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Eran los tiempos del número… *
Los historiadores dicen que existe una sola historia y muchas versiones de ella, muchas historiografías. Los físicos modernos sostienen una tesis inquietante: aseguran que existen muchas historias, que un fenómeno tiene varios pasados posibles y varios futuros probables, e incluso varios presentes… pero esto es demasiado complejo para mi aristotélico cerebro. En consecuencia, y por lo pronto, propongo que aceptemos que existe una realidad allá afuera, un conjunto de cosas cuyas propiedades no dependen de nuestras observaciones. Un universo más firme que la voluble especie que lo estudia. Esa realidad es tan vasta y compleja que no podemos analizarla sin fragmentarla. Consideramos algunos aspectos de las cosas y de los fenómenos, ignoramos a propósito otros aspectos, tratamos de descubrir las constantes, formulamos una tesis, la sometemos a la prueba de fuego de la experimentación, ajustamos la tesis y finalmente construimos una “maqueta” de ese pedazo del mundo. A esta maqueta los hombres de ciencia la llaman un “modelo” y está formada por un económico sistema de apenas 34 signos: los números y las letras. Todo el universo, todas sus sombras, partículas, piedras, flores, pájaros, dioses, estrellas, fantasmas y teorías, pueden ser expresados con las diez cifras arábigas y los veinticuatro caracteres latinos de nuestro alfabeto de cada día.
Bueno, a veces sentimos que el lenguaje se queda se queda corto, es verdad, que no alcanza a describir el sabor del agua o la sensación de un beso. Entonces echamos mano de la metáfora y asunto resuelto. Hay metáforas tan poderosas y tan sueltas como el agua, y algunas son mejores, me dicen, que ciertos besos.
Tal vez no esté de más recordar que el papel de la metáfora no es meramente ornamental. Ella juega un papel mucho más serio: la metáfora obedece a una urgencia vital: es la responsable de que un sistema de signos finito, el lenguaje, pueda dar cuenta de un conjunto de cosas infinitas, el universo.
Si nos ponemos alfanuméricos, las personas se dividen en cuatro categorías: los que aman las letras, los que aman los números y los pragmáticos, unas criaturas refractarias a los signos y que prefieren entenderse directamente con las cosas, con el barro, la piedra o la madera. Para estos, el signo es algo amenazante, una cifra oscura. Pero sus manos son diestras y de ellas brotan mesas, cuadros, notas, vestidos, peinados, manjares, conejos, rosas…
Algunos tenemos la fortuna de pertenecer al cuarto grupo: somos “bilingües” y mantenemos buenas relaciones con ambos signos. En mi caso, la responsable fue la escasez. Crecí en una casa en la que faltaban muchas cosas y me tocó jugar con lo que había a mano, números y letras. Una aclaración: no me estoy quejando. Los niños nunca son pobres. La pobreza es una condición de los adultos. Los niños siempre encuentran tesoros debajo de una piedra, o en sus bolsillos (piedras, un trompo, un grillo, un dulce…) o entre sus cabellos, o un poco más abajo, en su abigarrada y portentosa imaginación. El caso es que desde el principio estuve en contacto con ambas clases de signos pero hoy me ocuparé solamente del número. Se lo merece. Creo que si alguna entidad es digna de un ensayo, si algún signo cifra la modernidad, es el número. Para bien y para mal. Si una civilización futura quisiera resumirnos en una frase, podría decir: “Eran los tiempos del número…”
Las líneas que siguen pretenden seguir los pasos de esta poderosa deidad, el número. Por razones de espacio evitaré las simas de la economía, esa ciencia oscura que equidista de la matemática y la astrología. También evitaré los laberintos de la matemática moderna (por falta de espacio en mi cabeza, se entiende).
El principio
Los números son viejos. Se sabe que el lenguaje matemático del hombre primitivo tenía al menos tres palabras: “uno”, “dos” y “muchos”. Pero los signos numerales son nuevos. Deben tener la misma edad de la escritura pictográfica, unos diez mil años. Aparecieron donde apareció todo, la rueda, la escritura fonética, la astronomía, las bibliotecas, la escuela, el derecho: en Súmer. Pero la intuición del número es mucho más antigua que las letras. Hay testimonios de que el hombre ya contaba las cosas hace 30.000 años. Como no tenía signos numerales, hacía muescas en los huesos y rayas en las piedras. Es natural que así sea. La intuición de número debió ser tan antigua como la aparición de la conciencia. Quizá anterior. Quizá fue una de las causas de su aparición, junto con la muerte. Con sólo ver un rebaño de fieras, un sol, dos frutas, muchas estrellas, el hombre primitivo estaba frente al número. Y debía sopesarlo. Tres fieras…
Para ir, en cambio, de la pictografía a la letra, debió recorrer un largo camino. El número es natural, la palabra tal vez, las letras definitivamente no.
El primer círculo de alta matemática que registra la historia fue la escuela pitagórica (siglo VI a. C.). Eran mitad brujos, mitad hombres de ciencia. Y tan sofisticados, que sabían demostrar teoremas y construir sólidos como el icosaedro, un poliedro de 20 caras. Fueron los primeros en imaginar una tierra esférica orbitando en un engranaje heliocéntrico y habitada en las antípodas.
Al tiempo, cumplían preceptos esotéricos: en sus banquetes sólo se servía trigo, agua y cebada. Tenían prohibido mear de cara al Sol, tener golondrinas en la casa, criar aves de uñas corvas, caminar sobre pedazos de uñas ni de cabellos. Creían que el alma iba del corazón al cerebro, se nutría de sangre y se expresaba en palabras, vientos del alma. El precepto de no mear de cara es de origen egipcio, país donde era sacrílego orinar de cara al dios Ra. Pitágoras debió aprender este precepto en Egipto, país que visitó y del que aprendió su lengua y su geometría.
Los pitagóricos estudiaron el problema de la teselación, o el cubrimiento total de una superficie con polígonos sin dejar resquicios, y encontró cuatro soluciones: una superficie se puede embaldosar con triángulos, rectángulos, rombos y hexágonos. Los sufíes, la secta culta del Islam, conocían los trabajos del griego y sus arquitectos llenaron una ciudad española con vertiginosas y soberbias soluciones del problema, Granada. Los calados, los mosaicos, los taraceados y los arabescos todos de la Alhambra son un homenaje cifrado del Islam a Pitágoras. Veinticinco siglos después, Maurits Cornelis Escher visitó la ciudad, descubrió la teselación y la aplicó en la construcción de esas perspectivas hechizadas, uno de los juguetes más apasionantes de la pintura moderna.
Todos nos enamoramos de objetos bellos. Pitágoras se enamoró de la belleza. Después de varios inviernos dedicados al estudio de los mejores himnos, de los edificios, esculturas, jarrones y cuadros más perfectos y de los muchachos más inquietantes, descubrió que el secreto estribaba en que todos guardaban proporciones exactas, sencillas, y que las más poderosas eran las “áureas” (un tercio, aproximadamente). Después descubrió que el número también regía también otras esferas: la amistad era una igualdad armónica; la salud era un equilibrio de elementos; la virtud era una armonía fundada sobre el número; un cuadrado simbolizaba la justicia. Allí donde nosotros vemos simplemente un buen resultado estético, un fallo justo o un cuerpo sano, Pitágoras veía una danza sincrónica de cifras. Entonces escribió (o dictó): la esencia de todas las cosas es el número.
Los pitagóricos decían que había tres clases de hombres: los que vienen a pelear, los que vienen a vender, y los mejores, que vienen sólo a ver.
Cosa, número e idea
Cuando Platón leyó la sentencia pitagórica en la compilación de Filolao (el número es la esencia de las cosas) sintió el estremecimiento de la revelación, la inminencia del advenimiento de la verdad última. Era un descubrimiento hermoso, profundo y ligeramente inexacto, pero la capacidad de abstracción y de síntesis que revelaba le inspiró el hallazgo de una esencia más profunda y universal que el número, la idea. Sí, detrás de todas las cosas estaba el número, pero detrás del número estaba el arquetipo primigenio, la idea. Así nació la escuela más vigorosa y fecunda de la filosofía, el idealismo.
El mundo y la estadística
La adoración por el número en los tiempos contemporáneos ha llegado a extremos insospechados: sabemos el número de litros de cerveza que bebe un inglés al año, el número de pelos en la cabeza del pelirrojo promedio y el número de coitos por pareja, semana, raza y estrato; también conocemos el consumo de papa frita en cada uno de los países del mundo, y la tasa de homicidios en Bogotá (algunos aseguran, muy serios, que es inferior a la de Washington). Lo que nunca imaginé es que hubiera estadísticas sobre el uso de papel higiénico hasta que leí en un diario que Colombia consume 5 kilos al año per cápita (así decía la nota textualmente), muy por encima de Perú (2,5 kilos) y Bolivia (2 kilos) pero por debajo de Chile (9 kilos), de Argentina (8,1 kilos) y de México (7 kilos).
Como era de esperarse, la lista la encabeza Estados Unidos (12 kilos, o 2,7 kilómetros per cápita al año). ¡2,7 kilómetros! Confieso que la cifra me dio casi tanta envidia como cuando veía a Humphrey Bogart marcando números larguísimos en los negros teléfonos de disco con el pucho de la vida apretado entre los labios, mientras que nuestros números sólo tenían cuatro esmirriados dígitos.
Es tal el peso de la estadística en la vida moderna que ella rige decisiones cotidianas y buena parte de la suerte del mundo. El consumidor compra las marcas más demandadas, las películas y los libros más vendidos, se enamora de los actores más cotizados, adora a los deportistas más caros, prefieren los restaurantes más concurridos y votan por el candidato que puntea en las encuestas, un sujeto que primero lee las encuestas sobre las prioridades de los consumidores y luego redacta su programa de gobierno. Por esto es lícito decir: el líder es un sujeto que sigue a las mayorías. De aquí podemos decir que la historia se guía por dos pautas: las encuestas y los intereses del mercado, es decir, por cifras.
El matemático y la belleza
De todas las bellezas posibles, a los matemáticos les interesa de manera muy especial la belleza de la matemática. Su criterio estético es sobrio, estoico, como le hubiera gustado al maestro Pitágoras: brevedad, simplicidad, sencillez. Entre dos métodos de demostración, el matemático considera más bello el más breve. Entre dos demostraciones breves, prefiere, la que utiliza matemáticas más elementales. Una demostración aritmética es más bella que otra que eche mano del cálculo, digamos. Entre dos corpus teóricos, prefiere el que tenga definiciones más sencillas y axiomas más evidentes. Lo consideran más bello y más seguro. Por eso aman la geometría de Euclides: punto es lo que no tiene partes; cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; el todo es mayor que la parte; todos los ángulos rectos son iguales entre sí.
Estos son, al menos, los criterios clásicos de belleza. Hay románticos, claro, que prefieren métodos más rebuscados. La reducción al absurdo, por ejemplo, es un caso de belleza romántica. En este método no se demuestra la proposición directa, sino las contradicciones que implica la refutación de esta proposición. Para demostrar que a=b, digamos, se demuestra que la hipótesis a≠b conlleva a conclusiones absurdas... Por lo tanto, a=b.
La fórmula eπi + 1 = 0 es considerada la más bella porque reúne a las principales celebridades del orbe matemático sin aparataje operacional. No hay aquí integrales ni derivadas ni transformaciones sofisticadas.
A veces son sus propios descubrimientos los que los sorprenden. Como cuando encuentran, por ejemplo, que el número π aparece en la ecuación de las espirales del caracol y del girasol y en muchos otros “diseños” naturales, hallazgos que parecen confirmar la vieja sospecha de que Dios es geómetra (distraído pero geómetra). O cuando descubren que en cualquier triángulo los puntos medios de sus tres lados, los pies de las tres alturas y los puntos medios de los tres segmentos que unen el ortocentro (o punto de concurrencia de las alturas) a los tres vértices están situados sobre una misma circunferencia llamada Círculo de Euler. O cuando descubren que la distancia entre dos puntos de una recta isótropa es siempre cero. O que hay curvas tales que los arcos que unen dos puntos de estas curvas, tan próximas como se quiera, tienen siempre una longitud infinita. O que todo arco de la curva de Koch, por pequeño que sea, es semejante a la curva entera, un fenómeno frecuente en las curvas fractales.
El matemático, el músico y el ajedrecista
Uno de los misterios de la matemática es la temprana muerte del talento de sus sacerdotes. La vida media útil de un matemático es muy corta. A los treinta años, cuando una modelo o un futbolista están en su apogeo, un matemático es ya un anciano venerable. Es verdad que Andrew Wiles demostró el último teorema de Fermat a la provecta edad de 40 años, pero casos como el suyo son excepcionales. Gauss vivió una larga y fecunda vida matemática, pero sus “años maravillosos” fueron entre los 23 y los 25. Gauss descubrió la manera de calcular la suma de una progresión aritmética cuando aún chupaba dedo.
En compensación, los matemáticos son precoces. Antes de los quince años, cuando todos los mortales sudamos la gota para resolver ecuaciones sencillas, Pascal ya estaba demostrando teoremas; aunque muere antes de cumplir los 21 años en un duelo galante, Evaristo Galois tuvo tiempo de hacer importantes trabajos sobre ecuaciones, teoría de grupos y álgebra abstracta; a los 22 años Niels Henrik Abel demuestra que nunca se encontrarán formulas para solucionar ecuaciones de grado superior a cuatro. Es tan normal en el gremio la relación “juventud = talento matemático”, que las bases de la Medalla Fields, el “premio Nobel” de la matemática, estipula que sólo podrán optar a ella trabajos de matemáticos menores de 40 años.
Esta precocidad la comparten los matemáticos con los músicos y con los ajedrecistas. Los psicólogos estudian qué hay de común entre estas materias que, a pesar de su complejidad, permite que personas muy jóvenes descollen en ellas. Y han llegado a conclusiones sorprendentes. Estas materias, sostienen, son ordenadas, simples y lúdicas. Muy bien, pero ¿por qué, entonces, la matemática de alto nivel les cuesta tanto a los mayores? Aunque el asunto no está resuelto, los analistas tienden a pensar que todo se debe a que el gran esfuerzo mental que demandan ciertos problemas, y que requieren pensar de manera muy concentrada en un solo asunto durante varias horas al día y durante muchos días, es un esfuerzo definitivamente físico, algo que requiere tanta fortaleza como correr los cien metros planos en menos de once segundos o hacer el amor varias veces la misma noche.
La maldición de la matemática
La matemática es la ciencia que mejor conocemos porque el número es una creación humana. La naturaleza, en cambio, es obra de Dios o del azar y apenas estamos descubriendo sus leyes. Esta ignorancia se traduce en los innumerables baches pedagógicos que presenta la enseñanza de las ciencias naturales porque ¿cómo explicar lo que aún no entendemos bien?
La perfección formal de la matemática facilita la pedagogía de la materia. Explicar matemáticas es menos difícil que explicar gramática, digamos. Un profesor puede asegurar a sus alumnos que a+b=b+a es una identidad válida para todos los números, aquí y en la China. Hoy y dentro cien siglos. En una clase de gramática, al contrario, es frecuente oír ‘leyes’ como: Todas las palabras que terminan en –cion se escriben con c, excepto tensión, extensión, posesión, cesión, presión, secesión, irrisión, prisión, ascensión, aspersión, pasión, intrusión, permisión y persuasión.
Entonces ¿cómo explicar el fracaso de los estudiantes en matemáticas? Primero, la palabra ‘fracaso’ es injusta. Mal que bien, un estudiante promedio avanza, en los once años del ciclo básico, de las operaciones elementales a las derivadas y las integrales del cálculo. Ninguna otra materia puede exhibir una curva tan empinada. La curva de la lengua materna, por ejemplo, no es muy alentadora: en el ciclo mencionado los estudiantes tropiezan con la morfología, alcanzan logros discretos en ortografía y entran en contacto con un la obra de algunos autores pero fracasan en composición y hasta en comprensión de lectura. En el estudio de las lenguas extranjeras el panorama es más desolador.
En una sincronización maravillosa, la historia y la geografía logran dejar al estudiante completamente perdido en el tiempo y en el espacio. Omitiré, en aras de la brevedad, los balances de las otras materias.
Pero es inocultable que la matemática es un lío para los estudiantes, y que su ‘mortalidad’ supera holgadamente a la que presentan las demás asignaturas. ¿Cómo explicar esta realidad después de hablar de su orden y perfección? La razón estriba en el estrecho eslabonamiento que hay entre los capítulos de una misma rama de la matemática, e incluso entre sus diversas ramas. Esto hace que si un estudiante tiene una formación deficiente en un curso por apatía suya o del profesor, por un problema personal, etc., ya no podrá moverse nunca con soltura en la materia. Las deficiencias en aritmética o álgebra, e incluso en capítulos claves de ellas (fraccionarios, logaritmos, despeje de ecuaciones, factorización) son fatales siempre.
El eslabonamiento de sus partes no es tan estrecho en las otras materias. Los cursos de lenguas son reiterativos y el estudiante tiene la oportunidad, si se le atraviesa un mal año, de ponerse al día en el siguiente. La relación entre los sucesos de la historia es tan polémica, tan nebulosa, que un estudiante puede fracasar en historia universal y descollar luego en el estudio de la historia de su país. Igual sucede en las otras materias.
Llegamos así a la paradójica conclusión de que el problema de la enseñanza de la matemática es consecuencia de su orden y organicidad.
La matemática es un bello juego axiomático, pero juego al fin, mientras que las otras materias tienen que vérselas con la arisca realidad, con los misterios de las ciencias naturales, con los abismos del alma, con los laberintos de la filosofía, con los secretos de la historia, con los caprichos de las lenguas. Quizá por esto mismo los profesores no le exigen mucho al estudiante de filosofía, por ejemplo, mientras que del estudiante de matemáticas esperan un rigor semejante al que ostenta esta asignatura.
Conclusión
Es cierto que “la matemática es el desierto del oasis de la juventud”; que el número es un sinónimo de la odiosa economía de mercado y que la obsesión por las cifras con frecuencia oculta aristas más importantes de la realidad. Pero también es cierto que sin el número la civilización es inconcebible. Es por el número que aparece la ciencia moderna en la mente de un muchacho del renacimiento. Hay números en la música y en el baile. Algunos aseguran que es el número el responsable de la armonía del cuerpo de esa muchacha que perturba la avenida, e incluso de la belleza de su rostro. Es con números que se planifican los negocios de los particulares y los programas del estado.
Hace ya varios siglos que vivimos en la órbita del número. Desde el Renacimiento y Galileo, para ser exactos, el muchacho cuyos trabajos marcan el nacimiento de la ciencia moderna. Pero en los últimos decenios se ha vuelto una criatura ubicua. Sentimos el número en todas partes, en los mecanismos de precisión, en la incesante tecnología, en la estadística, en la bolsa, en la economía de mercado y en una enfermedad de origen netamente numérico, la avaricia. Nunca como hoy el mundo giró en torno al oro. El capital ha sido importante siempre, claro, o al menos desde su aparición formal en los bancos del Renacimiento, pero hoy brilla más que nunca. Todo lo demás –la religión, las artes, las ciencias, la moral, la política e incluso la ecología–, es subsidiario del mercado. Monoteísmo puro. Baal en toda su gloria, en su antiguo y magnífico esplendor.
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* Publicado en la revista Número # 70 (impresa), Diciembre 2011. Páginas 4 a 13.
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Gracias a la generosidad, colaboración y autorización del autor, publica y difunde: NTC … Nos Topamos Con …
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