lunes, 3 de septiembre de 2018

El sol de los últimos días. Por Jotamario Arbeláez. 2 Septiembre 2, 2018, 23:12.

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Intermedio
El sol de los últimos días

Jotamario Arbeláez


Casto y vegetariano, el amor de la casa, soy todo lo que queda del rabioso cantor de la podredumbre, el hoy pacífico oceánico rompeolas de ayer en el maremágnum. No recomiendo al anarquista la droga del amor con la que se está haciendo presente la divinidad químicamente pura. Los dedos de mis manos no paran de contar satánicos conversos devolviendo en loas los podremas con que injuriaron al Señor y volviendo a la Madre Naturaleza sus miradas y parabienes. Ya no vienen por casa los terroristas.


       Pero vienen los ángeles de verdad —gentes no de este mundo ni del otro sino del auténtico jardín donde nos crearon inocentes como el manzano— con sus propios pies pobres realizando el camino, y trayéndome los presentes que el espíritu precia: conocimiento, conos de incienso bengalí, flautas aéreas, pétalos pasos de rosas en miel, útiles túnicas sutiles, piedras lunares, de mares, estampitas alucinantes, alucinógenos, poporos, cueritos trabajados, lotus, zohares, himalayas.
         Con estos seres ya no se habla, caminantes que no viajeros —lo contrario al turista—, ni se indaga siquiera por el mundo de amados por el mundo desparramados. Ellos traen la energía de los santos lugares, Machu Pichu, San Agustín, Providencia, La Miel, la Sierra Nevada, Villa de Leyva, los sitios de la tierra que están siendo apuntados desde sistemas paralelos de diferentes soles por potencias de luz que si bien no registran nuestras pantallas son entidades familiares al avanzado perceptor cuya antena es la fe que mueve planetas.
         Una vez me trajeron hongos. Hoy bendigo el pasto rumiado, los séptuples procesos digestivos de los vacunos, la boñiga caliente entrando en la atmósfera, las esporas que la fecundan, el flechazo solar del que brota la amanita muscaria con su carga posible al contacto de la conciencia de universos más convincentes que el adánico perpetuado a que el hombre resigna sus potenciales.
         El vecino mantiene sus tres pelos de punta a punta de verme cada día recibiendo pelos más largos. Y contertulios de su gremio me bombardean cada vez que consideran fin de semana de atroces músicas costeñas y borrachos acentos el aparato auditivo. Peluqueados sistemáticamente y con los nudos aflojados de la corbata juegan plata a lo que da el tejo, ríen de sus chistes genitales, baten a la salida a mis silenciosos. Y cuando el mundo se serena, cuando el alcohol funde a los muertos y el sueño a los agonizantes, estos nómadas restituyen al reino de la noche la noción de la permanencia. No hay policía posible que detenga lo inevitable. Este sol es el último que veremos; el que salga mañana será el mismo de ayer mas tú serás otro.
         El texto que acaban de leer no lo escribí ayer sino hace cerca de 50 años —despuntando la era de Acuario en las épocas del hipismo— y acabo de encontrarlo revisando las 40 cajas de los Sagrados Archivos que debo consignar en el Banco de la República. Me sorprende que desde entonces anduviera dando fe de la trascendencia. Cosa que vengo haciendo con más ahínco ahora que estoy tocando fondo en el Paraíso. Ayer cerré tejado de La montaña mágica, la casa que los ángeles me construyen en las afueras de Villa de Leyva, al frente de la colina en cuya cima la laguna de Iguaque contempla el cielo.    
El poeta y su esposa Claudia 
en el cierre de tejado de su casa en Villa de Leyva
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Han pasado 60 años desde que un profeta sin pies ni cabeza pero pensador y andariego me reclutó para que con él predicara “el evangelio de la nueva oscuridad” que era el descreimiento. Se trataba de limpiar la conciencia del mundo de supercherías y fetiches. De “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Creo que lo logramos, con la sorpresa de que ahora los que creemos somos nosotros, por lo menos yo siguiendo el ejemplo del profeta que se nos fue pronunciando las palabras Dios mío, cuando un bólido le toteó la cabeza en la carretera hacia Villa de Leyva. Nadie sabe para quién trabaja, ni en esta vida ni desde la otra.
Jotamario y Gonzaloarango. Bogotá. 1970
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El poeta y su esposa Claudia 
en el cierre de tejado de su casa en Villa de Leyva
Septiembre 1 de 2018
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