miércoles, 13 de noviembre de 2013

TRES CUENTOS BREVES. Por JUAN MANUEL ROCA.

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TRES CUENTOS BREVES

       
JUAN MANUEL ROCA

        
I


EN DOS SALAS DE ESPERA
        
        El pintor, que siempre se impacientaba ante la cercanía de un viaje, trazó la última pincelada de una mujer desnuda, un tanto gótica. Era una mujer afilada y fina, de formas limitadas, casi despojada de carnadura humana y con algo de marimba en su costillar.

        Puso el pincel en remojo, junto a la paleta con grumos de óleos azules y malvas, en la mesa saturada de un estridente olor a trementina. El pomo con disolvente tomó un tono de piel rosa ante la visita del pincel.

        Sonó el teléfono. Era su compadre Pancho, que hablaba desde ciudad de México, un tremendo dibujante, compañero en el viaje del arte y en la vitalidad de cuño expresionista que los animaba a los dos.

        Le quedó sonando un tono que no era habitual en la voz del amigo, algo de sequedad le había dejado en el oído donde se acomodó el auricular.

        Pasado mañana viajaría desde un pueblo norteamericano con fama de brujo, un lugar que siempre le pareció la capital del limbo o la patria del bostezo, donde no en balde naciera bajo la asfixia calvinista Emily Dickinson, una mujercita siempre vestida de blanco como un velero puritano en el mar de los horrores de la guerra, e iría al encuentro con el amigo mexicano que lo hospedaría, como siempre, en su taller.

        Cuando llegó al aeropuerto de México, tras volar sobre lonjas de termiteros humanos y capas de smog, se sorprendió de no encontrar a su amigo y, susceptible e impaciente como era, tomó un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel Majestic, en una esquina de El Zócalo.

        En camino hacia el hotel, con la cabeza sembrada de dudas y malos augurios, el pintor decidió que el taxista se desviara hacia la Colonia Polanco.

        Iba a encarar a su viejo camarada y a preguntarle si su ausencia en el aeropuerto significaba que no quería recibirlo en su casa, si no le había perdonado la última perorata sobre el expresionismo abstracto ni sus observaciones temerarias en torno a la naturaleza.

        Qué extraño fue entrar en el silencio de la casa y llegar a la cruda conclusión de que su amigo, no podría estar de ánimo para ir al aeropuerto, por la sencilla razón de que lo estaban velando.

        A su lado, una mujer afilada y fina, de formas limitadas, casi despojada de carnadura humana como una Catrina bajo su  blusón negro, miraba al muerto con unos ojos acuosos que sin duda parecían dibujados.
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II

EL REGRESO DEL PRINCIPITO


El hombre, un severo hombre de negocios va por el pasillo del avión mirando a un lado y otro la letra y el número correspondientes a su silla. Corrobora que en la fila C está su asignación, al lado de la ventanilla. Abre su maletín de viajero y junto a sus papeles y estilógrafos, a unas cuantas fotos familiares y una pequeña calculadora, encuentra que su hijo Antoine le ha envuelto, en un papel de regalo de colores rojos y verdes, un pequeño libro con letras plateadas que resaltan en el azul de la tapa el escueto nombre de El Principito.

Pone su negro maletín en el porta-equipajes, lo mismo que su negro borsalino y se queda con el libro entre las manos. Primero pasa la mirada por el dibujo de la boa que se come un elefante, pero que los hombres de negocios ven como un simple sombrero.

Recuerda que de niño, cuando viajaba encomendado a una azafata, soñaba con ver el planeta del enigmático principito. Ese planeta, según el relato de un escritor y aviador llamado como su hijo, Antoine, era más pequeño que una casa. Como esas construcciones que ahora ve en el vuelo que lo conduce de Bogotá a Madrid y a Lisboa.

Hace 40 años, cuando tenía la edad de 15, leyó por última vez la historia del pequeño príncipe, y no pocas veces soñó encontrarlo en las soleadas arenas africanas.

Busca el capítulo sobre los siete planetas habitados cada uno por un solo hombre. Recuerda el planeta habitado por un rey e imagina la inutilidad de un monarca sin vasallos. Se ríe del que está habitado por un vanidoso que  ama con pasión la soledad de un espejo. Sufre con el pobre borrachín que bebe para olvidar que es alcohólico. Se estremece, como si se tratara de su propio retrato, con el micro-mundo del hombre de negocios que hace cuentas como si las nubes fueran un ábaco en la pizarra del cielo. El quinto planeta, que solo tiene un farol y un farolero, le sigue pareciendo extraño. Siempre amó el sexto mundo habitado, como él, por un geógrafo.

El hombre cabecea entre el sueño y el día y ve a su hijo Antoine con el abrigo del principito, sonriéndole. Antes del sereno aterrizaje, abandona el serio papel de hombre de negocios y escribe en su libreta de notas: “hoy, al meter la mano en el porta-equipajes, en lugar de sacar mi sombrero para bajar del avión, me encontré con que se había convertido en una hermosa e inocente serpiente”.
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III 

UN ÁNGEL TERRIBLE

                       “Todo ángel es terrible”
                           Rainer María Rilke.


En cercanías de la Plaza de Bolívar se desató la refriega entre los manifestantes y la policía. Un bando enardecido arrojaba heridas con una catapústulas de fabricación casera. El otro bando, mejor armado por tratarse de un cuerpo policial, lo hacía con un lanzallagas de origen norteamericano. Las piedras volaban como pájaros inertes, muertos en pleno vuelo. Era una verdadera granizada lunar, un diluvio de guijarros. El niño tenía, a simple ojo, unos cinco años, un balón en la jarra de su brazo derecho, la cabeza abierta y el rostro ensangrentado. Antes de caer desmayado en el sardinel y de soltar el balón que rodó con desgano los peldaños del atrio de la catedral, el pequeño empinó su voz hacia un sargento para lanzarle lo que suponía un grito de feroz amenaza: “se lo voy a decir a mi mamá”. Al día siguiente cayó la dictadura.
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