martes, 24 de diciembre de 2019

“El Niño Dios son los papás” y "Las crueldades del Niño Dios". Por Jotamario Arbeláez. Diciembre 24, 2019


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“El Niño Dios son los papás”


Jotamario Arbeláez




Hasta los ocho años de mi ya larga existencia en esta reencarnación en el siglo XX, porque en la encarnación anterior morí precisamente de ocho,
creí devoto en las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana
y en las Tres Personas de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo, como se me venía inculcando en la escuela de San Nicolás,
y en la iglesia de San Nicolás el cura párroco Lamberto Muermann.

En las temporadas de vacaciones, cuando papá nos mandaba a temperar a San Antonio, un sitio donde hacía un frío infernal,
sentía el llamado por las noches camándula en mano de entonar el Santo Rosario,
al que me correspondían piadosos mamá y los hermanos, por entonces Stella de 6, Graciela de 5 y Toño de 3,
después de lo cual dormíamos como benditos.
Había oído hablar de los misioneros que incurrían en territorios de infieles a catequizarlos o a morir en el intento, y me sentía a ello predestinado.

Cuando mamá me ponía el escapulario para salir a la calle con la estampa de paño de la Virgen sobre mi pecho me sentía invencible, algo así como Sansón o el Capitán Maravilla,
pero me lo quitaba por respeto y lo colgaba de la rama de un árbol cuando me tocaba enfrentarme a los puños con algún incrédulo que me daba qué tundas.

Asistía a las procesiones de Semana Santa con el corazón dolorido
por los 7 tropiezos con caída en el camino del Calvario que no fuera capaz de evitar Simón Cirineo,
         me impresionaba con la imagen del Divino Rostro estampillado en el pañuelo de la Verónica,   
y sólo aspiraba a crecer un tantito para hacerme digno de cargar sobre mis hombros alguno de los pasos del Viacrucis
como los Caballeros del Santo Sepulcro de Popayán.
Repetía de memoria cada una de las Siete Palabras que el caudillo que le quitó el puesto a Barrabás musitaba en medio de los ladrones
y a las 3 de la tarde se le iba la luz a mi corazón.

Escuchaba casi que con lágrimas en los ojos los sermones de las Siete Palabras,
en los que sólo me incomodaba la condenación a los liberales nueveabrileños, a los cuales pertenecerían mi papá y mi padrino.
Eso sí, asistía lleno de júbilo los Domingos de Resurrección al Templo resplandeciente,
donde me encontraba con la imagen enhiesta de Cristo recién resucitado y recién bañado estrenando túnica blanca.


Pero había también los momentos gozosos en Navidad, cuando la Segunda Persona de la Santísima volvía a nacer por mil novecientas y tantas veces, lo que constituía otro milagro, cargado de juguetes para los niños.
Le escribía sentidas cartas al dadivoso, con palabras sencillas teniendo en cuenta su corta edad,
donde le manifestaba las gracias a su Señor Padre por la Creación de la que disfrutaba en este Valle de lágrimas del Cauca donde vivía,
en medio de tanto disturbio que no me distraía de la promesa de la Gloria Celestial que nos esperaba a todos los Arbeláez.
En estas misivas terminaba por pedirle presentes modestos, dada la cantidad de peticionarios que atendería,
y que un recién nacido en cuna tan deplorable no podría por más Dios que fuera contar con abundantes piezas de plata,
un trencito de cuerda, un revólver de fulminantes, una caja de colores Mirado, un marranito de barro o un balón de letras de caucho.
Por lo general nunca me falló, y de paso me dejaba como adehala alguna prenda de vestir de las que le gustaban a mi mamá,
una camisa de rombos, unos tenis, unos tirantes.

Mi vida y mi pensamiento cambiaron el 24 de diciembre del 48 por la tardecita,
         cuando me encontré en el parque San Nicolás con Víctor Mario Martínez “Palillo” y “Vitatutas” Ramírez,
y les comenté orondo que acababa de escribirle al Niño Jesús mi carta de peticiones.
No tengo alientos para describir la risotada de “Palillo” y su grito estruendoso de que “El niño-dios son los papás, gran pendejo”.
Vitatutas pesaroso asintió levemente con la cabeza.
“Eso del niño-dios es un cuento chino”, concluyó el hereje.
Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies. Si el Niño Dios no existía tampoco existiría el Dios Padre ni la Paloma.
Y quedábamos en poder del Demonio, el dios de este mundo, como se le decía en la parroquia. No sabía si llorar o darle en la cabeza a “Palillo”.
Apenado por mi desconcierto el transigente Vitatutas, que por algo ha seguido siendo mi amigo hasta el día de hoy,
trató de explicarme que el Niño Dios proveía a nuestros papás de billete para los regalitos de este mundo que se encontraban en el mercado,
mientras Él velaba por guardarnos cupo en el Cielo. ¡Pamplinas! A otro hueso con ese perro. Mi credibilidad rodó por el piso.

Llegué a casa como si acabara de perder la mitad de mi alma en un alambrado.
Vi que el impostor de papá acomodaba seis paquetitos al pie del pino raquítico mientras posaba en la cuna del pesebre el idolillo de yeso.
Le increpé: “Papá, no te lo perdono, me has engañado toda la vida. Me has puesto a hacer el ridículo y posar como un inocente por no decir imbécil con mis amigos. El Niño-Dios eres tú, luego Dios no existe”.

Desde entonces el Niño-Dios no me volvió a traer nada.

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"Las crueldades del Niño Dios"


Jotamario Arbeláez


Max Ernst. La Virgen castigando al Niño delante de tres testigos



Fue el poeta Jaime Jaramillo Escobar, cuando cumplí 20 años y él se firmaba X-504,
         quien me regaló esta edición pirata empastada en cuero de Los evangelios apócrifos, de la cual he leído todos los días de mi vida
—aún en los de retiro del mundo, cuando he fingido catalepsias o en mis inconfesables lunas de miel—,
versículos que han templado mi alma, y en los últimos tiempos me han impelido a imitarlos
para contar las andanzas de nuestro santo y loco movimiento nadaísta y las mías propias.

Comenzaban los ardientes años 60, en pleno verano de nuestro descontento,
cuando todo lo sagrado pasaba a ser revisado y “sólo se conservará aquello que esté orientado hacia la revolución, y fundamente por su consistencia indestructible los cimientos de la sociedad nueva” (Primer manifiesto).
Sólo leíamos y practicábamos con pasión a anarquistas, iconoclastas y dadaístas, de Bakunin a Tzara pasando por el emperador León III el Isáurico.
La lectura de la Biblia canónica era sustituida, por el momento, por los evangelios de marras —insuflados a improbables escribas por númenes más inspiradores que el espíritu santo—,
los cuales aún leídos sin fe nos llenaban de fervor por un Cristo aún más fantástico.

Afirma Borges el escéptico que este libro atribuye al Dios baby crueles milagros,
propios de un niño todopoderoso que no ha alcanzado todavía el uso de la razón.
 Instigado por este señalamiento, y porque estamos en vísperas de Navidad en uno de los países más sanguinarios del ancho mundo, ¡Viva Colombia!,
incurro en las páginas del Evangelio de Santo Tomás, que es uno de mis preferidos —con el Evangelio árabe de la infancia—,
para repasar algunas de las aventuras del Mesías irrazonable.

Se habla en principio de que a los cinco años se entretenía, con el simple uso de su palabra, en detener un arroyo para contemplar quietas las aguas. 
Y que el hijo de Anás, el escriba, con una ramita de sauce movía las aguas para que siguieran su curso.
Ante lo cual Jesusito, encolerizado, lo maldijo comparándolo a un árbol seco, y el niño se secó por entero.
         Y se cuenta a renglón seguido que cuando atravesaba una aldea, otro niño que venía corriendo lo chocó por la espalda e irritado exclamó Jesús:
“No continuarás tu camino”, y el niño cayó muerto ipso facto.
Los cadáveres infantiles eran llevados por sus padres ante José, y se quejaban de semejante hijo que en lugar de bendecir, maldecía, produciendo muerte a granel.
Y les instaban a que abandonasen la aldea.

José lo reprendió, pero el niño como respuesta lo que hizo fue dejar ciegos a los acusadores. Y lo más que pudo hacer el padre impotente fue propinarle un fuerte tirón de oreja.
Sólo después de que hubo deslumbrado al maestro de escuela Zaqueo y de recibir su aquiescencia,
se avino a desmaldecir a los maldecidos y tanto ciegos como muertos recuperaron la vista y la vida.
Y en adelante se dedicó a resucitar a cuanto fallecido se iba encontrando.   

Si se arrepintió el niño Dios, ¿por qué no me puedo arrepentir yo que no soy tan niño?
         No hay nada más cómico, ni más trágico, además, por lo inexplicable,
ni que sorprenda por igual en los cielos, en los infiernos y en estas tierras, que la conversión de los anticristos.
Aunque habría que aclarar que Anticristo no hay sino uno. Y lo más asombroso es que eso haya llegado por la lectura de Los evangelios apócrifos

A diferencia de nuestros primeros tiempos, cuando combatíamos a grito herido a punta de panfletos y de blasfemias,
 ahora lo hacemos con pacientes parábolas, a ver si por fin alguien nos para bolas. 
Ya no se trata de seguir matando en Colombia, a bala o con la palabra, sino de resucitar a los muertos.

Alguien tiene que hacerlo, señores asesinos y mandatarios, así sea con una justa reparación. ¡Amén pa’ las ánimas!
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lunes, 2 de diciembre de 2019

SÓNNICA, LA CORTESANA DE SAGUNTO. ARMANDO BARONA MESA

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SÓNNICA, LA CORTESANA DE SAGUNTO

                                                       ARMANDO BARONA MESA



  Sagunto fue una ciudad romana al lado de la costa valenciana. En toda esta región aún se aprecian los acueductos de la época republicana de la vieja Roma y unos cuantos anfiteatros para la tragedia o los grandes espectáculos. Pasando el Mediterráneo hacia el continente africano, estaba la costa cartaginesa alrededor de Cartago. De lejanos pobladores griegos que, de acuerdo con la Eneida, escaparon de la furia de los aliados aqueos a cuya cabeza estaba Agamenón, después de su victoria sobre la heroica ciudad de Troya y de fenicios provenientes del Asia Menor. Como se recuerda, esta bella y valerosa urbe había sido vencida por el ingenio de Ulises con la introducción dentro de sus murallas de un caballo gigante de madera en el que se escondían unos cuantos griegos, quienes, cuando el pueblo troyano estaba borracho celebrando el triunfo aparente que habían obtenido sobre los invasores –los griegos habían emprendido la retirada-, pudieron abrir las puertas de Ilión -otro nombre de Troya- a los ejércitos aqueos, distintivo dado a la coalición de pueblos que atacaron aquella rica ciudad del lado asiático de Grecia y entrar a arrasarlo todo. Los griegos también eran bárbaros.

El mar de Sagunto tenía varios colores. Podía ser azul o verde, según la hora, y violeta. Tres pequeños golfos entraban en la tierra fecunda de Valencia, donde descollaba el puerto atracado de bajeles recién llegados de elevadas y vistosas velas y del que otros partían incesantes hacia ese mundo agitado y pujante, lleno de comercio, que era el Mediterráneo. A un lado del puerto estaba la ciudad poblada de patricios romanos y lugareños, con una arquitectura moderna pero latina o griega, que ostentaba sus grandes columnas corintias y sus jardines y amplios salones. Pero así mismo estaba la gran colonia de los cartagineses, comerciantes y guerreros. Era una ciudad opulenta.

Después, en el 219 A. de C., la hermosa urbe, desbordante de progreso y riqueza, habría de padecer el sitio más impresionante que pueda imaginarse. Mucho mayor y cruel que el de Cartagena de Pablo Morillo. Fue impuesto por un cartaginés llamado Aníbal Barca, hijo de Amílcar, de origen fenicio y uno de los mayores guerreros de la historia. Su padre le había hecho jurar odio perpetuo a los romanos.
Vista de Murviedro (Sagunto) realizada por Wyngaerde en 1563 para Felipe II Anton van den Wyngaerde  (1525–1571) 
En esa ciudad de Sagunto, cercana a Cartagena -o Cartago Nobis como entonces se la conocía a esta última-, en la provincia de Hispania, reinaba la belleza y el lujo. Se habían reconstruido las devociones paganas de aquella esplendorosa Atenas de Frini o Friné y de Aspasia de Mileto bajo cuya cultura suspiraba Pericles, de Teódota, de Neera y la legendaria Tais que enloqueció a Alejandro Magno. Cortesanas ellas, llenas de belleza olímpica, de gracia, talento y cultura. Sacerdotisas del amor elevado a las cimas mayores del espíritu humano, discípulas de Astarté, aquella reina hermosa de Babilonia que habría de convertirse en diosa, ciudad en la que tenía un templo imponente en medio de los jardines colgantes de aquella maravilla del mundo; y en la que toda mujer que allí llegara debía prostituirse ante la pétrea mirada, en medio del incienso, de la diosa.

 En Sagunto vivía Sónnica en el esplendor de todo lo bello. El gran escritor español Vicente Blasco Ibáñez *, con su pluma poética la describe al despertarse en su rica cama circular y luego, cuando la esclava Odacis se encarga de darle el toque de su maquillaje diario, anota:

"Odacis le pintó el rostro de blanco. Después, mojando un pequeño estilete de madera en esencia de rosas, lo hundió en un bote de bronce adornado con guirnaldas de loto y lleno de un polvo negro. Era el kobol, que los mercaderes egipcios vendían a un precio fabuloso. La esclava aplicó la punta del estilete a los párpados de la griega, tiñéndolos de un negro intenso y trazando una fina línea en el vértice de los ojos, que dio a éstos más grandeza y dulzura.

"El tocado llegaba a su fin. Las esclavas abrieron los innumerables frascos y vasos alineados sobre el mármol, y empezaron a esparcirse confundidos los costosos perfumes: el nardo de Sicilia, el incienso y la mirra de Judea, el áloe de la India, el comino de Grecia. Odacis cogió una pequeña ánfora de vidrio incrustada de oro, con un tapón cónico terminado por fina punta que servía para depositar sobre los ojos el antimonio que aviva la mirada. Después de terminar esta operación, ofreció a su señora las tres unturas para dar color a la piel en diferentes gradaciones: el minio, el carmín y el rojo egipcio sacado de los excrementos del cocodrilo.

"Delicadamente, la esclava fue coloreando con fino pincel el cuerpo de su señora. Trazó una nubecilla de pálido arrebol en las mejillas y las diminutas orejas; marcó dos manchas como pétalos de rosa en los titilantes extremos de sus pechos; acarició con su pincel el botón de la vida, que se marcaba apenas en medio de la tersa suavidad del vientre, y poniéndose detrás de Sónnica, coloreó también sus codos y los hoyuelos que se marcaban más abajo del talle, en las protuberancias de sus nalgas redondas y armoniosas... Sobre el desnudo pecho de Sónnica se enroscó un collar de piedras de complicadas vueltas; los dedos de sus manos se cubrieron de sortijas hasta las uñas, y la blancura de sus brazos pareció más diáfana cortada a trechos por el brillo de anchos brazaletes de oro. Para dar más expresión al rostro, Odacis adornó a su señora con algunos ligeros lunares, y después comenzó a anudar en torno a su cuerpo la fascia, el corsé de la época, una ancha faja de lana que sostenía los globos del pecho para que conservasen su saliente rigidez."

Finalmente, "Sónnica, contemplándose en el pulido bronce -el espejo de entonces-, sonrió a su imagen, desnuda y hermosa, como una Venus en reposo."

Sin duda alguna es una prosa poética hermosa. Se siente el aleteo de un sueño y el brillo de la diosa en el recóndito movimiento de su majestad. Y naturalmente esos registros sacaban de la escena humana a esta mujer que infundía amor, pasión y humildad en quien asistía al espectáculo no humano de la belleza, así ella no necesitare de decir palabra alguna. 

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NTC ... ENLACES: 

"Sónnica la cortesana"
la novela histórica escrita por Vicente Blasco Ibáñez, 1901
Libro completo
https://ia800700.us.archive.org/15/items/snnicalacortesan00blas/snnicalacortesan00blas.pdf
Cita: Páginas:  126, 127 y 128
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En otro formato, texto
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SAGUNTO (1890) Preludio de Opera
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