lunes, 20 de agosto de 2012

LOS TALISMANES DEL HUMOR. Por JUAN MANUEL ROCA

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* Se actualiza periódicamente. Agosto 20,  2012

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LOS TALISMANES DEL HUMOR

“Nada es más despreciable que un ingenio triste”.
           Friedrich Schlegel

JUAN MANUEL ROCA


Fotografía: María Isabel Casas Rde NTC …


Vamos a ir, así como lo pedía Jack el Destripador y como ya se ha hecho una expresión popular, por partes. Lo primero es recordar que la palabra talismán señala algunos objetos a los que se les asignan virtudes portentosas, entre ellas las de acompañar de buena suerte al poseedor del objeto.
Dentro de la literatura, como ocurre con todo lo que es refractario a la solemnidad y a la chatura del mundo, el humor resulta una suerte de talismán, una especie de trinchera para soportar los embates de la oscura y circundante realidad del mundo.
Entre tantas vertientes como tiene el humor literario, ese escudo que nos legó, por ejemplo, el malicioso Miguel de Cervantes, ese espejo que nos ayuda a reír de nuestra propia desgracia a pesar de un caballero tan trascendente como don Quijote de la Mancha; entre tantas visiones del humor literario como la hiriente y escatológica de François Rabelais, un libelista que hace del grotesco un carnaval de espejos deformes a través de sus aplastantes personajes de Gargantúa y Pantagruel, hay un humorismo de estirpe cruel y disolvente: el humor negro que ha acompañado a muchos notables escritores de los tres últimos siglos.
Me centraré en algunos de ellos. El humor negro es una poderosa herramienta para defenderse de la medianía, de la mediocridad y de los aires cómicos de grandeza que han acompañado a los hombres desde el período glaciar hasta la época del calentamiento global.
El texto que titulo así, Los talismanes del humor, pretende hacer una aproximación a ciertos momentos de esa materia acre, corrosiva, que recorre tantas espléndidas páginas a través de un sinnúmero de autores y de temas que se solazan en mirar la tragedia humana con sorna y con criticidad. No es fortuito que los mejores equívocos ligados al humor que rebasan el chiste de ocasión, que las más agudas paradojas, se nos ocurran casi siempre en los velorios.
Quiero empezar con una referencia a Rimbaud, un autor intemporal a quien considero un hombre del siglo XIX, del XX y de lo que va del XXI, un tiempo de asesinos, porque en su ironía nos entregó un talismán contra las pompas de la patria, esa palabreja manoseada a cada tanto por los más autocráticos personajes de la vida real y de la otra.
Cuando Rimbaud supo que le iban a erigir una estatua, dijo que sólo la aceptaría si una vez levantada le permitían hacer balas con ella para dispararle a los franceses, a sus llamados compatriotas.
En lengua franca podríamos decir que Rimbaud nos legó su temor a la patria pero también su fobia a la posteridad. Cualquier hombre sensato que haya leído ese pasaje –real o ficticio- de la vida del autor de “Una Temporada en el Infierno”, tendrá en él un arma para defenderse de cualquier entrada en la edad de bronce, en la gloria que al decir de un viejo filósofo es el sol de los muertos. Y para defenderse, también, de los ritos sociales acaballados en el honor y el reconocimiento.
El humor negro es siempre la vuelta de tuerca de la realidad, la mirada feroz del que no se conforma con lo ya visto. Ese placer humorístico es llamado por André Breton  “el único comercio intelectual de gran lujo que nos queda”.
En ese comercio uno de los tiros al blanco preferidos es el de la solemnidad poética. Cuando Alfonso Reyes dice que hasta los perros sienten la necesidad de ladrarle a la luna llena, pero eso no es poesía, crea una contra-heráldica, nos permite reír inclusive de algo tan sacralizado y frío como la luna de algunos románticos. Esa frase del escritor mexicano puede convertirse en un talismán contra los temas preconcebidamente poéticos y en prevención de las palabras de esa misma naturaleza.
Hay en la tienda del humor negro talismanes para todos, engastados en oro o en cobre, en engañosa y humilde hojalata, envueltos en sedas o en trapos olvidados y andrajosos.
En el blanco tenderete de Alfred Jarry, por ejemplo, podemos recibir un talismán contra los poderes establecidos y la seguridad que emanan los grandes dignatarios.
Su patafísica “es la ciencia de las soluciones imaginarias y las leyes que regulan las excepciones”, una revuelta anti-cartesiana”, “esa aceptación sin vergüenza de nuestro lado grotesco”.
Ese talante-talismán fue aprehendido por unos contemporáneos a destiempo de Jarry, por un clan de activistas del absurdo que dio en el clavo cuando fundaron el Colegio de Patafísica, un recinto ácrata que entregaba títulos estrafalarios -desde su fundación en 1950- a los que ingresaban en aquella cátedra de anti-academia.
El Colegio de Patafísica, en el que tuvieron cabida escritores como Eugenio Ionesco, Boris Vian, Jean Genet, Max Ernst, Italo Calvino, Raymond Quenau, Georges Perec y Jacques Prevert, entre otros buenos ejemplares de la raza de Jarry, abrió al pensamiento libertario una posibilidad de hacer zumbar la mosca en la nariz agileña del orador.
Boris Vian, el extraordinario escritor del “El amor es Ciego”, se recibió allí con el título de Sátrapa. Era, de nuevo, una mirada carnavalesca de algo tan hueco y engolado a la vez como la Academia, como esa institución inamovible a la que llevó su severo informe un simio, en una memorable obra de Kafka.
Con Ugo Fóscolo los patafísicos podrían decir que la seriedad siempre ha sido amiga de los impostores. De aquellos sobre los que prevenía Baudelaire en su espléndido texto sobre “La Esencia de la Risa y en general de lo Cómico en las Artes Plásticas”, a quienes llamaba “ciertos profesores llenos de seriedad, charlatanes de la gravedad, pedantescos cadáveres salidos de los fríos hipogeos de los Institutos y aparecidos entre los vivos, como ciertos fantasmas avaros, para sacar algunos céntimos en complacientes mediaciones”.
El objeto que nos entrega Baudelaire a propósito de lo caricaturesco y de la risa, no es una medalla, un camafeo, una pata de conejo para la buena suerte, es un verdadero talismán para cruzar entre los dogmas de cada día. Por eso los llamados sabios, los que supuestamente ni ríen ni lloran sino entienden, y que en palabras del mismo Baudelaire poseen “el formulario divino”, “se detienen al borde de la risa como al borde de la tentación”.
Resulta de nuevo de gran comicidad ver el talismán de una mosca posada en la nariz de un orador.
En la alacena de los grandes talismanes, al lado del que nos regaló hace una buena lonja de años el señor Baudelaire, podríamos guardar para le memoria y para seguir defendiéndonos de la solemnidad el aserto de Ambrose Bierce sobre el muermo académico.
Solía decir el gran diccionarista del diablo que la academia es originalmente “una enramada en la que los filósofos buscaban un sentido en la naturaleza; ahora es la escuela en la que los imbéciles buscan un significado en la filosofía”.
Desalojada del aula, la risa se refugia en su carácter subversor no pocas veces y acude, como quien va al médico, al humor. Frente a la fatuidad profesoral siempre es bueno recordar que un fantasma recorre el mundo: la febril y transgresora ironía.
El verdadero humor produce no pocas veces muecas de desafecto porque corroe las poses de la estatuaria, la aspiración divina y por lo tanto cómica del hombre.
El humor negro es el anarquista de los humores, algo o alguien que no admite sobre sí ningún gobierno. Por eso casi siempre entra en combustión con los grandes ademanes religiosos, morales, legalistas, patrióticos, estatales.
Habría que recordar a Franz Kafka y las extraordinarias parábolas sobre estos tópicos tratados con un humor lacerante y universal. El auténtico humor es “lingua franca”, idioma rearmado por todos los hombres y es lo que hace que los rusos vean a don Quijote como suyo y que Chaplin sea un paria de todos los países y que nunca podrá ser, la expresión es del anarquista Herbert Read, “un jarabe sedativo”.
Cualquier hombre, de cualquier lugar, puede contar con tan eternos talismanes.
Muy seguramente habremos de recordar a cada tanto lo señalado por Giancarlo Satagnaro sobre ese sentido de lo cómico que pasa como otro fantasma por el telón de fondo de la gran tragedia humana. Para este, creo que como para Walter Benjamin “la risa y el aleteo son parientes”. Afirma, palabras más y sobre todo palabras menos, que “la desmitificación del arte –de la literatura en particular- y la entrega total a los poderes de la imaginación y la voluntad lúdica son los indestructibles baluartes de la patafísica”.
Cuando Alfred Jarry traza la cinegética del ómnibus y lo ve como un gran paquidermo “en el territorio parisino” cuya carne no resulta en absoluto comestible, un gran monstruo muy de la estirpe de las bestias de Lautreamont que se aparean con el horror, no hace más que crear una nueva heráldica de cuño surreal, un aparato para torcer cuellos de cisnes, para abandonar las alegorías de una zoología doméstica.
Los animales, que según Bergson no tienen comicidad sencillamente porque desconocen el sentido del ridículo, a no ser que a alguien le resulten cómicos esos videos que hacen los aficionados en la pecera idiota de la televisión, han sido revisitados en la literatura, naturalmente sin su permiso. Y, por supuesto desde una cinegética, que es el arte feroz de la cacería.
Desde niños quisimos cazar tigres en las selvas de Emilio Salgari y ballenas blancas en los mares de Herman Melville. Fue bochornoso robar frutas en el mercado para tentar al ruiseñor de Keats que siguió sin cantar en nuestra rama. Los pulpos de Lautreamont hicieron su ballet de ausencias.
El pájaro pintado a la manera de Prevert pocas veces se posó en nuestra ventana. Nos cansamos de leer las horas en los ojos de los gatos chinos de Baudelaire. Al trote fuimos en el burro de Vallejo, de su burro peruano en el Perú. Sufrimos del albatros la lacerada angelidad de los poetas pero el tigre de Blake brilló en la selva del poema.
Fuimos a una cena en la mansión de los murciélagos del Popol Vuh.                                                                                       
Hasta las vulgares moscas de Machado posadas sobre cartas de amor movieron nuestra extraña simpatía. Las pulgas de John Donne fueron expertas en mezclarle la sangre a los amantes.
Hubo abejas que libaban en versos de Valery, más que en los nardos.
Los cocuyos de Tablada fueron la lámpara de los caminos. Las anguilas de Montale nadaron sin descanso de las aguas del Báltico a nuestras playas de lino.
Celebramos los sapos de Whitman que coronan la obra de Dios, los córvidos de Poe, los caballos griegos que rumian hojas de laurel.
Todo fue emblemático y celebratorio: ofidios, equinos, batracios y quelonios. Pero el tigre no tuvo paz en la selva de nuestro apetito ni la ballena pudo viajar al Sur sin ser arponeada ni sufrimos el espanto del pulpo bajo las explosiones.
El gato chino detuvo el reloj de sus ojos por séptima vez. El burro peruano rodó desde un risco de los Andes. Los sapos dejarán de croar de amor cuando acabemos de secar todos los lagos ¿Y el tigre? El tigre se cansó de saltar de la palabra rama a la palabra ciervo. Aún así, seguimos festejando sus falsos poderes emblemáticos. Pero ninguna bestia celebra que ampliemos cada noche el reloj de arena del desierto.
El arte es el culto del error decía en una de sus agudas reflexiones Francis Picabia y luego seguía errando. Por eso podía decir, pastoreando dudas: “Los gatos que miran a los pájaros/  tienen ojos que piensan/ los pájaros que miran a los gatos/ tienen ojos que dudan/ los míos se cierran para meditar sobre los milagros”.
En cada creador de humor negro hay un objetor de conciencia, alguien que no se resigna a mirar por el mismo lado del catalejo. Por eso no se explica muy bien por qué se ha ido perdiendo en la crítica social la posibilidad de usarlo como herramienta política.
Quizá el hombre político, y entre ellos nuestros historiadores y sociólogos, teman al humor por no parecer evasores, porque la seriedad es la madre de las supuestas grandes verdades. Verdades como el nazismo o el estalinismo crecieron como la verdolaga gracias a la cerrazón ideológica frente al humor. Los verdugos no ríen. Quienes acuden al expediente del humor negro en política, como lo hacen aún algunos de los anarquistas, son vistos desde la orilla desdeñosa de la academia como funámbulos, como artistas de la cuerda floja. Así, Jonatan Swift, el gran crítico de su sociedad y de su Estado, pudo pasar por las narices de algunos sin que notaran el acento político y virulento de su obra y su revuelta contra todo lo gregario. “Los viajes de Gulliver”, ese “malicioso libro político”, según palabras de Ray Bradbury, habría sido blanco de persecuciones o, por lo menos, de diatribas. Swift, desde un talante ácrata de cuño individualista, solía decir: “siempre he detestado las naciones, profesiones o comunidades, y solo puedo amar a los individuos”.
La obra toda de Swift es asaltada a ramalazos por el humor negro. En uno de sus tantas veces reproducidos “pensamientos sobre diversos temas morales y entretenidos”, escribió esta sentencia social: “Quien camine por las calles verá, sin duda, las caras más alegres en los carruajes enlutados”. Es como si la musa del humor portara en su mano calcárea más que un talismán una suerte de necrómetro, de reloj para medir las horas de los vivos y los muertos.
El veneno que se destila en las páginas del humor negro, qué bien lo trasvasó de la literatura universal a su acre perfumario André Breton cuando hizo su legendaria “Antología del humor negro”, hay que saber utilizarlo de manera virtuosa, sobre todo cuando se practica una voraz autofagia, una burla de sí mismo, y dosificarlo como lo hacían las brujas de la Edad Media. El exceso de transgresiones puede acabar por atediar al lector, como ocurre con muchas páginas del Marqués de Sade.
Lichteneberg, que portaba en su espalda una suerte de morral de carne pues era en su aspecto físico de la estirpe del jorobado de Notre Dame, decía alimentar su humor de su propia condición: “mi hipocondría, a decir verdad, es un talento especial que consiste en saber extraer de cada incidente de la vida, sea cual sea el nombre que lleve, la mayor cantidad de veneno para mi propio uso”. He ahí al dueño de los venenos que los dispensa como quien reparte una ostia negra, un oscuro talismán.
El absurdo que nutre tanta gran literatura, lo saben desde Nicolai Gógol hasta Julio Torri, desde Albert Camus hasta Juan José Arreola, nos ayuda a fijar límites a la llamada realidad pero también nos ayuda a no ser de esta parroquia.
A propósito de universalidad, es bueno volver a Kafka y su pueblo de ratones. Y asistir al ridículo de Josefina la Cantora, una deplorable cantante que no obstante emitir una tanda de chillidos, resulta perdonable para un pueblo sufriente, para una masa humana acostumbrada a las malas noticias y a la muerte, para una gleba desdeñosa de su historia y engreída de su fuerza, para un conglomerado social unánime y gregario y a la vez lleno de una rara astucia para trampearse la vida, que siente como una rutina el encabalgamiento de desgracias y de amenazas permanentes. Me parece inevitable leer el relato kafkiano y pensar de inmediato en Colombia, en la radiografía imaginaria y adelantada de este país.
La cosa va así: los conciertos de la desastrosa cantora, en medio de la miseria espiritual de su pueblo, resultan apenas unas pequeñas copas alegóricas para beber unos sorbos de paz. Cómo no pensar, me pregunto, de manera análoga en una realidad como la nuestra. Bastaría con cambiar el nombre de Josefina, la cantora, por el espantoso cantante que aglutina multitudes mientras iza en una bayoneta, como si fuera una bandera patriótica, una camisa negra como el presente.
Con escritores como Kafka (apellido que en checo quiere decir grajo o cuervo o pajarraco negro), un verdadero gigante de humor lacerante y universal, me parece que el sofisticado y a la vez sencillo argumento de Henri Bergson que señala al humor cambiante de cada parroquia, pierde por nocaut. Somos de muchas parroquias. Ya lo había dicho en términos geopolíticos Ambrose Bierce cuando definía en su diccionario del averno la palabra cañón: “Instrumento empleado en la rectificación de las fronteras nacionales”.
Sin hipérboles, creo que el humor rectifica también las fronteras, es un instrumento para descreer de los nacionalismos, de las falsas geografías.
Ese de Kafka es un talismán que reemplaza un pasaporte, una visa para no respetar las aduanas de la ficción. Kafka mismo es el aduanero o el cambia-agujas que nos hace ver la realidad desde los rieles de un tren imaginario. “Tengo el deseo de ver las cosas tales como son antes de que yo las vea. Deben ser muy hermosas y tranquilas”, decía el mismo Kafka, que a cada tramo de su vida constataba los límites del absurdo en la realidad, a sabiendas de que la capacidad de percepción de la sin razón del mundo es privativa del ser humano.
Ni un perro ni una canario ni una cama parecen tener idea del absurdo, aunque ligados como están a la vida del hombre puedan sufrir un aparente contagio, unas ráfagas de locura o de extrañamiento frente a algunas alteraciones de la naturaleza. Pero de esas ráfagas de absurdo es el hombre quien se vuelve su centro. De eso da cuenta con un humor lacerante “La metamorfosis”, una expedición por el absurdo pero sobre todo una exploración del alma humana, un talismán para recibir la visita de lo inexplicable. Sin embargo el propio Kafka advierte sobre el recetario en el que puede caer lo real maravilloso cuando afirma: “leopardos irrumpen en el templo, luego esto se puede prever y se convierte en rito” y es como si dijera que es más poderoso el asombro que su elaboración última.
A Topor, un genio del dibujo y escritor pánico de la tribu de Alejandro Jodorowsky, le debemos varios talismanes para soportar la pesadilla del mundo. Entre esos extraños talismanes recogidos en su libro “Acostarse con la reina y otras delicias”, como en su novela que dio nacimiento a “El inquilino”, el terrible filme de horror psicológico de Polanski, hay uno que se avecina con el humor negro para hacer el descubrimiento de secretas analogías manuales entre la celebración y el abucheo. Cito este talismán titulado “Mal Público”, confiando en que no hagan conmigo lo sentenciado al final del relato:

“Me había hecho tantas ilusiones por asistir al recital del gran pianista italiano Celestino Ascala, que maldecía al conductor del taxi que me llevaba a la sala Gaveau. Parecía complacerse en rivalizar en lentitud con los peatones.
Cuando por fin llegué, fue con tal retraso que nadie me pidió la localidad. Corrí a mi palco, pero cuando iba a empujar la puerta, los aplausos estallaron, vigorosos, nutridos; un triunfo.
Apareció una acomodadora perturbada.
-Ha terminado, entonces? –le pregunté.
Y como no me respondiera:
-¡Qué éxito! ¡Nunca he oído aplaudir de esa manera!
Ella me miró, estupefacta.
-¿Aplausos? Pero señor, es horrible, hay que hacer algo, están abofeteando al virtuoso”.

Y es como si Topor recordara la frase cáustica del anarquista Max Stirner, de ese resabiado alemán que estuvo en la mira burlona de Federico Engels en las veladas hegelianas, y que ante los gritos de los levantiscos antimonárquicos que vociferaban: “Abajo el Rey”, Stirner agregaba entonces “Abajo también la ley”. Pues bien, este anarquista se burlaba de la llamada superioridad cuando afirmaba: “los grandes lo son sólo porque estamos de rodillas”.
He ahí un talismán para hombres erguidos, para seres que no admiten la llamada pirámide social. Este objeto portentoso se puede adquirir en las bodegas libertarias que han sido nutridas desde Henry David Thoreau hasta Lewis Carroll.
Ahora volvamos a visitar al deslenguado Topor. De él afirmaba Gabriele Rolin: “Alicia en el País de las Maravillas tenía un hermano a quien enseñó el arte de atravesar los espejos. Pero olvidó enseñarle a volver sobre sus pasos, y así Topor sigue vagabundeando al otro lado del espejo. Si sus mensajes los desconciertan es porque presentan una imagen invertida de la realidad. Y nos apresuramos a reír por temor de echarnos a temblar. Ya que este mundo subvertido no es nunca, en absoluto tranquilizador. Liberados de su posición tradicional, los objetos y las gentes se deslizan hacia el absurdo y, parodiando a sus modelos, se ordenan en una convincente pesadilla. Nuestros pequeños horrores cotidianos adquieren proposiciones monstruosas y nuestras certezas nos sacan la lengua”.
Sitiados como estamos por la mediocridad y por el adulterio de ideas, por los pases hipnóticos del acomodo social, el humor vuelve a ser lo que fue antaño: una suerte de barricada que aún le queda al fuera de lugar, al contrario del inserto en el engranaje, del asimilado que es una especie de avestruz que esconde su cabeza en la tierra o en la arena para engañarse a sí mismo.
La buena literatura es un arsenal de talismanes, pero hay que irse con cuidado frente a algunas simonías, a las falsas enseñanzas propias de los que venden o compran sin reparo asuntos espirituales.
Los talismanes legítimos, esas piezas poéticas o literarias que nos acompañan a lo largo de una vida, resultan entonces ser lo contrario de las falsas argumentaciones de los sofistas, de los vendedores de humo que muchas veces se truecan en ideólogos y en dictaminadores del arte a su servicio.
En muchos de estos episodios de la literatura emerge la sátira, llamada así en evocación de los sátiros, de aquellos semidioses campesinos que ponían en solfa, en la antesala del ridículo a los humanos, a sus costumbres y sus cosas.
La sátira tiene la ventaja de rodear al objeto de la burla. Según palabras de Swift, “la sátira dirigida contra todos no es sentida como una ofensa por nadie, pues cada uno por su cuenta puede pensar audazmente que va dirigida contra otra persona”.
Tal vez por eso los dardos disparados contra sí mismo hacen a veces mejor diana en los otros, es una forma de ser otro y por esa vía evadir lo que puede resultar ofensivo, lesivo para los demás.
Una de las formas casi sacramentales con las que el pueblo se ríe del poder, de sus formas, de sus autos de fe y sus artilugios, se establece en la sátira. Esta se vuelve entonces una suerte de reivindicación popular a través de la imaginación. Como ocurre con una contra-fábula de Gesualdo Bufalino que transforma la realidad sólo porque los oyentes han sido bien educados en la obediencia y en la conmiseración.
Dice la pequeña parábola de Bufalino: “¡El rey está desnudo!, gritó el niño. No era cierto, pero nadie entre la multitud tiene el valor de contradecir a un niño ciego”.
La verdad es que un tema tan amplio como el mundo, tan ancho a la vez y tan ajeno como es el de la literatura de o con humor, no permite otra cosa que señalar sino algunos momentos que permanecen en la memoria o en los libros, que también son memoria.
No me queda más que señalar desde la infidencia la importancia que para mí tiene el humor.
Ángel de la guarda, el humor me ha salvado frente a los embates de un país donde no podría vivirse si no se contara con su extraña y gruesa coraza.
El humor es lo que me ha permitido trabajar varios años en un periódico aún después de recordar una frase de Gino Ceronetti citada por Cioran en sus “Ejercicios de Admiración”: “¿cómo una mujer embarazada puede leer un periódico sin abortar inmediatamente?
El humor me ha salvado del miedo en un país cruento, campo de guerra. El humor me ha resguardado de enemistades aunque también me las ha granjeado, campo de guerra.
El humor me permite burlarme de mí mismo, espejo insumiso, cóncavo y esperpéntico.
El humor entra a saco contra un país de políticos llenos de vacío, anómalo guerrero. El humor atempera mis torpes anhelos de trascendencia, guardián severo.
El humor me hace orarle a un dios estrábico y casero para que su risa se ponga de mi parte.
El humor me hace pedirle a no sé quién, tal vez al santo de los acosados por los dogmas, sin tregua pero también sin las mascaradas del drama, que a cada tanto aparezca en casa tendiéndome la mano con un sencillo talismán en forma de libro o de algo parecido.



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