domingo, 20 de diciembre de 2015

EL ESCRITOR ANTE LA EDICIÓN. Por JUAN MANUEL ROCA. Conferencia.

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EL ESCRITOR ANTE LA EDICIÓN

JUAN MANUEL ROCA

 Para José Ángel Leyva


Conferencia dictada en “Hojas y Ojos, diplomado del Libro y la Lectura” *
creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano. 
Bogotá, Septiembre 24 de 2015.

NTC ... agradece ala autor el aporte del texto y
 la autorización para publicarlo (eneteceralo)


Tal vez por una malformación de oficio o vocación quisiera empezar esta charla con un poema que he escrito y que en buena parte sintetiza el tema a desarrollar durante esta sesión.

Oración del autor al señor de los impresos

Qué más quisiera un autor que un trato que no sea fantasmal.
Que no haya un grupo sin rostro con las manos enlazadas
Rogando por la aparición de un espíritu que haga tintinear
Las dulces campanillas de las máquinas registradoras.
Más que el anticipo monetario recibido a vuela pluma
El auténtico escritor quisiera recibir el anticipo de saber
Que por unas horas, el sabio editor ha dejado
Colgado en el perchero su abrigo de patrón y se ha puesto
La piyama de buen lector, de alguien que comprende
Los valores literarios antes que el efecto del libro
En la reventa de sueños, en el comercio de lectores gregarios
Que corren detrás del espejismo de las modas.
Quisiera un editor que ame el oficio porque ama la lectura,
Que se sueña destinatario de un libro que quiere leer
Y no que publica porque intuye que caería como un manjar
Entre un público acrítico que traga sin masticar lo que le exhiban.
Un editor que sabe por qué disfruta un libro y dialoga con él
Y con su autor de forma crítica. Que no se deje disuadir
Por la opacidad del anonimato de socios o lectores soterrados
Y no imponga un trato con fronteras insalvables.
Qué más quisiera un autor, ¡oh, gran señor de los impresos!,
Que ponerle rostro más que máscara a cualquier negativa.
No es mucho pedir, señor, algo más que novelistas
Que al primer libro publicado ya se magnifican,
Que dudosos ensayistas más pendientes de su estilo que de su mundo,
Que poetas que baten la cola en busca de amo
O remueven las aguas para parecer profundos,
Que periodistas prodigando libros tremendistas de lo que sea.
Y, por supuesto, señor, que en las carreras de galgos
A los que someten a los autores al final no se descubra
Que la liebre corría a fondo pero era mecánica.
No queremos más volúmenes con prosa de repostería,
Con crema chantilly coronando cada frase,
¡Oh, gran señor de los lomos doblegados pero impresos!
Porque pocos oficios más nobles, no de sacristanes,
No de simples intermediarios entre el sueño y la gloria,
Sino de creador de epifanías, como el de ese editor que supo leer
“La metamorfosis” (“La transformación”) de Kafka
Para ayudar a cambiar el rumbo de las letras
Y ayudarnos hasta ahora y para siempre a habitar el laberinto.



Elogio de míticos y desconocidos u olvidados editores

El  tiempo permanece
Atrapado entre los libros.
Por ese prodigio de aprehensión,
Heráclito sigue bañándose
En el mismo río,
En la misma página.


Paralelo al ojo avizado de un buen editor está el ojo a veces estrábico de algunos críticos. No se, por ejemplo, quién fue el editor de “Las flores del mal”, un prodigio salido de las manos de Charles Baudelaire en 1897. Pero su tiraje inicial de 1.300 ejemplares fundaría casi una religión poética. Hago venias de gratitud a su editor. Sin embargo hay que mirar las trabas, la condena “por ultraje moral” a la que fueron condenados libro y poeta. Es un punto importante para señalar que parelelo a la publicación de un autor también entran a jugar los críticos, otros agudos o tontos eslabones intermediarios entre obra y lectores. Aún en 1953 un gran escritor al que se le fueron las luces, que por fortuna no tuvo en sus manos el rol de editor, Emile Zola, afirmaba que “dentro de cien años, los libros de historia de la literatura francesa sólo mencionarán “Las flores del mal” como una curiosidad”. Si Zola viviera hoy, a más de cincuenta años de su errático vaticinio, sin duda pagaría porque se lo tragara la tierra, pues esta obra maestra e inaugural de la poesía moderna no sólo está en la historia de la literatura francesa sino en la universal. Su afirmación es su propio “yo acuso”, y su triste epitafio como crítico.

No así la legión de editores que siguen fatigando rotativas con los versos de Baudelaire, pero que por supuesto dudosamente hubieran corrido la aventura de publicar por primera vez el libro satanizado.
Y es que si un crítico es, como dijera un romántico alemán, “un lector que rumia y que necesita pues varios estómagos”, algunos no tienen sino uno cargado de lecturas rápidas y aventuradas. Lo mismo vale para el editor. Un verdadero editor tiene que ser, además de sensible, un lector que rumia bien lo que resulta nuevo en el ambiente, pero que no se queda en la esfera de la novedad. Y es que no existe, para bien y para mal, el editor inocente.
En elogio de esos editores hoy ya casi lamentablemente desaparecidos habría que señalar  notables casos de fe en un autor, que no entran en la segunda premisa que hace Kurt Wolf, editor de Franz Kafka, cuando afirma que “uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del público, no cuentan”. Pero hasta Kurt Wolf, de tan fino olfato político y editorial tiene su mácula. Él mismo lo señala en el excelente libro “Autores, libros, aventuras, observaciones y recuerdos de un editor”. Confiesa con valentía y poco orgullo que el libro de Oswald Spengler, un clásico de la historia, “La decadencia de Occidente”, que apareció en 1918, fue rechazado por él, por ligereza, coligiendo que si el autor le proponía a él y a su editorial un libro que estaba en la línea de otras editoriales, lo más seguro era que ya se lo hubieran rechazado. Y entonces agrega un “qué lástima”, “si hubiera”, “habría sido”, unas frases habituales de quien quiere darle marcha atrás a los relojes.
De las premisas expresadas por Wolf, impulsor de los expresionistas, parecería no pocas veces que ahora, en el universo del mundo editorial, los editores se rigieran sobre todo por la segunda premisa. Sus preguntas parecen ser: ¿que podría gustarle a la gente? ¿Qué libro entrará más rápidamente en el gusto que dictan los tiempos para un gran público, así sea bajo la hipnósis de la distracción por encima del conocimiento?
Se conoce una afirmación de George Orwell en la que señalaba que el siglo XX, el de nuestro cambalache problemático y febril, llegaría a ser el del público raso que anda por el mundo en busca de entretenimientos. Y lo decía desde su obra “1984” en consonancia con “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, este último escrito en 1932 y en el que anunciaba como parte del control del individuo el consumo y la distracción, un pan sin levadura de mucha de la actual producción editorial.
Contra esta aberración sin duda que ha habido una gran cantidad de editores que se niegan a estimular esa visión obtusa, esa compulsión masiva por saciar desde la banalidad una bulimia de libros que tienen su analogía con las comidas rápidas.
A esto contribuyen no pocas editoriales de algunos de los grandes grupos que van absorviendo como esponjas a las pequeñas, hasta llegar a intercambiarse autores como en el fichaje de un futbolista que pasa, de buenas a primeras a un nuevo equipo. Se habla entonces de leyes de mercado, del libre y necesario albedrío, pero con esas nuevas premisas comerciales también han ido desapareciendo de las editoriales los que eran llamados jefes de colecciones, gentes que por sus conocimientos de la poesía, de la narrativa, la historia, la crítica o la ensayística, valga de ejemplo, resultaban avisados lectores que no improvisaban sus catálogos. Pongo como un ejemplo positivo la colección “Los poetas” que conducía Aldo Pellegrini para la “Compañía General Fabril Editora”, de Buenos Aires, gracias a la cual conocimos grandes poetas desconocidos o medianamente conocidos, en traducciones de alto rango estético y a la vez crítico. Ya el mismo Pellegrini prevenía en las letras pero podría ampliarse al orbe editorial, sobre la puja que realiza lo que llamaba “la internacional de la mediocridad”, una suerte de globalización de las formas improvisadas en manos de igual manera improvisadas.
La de “Fabril Editora” era una manera sencilla y sofisticada a la vez de editar poesía, un asunto que ha desaparecido en el interés de los grandes sellos, creando en nuestra región una nueva aunque precaria función que por fortuna suplieron algunas editoriales estatales, como Colcultura en años no muy lejanos en nuetro país y que ahora la ejercen los editores independientes. También mal-circulan las que hacen sus propios autores fungiendo de editores, en colecciones que podrían llamarse “El cariño verdadero”, pues ni se compran ni se venden. Lo cual no altera de fondo la posible calidad estética de los libros que no circulan ampliamente.
Hoy en día, afirma un notable editor, Jaime Salinas, que anduvo en editoriales tan prestigiosas como Alianza Editorial, Seix Barral, Aguilar y Alfaguara y que más tarde fuera Director de “Libro y Bibliotecas” en su natal España, “se publica demasiado pronto”. En conversación con Juan Cruz agrega a una empobrecida forma como el mercado del libro ha cambiado de manera drástica hasta los intereses de los autores, que “el escritor ya no tiene nada que ver con los que yo conocí en mi tierna infancia, los amigos de mi padre (valga recordar que el fallecido editor era hijo del poeta y ensayista Pedro Salinas), ni los que fui conociendo después como editor. Uno de los temas de conversación favoritos del escritor de hoy es hablar de sus ordenadores, de sus tiradas, de cuántos ejemplares ha vendido, de si está o no en la lista de los más vendidos, de si ha sido traducido y a cuántas lenguas. Antes hablaban de tonterías o de política o de mujeres o de hombres o de literatura”. Y ante la siguiente pregunta de Cruz, “¿Qué consecuencias tiene para la propia vida literaria?”, repondió que son consecuencias catastróficas, según sus palabras. Y agregaba: “Yo no creo que un libro sea mejor que otro porque se haya vendido más. El éxito de ventas, generalmente, poco tiene que ver con la calidad literaria. Superar esa contradicción es difícil. El problema fundamental es cómo podemos, en la edición así como en la cultura en general, respetar a la minoría sin que en ese proceso se cometa injusticia con la mayoría”. Es allí donde salta la liebre, diríamos. Los autores de géneros excluídos de muchos de los grandes sellos editoriales, como el cuento, la poesía, la crónica o el ensayo, podrían sentirse minusvalidados, pero también gozan del privilegio de no escribir privativamente para la edición sino para el crecimiento de su obra y entonces vuelven a ser sus propios críticos que rumian, que tienen una más lenta digestión. Por supuesto que muchos de los autores frecuentemente editados no caen en esa ronda del exitismo y tienen una alta vigilancia de lo que publican. A veces hago de abogado del diablo, toda vez que he tenido la suerte de ser publicado tanto por sellos reconocidos como independientes, por pequeñas editoriales que por lo demás, si hablamos de poesía, cada vez más están presentes en el escenario del libro.  
Muchos críticos de la función de los editores señalan, al contrario del elogio cuantitativo de la producción de libros, que ésta por momentos resulta excesiva, pues entre grandes joyas se filtra la insalvable morralla, volúmenes transitorios, de la contingencia inmediata. Y surge la pregunta de si cada editor es en realidad un verdadero lector, si todo lo que aparece en las librerías es en verdad digno de ser impreso. Es notable lo que le expresara a Gabriel Zaid (“El secreto de la fama”), un notable editor, Carlos Lolhé, acerca de un libro publicado en la editorial europea en la que trabajó y que era una sumatoria de barbaridades que crearon hondo malestar público. Tras su publicación “se hizo una investigación a fondo en todos los departamentos y resultó que nadie lo había leído”. El señor Lolhé editor se preguntaba entonces, “cómo podemos publicar libros que no leemos? Porque no estamos organizados para leer, sino para alcanzar metas de crecimiento, producción, ventas, contabilidad. Si yo leyese personalmente todos los libros que publico, ¿cuántos podría publicar? Poquísimos, porque tengo que leer diez para publicar uno; y si no tengo tiempo de leer más que dos o tres por semana, no puedo publicar más que uno al mes”.
Y no hablemos del criterio con el que algunos editores publican libros de auto-ayuda, que muchos califican de fraude aunque no lo sean, sí son de auto-ayuda para el autor, llenan sus bolsillos y por supuesto aumentan las ganancias de quienes los editan. De la misma manera abunda la kilometrada de volúmenes testimoniales de secuestros, como los de interés privado de un autor que se hace público por pertenecer al espectáculo de variedades. Auden, el gran poeta y teórico de York, tiene unas apostillas sobre el asunto que no dejan de ser inquietantes a pesar de su vehemencia cuando se va en ristre contra “lo que los periodistas llaman estudios humanos y cuya publicación debería ser -a lo más- anónima”. Agregaba el autor de “Las manos del teñidor” que “las confesiones literarias son despreciables, como los mendigos que exhiben sus males por dinero, pero no tan despreciables como el público que los compra”. Esto pasa en nuestro medio con los temas llamados de actualidad, sea el narcotráfico o en trivializados episodios supuestamente eróticos, como pasa con ese tipo de libros que intentan compartir un Eros que solo preocupa a quien lo escribe y que muchas veces oscila entre el exhibicionismo y la falsa poesía. De esta última se vacuna el mismo Auden cuando afirma: “Si de súbito todas las colinas redondeadas se convirtieran en pechos, las cuevas en úteros, las torres en falos, no nos sentiríamos complacidos ni chocados: sólo sentiríamos tedio”. Y creo que podría jurar que no hablaba de los veinte poemas de amor de nuestro querido chileno.
Y esa proliferación de libros en nuestro país me parece que se debe en buena parte a la ausencia de crítica. Y, sin duda, a un periodismo iletrado que canoniza nombres por inercia. Como lo afirma Gabriel Zaid, “es más rápido entrevistar a un autor que leer sus libros”. Luego vendrán los elogios, también inertes, de los que tienen engatillado el aplauso para así pertenecer a una comunidad que debe mostrarse sensible en los grandes salones.
La falta de un poderoso aparato crítico, a veces uno cree que la única crítica en el país es la situación, contribuye de qué manera a la exaltación de lo perecedero e inclusive a la aparición de autores que son de temporada. Y no pienso que el crítico sea la última palabra, pero sí es pieza necesaria en el diálogo a tres voces entre editor, autor y lector. No se trata de aceptar una especie de “magister dixit”, lo dijo el maestro luego es verdadero, pero una cultura sin interlocución tiende al unanimismo y ya sabemos que en las artes como en la política esto resulta nefasto. Lo decía el resabiado libertario Bakunin: “La uniformidad es la muerte. La diversidad es la vida”. No importa si la celebración de un texto viene de alguien considerado un gran gurú, un  guía, o si no recordemos lo que dijo un crítico del Journal American, Robert Garland, a propósito de “El tío Vania” de Anton Chéjov: “si me preguntaran de qué trata “El tío Vania”, diría que de lo máximo que puedo soportar”. O lo expresado por un magazín inglés en 1818 sobre John Keats: “Sabemos que lo amigos de Keats le destinaron a la carrera de Medicina y que fue aprendiz de un importante farmacéutico... Es mejor y más prudente ser un aprendiz de farmacéutico muerto de hambre que un poeta muerto de hambre, así que, por favor, Mr. Keats, vuelva a los emplastos, píldoras y ungüentos. Pero, por amor de Dios, sea menos aburrido y soporífero en sus recetas de lo que ha sido su poesía”.
Pues bien, ya no recordamos quién diablos era Garland ni existe el “Blackwood Magazine” y ahí siguen Chéjov y el tío Vania, y tenemos al alcance de las manos los poemas de Keats, un autor que en su breve vida recibió todo un surtidor de improperios a su obra y al que podemos volver a visitar hoy gracias a la magia del libro para conversar con su profunda melancolía. Y digo esto, sobre todo para recordar que un editor cuando elige qué publicar está desdoblado en crítico. Y le cae bien el aserto de Walter Benjamin en “Dirección única”: “la crítica es una cuestión moral. Si Goethe no comprendió a Hölderlin o a von Kleist, ni a Beethoven y Jean Paul, esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral”. Y lo afirma el mismo pensador alemán que decía que “los libros y las prostitutas pueden llevarse a la cama”, aunque los primeros ejerzan hace menos tiempo su oficio y tengan menos oficiantes.
Quisiera, a riesgo de parecer poniéndome los zapatos con calzador, en algo que para algunos resultará a destiempo con este escrito, recordar a un impresor y editor de diferente estirpe de la de los mencionados, y no por exotismo o por un gusto por la rareza: el señor Louis Braille, que sin duda se señala como el Gutenberg de los ciegos.
Braille perfeccionó el método creado por Charles Barbier con fines castrenses, una criptografía para que los soldados franceses pudieran leer en la oscuridad de las trincheras. Tradujo, si así pudiera decirse, “El paraíso perdido”, de John Milton, a su sistema, siendo el primero de los libros en ese método de puntos en relieve. Con él propició la lectura para los ciegos, ciego él mismo. Sin ese método de seguro no hubiéramos podido llegado a leer con pasión y estremecimiento “El mundo en que vivo” de Helen Keller, ese magnífico tratado sensorial para leer con todos los sentidos, que tanto impresionara a Mark Twain, a Chaplin, a Gandhi y a Henry Miller. Ella, sorda, muda y ciega, tenía lo que debe tener un editor más allá de la visión: olfato y tacto para percibir los aromas del lenguaje y para recuperar una memoria táctil. Olfato y tacto deberían ser dos sentidos aguzados de cualquier editor. Una nariz olfateadora que distinga lo que tiene valor entre la maleza, un tacto para editar lo que teniendo presente tendrá porvenir.
Hay centenares de libros que tienen más larga vida que sus propios autores y creo que se llaman clásicos. Un libro, decía Louis Aragon, “no es escrito de una vez por todas. Cuando es verdaderamente un gran libro, la historia de los hombres viene a añadirle su propia pasión”. No es lo mismo El Quijote para Navokov que para Harold Bloom, pero ambos le han agregado sus pasiones particulares. Podría decirse que hay cientos de “Quijotes” porque el libro lo modifican sus lectores, más cuando el volumen de Cervantes se lee, pero también nos lee como seres lastimosa y alegremente humanos, nos escudriña.
Algo de espiritistas tienen lo editores. Nos ayudan, como diría Francisco de Quevedo, a entrar en conversación con los muertos. Pero, ¡atención!, cuántas veces los verdaderos muertos no son los que viviendo, habitando la escena de los aplausos, de los grandes tirajes y el mayor reconocimiento, están deshabitados como una casa fantasma y nos entregan voces que pronto se apagan, cuando acaba la sesión. Si participamos de la idea de que el libro reemplaza a la ouija en la comunicación con los muertos, confiemos en que estos tengan algo que decirnos en una grafía menos intermitente que la del invocado en la jornada espiritista.
Hay editores que mezclan lo que podría llamarse algo así como un catálogo duro, y que sería el que no hace concesiones paternalistas al lector o al autor, y un catálogo blando, el  que se permite guiños masivos al gusto de los lectores que se arredran cuando el escrito exige un viaje que no es de turismo por las páginas sino un “tour de force”, un esfuerzo, una demostración de temple que no tiene que ver con la pesadez pero tampoco tiene por qué excluir el divertimento, los serios y agudos juegos de la imaginación.
Si el mundo avanza hacia el analfabetismo funcional, como lo expresara Bruno Betheleim y como lo recuerda Adolfo Castañón en “Trópicos de Gutenberg”, no saber leer a pesar de ser alfabetos, colinda sin duda con la falta de esfuerzos por entender, de ahí que quienes solo editan lo fácil, la moneda de uso corriente, resultan partícipes de algún modo de ese estímulo funcional que apunta al vacío.
Tal como en la oración que he escrito al señor de los impresos, como pequeño autor espero el diálogo y la confrontación, la palabra que duda, la mano que borra más que la que escribe, las sugerencias, antes que la pasividad de uno o unos editores distantes y glaciales. Y no pocas veces los he encontrado, aunque en otras escasas ocasiones reine el mutismo de su parte, más allá de los convencionalismos de un contrato, de una retórica de oficina. Es grande y bello el oficio de distribuir preguntas y conocimientos, de blindar soledades con la palabra del otro, algo que es sin duda lo que hace tras bambalinas un editor.
A uno de los buenos editores que he tropezado en mi febril dromomanía por caminos y libros le dedico el siguiente epitafio como si fuera el colofón de una vida, una contracubierta, una contracarátula que conserva el estilo laudatorio que casi todas tienen, pero no sin antes aclarar que el epitafio, que no es de corte latino ni mucho menos a la usanza ironista de Spoon River, será para esculpirlo mucho más tarde, cuando caigan otras veintenas de calendarios y no propiamente en ferias programadas en otoño, porque en esa estación hay que irse con mucho cuidado: también pueden caerse las hojas de los libros.

Epitafio para un buen editor

Aquí, bajo esta tapa de cuero,
Yace uno que no olvidó
Que el libro tiene linaje de árbol.
Roguemos que siga dando frutos.

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Bogotá, septiembre 24 de 2015

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* Conferencia dictada en “Hojas y Ojos, diplomado del Libro y la Lectura”, creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá. 

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