miércoles, 29 de marzo de 2017

Madre de poetas. Homenaje en Ambato. Jotamario Arbeláez. Bogotá, 28 de marzo de 2017

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Madre de poetas

Homenaje en Ambato

Jotamario Arbeláez
 Bogotá, 28 de marzo de 2017

Mediando los años 30, en Ambato, Ecuador, el brioso alfayate don Luis Ramos oyó hablar de que la calurosa ciudad de Cali, al sur de Colombia,
se estaba convirtiendo en una meca del vestir masculino,
con prestigiosos almacenes y sastrerías que ofrecían trajes completos de paños ingleses y nacionales, en especial sobre medidas, saco, pantalón y chaleco. Más fino sombrero.
De adehala, también campeaban los almacenes de camisas y de corbatas y señoriales pañuelos entre la plaza de Caycedo y la octava, y los comerciantes del calzado a todo lo largo de la carrera 10.
Convencido de que él también podía aportar a esa dignificación de su profesión y a la de la ciudad que la entronizaba,
decidió tomar rumbo hacia “la sucursal del cielo” como terminaría por distinguirse, en compañía de Zoila Raza, su esposa, de sus dos polluelos y cinco guambras –entre ellas Elvia Beatriz, la joya de la corona–,
de sus suegros David Raza y Delfina Hidalgo, doce obreros de pecho, cortadores,  pantaloneros, y una inmensa mesa de sastrería
que nunca se supo cómo pudieron hacerla llegar hasta Guayaquil y de Buenaventura hasta Cali.


Por ese tiempo don Jesús Arbeláez, de escasos 24 años, se fogueaba por los pueblos de Antioquia como sastre ambulante, y no le iba nada mal,
pues tuvo el olfato de ofrecer sus servicios en la sede de las alcaldías, de donde debía salir el ejemplo del vestir de paño. El dril quedaba para los trabajadores del campo y los gariteros de los billares.
Andaba a caballo por los caminos, con sus rollos de paño y su instrumental de tijeras, agujas y dedales, almohadillas, reglas y tizas.
Le iba bien con los levantes galantes, a quienes engatusaba con trozos del romancero español y galanterías de su pecunia.
Hasta que le llegó el aviso de parte de su madre, su hermano y sus dos hermanas, que de Rionegro se habían trasladado a Cali, de que estaban en el paraíso de la moda viril.
Que su hermano Emilio había conseguido un puesto de aprendiz con el  ecuatoriano Luis Ramos, empleo que le cedería si llegaba rápido,
y además que por la sastrería se paseaba una preciosidad que seguramente le estaría destinada.        
Vendió el caballo y pronto llegó a su nuevo destino en autoferro.
Fue a conocer a don Luis, se acreditó como sastre fogueado en varias plazas, se le adjudicó el cargo y se le señaló la parte de la mesa que le correspondería para su trabajo.
Pero él ya no tenía ojos sino para la adolescente ambateña que volaba por el espacio.
Luego de dos años de asedio, y por una circunstancia fortuita como fue la de facilitar la casa de su familia para guardar la mesa inmensa mientras se conseguía un nuevo local en el centro.
Y cuando la docena de sastres se dirigió a reclamarla, ésta no salió, no cupo por el zaguán que iba del portón al contraportón.
Y hubo de dejarse en la casa del pretendiente, en cuyo comedor se trabajarían las confecciones a ofrecer en el nuevo local del centro.
Gracias a esa mesa nací yo, Jotamario Arbeláez, y otros siete párvulos, de los cuales un menor hombre.


Madre era el encanto en mi escuela los días de la madre cuando me ponían a recitar poemas a la madre de otros poetas,
madre nos hablaba de los paisajes de la tierra de los 3 juanes donde los frutos no dejaban ver los árboles,
madre nos bañaba a todos uno por uno con estropajo y jabón de la tierra de las orejas a los tobillos
y se ponía feliz cuando luego de los incesantes oficios domésticos de la jornada sacaba unos minutos para sintonizar la radionovela.
De tarde en tarde, cuando nos sorprendíamos en el patio del totumo y ella lavaba la ropa, que me pedía que le leyera los últimos poemas que le había dedicado a papá.
Porque papá se había convertido en mi héroe. Desde mi experiencia escolar había concluido que escribir poemas a las madres era desde todo punto ridículo. ¡Ay, mamá!


Me depositó en este mundo hace 76 años, de los cuales he dedicado 60 a la poesía.
Nunca diré que me emboqué mal, a pesar de las carencias que por tantos años, mientras me hacía respetable haciendo respetar lo que hacía, hice pasar a mi casa del barrio obrero.
La poesía me lo dio todo, los amores, los trabajos, los amigos, los viajes, los premios, los homenajes. Y aquí viene lo más bello de todo.
El poeta Xavier Oquendo y su equipo preparan en Ecuador el encuentro poético Paralelo Cero *.
Como se han dado cuenta de la ecuatoriedad de mi ancestro, organizan un acto de reconocimiento en Ambato.
No tengo muy claro si el homenaje es a mi madre por haber engendrado a este cabeciduro, o a mí por haber brotado de su vientre fecundo. Si por haberme tenido o por yo haberla tenido como mamá.
En nombre de mi madre, que me estimuló hacia el poema dándome del parvo presupuesto para adquirir mis Rilkes y Maiacowskys, agradezco la distinción.
Y les informo que mi otro hermano, Jan Arb, es también poeta y mucho mejor que yo. A ver si el próximo año se continúa la celebración. 
Cubra la poesía tu memoria, la memoria de tus dichas y tus pesares, desde tu cuna ambateña a la fosa que ahora ocupas en la sucursal del cielo, madre querida. 
Parte de este texto se publicó en la columna del autor en El País de Cali 



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Poemas y dolores *

Jotamario Arbeláez



En los 76 años que marco, que han sido como un soplo divino sobre este valle de lagrimones regados por mi país,
nunca viví tres de las experiencias fundamentales por las que pasan, o pasaban, esos hombres entregados por sus ideas al batallar:
el cuartel, la cárcel y el hospital.
Y perdóneseme la frase, que parece de un bolero de Daniel Santos.


A los dos primeros lugares he asistido de pronto como visitante a llevarles cigarrillos envenenados a los amigos,
y al último a cumplir con ellos la ceremonia del adiós, como fue con el vigoroso novelista Óscar Collazos, amante de la vida y de su Jimena (con jota), quien ante lo inevitable terminó por pedir permiso.
Me ha correspondido ingresar al tercer establecimiento que es el hospital (el de Loyola), del que se sale de regreso a la morada de Dios o de la señora.
Para bien o para mejor, estoy de regreso a la casa de la señora. El Señor no se da de prisas.


Me da un tris de vergoña ponerme trascendental merced a un padecimiento reciente de poca monta, tan doloroso eso sí que duele más recordarlo,
como lo es una hernia discal con la consecuente opresión del ciático, que me ha hecho cantar a berrinche herido como los torturados de un viejo régimen.
Esto, en momentos en que amados amigos pasan con dignidad por trances verdaderamente azarosos, como el gran poeta de Nicaragua, Francisco de Asís Fernández en su Granada,
y los inmensos peruanos Raúl Zurita y Renato Bacigalupo, este último cada día en un lugar distinto y más distante del mundo.
Más mis poco amistosos pero al fin queridos compañeros de viaje por esta carretera Colombia que no retorna, Gustado Cobo-Borda y Harold Alvarado, a quienes el Señor Dios se digne guardar.
Y luego de haber visto apagarse a esos impagables compañeros de festivales Ledo Ivo, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Eduardo Chirinos, Gonzalo Márquez, Guillermo Martínez, Armando Orozco. Y agreguemos a Derek Walcott.


Desde muy joven me volví insensible al dolor. No me dolía ni una muela por más coca que la tuviera.
Ningún órgano me dolía, la cabeza jamás, el estómago, ni un pellizco. Ni un desamor. Lo que me hacía sentir inmortal.
Una admiradora poco lisonjera me advirtió que estaba en peligro de convertirme en un zombi, peor aún, en un ente, si ya no lo era. Lo que me sobresaltó.
Gonzalo Arango me dijo que un poeta que no conocía el dolor no merecía cantar y casi que ni siquiera vivir.
Que el poeta cantaba para hacer eco de la queja de los sufrientes.
Que la poesía no me iba a servir como caja de resonancia de mis orgasmos, que no fuera atrevido.
Le contesté que me dolía el mundo. Con eso es suficiente, me tranquilizó, pero confieso que no lo noté muy convencido.


Ahora estoy pagando las que no debo. A las tenazas de la ciática, que a decir verdad desaparecieron con las pinzas del cirujano doctor Miguel Berbeo, bajo la supervisión del bienaventurado Sensei, y del médico y científico de la mente humana doctor Carlos Delgado,
se han sumado la detección de un trombo profundo en la pantorrilla que se descubrió por una inflamación asaz dolorosa en el peroné,
tratado con Warfarina que a veces me pone la sangre como agua destilada y a veces como jalea,
amén de una insufrible inflación de cartílago en la rodilla,
una chocante continuidad urinaria, y los cinco dedos del pie derecho dormidos hace dos meses.
Cuando en Urgencias de los hospitales me preguntan por los sitios del cuerpo que siento afectados, sin que la enfermera se llame Juana le respondo sin empacho que “la punta del pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné”,
sin ruborizarme porque piense que emulo la seductora canción de Hugo del Carril, del 45.
Y eso que no hablo del dolor moral que cada vez impacta y roe más mi sesera
y que como única manera de conjurarlo me tiene escribiendo —luego de publicar Mi crucifixión rosada—, Mi temporada en el infierno.
A punta de dolores se va aproximando uno a los mejores poetas sufridores y maldicientes.  
Ahora sí voy a sabérmelas todas. Con permiso.    

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 * Poemas y dolores

Gonzalo me dijo que un poeta que no conocía el dolor no merecía cantar y casi que ni siquiera vivir.

Por: Jotamario Arbeláez  

EL TIEMPO,  29 de marzo 2017 , 12:00 a.m.


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En NTC ... a diciembre 1 de 2015.

"Y luego de haber visto apagarse a esos impagables compañeros ... "

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GRACIAS!




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