martes, 29 de diciembre de 2015

Un milagro en Navidad. Por Jotamario Arbeláez. Diciembre 28, 2015

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Un milagro 
en Navidad

Jotamario Arbeláez



El 24 de diciembre de 1957 don Cayetano dio claras muestras de que ese día iba a morir.
De la habitación, sita en la mitad de la casa, emergía un olor de yodoformo y agonía. La quejumbre era acompasada, lastimosa, y a todos nos tenía con el semblante severo.
Hasta los personajes del pesebre, en el primer patio, se veían acongojados. Marchaban cabizbajos los Magos.
Desde por la mañana comenzaron a llegar sus hijos, a mirarlo en silencio desde la puerta del cuarto.
Mi padre, quien compartía con el anciano la propiedad de la casa del barrio Obrero, y con quien tenía de vez en cuando amables reyertas por el reparto del costo de los servicios, era quien mostraba el rostro más afligido.
Me pidió que le acompañara a la galería Belmonte a comprar una paloma para hacer el último intento de curar al enfermo, a quien un viejo tumor hepático trataba de arrebatar de la cama.


Compramos a una marchanta extenuada una paloma buchona que currucuteaba energía, y con ella entre las manos volvimos a la casa llena de gente.
Entramos cuando salía el sacerdote de confesarle y aplicarle la unción extrema, aunque los pecados no deben haber sido muy claros por el débil hilo de voz que emitía en las últimas semanas el moribundo, quien en ese momento debería estar viendo alrededor de su cama miríadas de  ángeles y demonios sopesando su alma de justo y de pecador.
Ya habían llegado sus cuatro hijos, quienes esperaban a papá para hablar de los trámites de la herencia de la parte de la casa.
Sin hacerles caso, papá entró en el cuarto de don Cayetano, quien ya casi boqueaba, y pidió a una inquilina, doña Blanca, toda pureza, quien hacía el difícil papel de enfermera, que le abriera la camisa de la pijama, para dejarle descubierta la parte de la panza, donde estaba localizado el mal que se lo llevaba.
Tomó papá con firmeza a la paloma en su diestra, y comenzó a sobarla sobre la piel abdominal del enfermo, mientras musitaba en voz baja unas palabras para mí ininteligibles, que no reconocí como las oraciones comunes.
Años después descubrí que se trataba de un desesperado intento de aplicar el magnetismo de la paloma cual imán viviente, que pretendía trasladar el mal a la tórtola, por un contagio apoyado con ensalmos de fe.
Siempre supe de papá que era sastre, pero hasta que encontré entre sus guardados el libro Memorias del descubrimiento del magnetismo animal, de Anton Mesmer, no me imaginé que pudiera llegar a tener alientos de taumaturgo.
Años después me diría que se valía de ese método curativo en sus correrías de pantalonero por los pueblos de Antioquia, antes de venir a parar a Cali, y que no habían sido pocos los prodigios logrados.


Papá me pidió que abandonara el cuarto, en vista de que los ojos se me salían de las órbitas ante el obrar incomprensible que contemplaba.
Madre entretanto atendía a otros cuatro señores que habían llegado, y que se decían hijos de otras tantas mujeres de don Cayetano, para pasmo de los descendientes que conocíamos, hijos de la finada Dolores.
Venían ellos también por eso de la casa, extensísima, a ver si cada uno podía tener derecho por lo menos a un cuarto.  Cuatro de cada lado rodearon la cama del comatoso.
Mamá, abuela y mis hermanas menores, acompañadas por otro par de inquilinas, musitaban un rosario en el patio.
Dos horas más tarde salió papá con una sonrisa de triunfo, en una mano la paloma desfalleciente y en la otra la cuenta de energía que le había entregado el agonizante,
exigiéndole que la pagara él en su totalidad en vista de su mísero estado, consistente en que se estaba muriendo de hambre y que nadie le había ofrecido ni siquiera un buñuelo con villancico en plenas celebraciones de Navidad.


Primero le trajeron un té cargado para recuperar el espíritu, en tanto le preparaban un caldo de carne que le fue ministrando doña Blanca con la cuchara, al tiempo que le pasaba por la boca una servilleta.
Luego engulló como un niño un buñuelo y una natilla, mientras alzaba los ojos al cielorraso.
Cuando me dirigía con la paloma expiatoria a enterrarla en el patio de atrás, al pie del totumo,
vi cómo los hijos reales e imaginarios se iban alejando de casa, a todas luces frustrados con la recuperación milagrosa.  


Don Cayetano vivió muchos años más, le vendió a papá su parte de la casa por una bicoca como reconocimiento por haberlo salvado,
y se fue a vivir con la señora Blanca, a San Nicolás.
Desde entonces, cada uno de mis hermanos y yo disfrutamos de cuarto propio.


A quien me pregunte qué pasó con el libro de mesmerismo le diré que me quedé con él al salir de casa, lo memoricé y lo puse en práctica,
y de ello he vivido hasta el momento presente.    

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NTC ... NoTiCa: Parte de este texto se publicó en la columna del autor el EL PAÍS de Cali:

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miércoles, 23 de diciembre de 2015

DESCUBRIENDO AMÉRICA. Entrevista a PABLO MONTOYA

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DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
TEXTO COMPLETO de lo publicado parcialmente en Página 12, Buenos Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015*


NTC ... agradece al entrevistado el aporte del texto completo,
enviado desde París, y la autorización para publicarlo



Nos encontramos con el narrador colombiano Pablo Montoya, reciente ganador del premio Rómulo Gallegos 2015, en el Jardín Botánico de la ciudad de Medellín donde tiene lugar, desde hace varios años, la así llamada Fiesta (y no Feria) del Libro y nunca mejor utilizada esa palabra ya que se tiene la sensación de ingresar a un espacio festivo ligado a las delicias del campo. La feria ocupa toda la extensión de dicho predio poblado de una vegetación frondosa: desde uno de los orquideoramas más impresionantes del mundo, y los laureles y ceibas, hasta los típicos guaduales que abigarran una arboleda firme e intensa en el verdor de sus tupidas copas. Por momentos la contigüidad entre el libro y la flora tropical nos recuerda la vieja consigna iluminista de que el arte y la cultura no puede darle la espalda a la naturaleza, base de la educación estética del hombre como bien lo había descripto Schiller a comienzos del siglo XIX. Esos libros allí, apilados en los estands editoriales debajo de la techumbre frondosa de los árboles y al lado de las orquídeas más impresionantes que uno pudiera imaginar, parecen ofrecernos una bucólica letrada al menos por el tiempo que dura la visita. Como si “la fiesta del libro” consistiera en retirarnos del “mundanal rüido” y acercar la lectura a la contemplación de la naturaleza. Sin embargo, aun cuando estemos en Colombia, este ámbito intervenido por la conjunción de la cultura y la naturaleza, no es  Macondo. No hay realismo mágico, más bien se trata del desplazamiento a un jardín botánico que remeda en miniatura a la selva, más próxima a La vorágine de José Eustasio Rivera que a la famosa ciudad de Cien años de soledad: prima más lo fantasmático de la selva que lo maravilloso macondista. La presencia de la  vegetación sugiere una suerte de Instalation que propone el viaje a la selva en medio de la ciudad a buscar ya no caucho ni petróleo sino libros, otro capital, otro tipo de apropiación de bienes simbólico, esos objetos impresos en papel que todavía resiste, y con vigor, el avance digital.


En este ámbito dialogamos con Pablo Montoya que acaba de participar en un acto a propósito de la novela premiada, Tríptico de la infamia, que narra la visión de tres pintores europeos del siglo XVI (Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry) ante ese acontecimiento sin parangones que fue la América recién descubierta y que provocó en estos artistas el fervor de una incertidumbre hacia un territorio tan ignoto como fascinante, al que intentan, por cierto, llevar al lienzo y a la cartografía. Y sobre todo llevar a una textura que se pinta y se mapea con las líneas que traza más el cincel del imaginario que el de la experiencia de lo real fidedignamente corroborada. Es una novela que trabaja con la historia y la imaginación y narra los avatares de la conquista de América en una prosa cuidada y sumamente sugerente, que privilegia el peso de la lengua, de le mot just como quería Flaubert y, por otro lado, fuertemente imbricada en los debates que giran en torno del trauma de la conquista y sus acciones que no tardan en encontrar su punto extremo en el exterminio. Montoya practica una novela histórica que no puede sino volver su mirada al presente de la escritura: es una ficción que para referirse a su actualidad necesita remontar el curso del pasado, de la tradición, de la historia. No sigue el modelo de Carpentier, aun cuando es uno de los narradores que más conoce ( en un momento de la charla cuenta que hizo su tesis doctoral de literatura sobre las relaciones de la narrativa del escritor cubano y la música) sino más bien construye un espacio literario en el que la función de la Historia es potenciar la imaginación humana para hacer entrever, entre sus nebulosas, al sujeto moderno. En Carpentier la narración expande el acontecimiento histórico: es, de algún modo, su prolongación, un terreno anexado a esa verdad incontrastable y verificable en los pliegues del archivo; en cambio, a Montoya le interesa, más bien, captar ese embrión pujante y vital que es el desarrollo de la subjetividad moderna que anida en su interior  atravesado de acontecimientos: todos los personajes de su novelística resultan contemporáneos nuestros, así se trate del poeta latino Ovidio desterrado en los primeros años de nuestra era a los confines del Imperio Romano, en donde muere sin regresar jamás a Roma, la ciudad amada. Todo esto significa, de algún modo, que el uso del anacronismo provee, a la manera borgeana, del desfasaje necesario para sentir el latido de lo humano, esa persistencia extraña pero reconocible sobre la superficie de lo que llamamos Historia: ese latido es la voz, la voz humana. Este es el gran tema y, también,  la gran obsesión de la narrativa de Montoya: a juzgar por las cuatro novelas escritas hasta el presente --y sin dejar de lado muchos de sus cuentos o relatos breves--  el eje de sus ficciones es darle voz a sujetos que existieron como el poeta Ovidio, el botánico Caldas, los pintores ya mencionados del siglo XVI y sobre todo hacer de esa voz histórica y ficcional al mismo tiempo una caja de resonancia de lo humano, filosóficamente hablando, mediante la cual se muestra el modo sutil y fundamentalmente sensible de reconstruir el andamiaje de la subjetividad humana a lo largo de diversos momentos de la historia y no precisamente para reponer su humanismo sino, por el contrario, para dejar ver sus más cruentas y horrorosas barbaries. Sin embargo, lo que la invención de estas voces pondría de relieve es la flagrante contradicción que atraviesa desde siempre la condición humana: su capacidad de destrucción y aniquilamiento y el tesón imponderable por comenzar a reconstruir desde las ruinas. La ficción de Montoya presta la voz a la contrahechura del humanismo, como si todo relato comenzara en un acto de barbarie: se escribe para dejar constancia de las falencias de la civilización. Sin poder apartarse de la Historia, sus ficciones parecen borrar la mayúscula del concepto, ya que no dejan de captar la dimensión diminuta, detallista, casi superflua de aquélla. De este modo, el efecto de lo histórico reside en la capacidad de una voz para volverse sujeto de la historia.

          
[1] El premio Rómulo Gallegos fue otorgado por la novela Tríptico de la infamia  --de la que vamos a hablar en un rato con seguridad--  pero quería empezar preguntándote sobre los diversos géneros: escribís poesía, tenés libros de cuentos, incursionás en el ensayo literario no sólo referido a la literatura colombiana sino también, como ocurre con Un Robinson cercano dedicado exclusivamente a la literatura francesa. ¿Cómo se articulan estas escrituras, hay una que monopoliza a las otras? ¿En este contexto, qué lugar le otorgás a la novela?

Soy un escritor fronterizo. Uno de entre varios que hace una literatura en la que los géneros se difuminan. También suelo considerarme como un escritor des-generado. Mis poemas en prosa de Viajeros (1999) son minificciones. Mi novela Lejos de Roma (2008) se lee como un extenso poema en prosa. Algunos de mis cuentos y novelas le apuestan a la reflexión ensayística. Considerando que la poesía es el motor de mi escritura, me siento un heredero del modernismo y creo que, por encima de otros aspectos, lo más interesante de una obra es su apuesta estilística. Acaso sea Baudelaire, en Europa, el referente con el que siento más identificado. En el caso latinoamericano es Borges en quien me recuesto a la hora de escribir algunos de mis poemas en prosa. Un libro como Cuaderno de París (2007), que es también un largo poema dedicado a la París de finales del siglo XX que viví, pero que está conformado por 50 prosas, es un guiño, en clave contemporánea, al Spleen de París del escritor francés. La verdad es que empecé a escribir poemas cuando era adolescente, luego pasé al cuento y más tarde al ensayo, y a la novela llegué un poco tarde. Esto lo hice porque la novela es un género que exige tiempo y dedicación, y porque la veo como una prueba para escritores maduros. La novela es el género que, por su extensión y sus ambiciones, reúne en su seno toda suerte de inquietudes literarias. Especie de grande y maravillosa bodega, la novela permite que en ella orbiten las mejores ideas, las más experimentales, las más audaces, las más íntimas, las más decantadas de un escritor. En este sentido, y teniendo en cuenta que mis dos últimas novelas (Los derrotados (2012 y Tríptico de la infamia (2014)) se afincan en estos supuestos, pienso que es la narrativa la que termina monopolizando mi escritura, pero sin desconocer que ella está insuflada por la poesía.  


[2]Acabás de afirmar que te sentís heredero del Modernismo y que, por debajo de la novela, el motor de la escritura es la poesía, ¿estas dos coordenadas Modernismo y Poesía serían una suerte de defensa de la autonomía del arte? Además el hecho de que hayas mencionado a Borges como un escritor faro parece confirmar esta concepción de la literatura que va más allá del color local en su necesidad de expandir la noción de literatura nacional o regional hacia un territorio más universal. Se trata claramente de un “desvío”del lugar común de considerar la literatura colombiana exclusivamente como narcoliteratura o literatura de la violencia.

Uno de los mayores logros del Modernismo es su apuesta por la autonomía del arte y, en este sentido, su defensa del valor estético. Los modernistas poseen un rasgo fundamental que yo sigo sin hesitaciones: su preocupación por una escritura poética que es, a la vez, consciente de una particular búsqueda de la belleza. Esta empresa, cuyo objetivo fue la necesaria secularización del arte, se hizo en un contexto excesivamente nacionalista, y se vio como una posición escapista. Se creía a la sazón que los modernistas desdeñaban los contornos de la identidad americana. Pero, en realidad, no la menospreciaron sino que la estaban ampliando de modo inquietante. Luego esa actitud reaccionaria ante las aventuras del cosmopolitismo cambió un poco, y las tendencias nativistas abrieron sus puertas a esas propuestas de un lenguaje poético. La Vorágine, verbigracia, es una de esas novelas que muestran cómo se amaridaron en la segunda década del siglo XX preocupaciones poéticas de índole modernista con las de tipo regional. Ahora bien, las nuevas tendencias de la literatura colombiana, país muy golpeado, social y literariamente, por las diversas formas de la violencia –se habla de una narrativa de la sicaresca, de una narcoliteratura o de una paraliteratura, en el sentido no de lo paranormal sino del paramilitarismo-  pueden leerse como una extensión contemporánea de esa literatura regional. Y en cierta medida en Colombia este tipo de literatura es tomada como un producto de las letras locales. El gran problema, empero, es que casi toda esta literatura es de muy mala calidad, y está permeada de principio a fin por demandas comerciales. Yo sigo esperando la gran novela sobre todas esas formas de la violencia colombiana. A excepción quizás de una muy buena novela como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, lo otro que se ha escrito hasta el momento me parece bastante menor. Acaso tengamos que esperar un poco más para que, de todo este caos social por el que ha atravesado la Colombia de las últimas décadas, salga una gran literatura. De hecho, hubo que esperar más de sesenta años para que de la guerra de los Mil Días (1899-1903) naciera una obra maestra como es Cien años de soledad de García Márquez. 

[3] En una tradición tan prolífica en su riqueza y variedad como es la narrativa colombiana desde la romántica María de Jorge Isaacs, la exquisita De sobremesa la novela modernista de José Asunción Silva y los cuentos y novelas realista-costumbristas pero decididamente modernos de Tomás Carrasquilla para sólo nombrar a los narradores fundadores de la novela contemporánea en Colombia, ¿qué significa escribir en Colombia en relación a la tradición? ¿Se tiene en cuenta la tradición? Te lo pregunto porque a veces se tiene la impresión equivocada de que García Márquez surgió por generación espontánea. ¿Se parte de la tradición?

Al morir García Márquez hubo voces, provenientes del mundo del periodismo, que dijeron que antes de García Márquez la literatura colombiana era la patria boba. Un comentario así no solo desconoce el rico y siempre interesante horizonte de la narrativa colombiana, sino que piensa, equivocadamente, que la literatura de un país solo es su narrativa. Antes de García Márquez no solo estuvieron los narradores que citas, a los cuales habría que añadir el nombre de José Eustasio Rivera cuya única novela sea acaso la más importante en toda la historia de la literatura colombiana, sino que también estuvieron los poetas León de Greiff y Aurelio Arturo, los ensayistas Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya y Fernando González, por citar algunos nombres más. El otro error es seguir creyendo que García Márquez es hijo de Faulkner y Hemingway y no ver que él, como cualquier otro escritor de su época, está enraizado en  autores colombianos que le antecedieron y lo acompañaron. Creo que haría mucho bien, para cuetionar esas ingenuas ideas de la generación espontánea, releer a García Márquez con esas referencias que se llaman Tomás Carrasquilla, Luis Carlos López, José Félix Fuenmayor, Jorge Zalamea, Hernando Téllez y los poetas de la generación Piedra y Cielo. Por otro lado, si es cierto que en Colombia ha predominado en la narrativa una tradición regionalista, y que está bien enmarcada en el siglo XX con un Tomás Carrasquilla que la inicia y un García Marquez que la culmina, hay otra menos visible en la que yo me ubico. Esta tiene que ver, justamente, con la herencia modernista latinoamericana y su preocupación por lo cosmopolita que en Borges, como bien lo dices, llega a un punto de gran plenitud. Esto puede sonar extraño, tal vez, en Argentina, país cuya literatura hace tiempos superó estas a veces pueriles disyuntivas entre localismo y universalismo. Pero en Colombia, la patria del realismo mágico y de otros realismos sucios, violentos y urbanos, esta oposición sigue vigente. Mis novelas históricas, desde esta perspectiva, se abren al mundo, pero no por una pose de exotismo pedante, sino porque los temas que trato en ellas (el erotismo y la fotografía en La sed del ojo, el exilio en Lejos de Roma, la relación entre pintura y violencia en Tríptico de la infamia) se avienen mejor a zonas extraterritoriales, para utilizar un término caro a George Steiner. Por lo tanto, escribir en la Colombia de hoy ha significado para mí ir a contracorriente de esa tradición que desde las Homilías de Tomás Carrasquilla, en donde se ataca al modernismo a principios del siglo XX, se ha impuesto en el país como una divisa a seguir. Pero no hay que desconocer que continuar el modernismo es alimentarse de una tradición latinoamericana que ha gozado siempre, desde José Martí y Rubén Darío hasta Manuel Mujica Lainez y Álvaro Mutis, de una espléndida calidad literaria. 

[4] Hay un perfil de narrador en Colombia, en la estela de García Márquez, que es aquel que se ha formado en el periodismo, un ámbito nada despreciable a juzgar por tantos escritores que han tenido en la prensa parte sustancial de su formación. Pero convengamos que hay narradores a quienes se les nota demasiado el oficio de escribir columnas en el periódico, un aspecto que, magistralmente, el autor de Cien años de soledad no trasfería a su prosa de ficción. Sin embargo, tu narrativa no sólo no está ligada al periodismo sino que parece oponerse a la idea de hacer surgir una literatura de las columnas del diario, tan acendrada en las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI en el campo intelectual colombiano.

Si me pidieras una breve nota biográfica, te diría que soy escritor y profesor universitario, que nunca he publicado en Gatopardo, ni en Soho, ni en Zócalo, y que jamás he escrito columnas en diarios. Un perfil así, por supuesto, espantaría a cualquier promotor, o agente de la nueva literatura latinoamericana. Los escritores periodistas se han apoderado no solo de la revistas periodísticas, lo cual es normal, sino de las revistas literarias, de las editoriales, de los concursos literarios, de las ferias del libro, de las becas que se ofrecen aquí y allá. Y esto suscita las sospechas que, al menos en mi caso, despierta todo poder cultural entronizado. Y también representa un peligro porque, y esto lo hemos visto con claridad en los últimos años, la literatura, y particularmente la narrativa, ha llegado a empobrecerse de una forma alarmante. García Márquez, en Colombia sobre todo, es el símbolo supremo de esta nueva narrativa periodística. Un poco debido a que él creyó en las virtudes de ese tipo de literatura y otro poco porque destinó una buena parte de su fortuna a apoyarla. Pero su obra, como bien lo dices, o al menos la más notable (piénsese por ejemplo en El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad o El otoño del patriarca), no está penetrada por las fórmulas de esa narrativa periodística que es, en su mayor parte, plana estilísticamente y amiga del espectáculo y el consumo.  En lo que respecta a mi obra nada tiene que ver con el periodismo narrativo en boga. Mis fuentes de escritura son la poesía, el ensayo, la historia, la música, la pintura, la fotografía y los viajes. Mis libros, finalmente, buscan un lector, y no, como en una buena parte de la literatura de la que hablamos, un comprador.   

[5]Las relaciones entre literatura y periodismo tienen, sin embargo, en el marco de la traidición literaria latinoamericana un momento de eclosión, de estallido fundamental precisamente en el Modernismo con figuras como Rubén Darío, José Martí, Enrique Gómez Carrillo entre otros. Pero también en ese grupo básicamente heterogéneo, hay escritores modernistas, como el poeta cubano Julián del Casal, que conciben el periodismo como una refracción de lo literario, inconciliable con el espacio literario. ¿Es esta tu posición o estás aludiendo más bien a una vertiente muy particular de la literatura colombiana en sus relaciones con el periodismo?

Una cosa es cuando el escritor, ya formado, va a los formatos periodísticos. Y otra cuando ocurre lo contrario. En el primer caso surgen los grandes momentos del periodismo literario. El caso de José Martí y sus notas escritas desde Nueva York entre 1881 y 1892 es llamativo y fue aleccionante para las generaciones de después. Todos los grandes narradores que hicieron periodismo, desde Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier hasta García Márquez y Vargas Llosa, vienen directamente del trabajo portentoso de Martí. Notas escritas por un poeta, por un hombre con una dimensión literaria extraordinaria. Creo que fue Pedro Henríquez Ureña quien dijo que estas notas martianas representan el momento inicial y al mismo tiempo el más alto del periodismo literario en América Latina. Y la verdad es que siempre que las leo me convenzo de que el gran Martí no es el ensayista de Nuestra América, tan publicitado por los ideólogos revolucionarios, sino este escritor ya maduro que se dedicó a escribir notas para los diarios de su época. Sin duda, la noción de Casal es atractiva y me atrevería a pensar que es útil a la hora de examinar muchos de los autores de hoy. Con todo, el tema es espinoso. Es usual escuchar, por ejemplo, que para muchos de estos escritores la columna periodística, es decir la columna de opinión, es una forma breve del ensayo. Puede ser y hay casos que lo ameritan, pero tampoco hay que olvidar que muchos columnistas de hoy son narcisos y arrogantes hasta lo insoportable, y que ese ejercicio diario o semanal de la columna, por el afán y la inmediatez que él significa, casi siempre atenta contra el exigente género ensayístico. Y como para atizar más la polémica, se acaba de otorgar el premio nobel de literatura a una autora, Svetlana Alexievich, cuya obra principal está hecha de elementos periodísticos. Cuando leí El fin del hombre rojo, que es un libro de testimonios sobre la caída del comunismo en la Unión Soviética, y al leerlo como un libro de ensayo, así se publicitó en la edición francesa que compré, siempre estaba concluyendo que esa escritura estaba distante del gran ensayo y que la atravesaba de pies a cabeza herramientas discursivas propiamente periodísticas. Por supuesto, los libros de Svetlana son valientes y conmovedores, pero son libros, a mi juicio, más periodísticos que literarios.     


[6] Es evidente que tus cuatro novelas establecen una relación estrecha con la Historia. Incluso muchas de ellas son directamente concebidas como novelas históricas. Por orden de aparición, La sed del ojo, tu primera novela, que está agotada  --a propósito está a punto de salir en una editorial independiente, Puente Aéreo, de Mar del Plata, en Argentina--  trata de la relación entre un fotógrafo y la desnudez a partir de la pornografía del París del s. XIX;  Lejos de Roma  narra los últimos años del poeta latino Ovidio en su destierro en los confines del Imperio Romano donde muere sin nunca regresar; Los derrotados aborda la figura del sabio y militar Francisco José de Caldas, uno de los próceres colombianos, si bien la novela desplaza al militar en pro del botánico y en ese gesto se juega la inscripción que le otorgás en la ficción; y por último Tríptico de la infamia se sitúa en el siglo XVI y cuenta la relación entre Europa y América. ¿Cómo pensás la Historia en relación a la ficción? Es un telón de fondo que hace posible la narración? Conjeturo que es algo más y que tus novelas ponen una lupa en algunos puntos que se le escapa a la gran historia, como si estuvieras más cerca de la microhistoria con sus matices y detalles. El relato de los grabados de Las Casas en Tríptico abonaría la idea de que lo que importa de la Historia es, sobre todo, los detalles que acompañan a los grandes acontecimientos.

Juan José Saer, escritor que aprecio mucho, detestaba la noción de novela histórica. Sus razones son respetables y consideran la novela como lo que es: un objeto literario y nada más. Estoy de acuerdo con él. La novela histórica, y así debería leerse, es ante todo un libro de ficción. Pero también contrarío a Saer y enseño en mis cursos de literatura su novela El entenado como un caso singular, digamos anómalo, de novela histórica. Si Saer lo supiera me levantaría, malgeniado, los hombros. De hecho, en Tríptico de la infamia hay un capítulo que dialoga con El entenado, a mi juicio una de las más inquietantes novelas históricas que se han escrito. Y te menciono esto porque el guiño intertextual, sea este de tipo literario o de tipo visual, es uno de los pilares de mi novelística. Es, por lo demás, una de las formas de actualizar ese ayer visitado. Mi Ovidio en Lejos de Roma ha leído a Kafka, a Camus, a Saint-John Perse. El Caldas de Los derrotados cita en su diario botánico La inteligencia de la flores de Maurice Maeterlinck o algunos versos de Eugenio Montejo. Y uno de los pintores protestantes de Tríptico de la infamia, el que viaja a América, tiene una comprensión de las pinturas corporales de los nativos americanos que remite sin duda a Lévi-Strauss. En esta aventura de reinventar el pasado, un pasado por lo demás no oficial o al menos no muy visible en la aproximación que hacemos de él, me parece crucial no olvidar desde qué lugar escribo. Siempre me he considerado un escritor que escribe desde la periferia. Es decir, no solo desde ese espacio mental excéntrico que presupone escribir toda literatura, sino también desde lo que significa escribir en coordenadas ajenas a cualquier poder cultural. Por ello, por esta condición marginal que reclamo siempre a la hora del acto de la escritura, por creer que toda escritura literaria debe fundarse en la disidencia y en la rebeldía, es que me interesan las vidas ocultas que he recreado en mis novelas. El caso de Tríptico de la infamia es el más ostensible. Tres pintores, menores en el panorama de la gran pintura renacentista flamenca y francesa del siglo XVI, que intento rescatar. Vidas olvidadas, mínimamente registradas en la historia del arte y completamente invisivilizadas en la literatura. Esta oscuridad espectral es lo que más me estimuló a la hora de ponerme a rastrear sus existencias. En estos casos, cuando hay vacíos tan grandes, y en tal sentido me sé un discípulo de Marcel Schwob, la imaginación literaria debe llenar de la mejor manera esos vacíos. Y no hay que olvidar la perspectiva pictórica que se utiliza en Tríptico de la infamia. Mi objetivo, y mi entusiasmo también a la hora de estar escribiendo esta novela, residió en que me acerqué a la historia de las guerras de religión en Francia y a la conquista de América desde una óptica eminentemente visual. Que yo sepa, nunca antes en la novela histórica latinoamericana se le habían abierto las puertas para que ingresaran, no los típicos guerreros y misioneros de rigor, sino tres pintores más o menos brumosos que padecen la persecución y el exilio y buscan, en medio de las turbulencias sociales, la escurridiza belleza.     

[7]  Leyendo tus novelas en la estela de tu escritura poética (el uso frecuente que hacés del poema en prosa, los patrones musicales que escanden la prosa, el talante sintáctico de la conformación de la frase, el ritmo de la prosa en el corazón de la narrativa), es evidente un trabajo esmerado con la lengua en la construcción de la voz narrativa, un rasgo que, según nuestro criterio, compartís con Fernando Vallejo aun cuando se trate de dos literaturas muy distintas (muy distantes entre sí). Este “cuidado de sí” de la lengua tan visible en uno y en otro pertenece a la tradición colombiana de la lengua y sus  academias. ¿Estás a gusto en esta inscripción o intentás salir de esa vertiente tan acendrada de la tradición literaria nacional?  

El narrador único de la obra de Fernando Vallejo se considera el último gramático que ha quedado de ese triste y criminal país llamado Colombia. Y por ser gramático esta obra tiene el sello de la excelencia estilística. Pero, al mismo tiempo, se erige como una obra surcada de perfiles agresivamente conservadores. Y es que de esas características han sido siempre los “grandes” gramáticos colombianos del siglo XIX, desde Miguel Antonio Cano y Rufino José Cuervo hasta el propio Vallejo. Notables escritores desde el punto de vista de ese “cuidado de sí”, pero retrógrados inevitablemente. Por un tiempo leí con interés a Fernando Vallejo y escribí sobre sus contornos reaccionarios, a pesar de que ese autor o su personaje ficcional nos quieran hacer creer que son herederos de Voltaire y el liberalismo de la Ilustración. Luego dejé de leerlo porque la obra de Vallejo está basada en el tema con variaciones y ese tema y sus variaciones, en los útimos lilbros, ya no tienen la gracia de las primeras obras. Creo que el último Vallejo es un autor cansado y repetitivo que ya no tiene nada interesante para contar. Al principio fue un autor rebelde, fresco, muy necesario para la literatura colombiana, pero cuando sus libros y él mismo se volvieron más figuraciones públicas y asuntos de espectáculo que otra cosa, Vallejo se volvió una parte inofensiva y ornamental de la esa misma sociedad de consumo. Yo lo lamento mucho, por supuesto. Porque hay libros fascinantes de este escritor y que a mí me parecen momentos altos de la literatura escrita en los últimos años en Colombia. He leído y releído sus primeras novelas, en especial su entrañable Los días azules, y encomio su biografía sobre Porfirio Barba Jacob y algunas de sus peroratas me parecen radiantes de rabia y protesta. Ahora bien, en lo que tiene que ver con mi escritura, agradezco mucho tus palabras ante al cuidado de una escritura que yo siempre he tratado de abordar desde el aliento poético. Sin embargo, no creo que le deba mucho a la academia colombiana. Y esos gramáticos del pasado, simplemente cuando los abordo, por razones investigativas, me ponen literalmente la carne de gallina. Considero que toda esa literatura conservadora, pregonadora de decencias morales y que se creyó magnánima en su tiempo, hay que leerla con guantes, con pinzas, con máscaras y llenos de sospecha. Pues no se olvide que esos gramáticos, esos escritores tan preocupados por la buena escritura, incidieron siniestramente, en tanto que fueron hombres políticos, en la conformación ideológica de esa Colombia intolerante, racista, expoliadora, elitista, ultracatólica y guerrera de la cual no hemos podido salir todavía.
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* DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
Página 12, Buenos Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5732-2015-12-06.html

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NTC ... ENLACES


15 de junio de 2015



TRÍPTICO DE LA INFAMIA, UNA COREOGRAFÍA DE SOMBRAS. Por Juan Manuel Roca. “Tríptico de la infamia”, Pablo Montoya. El "Rómulo Gallegos"

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domingo, 20 de diciembre de 2015

EL ESCRITOR ANTE LA EDICIÓN. Por JUAN MANUEL ROCA. Conferencia.

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EL ESCRITOR ANTE LA EDICIÓN

JUAN MANUEL ROCA

 Para José Ángel Leyva


Conferencia dictada en “Hojas y Ojos, diplomado del Libro y la Lectura” *
creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano. 
Bogotá, Septiembre 24 de 2015.

NTC ... agradece ala autor el aporte del texto y
 la autorización para publicarlo (eneteceralo)


Tal vez por una malformación de oficio o vocación quisiera empezar esta charla con un poema que he escrito y que en buena parte sintetiza el tema a desarrollar durante esta sesión.

Oración del autor al señor de los impresos

Qué más quisiera un autor que un trato que no sea fantasmal.
Que no haya un grupo sin rostro con las manos enlazadas
Rogando por la aparición de un espíritu que haga tintinear
Las dulces campanillas de las máquinas registradoras.
Más que el anticipo monetario recibido a vuela pluma
El auténtico escritor quisiera recibir el anticipo de saber
Que por unas horas, el sabio editor ha dejado
Colgado en el perchero su abrigo de patrón y se ha puesto
La piyama de buen lector, de alguien que comprende
Los valores literarios antes que el efecto del libro
En la reventa de sueños, en el comercio de lectores gregarios
Que corren detrás del espejismo de las modas.
Quisiera un editor que ame el oficio porque ama la lectura,
Que se sueña destinatario de un libro que quiere leer
Y no que publica porque intuye que caería como un manjar
Entre un público acrítico que traga sin masticar lo que le exhiban.
Un editor que sabe por qué disfruta un libro y dialoga con él
Y con su autor de forma crítica. Que no se deje disuadir
Por la opacidad del anonimato de socios o lectores soterrados
Y no imponga un trato con fronteras insalvables.
Qué más quisiera un autor, ¡oh, gran señor de los impresos!,
Que ponerle rostro más que máscara a cualquier negativa.
No es mucho pedir, señor, algo más que novelistas
Que al primer libro publicado ya se magnifican,
Que dudosos ensayistas más pendientes de su estilo que de su mundo,
Que poetas que baten la cola en busca de amo
O remueven las aguas para parecer profundos,
Que periodistas prodigando libros tremendistas de lo que sea.
Y, por supuesto, señor, que en las carreras de galgos
A los que someten a los autores al final no se descubra
Que la liebre corría a fondo pero era mecánica.
No queremos más volúmenes con prosa de repostería,
Con crema chantilly coronando cada frase,
¡Oh, gran señor de los lomos doblegados pero impresos!
Porque pocos oficios más nobles, no de sacristanes,
No de simples intermediarios entre el sueño y la gloria,
Sino de creador de epifanías, como el de ese editor que supo leer
“La metamorfosis” (“La transformación”) de Kafka
Para ayudar a cambiar el rumbo de las letras
Y ayudarnos hasta ahora y para siempre a habitar el laberinto.



Elogio de míticos y desconocidos u olvidados editores

El  tiempo permanece
Atrapado entre los libros.
Por ese prodigio de aprehensión,
Heráclito sigue bañándose
En el mismo río,
En la misma página.


Paralelo al ojo avizado de un buen editor está el ojo a veces estrábico de algunos críticos. No se, por ejemplo, quién fue el editor de “Las flores del mal”, un prodigio salido de las manos de Charles Baudelaire en 1897. Pero su tiraje inicial de 1.300 ejemplares fundaría casi una religión poética. Hago venias de gratitud a su editor. Sin embargo hay que mirar las trabas, la condena “por ultraje moral” a la que fueron condenados libro y poeta. Es un punto importante para señalar que parelelo a la publicación de un autor también entran a jugar los críticos, otros agudos o tontos eslabones intermediarios entre obra y lectores. Aún en 1953 un gran escritor al que se le fueron las luces, que por fortuna no tuvo en sus manos el rol de editor, Emile Zola, afirmaba que “dentro de cien años, los libros de historia de la literatura francesa sólo mencionarán “Las flores del mal” como una curiosidad”. Si Zola viviera hoy, a más de cincuenta años de su errático vaticinio, sin duda pagaría porque se lo tragara la tierra, pues esta obra maestra e inaugural de la poesía moderna no sólo está en la historia de la literatura francesa sino en la universal. Su afirmación es su propio “yo acuso”, y su triste epitafio como crítico.

No así la legión de editores que siguen fatigando rotativas con los versos de Baudelaire, pero que por supuesto dudosamente hubieran corrido la aventura de publicar por primera vez el libro satanizado.
Y es que si un crítico es, como dijera un romántico alemán, “un lector que rumia y que necesita pues varios estómagos”, algunos no tienen sino uno cargado de lecturas rápidas y aventuradas. Lo mismo vale para el editor. Un verdadero editor tiene que ser, además de sensible, un lector que rumia bien lo que resulta nuevo en el ambiente, pero que no se queda en la esfera de la novedad. Y es que no existe, para bien y para mal, el editor inocente.
En elogio de esos editores hoy ya casi lamentablemente desaparecidos habría que señalar  notables casos de fe en un autor, que no entran en la segunda premisa que hace Kurt Wolf, editor de Franz Kafka, cuando afirma que “uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del público, no cuentan”. Pero hasta Kurt Wolf, de tan fino olfato político y editorial tiene su mácula. Él mismo lo señala en el excelente libro “Autores, libros, aventuras, observaciones y recuerdos de un editor”. Confiesa con valentía y poco orgullo que el libro de Oswald Spengler, un clásico de la historia, “La decadencia de Occidente”, que apareció en 1918, fue rechazado por él, por ligereza, coligiendo que si el autor le proponía a él y a su editorial un libro que estaba en la línea de otras editoriales, lo más seguro era que ya se lo hubieran rechazado. Y entonces agrega un “qué lástima”, “si hubiera”, “habría sido”, unas frases habituales de quien quiere darle marcha atrás a los relojes.
De las premisas expresadas por Wolf, impulsor de los expresionistas, parecería no pocas veces que ahora, en el universo del mundo editorial, los editores se rigieran sobre todo por la segunda premisa. Sus preguntas parecen ser: ¿que podría gustarle a la gente? ¿Qué libro entrará más rápidamente en el gusto que dictan los tiempos para un gran público, así sea bajo la hipnósis de la distracción por encima del conocimiento?
Se conoce una afirmación de George Orwell en la que señalaba que el siglo XX, el de nuestro cambalache problemático y febril, llegaría a ser el del público raso que anda por el mundo en busca de entretenimientos. Y lo decía desde su obra “1984” en consonancia con “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, este último escrito en 1932 y en el que anunciaba como parte del control del individuo el consumo y la distracción, un pan sin levadura de mucha de la actual producción editorial.
Contra esta aberración sin duda que ha habido una gran cantidad de editores que se niegan a estimular esa visión obtusa, esa compulsión masiva por saciar desde la banalidad una bulimia de libros que tienen su analogía con las comidas rápidas.
A esto contribuyen no pocas editoriales de algunos de los grandes grupos que van absorviendo como esponjas a las pequeñas, hasta llegar a intercambiarse autores como en el fichaje de un futbolista que pasa, de buenas a primeras a un nuevo equipo. Se habla entonces de leyes de mercado, del libre y necesario albedrío, pero con esas nuevas premisas comerciales también han ido desapareciendo de las editoriales los que eran llamados jefes de colecciones, gentes que por sus conocimientos de la poesía, de la narrativa, la historia, la crítica o la ensayística, valga de ejemplo, resultaban avisados lectores que no improvisaban sus catálogos. Pongo como un ejemplo positivo la colección “Los poetas” que conducía Aldo Pellegrini para la “Compañía General Fabril Editora”, de Buenos Aires, gracias a la cual conocimos grandes poetas desconocidos o medianamente conocidos, en traducciones de alto rango estético y a la vez crítico. Ya el mismo Pellegrini prevenía en las letras pero podría ampliarse al orbe editorial, sobre la puja que realiza lo que llamaba “la internacional de la mediocridad”, una suerte de globalización de las formas improvisadas en manos de igual manera improvisadas.
La de “Fabril Editora” era una manera sencilla y sofisticada a la vez de editar poesía, un asunto que ha desaparecido en el interés de los grandes sellos, creando en nuestra región una nueva aunque precaria función que por fortuna suplieron algunas editoriales estatales, como Colcultura en años no muy lejanos en nuetro país y que ahora la ejercen los editores independientes. También mal-circulan las que hacen sus propios autores fungiendo de editores, en colecciones que podrían llamarse “El cariño verdadero”, pues ni se compran ni se venden. Lo cual no altera de fondo la posible calidad estética de los libros que no circulan ampliamente.
Hoy en día, afirma un notable editor, Jaime Salinas, que anduvo en editoriales tan prestigiosas como Alianza Editorial, Seix Barral, Aguilar y Alfaguara y que más tarde fuera Director de “Libro y Bibliotecas” en su natal España, “se publica demasiado pronto”. En conversación con Juan Cruz agrega a una empobrecida forma como el mercado del libro ha cambiado de manera drástica hasta los intereses de los autores, que “el escritor ya no tiene nada que ver con los que yo conocí en mi tierna infancia, los amigos de mi padre (valga recordar que el fallecido editor era hijo del poeta y ensayista Pedro Salinas), ni los que fui conociendo después como editor. Uno de los temas de conversación favoritos del escritor de hoy es hablar de sus ordenadores, de sus tiradas, de cuántos ejemplares ha vendido, de si está o no en la lista de los más vendidos, de si ha sido traducido y a cuántas lenguas. Antes hablaban de tonterías o de política o de mujeres o de hombres o de literatura”. Y ante la siguiente pregunta de Cruz, “¿Qué consecuencias tiene para la propia vida literaria?”, repondió que son consecuencias catastróficas, según sus palabras. Y agregaba: “Yo no creo que un libro sea mejor que otro porque se haya vendido más. El éxito de ventas, generalmente, poco tiene que ver con la calidad literaria. Superar esa contradicción es difícil. El problema fundamental es cómo podemos, en la edición así como en la cultura en general, respetar a la minoría sin que en ese proceso se cometa injusticia con la mayoría”. Es allí donde salta la liebre, diríamos. Los autores de géneros excluídos de muchos de los grandes sellos editoriales, como el cuento, la poesía, la crónica o el ensayo, podrían sentirse minusvalidados, pero también gozan del privilegio de no escribir privativamente para la edición sino para el crecimiento de su obra y entonces vuelven a ser sus propios críticos que rumian, que tienen una más lenta digestión. Por supuesto que muchos de los autores frecuentemente editados no caen en esa ronda del exitismo y tienen una alta vigilancia de lo que publican. A veces hago de abogado del diablo, toda vez que he tenido la suerte de ser publicado tanto por sellos reconocidos como independientes, por pequeñas editoriales que por lo demás, si hablamos de poesía, cada vez más están presentes en el escenario del libro.  
Muchos críticos de la función de los editores señalan, al contrario del elogio cuantitativo de la producción de libros, que ésta por momentos resulta excesiva, pues entre grandes joyas se filtra la insalvable morralla, volúmenes transitorios, de la contingencia inmediata. Y surge la pregunta de si cada editor es en realidad un verdadero lector, si todo lo que aparece en las librerías es en verdad digno de ser impreso. Es notable lo que le expresara a Gabriel Zaid (“El secreto de la fama”), un notable editor, Carlos Lolhé, acerca de un libro publicado en la editorial europea en la que trabajó y que era una sumatoria de barbaridades que crearon hondo malestar público. Tras su publicación “se hizo una investigación a fondo en todos los departamentos y resultó que nadie lo había leído”. El señor Lolhé editor se preguntaba entonces, “cómo podemos publicar libros que no leemos? Porque no estamos organizados para leer, sino para alcanzar metas de crecimiento, producción, ventas, contabilidad. Si yo leyese personalmente todos los libros que publico, ¿cuántos podría publicar? Poquísimos, porque tengo que leer diez para publicar uno; y si no tengo tiempo de leer más que dos o tres por semana, no puedo publicar más que uno al mes”.
Y no hablemos del criterio con el que algunos editores publican libros de auto-ayuda, que muchos califican de fraude aunque no lo sean, sí son de auto-ayuda para el autor, llenan sus bolsillos y por supuesto aumentan las ganancias de quienes los editan. De la misma manera abunda la kilometrada de volúmenes testimoniales de secuestros, como los de interés privado de un autor que se hace público por pertenecer al espectáculo de variedades. Auden, el gran poeta y teórico de York, tiene unas apostillas sobre el asunto que no dejan de ser inquietantes a pesar de su vehemencia cuando se va en ristre contra “lo que los periodistas llaman estudios humanos y cuya publicación debería ser -a lo más- anónima”. Agregaba el autor de “Las manos del teñidor” que “las confesiones literarias son despreciables, como los mendigos que exhiben sus males por dinero, pero no tan despreciables como el público que los compra”. Esto pasa en nuestro medio con los temas llamados de actualidad, sea el narcotráfico o en trivializados episodios supuestamente eróticos, como pasa con ese tipo de libros que intentan compartir un Eros que solo preocupa a quien lo escribe y que muchas veces oscila entre el exhibicionismo y la falsa poesía. De esta última se vacuna el mismo Auden cuando afirma: “Si de súbito todas las colinas redondeadas se convirtieran en pechos, las cuevas en úteros, las torres en falos, no nos sentiríamos complacidos ni chocados: sólo sentiríamos tedio”. Y creo que podría jurar que no hablaba de los veinte poemas de amor de nuestro querido chileno.
Y esa proliferación de libros en nuestro país me parece que se debe en buena parte a la ausencia de crítica. Y, sin duda, a un periodismo iletrado que canoniza nombres por inercia. Como lo afirma Gabriel Zaid, “es más rápido entrevistar a un autor que leer sus libros”. Luego vendrán los elogios, también inertes, de los que tienen engatillado el aplauso para así pertenecer a una comunidad que debe mostrarse sensible en los grandes salones.
La falta de un poderoso aparato crítico, a veces uno cree que la única crítica en el país es la situación, contribuye de qué manera a la exaltación de lo perecedero e inclusive a la aparición de autores que son de temporada. Y no pienso que el crítico sea la última palabra, pero sí es pieza necesaria en el diálogo a tres voces entre editor, autor y lector. No se trata de aceptar una especie de “magister dixit”, lo dijo el maestro luego es verdadero, pero una cultura sin interlocución tiende al unanimismo y ya sabemos que en las artes como en la política esto resulta nefasto. Lo decía el resabiado libertario Bakunin: “La uniformidad es la muerte. La diversidad es la vida”. No importa si la celebración de un texto viene de alguien considerado un gran gurú, un  guía, o si no recordemos lo que dijo un crítico del Journal American, Robert Garland, a propósito de “El tío Vania” de Anton Chéjov: “si me preguntaran de qué trata “El tío Vania”, diría que de lo máximo que puedo soportar”. O lo expresado por un magazín inglés en 1818 sobre John Keats: “Sabemos que lo amigos de Keats le destinaron a la carrera de Medicina y que fue aprendiz de un importante farmacéutico... Es mejor y más prudente ser un aprendiz de farmacéutico muerto de hambre que un poeta muerto de hambre, así que, por favor, Mr. Keats, vuelva a los emplastos, píldoras y ungüentos. Pero, por amor de Dios, sea menos aburrido y soporífero en sus recetas de lo que ha sido su poesía”.
Pues bien, ya no recordamos quién diablos era Garland ni existe el “Blackwood Magazine” y ahí siguen Chéjov y el tío Vania, y tenemos al alcance de las manos los poemas de Keats, un autor que en su breve vida recibió todo un surtidor de improperios a su obra y al que podemos volver a visitar hoy gracias a la magia del libro para conversar con su profunda melancolía. Y digo esto, sobre todo para recordar que un editor cuando elige qué publicar está desdoblado en crítico. Y le cae bien el aserto de Walter Benjamin en “Dirección única”: “la crítica es una cuestión moral. Si Goethe no comprendió a Hölderlin o a von Kleist, ni a Beethoven y Jean Paul, esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral”. Y lo afirma el mismo pensador alemán que decía que “los libros y las prostitutas pueden llevarse a la cama”, aunque los primeros ejerzan hace menos tiempo su oficio y tengan menos oficiantes.
Quisiera, a riesgo de parecer poniéndome los zapatos con calzador, en algo que para algunos resultará a destiempo con este escrito, recordar a un impresor y editor de diferente estirpe de la de los mencionados, y no por exotismo o por un gusto por la rareza: el señor Louis Braille, que sin duda se señala como el Gutenberg de los ciegos.
Braille perfeccionó el método creado por Charles Barbier con fines castrenses, una criptografía para que los soldados franceses pudieran leer en la oscuridad de las trincheras. Tradujo, si así pudiera decirse, “El paraíso perdido”, de John Milton, a su sistema, siendo el primero de los libros en ese método de puntos en relieve. Con él propició la lectura para los ciegos, ciego él mismo. Sin ese método de seguro no hubiéramos podido llegado a leer con pasión y estremecimiento “El mundo en que vivo” de Helen Keller, ese magnífico tratado sensorial para leer con todos los sentidos, que tanto impresionara a Mark Twain, a Chaplin, a Gandhi y a Henry Miller. Ella, sorda, muda y ciega, tenía lo que debe tener un editor más allá de la visión: olfato y tacto para percibir los aromas del lenguaje y para recuperar una memoria táctil. Olfato y tacto deberían ser dos sentidos aguzados de cualquier editor. Una nariz olfateadora que distinga lo que tiene valor entre la maleza, un tacto para editar lo que teniendo presente tendrá porvenir.
Hay centenares de libros que tienen más larga vida que sus propios autores y creo que se llaman clásicos. Un libro, decía Louis Aragon, “no es escrito de una vez por todas. Cuando es verdaderamente un gran libro, la historia de los hombres viene a añadirle su propia pasión”. No es lo mismo El Quijote para Navokov que para Harold Bloom, pero ambos le han agregado sus pasiones particulares. Podría decirse que hay cientos de “Quijotes” porque el libro lo modifican sus lectores, más cuando el volumen de Cervantes se lee, pero también nos lee como seres lastimosa y alegremente humanos, nos escudriña.
Algo de espiritistas tienen lo editores. Nos ayudan, como diría Francisco de Quevedo, a entrar en conversación con los muertos. Pero, ¡atención!, cuántas veces los verdaderos muertos no son los que viviendo, habitando la escena de los aplausos, de los grandes tirajes y el mayor reconocimiento, están deshabitados como una casa fantasma y nos entregan voces que pronto se apagan, cuando acaba la sesión. Si participamos de la idea de que el libro reemplaza a la ouija en la comunicación con los muertos, confiemos en que estos tengan algo que decirnos en una grafía menos intermitente que la del invocado en la jornada espiritista.
Hay editores que mezclan lo que podría llamarse algo así como un catálogo duro, y que sería el que no hace concesiones paternalistas al lector o al autor, y un catálogo blando, el  que se permite guiños masivos al gusto de los lectores que se arredran cuando el escrito exige un viaje que no es de turismo por las páginas sino un “tour de force”, un esfuerzo, una demostración de temple que no tiene que ver con la pesadez pero tampoco tiene por qué excluir el divertimento, los serios y agudos juegos de la imaginación.
Si el mundo avanza hacia el analfabetismo funcional, como lo expresara Bruno Betheleim y como lo recuerda Adolfo Castañón en “Trópicos de Gutenberg”, no saber leer a pesar de ser alfabetos, colinda sin duda con la falta de esfuerzos por entender, de ahí que quienes solo editan lo fácil, la moneda de uso corriente, resultan partícipes de algún modo de ese estímulo funcional que apunta al vacío.
Tal como en la oración que he escrito al señor de los impresos, como pequeño autor espero el diálogo y la confrontación, la palabra que duda, la mano que borra más que la que escribe, las sugerencias, antes que la pasividad de uno o unos editores distantes y glaciales. Y no pocas veces los he encontrado, aunque en otras escasas ocasiones reine el mutismo de su parte, más allá de los convencionalismos de un contrato, de una retórica de oficina. Es grande y bello el oficio de distribuir preguntas y conocimientos, de blindar soledades con la palabra del otro, algo que es sin duda lo que hace tras bambalinas un editor.
A uno de los buenos editores que he tropezado en mi febril dromomanía por caminos y libros le dedico el siguiente epitafio como si fuera el colofón de una vida, una contracubierta, una contracarátula que conserva el estilo laudatorio que casi todas tienen, pero no sin antes aclarar que el epitafio, que no es de corte latino ni mucho menos a la usanza ironista de Spoon River, será para esculpirlo mucho más tarde, cuando caigan otras veintenas de calendarios y no propiamente en ferias programadas en otoño, porque en esa estación hay que irse con mucho cuidado: también pueden caerse las hojas de los libros.

Epitafio para un buen editor

Aquí, bajo esta tapa de cuero,
Yace uno que no olvidó
Que el libro tiene linaje de árbol.
Roguemos que siga dando frutos.

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Bogotá, septiembre 24 de 2015

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