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SEGUIMIENTOS y ACTUALIZACIÓN de:
30 de enero de 2014
Que
nadie vuelva a creerse dueño de la verdad
JOAN MANUEL LARGO
Medellin, febrero del 2014 .
"Tan sólo no me acostumbro a la vulgaridad
con que este mundo le manda a los perseguidos sus zarpazos de perro ciego"
Fernando
Molano, Vista desde una acera
-
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El
primero de febrero a las ocho de la noche en Cartagena de Indias, Gustavo Álvarez Gardeazábal hizo el
lanzamiento de su nueva novela La Misa ha terminado (Ite missa
est). Lo hizo de modo paralelo al Hay Festival, un evento al que nunca ha sido
invitado ya que, como el mismo afirma: toda la vida ha sido un escritor vetado.
Con todo ese acartonamiento y esterilidad del Hay Festival, la presentación del
libro de Gardeazábal hizo un gran contraste: el escritor llegó desfilando con
una papayera, hombres en zancos, malabaristas, y hasta hombres que escupían
fuego. Para muchos ésta es la constatación de que el autor de la insuperable Condores
no entierran todos los días ha regresado a la literatura.
Antes del lanzamiento se
pudieron leer varias manifestaciones acerca del libro; algunas muy emotivas,
otras bastante preocupadas. Después de numerosos libros escritos por
Gardeazábal, donde se aborda desde la violencia partidista de los años cuarenta
y cincuenta del siglo XX, hasta el fenómeno paramilitar de las últimas décadas,
la oportunidad, esta vez, fue para la Iglesia Católica. Armado de su
contundencia de narrador, del desparpajo de su prosa pantagruélica, de su halo
de iluminado que lo acompaña desde que trabaja como periodista, el gran
novelista vallecaucano quiso retratar una historia de amor, poder y muerte, en
los escenarios poco concurridos de la cotidianidad de la jerarquía
eclesiástica. Esta nueva novela, que se publica con el sello editorial de la
Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, en una muy cuidada y bella
edición, nos recuerda la fuerza casi demente de libros tan gratos como El Bazar
de los Idiotas y El Divino, en las que el autor hilvanaba unas historias
sorprendentes entrecruzando miradas, decires y posturas. Algunos llamarían a
esa magia narrativa Polifonía: el narrador de tercera persona cede su voz al
que dice yo, y hasta hay espacios para cartas y epístolas, donde el autor
defiende su entramado de ficción.
¿Ficción? Cómo hablar
simplemente de ficción frente a la obra de un autor que le enseñó a sus
lectores a buscar nombres propios y lugares reales en la urdimbre de su
escritura. El país, sus figuras y sus más importantes momentos han desfilado
por las novelas de Gardeazábal: Pepe Botellas, El titiritero, Comandante
Paraíso. Entonces delimitar esa línea odiosa que separa realidad y ficción es
una labor difícil y banal para la obra del escritor de Tuluá; él no ha tenido
que subir a la estratósfera y abstraerse de la historia del país y la región
para escribir sus libros, todo lo contrario: ha sido un observador agudo y
tenaz del aparatoso desarrollo de nuestra sociedad, y ha logrado retratar de
esa manera firmes y singulares explicaciones para el caos en que vivimos.
La Misa ha terminado empieza su
periplo con la descripción del personaje central, Martín Ramírez, que “Más
parecía un langaruto famélico de las tierras desérticas del África, que el hijo
de la robusta señora Urrea, quien cuando lo cogió entre sus brazos después del
parto, vaticinó su futuro: ‘este muchachito parece completado con orines’”. Y
desde ahí, desde la primera página, encontramos un lenguaje que caracteriza la
escritura del autor; una narración sin tapujos que revela los pensamientos,
resabiados y virtuosos, de los colombianos. Muchos preferirían un lenguaje
adornado y artificial, decires y diálogos de melodrama televisivo, recursos
prosaicamente rimbombantes al mejor estilo de Vargas Vila. Pero no, este
escritor -que según muchas señoras “no respeta a nada ni a nadie”- siempre ha
preferido llamar a las cosas por su nombre, escarbar en las vetas de la
sabiduría popular para retratarnos como lo que realmente somos.
Van apareciendo en seguida
otros personajes como Rogelio Briceño, un muchacho del campo que resulta
viviendo en la casa de su próspero tío en Tuluá para estudiar con los
salesianos; Casimiro Rangel, un aspirante a obispo, de carrera efervescente y
una influencia desbordante parapetada en sus dones y atributos entre sábanas;
Antonio Viazzo, un argentino austero y con principios inquebrantables que
quiere librar a la Iglesia del pecado contra natura así como Cristo sacó a los
mercaderes del templo, a latigazos. Y uno ante descripciones tan particulares,
no puede imaginarse de entrada que todos estos hombres terminen luego siendo
las cabezas de esa hidra olorosa a incienso que ha sido la Iglesia Católica,
apostólica y romana.
Junto a los desplazamientos y
transformaciones de estos personajes una voz, la del autor, acompaña al lector
en una revisión sesuda y generosa del culto católico. Pero no es un renegar
mezquino, como esperarían muchos, sino un retrato complejo y justo.
Reminiscencias de los tiempos donde el culto dominical era ineluctable, y
exigía toda su parafernalia de latín y ceremonias, de sotanas y misas donde el
sacerdote daba la espalda a los feligreses. Cuando había que comulgar y
confesarse para obtener la salvación, cuando la que imperaba era la moral del
pecado y “Había que amargarse para recibir el premio de la gloria eterna al final
de la vida”.
Martín Ramírez, sin muchas
razones, decide matricularse en el seminario de Palmira para hacerse sacerdote,
desde luego que no es la vocación ni su amor a Cristo el que lo conducen, más
bien lo acompaña una turbulenta pasión sexual. Rogelio se enamora de Martín, y
es impulsado por ese desaforado deseo que también termina metido en un
seminario. Casimiro escala rápidamente en la jerarquía de la Iglesia, pero no
lo hace por su fe y entrega a Dios, sino por las ansias de poder, valiéndose
del placer que les puede proporcionar a otros jerarcas católicos, siempre de
más edad y más altura en el poder. Acostándose con los obispos y cardenales que
más le convienen, este hombre se llena de poder, y cumple su sueño de llegar a
ser cardenal. Sin embargo, en los años finales de su vida se enamora de un
estudiante de medicina, que también apelará al placer sexual como herramienta
para sobresalir en la vida. Cómo se puede ver no es la vocación religiosa lo
que mueve a estos hombres, si no su desbordado apetito sexual. El opuesto a
estos ejemplos de la perdición, para los católicos observantes, es Antonio
Viazzo, que de modo paralelo a los sacerdotes homosexuales emprende toda una
campaña para extirpar de la iglesia este nefasto vicio, o como dice el autor: acabar
con toda la “mariconería”.
En su espectacular y
efervescente subida Casimiro logra traer al papa a la ciudad de Buga. Para esto
se vale del apoyo de Martín y Rogelio y otro personaje, El Demente: un
alucinado que conoce al dedillo los intríngulis de las tantas profecías sobre
el final del mundo y la perdición de la Iglesia. Después del éxito de la visita
papal, Martín y Rogelio son ordenados como curas, aun cuando les faltaba una
parte de sus estudios; desde entonces Martín Ramírez se desboca, y de orgía en
orgía va a lograr que su espectacular escalada se convierta en una tragedia.
Martín y Rogelio, van a morir de amor, enfermos pero rebosantes de afecto
deciden ponerle final a su existencia de un modo que nadie pudiera imaginarse y
que le costaría a la Iglesia uno de sus más terribles (pero también mejor
disimulados) escándalos. También el cardenal Casimiro se verá obligado a
abandonar sus ambiciones y goces, y aceptar, como sus discípulos afeminados que
“sólo la muerte purifica el pecado”.
Esta novela, esta nueva novela,
ha confirmado que uno de los mejores escritores colombianos, el único que pudo
sobrevivir a la sobreestimación y obnubilación que en su momento causó García
Márquez, sigue tan vigente como siempre. Que sus intentos de cambiar la vida
política del país, que para muchos críticos constituyeron su fracaso en el
mundo de las letras, no son tales. Gardeazábal fue alcalde de su ciudad dos
veces, cuando apenas se estrenó la elección popular de alcaldes, y así mismo
llegó a ser el gobernador del Valle del Cauca, región que conoce como ningún
otro; así pudo demostrar que conocía el arte del poder, que las críticas en sus
novelas no eran simples elucubraciones intelectuales, sino la fiel y
estructurada explicación de una realidad que para muchos sigue siendo
apabullante. Cómo demostró que haciendo política podía llevarse la imaginación
al poder, que era posible y conveniente y renovador el sueño de un novelista
dirigiendo a su país, las élites de este país lo atajaron y le cerraron el
paso. Por eso no es una frustración que este escritor haya sido perseguido y
azotado por la mezquindad de muchos en este país, que nunca lo aceptaron como
escritor -por no repetir los modos y mantener su propio estilo- y jamás
quisieron creer en su pericia para hacer política -porque era escritor-. No es
una frustración porque este libro nos revela, una vez más, su ingenio y su
fuerza.
La Misa de Gardeazábal no es el
libro para vender así como se venden los actuales escritores del país, tampoco
para hacer esos descoloridos eventos intelectuales donde el esquematismo
artrítico, de los que dicen que se lee y que no en este país, se convierte en
sinónimo del ego y el clientelismo. El de Gardeazábal es el libro de un
iconoclasta, de un crítico aguerrido que se ha empeñado en que su literatura no
sea una cuestión de frases, sino de actitudes. La Misa ha terminado es el
ejemplo divertido e inteligente de una lucha contra el dogmatismo en todas sus
manifestaciones. Una historia escrita para que nadie vuelva a creerse dueño de
la verdad.
Medellín, febrero del 2014
JOAN MANUEL LARGO
Historiador de la Universidad
del Valle. Estudia Maestría en la Universidad de Antioquia.
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