* Se actualiza periódicamente. Mayo 8, 2012
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Jorge Eliécer Pardo.
(Novela que pertenece al Quinteto de la frágil memoria).
1a edición, Cangrejo Editores, 2012 |
"El pianista que llegó de Hamburgo en una novela expresiva de incansable viaje, narradora de bellezas tristes, armadora de albas y tinieblas, determinante en sus búsquedas, consecuente con los caminos, fiel a sus hallazgos, certera en sus descripciones, minuciosa en sus cantos, leal con la Historia… y con sus historias, profusa de sentimientos, repleta de añoranzas, magnánima en su legado, con un status literario cimentado de bondad y equilibrio, es sin duda, una de las grandes obras de la literatura hispanoamericana". Jesús María Stapper. Poeta y crítico colombo-alemán.
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ENLACES:
http://www.que.es/cultura/ fotos/escritor-colombiano- jorge-eliecer-pardo-f464617. html
http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/cultura/120425/colombiano-eliecer-pardo-reclama-que-la-literatura-hable-desde-los-ven
http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/cultura/120425/colombiano-eliecer-pardo-reclama-que-la-literatura-hable-desde-los-ven
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El pianista que llegó de Hamburgo
Por: Fabio Martínez
Universidad
del Valle. Profesor titular
Especial
para NTC … . Mayo 12, 2012
En el mundo
de la literatura colombiana, existe una amplia bibliografía literaria que nos
habla de la historia de los colombianos que deciden abandonar el país y se van
a instalar en otra cultura. A esta historia se le conoce con el nombre de la diáspora colombiana. Pero, quizás, debido
a nuestro egocentrismo provinciano, nuestra literatura le ha dedicado muy pocas
páginas al proceso inverso del exilio; o sea, al proceso de la presencia de
extranjeros que decidieron un día abandonar su patria y venirse a instalar al
país.
De este
rico proceso, da cuenta la primera novela de Jorge Eliécer Pardo, titulada El jardín de las Weismann (1977), que
narra la historia de una familia alemana que huyendo de la guerra en Europa,
decide venir a vivir a Colombia. Esta novela, que en su momento fue calificada
por la crítica como una “novela de la violencia”, introducía, así mismo, otra lectura interpretativa, que no se vio en
aquel momento: la referencia al viaje y exilio de los extranjeros en Colombia.
Después
del Jardín de las Weismann, vale la
pena citar aquí cuatro novelas que hacen parte de esta temática, contribuyendo
al enriquecimiento de nuestra literatura:
La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, que narra el viaje
de Geo von Lengerke a tierras santandereanas, en la segunda mitad del silgo
XIX; El rumor del Astracán (1991) de Azriel Bibliowickz, que cuenta el
éxodo de los judíos al país, en el siglo XX; La caída de los puntos cardinales (2000) de Luis Fayad, que
describe el viaje de los árabes (mal llamados “turcos”) a Colombia en esta misma centuria; y la
reciente novela de Fernando Cruz Kronfly, titulada Destierro (2012), que retoma el tema de Fayad, a través del éxodo
de una familia de origen sirio.
En su
última novela El pianista que regresó de
Hamburgo (Cangrejo Editores, 2012) el escritor colombiano Jorge Eliécer
Pardo retoma este tema que ya estaba presente en su ópera prima, enriqueciendo la literatura sobre migraciones y
desplazamientos.
El pianista que regresó de Hamburgo narra
el largo viaje que hace el músico Hendrik Pfalzgraf desde su ciudad natal a
Colombia. El joven Hendrik es una de las víctimas del holocausto nazi, que ante
la posibilidad inminente de terminar en un campo de concentración, se embarca a
América y se instala en el tradicional barrio La Candelaria de Bogotá.
El
destino de Hendrik estará marcado por un hilo negro e invisible, que no cesa
desde su partida de Alemania hasta cuando llega a un país suramericano marcado,
así mismo, por el signo de la muerte. Hendrik es un artista romántico que desea
un mundo mejor para poder servirle a la humanidad, pero el destino, que es fatum de la historia, lo sumerge y lo
ancla en un mundo donde la violencia y la muerte están a la orden del día.
Desde
su llegada a Bogotá, Hendrik se propone crear una escuela de música y enseñarle
el arte de las musas a los niños y jóvenes de la ciudad, pero enseguida, se
encuentra con un país xenofóbico y provinciano donde sus dirigentes e intelectuales
(verbigracia, el inefable Canciller Luis López de Mesa de la época que aparece
en la novela), mantienen una posición intolerante hacia los inmigrantes judíos,
que llegaron por Barranquilla, huyendo de la guerra europea, en los años
cuarenta. Como Geo von Lengerke, el personaje de la novela de Gómez Valderrama,
Hendrik quiere huir de una guerra, y se encuentra con otra: la interminable
guerra colombiana.
Pero la
novela de Pardo no sólo se detiene en describir el periplo tanático del joven
músico Hendrik, sino que a través de éste, nos va mostrando la historia de una
ciudad y de un país, en el siglo pasado. Aquí, historia y ficción literaria se
unen como una pareja indisoluble, para poner al desnudo las heridas profundas
de una nación, que siempre se ha resistido a la modernidad. Cuando hablo de
modernidad, no me estoy refiriendo aquí a la modernidad material sustentada en los
autos, los electrodomésticos o los Black
Berry que consumimos a diario, sino a la modernidad de las ideas, que siempre
ha sido avara en nuestro país.
En la
novela del escritor tolimense, a Hendrik le toca sufrir el ominoso episodio que
sufrieron los cientos de judíos, que estuvieron presos y bajo sospecha, en el
Hotel Sabaneta de Fusagasugá; sobrevive en el barrio La Candelaria a la
turbamulta enardecida, que ante el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, decide
vengar la muerte de su líder; pasa una pequeña temporada en infierno, en los LLanos Orientales donde se iniciaron
las guerrillas colombianas; es testigo del ascenso del grupo M-19 en la década
del setenta; del auge del narcotráfico y del paramilitarismo; cerrando su ciclo
tanático, en la famosa calle del Cartucho de Bogotá, a donde van los deshechables de la sociedad.
El pianista que llegó de Hamburgo representa
el fatum trágico de los hombres, que
queriendo robarle el sol a los dioses -como Prometeo-, sucumben ante la
historia, que no perdona ni a los músicos.
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Publican 'El pianista que llegó de Hamburgo' (Cangrejo Editores)
Las tragedias de la historia y la música como redención
Por: Luz Mary Giraldo * / Especial para El Espectador
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Publican 'El pianista que llegó de Hamburgo'
(Cangrejo Editores)
Las
tragedias de la historia y la música como redención
Por:
Luz Mary Giraldo * / Especial para El Espectador
EL ESPECTADOR
.com 12 Mayo 2012 - 9:00 pmhttp://www.elespectador.com/impreso/cultura/articulo-345697-tragedias-de-historia-y-musica-redencion.
impreso: 13 de Mayo
Una mirada crítica a las novelas de Jorge Eliécer Pardo sobre la persecución nazi y el horror de la
muerte en parangón con la violencia en Colombia. (* http://jorgeepardoescritor.blogspot.com/2010/02/mi-biografia.html?utm_source=BP_recent )
El Bogotazo y el holocausto nazi se contraponen en la ficción novelesca
del escritor tolimense. / Archivo - El Espectador
Años después de
conocer las travesías de las Weismann por Europa, antes de llegar a algún
rincón de esta América, seguimos los trayectos de Hendrik Joachim Pfalzgraf,
quien, como ellas, llega a Colombia huyendo de la Segunda Guerra Mundial y se
encuentra con el estallido de la Violencia partidista. Estamos ante dos novelas
y dos momentos históricos paralelos: El jardín de las Weismann (1982),
publicada en 1978 como El jardín de las Hartmann, y El pianista que llegó de
Hamburgo (2012). En las dos se debate la terrible experiencia de la persecución
nazi y el horror de la muerte, y se confronta la no menos horrorosa violencia
vivida en nuestro país, desde la muerte de Gaitán. Las dos hablan de judíos
inmigrantes, de seres que pierden su patria y a su manera buscan asidero en la
existencia. En este sentido está en la línea de obras como Gentes en la Noria,
de Simón Brianski, El rumor del astracán, de Azriel Bibliowicz, Los elegidos,
de Alfonso López Michelsen, El salmo de Kapplan, de Marco Schwart y Los
informantes, de Juan Gabriel Vásquez. Además, esta novela de Pardo pone en
contexto la realidad colombiana, al hablar de desplazados que han debido
abandonar sus territorios en busca del lugar que está en ninguna parte y que
puede llegar a concentrarse en ese infierno que gravita en el submundo de la
gran ciudad, alegoría de la diversidad de factores en conflicto que al
prolongarse a nuestros días han alimentado nuestro propio desastre.
El aquí y el allá
se entrecruzan, al relacionar por alusión y evocación hechos históricos de
otras partes, como la terrible Noche de los Cuchillos Largos o el énfasis con
el que los Camisas Negras quisieron imponer el fascismo italiano, o La Noche de
los Cristales Rotos asumida como una forma de venganza de Hitler contra quienes
no estuvieron a su favor, que se asocian a la ficción de un niño que se hace
adulto sintiendo que la “guerra tomaba el camino del no retorno”, un niño que
entendía que “donde acaban las palabras empieza la música” y que debía salir de
Alemania en junio de 1940, conducido por su tío Azriel hacia Norteamérica en
busca de la tierra prometida. Sería un viaje sin regreso, que después de varias
peripecias desviaría a Barranquilla y luego a Bogotá, en épocas del gobierno de
Eduardo Santos. Se trataba de sobrevivir a costa de todo en un país que cerraba
las puertas a los inmigrantes y que afirmaba como “un fenómeno comprobado en la
historia universal”, según palabras autoritarias de uno de sus representantes,
Luis López de Mesa y reafirmadas por un presidente conservador, quien decía que
“el semita es el enemigo del país donde reside y está siempre listo a dañar a
aquel país que lo acoge”.
Si las bellas
alemanas de la primera novela encontraron sitio en un lugar andino donde los
jardines florecían, y donde lograron distraer las angustias de las guerras que
suceden como espejos enfrentados, atrajeron las ternuras del amor para
reivindicar el deseo de vivir en toda su genealogía, Hendrik, el personaje de
esta novela de Jorge Eliécer Pardo, el judío alemán de ojos azules, cabellos
rubios y ensortijados que quedó huérfano a los dos años y tuvo que soportar
encerrado en un sótano hasta huir como desertor, ese transeúnte impenitente que
ama la música y los pianos, busca en muchas partes un lugar o, mejor, busca
hogar para encontrar sosiego, al hallar el amor también encuentra la plenitud y
también jirones de miseria en el abandono. La guerra que lo obliga a huir se
prolonga como una pesadilla que resuena en su trayecto vital durante su largo
medio siglo en Colombia: “huía de la guerra pero la guerra lo persiguió
siempre”, dice la voz narrativa al comienzo, lo que a su vez anuncia en las
primeras páginas una suerte de destino signado por su genealogía, en esos
padres que estuvieron unidos por la desgracia de la guerra; pues ellos no
imaginaron jamás “que su único hijo viviría, muy cerca y en su frágil corazón
de artista, la violencia, en remotas tierras americanas”.
Novela de
inmigrantes, de historia, de ciudad, de aprendizaje o iniciación, de amor y
tragedia, narrada por una voz omnisciente que entra y sale del personaje
mientras construye el relato que acompaña hechos o situaciones históricas y de
ficción, en un avanzar de manera lineal pero a la vez jugando con tiempos y
espacios, así como entrecruzando discursos históricos, políticos, de otras
ficciones, de poemas, de personajes, del cine, de la música, del arte, de
fotografías que miran, acusan y reflexionan, todo ello en un franco diálogo de
textos que dan vida a la época o a los lugares referidos. Es importante
destacar la presencia de los pianos y sus marcas, los fragmentos de partituras
y las fotografías que parecen sostener las paredes, pues con ellos se muestra
una historia de retazos y de referentes que se desvanecen.
Como toda novela de
inmigrantes que se abren camino en la nueva sociedad a la que arriban, El
pianista que llegó de la guerra lee y confronta la historia y la política
nacional, y en algunos aspectos revisa la de Europa, particularmente la del
Holocausto en esa primera mitad del siglo XX. Si el personaje se abre camino
como músico en la ciudad gris en la que estalla el Bogotazo, también encuentra
refugio en la creación de una familia que una vez constituida lo abandona a su
suerte en el territorio colombiano, para verse sujeto a nuevas experiencias
vitales que lo hacen retomar constantes procesos de iniciación. De ahí que
podamos leerla también como la reiterada aventura de viaje de un personaje
sometido a permanentes desplazamientos que en sí mismos son rituales de
iniciación y purificación: cada lugar que convierte en su sitio de vivienda o
de exploración (Bogotá, Villavicencio, la Selva, el Cartucho), cada encuentro
con otro, cada relación amorosa, cada irse y volver, en fin, cada uno de sus
trayectos y travesías es una forma de conocimiento y de comunicación que se
fortalece con la música: de ahí la presencia de la escuela o la enseñanza de la
música, la imagen imponente de los pianos que van y vienen redimiéndolo, de ahí
el dolor de la pérdida de aquellos importados de Alemania que mueren consumidos
por el fuego del 9 de abril de 1948.
Una de las
modalidades de las epopeyas es la del viaje del héroe, quien cumple ciclos de
aprendizaje hasta convertirse en personaje representativo. Hendrik encarna al
héroe moderno que pasa de la epopeya a la novela. A diferencia del personaje
clásico es, pues, un antihéroe que no regresa a casa para morir y encontrar
honor y gloria, es más bien un inestable individuo que viaja, busca abrirse
camino, conoce, aprende, se relaciona con otros y generalmente estos son
“ángeles guardianes” que no sólo lo ayudan, acompañan y compensan, sino lo
orientan y le abren ventanas. Son relaciones incompletas. Sólo la música,
dondequiera que vaya lo libera, lo redime, lo hace menos infeliz. En sus
momentos más álgidos, cuando no compone, interpreta un concierto, generalmente
el Numero Uno de Brahms, con un instrumento imaginario. Algo de Schumann, de
Chopin, de Debussy, un arpa que se rasgue en el llano, una canción o una lied
que rompan el aire. Para él, como para Niestzche, “sin la música la vida sería
un error”, pues, como dice quien narra: “La música alejaba los malos espíritus
llamando a los buenos, que lo ayudarían a ser menos infeliz”.
La violencia que lo persigue se convierte en termómetro de una época, de
unos países y de la Historia: por un lado sus reiteradas pesadillas que
entretejen el pasado de la patria abandonada o la presencia de una mujer ideal
que lo sostiene; por otro, el desangre que inunda a Colombia durante casi todo
el siglo con las imágenes de los descamisados, las de los pájaros y los
chulavitas, las de las guerrillas liberales y sus personajes legendarios, las
de las dictaduras, las de los camaradas, las de las componendas políticas, las
de las mafias, las del MAS y tantas otras que sumadas entre sí muestran no sólo
el resquebrajamiento de la sociedad y del territorio, sino la confluencia del
desastre histórico.
La ciudad, Bogotá, se muestra hecha y deshecha; se reconoce en ella la paradoja: los desastres modernizan las urbes, ya que de la destrucción surgen los proyectos modernizadores que como la violencia, van aboliendo todo vestigio de memoria o van reconstruyendo lo perdido, armando lo nuevo con necesarias transformaciones arquitectónicas; en la ciudad se percibe el crecimiento demográfico causado por el desplazamiento, así como la creación de avenidas, del velódromo, del hipódromo, del estadio, de las casas Tudor y el estilo inglés, del desplazamiento de la Candelaria a Teusaquillo, a Chapinero, al norte, como una de las formas de tránsito social. Y si ella se desarrolla, también desde ella se nombra al país aludiendo sucesos o personajes emblemáticos que sugieren hitos históricos y fechas satisfactorias, “terapia del olvido histórico”: Luz Marina Zuluaga es elegida Miss Universo; Ramón Hoyos gana la vuelta a Colombia, se crea el Frente Nacional; en busca de estabilidad se viven “cacerías de brujas”, hasta llegar a un hecho culminante: el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla. Así pues, desfilan, como una marcha fúnebre los años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, prolongándose hasta la década de los noventa para mostrar un sitio sincrético y definitivo, alegoría de la devastación y la decadencia: El Cartucho, esa suerte de centro del dolor, del horror y la nada, suma de la historia y del despojo, lugar de los “hijos de los hijos de los menesterosos que desde el siglo XIX estuvieron asistidos en el Asilo de Mendigos (...)”. Lugar donde “se juntaban no sólo los que provenían de la miseria absoluta de la ciudad sino los espoleados por la guerra y el desamparo. Allí convergían de distintas zonas del país, primero con sus familias y luego desmembrados por la cloaca que todo lo destruye.”
La ciudad, Bogotá, se muestra hecha y deshecha; se reconoce en ella la paradoja: los desastres modernizan las urbes, ya que de la destrucción surgen los proyectos modernizadores que como la violencia, van aboliendo todo vestigio de memoria o van reconstruyendo lo perdido, armando lo nuevo con necesarias transformaciones arquitectónicas; en la ciudad se percibe el crecimiento demográfico causado por el desplazamiento, así como la creación de avenidas, del velódromo, del hipódromo, del estadio, de las casas Tudor y el estilo inglés, del desplazamiento de la Candelaria a Teusaquillo, a Chapinero, al norte, como una de las formas de tránsito social. Y si ella se desarrolla, también desde ella se nombra al país aludiendo sucesos o personajes emblemáticos que sugieren hitos históricos y fechas satisfactorias, “terapia del olvido histórico”: Luz Marina Zuluaga es elegida Miss Universo; Ramón Hoyos gana la vuelta a Colombia, se crea el Frente Nacional; en busca de estabilidad se viven “cacerías de brujas”, hasta llegar a un hecho culminante: el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla. Así pues, desfilan, como una marcha fúnebre los años cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, prolongándose hasta la década de los noventa para mostrar un sitio sincrético y definitivo, alegoría de la devastación y la decadencia: El Cartucho, esa suerte de centro del dolor, del horror y la nada, suma de la historia y del despojo, lugar de los “hijos de los hijos de los menesterosos que desde el siglo XIX estuvieron asistidos en el Asilo de Mendigos (...)”. Lugar donde “se juntaban no sólo los que provenían de la miseria absoluta de la ciudad sino los espoleados por la guerra y el desamparo. Allí convergían de distintas zonas del país, primero con sus familias y luego desmembrados por la cloaca que todo lo destruye.”
Hendrik, es un
personaje nacido en la guerra y perseguido, alimentado y devorado por la
guerra. Gran paradoja para un individuo “que salió de Hamburgo huyendo de la
guerra y que no era más que un expatriado que pretendía esconderse del
exterminio”. Nacido para el amor, el amor lo atrapa, lo abandona y destruye. Ya
el autor había explorado el tema del amor en sus obras anteriores,
particularmente en Irene y en Seis hombres una mujer. Paradoja para alguien que
encontraba en la poesía de Hölderlin la resonancia de sus propios sentimientos:
“¿No es más bella la vida de mi corazón/ desde que amo?”. De ahí que leída como
novela de amor, es claro que éste es remanso, refugio, amparo, sin embargo, los
amores aquí son trágicos, pues no alcanzan la plenitud salvadora: abandonan y
se ausentan, dejan en orfandad, en una soledad delirante que desequilibra y
destruye.
Como en tantos
autores contemporáneos, en esta novela de Jorge Eliécer Pardo, el arte es la
única salida: en este caso la música que, contrario al amor y su muerte,
acompaña. Es arte supremo, verdadera iniciación, fortaleza, redención,
religión, es decir, en sentido estricto, religare, unión profunda, vibración
del oído al corazón.
*Poeta y profesora de la Universidad Nacional de Colombia.
Acaba de publicar Llévame como un verso –Canciones del exilio–.
Acaba de publicar Llévame como un verso –Canciones del exilio–.
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Luz Mary Giraldo * / Especial para El Espectador |
Elespectador.com
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* Se actualiza periódicamente. Mayo 8, 2012. Mayo 12 y 13, 2012
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