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NTC ... agradece al autor el envío del texto
y la autorización para publicarlo
RENÉ MAGRITTE, UN TERAPEUTA DE LOS CAMINOS
(Tras una visita al museo René Magritte, en
Bruselas, abril 13 de 2013)
Tras unos días en
Bruselas uno tiene la sensación de que René Magritte es uno de los pintores del
siglo XX que más se ha fusionado en su pintura con su ciudad. Una ciudad donde
unos severos hombres vestidos de negro parece, literalmente, que llovieran
sobre la ciudad, sobre sus tejados rojizos. Se pueden enmarcar muchas esquinas
de Bruselas y ya hay un Magritte entre manos. Unas líneas sobre el gran pintor
y poeta que odiaba “la resignación, el heroísmo profesional y todos los bellos
sentimientos obligatorios”. Que odiaba “las artes decorativas, la publicidad,
las voces de los oradores y los boy scouts”, pero que amaba “el humor
subversivo, las pecas, los sueños de los niños pequeños en libertad, lo
imposible y lo quimérico”, como está escrito en uno de los muros de su museo,
que antaño fuera su casa.
Juan Manuel Roca
“Mis cuadros han sido concebidos para
ser signos materiales de la libertad de
pensamiento”
René Magritte
Se
vuelve a René Magritte como quien regresa al espejo tornadizo, a la ventana
especular en donde no somos siempre los mismos.
Ocurre con este
surrealista tardío, que resulta una especie de bisagra entre los postulados
ortodoxos de ese movimiento y una imaginería racional hecha con episodios
irracionales que logran crear un territorio anfibio entre lo onírico y lo
tangible, que nos atrapa entre las certezas visuales y las dudas que crea
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Cuando los surrelistas
derivaban hacia los análisis y los ecos freudianos, René Magritte respondía
tácitamente con su texto “El verdadero arte de la pintura” y registraba otras
apreciaciones, todas ellas por fuera del foco del psicoanálisis.
André Breton visitó al
doctor Sigmund Freud en 1921, cuando un verdadero peligro, tijera en ristre,
Max Ernst, recortaba jirones de sueño y los registraba en una obra que haría de
él una suerte de aduanero de imágenes entre dos o más realidades, incorporando
a sus visiones las más bellas pesadillas.
René Magritte, un belga
desconfiado y resabiado, duda de todo, particularmente de lo que ve.
De una parte, es
refractario a cualquier vinculación definitiva a un ismo, lo que lo convierte
en un artista antigregario por excelencia. De otra parte, descree de la
interpretación de los sueños precisamente porque sus cuadros tienen mucho de
soñado y de quien lo acepta como una realidad. No le gusta diferenciar, como lo
señala Frazer y como lo recuerda Borges a propósito de los llamados salvajes,
entre las estancias del sueño y las de la vigilia.
“En mi pintura no hay
ningún símbolo”, diría a contramarcha de cierta aceptación por parte de sus
amigos surrealistas de las teorías de Freud.
Duda tanto del lenguaje
que se atreve en dos cuadros de 1927 y de 1930, titulados de manera común “La
clave de los sueños,” a llamar una navaja pintada con el nombre de pájaro y una
hoja vegetal con el nombre de mesa, un zapato de mujer con el nombre de “la
luna”, un martillo con el nombre de desierto.
Así mismo, el título que
le da a una pintura con un paraguas abierto y con un vaso de agua encima, a
medio llenar, no puede ser más elusivo y si se quiere caprichoso: “Las
vacaciones de Hegel”.
Todo esto manifiesta un
clarísimo rechazo a la objetividad. Un desenfado y una manera de ir a su aire
por las verdades estéticas más que por las verdades históricas.
Más bien parece buscar
que los objetos nos revelen su secreto deseo de ser lo que no son, como en las
celebradas y más felices analogías que quieren desentrañar una existencia
secreta, un campo magnético entre dos realidades.
Esto es algo que, de
nuevo, lo instaura en el furor y en el misterio, para evocar a René Char. Esto
es algo, también, que produce siempre el equívoco en medio de un severo, de un
irónico y profundo realismo que hace más fuerte el absurdo o el equívoco que se
adueña de figuras humanas y de objetos.
“El arte, tal y como yo
lo entiendo, se rebela contra el psicoanálisis: evoca el misterio, sin el que
no existiría el mundo, esto es, el misterio que no debe ser confundido con una
especie de problema, por muy difícil que sea”, dijo alguna vez.
Una obra como la suya,
que apunta al desconcierto y al “canto de guerra de las cosas”, no espera ni
hace concertaciones frente al llamado del misterio.
Dice la crítica Martina
Nied que el misterio en la pintura de René Magritte no es de naturaleza
cristiana, que los contenidos de sus cuadros, siempre ambivalentes y por
supuesto paradójicos, apuntan a establecer una desazón total en el espectador,
en el atribulado o perplejo contemplador que “de este modo debe experimentar el
misterio”. Y subraya y remarca la palabra misterio.
En ese sentido, René
Magritte siente afinidades con el primer
arte metafísico de Giorgio de Chirico, cuya obra conoció y admiró hacia 1920.
Lo emocionaba de De
Chirico su percepción del “silencio del mundo”. Y en verdad la quietud de la
estatuaria del metafísico en esas plazas desoladas e insomnes y la quietud de
las figuras de Magritte, parecen compartir
una misma naturaleza. No obstante, y como llevándole la contraria a su maestro,
Magritte, que era un gran titulador de sus cuadros, bautizó uno como “La
estatua errante”.
Hay en las figuras
humanas de ambos, de Chirico y Magritte, un tiempo detenido como el de la mujer
de Lot ante el pasado, una suerte de naturalezas muertas, y acá valdría la pena
recordar cómo Michel Tournier se sorprende de encontrar tan juntas esas dos
palabras paradojales: naturaleza y muerte.
Todo en René Magritte
evoca un prontuario de ausencias, una cierta inminencia y con ello un terreno
abonado para que ocurra el inesperado pero latente milagro, la aparición súbita
de lo postergado o de lo desconocido.
Se trata de un pintor
que padece un hambre de silencios y que tiene necesidad del mundo exterior, se
trata de un hombre con claustrofobia, de alguien que baraja de nuevo los
grandes espacios del afuera y al entrelazarlos a otros contextos vulnera lo que
el doctor Freud -y sus fieles discípulos-, llaman con tanta gracia “el
principio de realidad”.
Cuando busca pequeñas
estancias cotidianas parece hacerlo para encontrar aquello que se nos esconde
tras las cosas, su alma o su esencia, para desenmascarar los vasos comunicantes
que la razón y la costumbre nos impiden entrever, lo que en una de sus pintadas
pipas llama con desenfado “la traición de las imágenes”, como si hubiera una
rebelión objetal, un grito de rebelión de las cosas que buscan ser lo que el
hombre no les asigna en su vida cotidiana.
Esa claustrofobia lo
lleva a hacer de cada cuadro una ventana, como si cada escena, y cada
representación estuvieran vistas a través de ella, al vaivén siempre
sorprendente del adentro y del afuera.
Cómo iba a dejar que
alguien interpretara su sueño diurno de Golconda, ese cuadro donde una lluvia
de hombres de bombín y de abrigo cae sobre la ciudad, como si una llovizna
humana se descolgara sobre las casas monótonas y sus fríos tejados rojizos.
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La legión de hombres
similares como un eco de ellos mismos asomados a una ventana, atrapados en “El
mes de la vendimia”, vuelve a recordarnos que hay hombres que son ecos de otros
hombres, ecos de otros ecos.
Ese sentido de la
repetición, del espejo múltiple, de la tautología, de la tartamudez del mundo,
de la clonación de hombres y de espacios, del sentido de lo individual que
desaparece al reiterarse en la multitud, como en el mitin que logran los
espejos enfrentados, se resiste a la interpretación psicoanalítica.
Una nube de hombres, una
multitud de semejanzas, sin lo que Valéry llamaba “amores propios”, producen
una sensación de agobio intelectual, de vacío.
Imaginen una legión de
desconocidos, una nube de Bartlebys
vestidos a la misma usanza, una serie de nadies o de ningunos atrapados
en un paisaje estático, en un marco propicio para una fotografía de seres calcáreos
y deshabitados. No necesita de más, de ningún ahondamiento psicoanalítico.
Por eso, cuando los
surrealistas, con su buen amigo André Breton a la cabeza, caían de su caballo
deslumbrados por las interpretaciones del doctor Freud, René Magritte afirmaba
que sus cuadros eran válidos porque los objetos son objetos y no son símbolos.
Esto, que lo haría
refractario a las corrientes simbolistas cuando lo más fácil era adoptar esos
canales pictóricos en los que se movía casi todo el arte de su tiempo, fue algo
sostenido con tenacidad por el pintor a lo largo de toda su vasta obra.
No aceptaba el análisis
de imágenes hecho con cernidor, “a sangre fría”. Tal es la evocación que
hiciera su biógrafo y crítico, el también belga Jacques Meuris: “Es terrible
ver a lo que se expone uno cuando pinta una imagen inocente”, decía Magritte
con mucha sorna.
René Magritte siempre
estuvo tocado por lo que llamaría en una de sus obras “la tentativa de lo
imposible”. Que es exactamente lo que ocurre en los sueños, sin pretendidos
simbolismos, sin para qué, sin más motivo.
El egocéntrico Magritte
no teme sin embargo a la ilustración: carteles políticos de su postura
comunista, diseño de cubiertas para revistas y libros, quizá porque aún en
tácito acuerdo con el arte conceptual –lo recuerda Meuris- en el “pintor belga
la idea precede a la obra”.
Para algunos críticos,
como Jacqueline Chénieux-Genchon, “la reflexión de Magritte es extremadamente
intelectualista”.
En cambio, para André
Breton, Magritte lo que hace es que “partiendo de los objetos, de los lugares y
de los seres que agencian nuestro mundo de todos los días, busca restituir con
toda fidelidad las apariencias, pero mucho más lejos, y despertarnos a su vida
latente”; algo que pone en un estadio aparejado o paralelo para el pensamiento
poético.
El pintor belga busca
siempre un quiebre con lo aparente, una transgresión por vías del humor negro y
del hallazgo de esencias en las cosas: “un cojo tiene necesariamente en el
rostro algo que cojea”, solía decir.
A esto apunta Magritte,
a mirar lo que otros no hemos visto de manera real sino inmediata, muy lejos
del trasunto naturalista y fotográfico, aunque a veces juegue con esos dos
aspectos puestos al servicio de refutarlos.
Michel Tournier recuerda
el lema de Paris-Match que exalta “el peso de las palabras, el impacto de las
fotos”, en un texto que nos hace pensar para el arte en René Magritte como una
réplica, como una respuesta diferente a las premisas del periodismo: entrega el
peso de lo no expresado y el impacto de atraparlo.
Ese agredir la
representación sin duda lo avecina con varios de los surrealistas.
El pintor se instala a
sus anchas en una especie de correalidad tan cara a todas las teorías modernas,
adelantándose en mucho a un lenguaje conceptual, pero no olvidándose jamás de
la pintura ni del privilegio poco común que posee el hombre que ve. Que ve y
que sabe dar de baja lo que le sobra a su realidad.
Va, en el plano de una
controlada libertad y de una videncia ejercida a voluntad, más allá que casi
todos los surrealistas en busca de un maridaje de lo concreto con lo abstracto,
en una yunta que espanta toda certidumbre y todo juicio convencional.
Volver a su obra es
regresar al encuentro con una verdad estética sin par.
Es como si el viejo
“terapeuta de los caminos” nos visitara de nuevo y repitiera su cada vez más
clara idea de que “el progreso es una idea sangrienta”. Repasar su obra es
recordar, una vez más, que sólo lo auténtico permanece.
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