda'' no solo es inmoral, sino que tampoco alcanza.

Es esta una hora decisiva, no para este o aquel país, sino para toda la tierra. Sobre nuestra generación pesa el destino, y es esta nuestra responsabilidad histórica.

Se me encoge el alma al ver a la humanidad en este vertiginoso tren en que nos desplazamos; atemorizados, sin conocer la andera de esta lucha, sin haberla elegido. Nada hay más humillante que el sentirse arrastrado y traído, como si apenas tuviéramos opción, capacidad de elegir. Y semejante situación genera una soledad horrenda y absoluta.

Se puede florecer en esta situación? En el vértigo no se dan frutos ni se florece; todo se vuelve temible y desaparece el diálogo entre los hombres. Toda vez que nos hemos perdido un encuentro humano algo quedó atrofiado en nosotros, o quebrado para siempre.

Y así puede ver multitudes de seres pululando por las calles de las grandes ciudades, sin que nadie los llame por su hombre, sin saber de qué historia son parte. Y el hombre, cuando vive como autómata, a semejante velocidad, corre c1 riesgo de ser aniquilado.

Tal es la amenaza a la que esta sociedad nos está empujando. Donde los vínculos entre los seres humanos, inevitablemente, también se encuentran desacralizados. Desacralizada es la mirada con que miramos a los demás. Este es el lugar del peligro y también de lo que puede salvarnos.

La trascendencia el fundamento último de la realidad. En todo los seres existe la capacidad de salir de si, no como un atributo más,sino como e1 fundamento mismo de su ser. Rebasar los propios 1ímites, llegar hasta el otro, y en él dejar una huella. Esta dinámica estructura toda la realidad. Como si los limites de un ser, o de una cosa, terminara en otra. Pero no limitándola, sino llevándola, en esa.

Tomar conciencia de esta capacidad que cada uno posee puede generar otra manera de vivir, donde el replegarse sobre si mismo sea escándalo, y los hombres se aproximen a la orfandad del otro como quien va hacia un encuentro imprescindible para la vida.

Debo confesar que durante mucho tiempo creí y afirme que este era un tiempo final. Por hechos que suceden o por estados de ánimo, a veces vuelvo a pensamientos catastróficos que no dan más lugar a la existencia humana sobre la tierra. Pero creo que la vida, es un ir haciendo brecha hasta finalmente comprender que eso era el camino.

Y entonces vuelve a sorprenderme la capacidad de la vida para encontrar resquicios donde seguir creando. Esto es algo que siempre me deja anonadado, como quien bien comprende que la vida nos rebalsa, y sobrepasa todo lo que sobre ella podamos pensar.

Como les decía hace un momento, desde su raíz oscura, la vida tiende hacia un más allá. Y en tiempos de catástrofes como es el nuestro, los hombres se ven obligados a demostrar cuántos de ellos conservan aún su pertenencia a los orígenes.

Sólo aquel que lleve en sí al menos una mínima parte de aquella raíz primordial, será capaz de nutrirse de aquel manantial oculto del que surge el coraje para seguir luchando.

Como afirma Jünger:

"En los grandes peligros se buscará lo que salva a mayor profundidad.(...)Nuestra esperanza hoy se apoya en que al menos una de esta raíces vuelva a ponernos en contacto con aquel reino telúrico del que se nutre la vida de los pueblos y de los hombres."Necesitamos el valor de penetrar en las grietas para que pueda volver a filtrarse el torrente de la vida.

Y así, en medio del miedo y la depresión que prevalece en este tiempo, irá surgiendo, por debajo, imperceptiblemente atisbos de otra manera de vivir que busque, en medio del abismo, la recuperación de una humanidad que se siente a sí misma desfallecer.

Nada es más importante que alentar este impulso, y todo lo que podamos hacer por ella es imprescindible.

La fe que me posee se apoya en la esperanza de que el hombre, a la vera de un gran salto, vuelva a encarnar los valores trascendentes, eligiéndolos con una libertad a la que este tiempo, providencialmente, lo está enfrentando. Porque toda desgracia tiene su fruto si el nombre es capaz de soportar el infortunio con grandeza, sin claudicar a sus valores.

Aunque todos, por distintas razones, alguna vez nos doblegamos, hay algo que no falla y es la convicción de que, únicamente, los valores del espíritu pueden salvarnos de este gran terremoto que amenaza a la humanidad entera. Detengámonos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Necesitamos ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre.

Recordemos también a Nietzsche cuando dice:

"Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en el ocaso. Pues ellos son los que pasan al otro lado."

Fundamentales palabras estas, porque sin duda lo que hoy nos toca atravesar es un pasaje. Este pasaje significa un paso atrás para que una nueva concepción del universo vaya tomando lagar, del mismo modo que en el campo se levantan los rastrojos para que la tierra desnuda pueda recibir la nueva siembra.

Hay épocas en la historia en que nos es dado habitar la luz y otros, como la actual, en que debemos acostumbrarnos a andar en su privación. Son épocas en que el hombre en lugar de percibirse como dueño, se siente prisionero de su historia. Pero es éste también, misteriosa y paradójicamente, un tiempo de oportunidad. Porque ahora la vida se nos muestra en su desnudez y desamparo. Y cuando es la vida misma la que se convierte en Figura de la Pasión, lo que nos reclama, lo único que está en nuestras manos, es el valor necesario para mirarla de frente, y abrazando esa desnudez, ser capaces de avizorar lo que puede empezar a ganarse, una vez que todo se ha perdido.

La vida del mundo ha de abrazarse como la tarea más propia y salir defenderla, con la gravedad de los momentos decisivos. Esa es nuestra misión. Porque el mundo del que sumos responsables es este de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte. El único que nos ofrece un jardín en el crepúsculo, el roce de la mano que amamos. No podemos seguir aguardando a que los gobiernos se ocupen. Como les he venido diciendo, los gobiernos se han olvidado que su fin es promover el bien común. Tenemos que abrirnos al mundo, porque es la vida y nuestra tierra la que está en peligro.

Muchos ya lo están naciendo. Son nombres y mujeres que, anónimamente, sostienen la condición humana en medio de la mayor precariedad.

Unidos en la entrega a los demás y en el deseo absoluto de un mundo más humano, son ellos los que ya han comenzado a generar un cambio, arriesgándose en experiencias hondas como son el amor y la solidaridad. La tierra, así, va quedando preñada de su empeño.

Algunos dirán que son una minoría. Pero esa minoría está sosteniendo una batalla a favor de una nueva libertad, convirtiéndose en un testimonio de luz, en medio de tanta tiniebla. Porque cada vez que hacemos algo por un solo hombre, lo estamos haciendo también por la humanidad entera.

Piensen cuántos acontecimientos portentosos ha sido capaz de generar el hombre cada vez que su dolor se hizo grito, obra u acto. Así, las heridas de los hombres nos están llamando a compartir su hambre y su reclamo de justicia. Es preciso ir hacia los márgenes extremos desde donde estas voces, aquellos gritos, nos están pidiendo un gesto de entrega absoluto y de complicidad con la vida aún en su suciedad y su miseria.

El fundamento de una nueva esperanza surgirá en medio de ese compromiso como lo señalan estos versos que escribió Shelley y que llevan la impronta de todos nuestros anhelos:

"amar y suportar; esperar, hasta que la esperanza fabrique de su propia ruina aquello que contempla."

Este es un tiempo en que nuestra luchas y esperanzas, la razón de nuestra resistencia aún carece de nombre. Corno si estuviéramos ante el momento impostergable de un nacimiento lo que nos queda es aguardar demorarnos en el cuidado de esta espera hasta que la vida nos otorgue el amanecer de otra cultura a la que sin saberlo ya pertenecemos.

Ernesto Sabato

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