martes, 24 de septiembre de 2013

UN CUADRO CLÍNICO Y COLECTIVO. Por Juan Manuel Roca. Sobre “Cielo parcialmente nublado” de Octavio Escobar Giraldo.

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UN CUADRO CLÍNICO Y COLECTIVO

Por Juan Manuel Roca ( 1 )*
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NTC ... agradece el aporte al autor y la autorización para publicarlo (enetecearlo).

Sumergirse en la novela de Octavio Escobar Giraldo, “Cielo parcialmente nublado” es, de alguna forma, hacerlo en la historia clínica del país, de una buena parte de él que vive gobernada por sus miedos. Miedo al mañana, miedo al presente y, sobre todo, miedo a caminar en la cotidianidad del alma minada y colectiva.

Es el retrato hablado y sobre todo dialogado de personajes que esperan a cada paso una presencia ominosa, como si hubieran optado por usar lentes oscuros, a esperar siempre lo peor, como recordando el aserto de Brecht: “el que ríe es que no ha recibido la terrible noticia”.

Es la metáfora de un país que por haber vivido tanto tiempo en guerra pareciera temerle más a la paz, apoyada siempre en los acuerdos fallidos de nuestra historia, y olvidada por supuesto la desmovilización del M-19 en 1990.

El centro en el que monta su narración Escobar Giraldo se asienta en un despliegue inusual de diálogos creibles, casi anodinos como suelen ser los que están gobernados por la rutina o la depresión, que van tejiendo un gran tapiz donde la incertidumbre y la repetición de hechos agobiantes nos mete de lleno en la violencia de las horas.

Y esto resulta un valor importante de la novela, pues a nuestros narradores parece habérseles olvidado que la gente habla. Octavio Escobar es, como pocos, un verdadero maestro del diálogo.

Todo resulta muy modoso, sin sangre ni estridencias, sin balaceras cercanas, y es en esa atmósfera de entre-casa por donde, a traves de las conversaciones más llanas, desvitalizadas y paranoides, se filtra como por una fisura en la chatura aldeana, el miedo. No hay un solo asalto en esta historia de realismo mágico y todo está diseccionado con cuidado de cirujano. Parece el retrato colectivo de Manizales, de cierta modorra de tiempo detenido, pero también del país aturdido por los medios.

El miedo a que una guerrilla desbordada y cruenta se apodere del gobierno ante la ineptitud del presidente Pastrana en la zona despejada del Caguán, y que casi justifica, no sin ligeros reparos, que una sociedad ensimismada y conservadora como la de Manizales piense que los paras sean “también unas bestias” pero que al menos “están de parte del orden”, se da en un ámbito de sospechas en el campo minado de las suposiciones cruentas, que suelen darse en una larga guerra como la nuestra. 

Estos pases hipnóticos que, asaltando a don José Lezama Lima se podrían llamar el “enemigo rumor”, sumergen con frecuencia a toda una colectividad, nos dice sin palabras, como al desgaire y de manera elusiva, la dolorosa pero divertida novela de Escobar Giraldo.

Escobar sabe oir, sabe aprehender la franja no siempre lunática de nuestros habituales temores, le da voces y murmullos al aturdimiento producido por una realidad hipnótica que a veces no nos deja ver otra cosa que un destino miserable. Todo documentado en la percepción que de todos los hechos tiene la opinión pública, que es la opinión de los que no tienen opinión, arrancando de la realidad más inmediata, distorsionada por el espejo deforme y necio de una cierta y avasallante locura.

La cosa empieza con una llamada telefónica y a lo largo del libro se sostendrá un asunto de cosa hablada, como contradiciendo a quien afirma que “la realidad no es verbal”. Acá los sucesos tienen ocurrencia más en la palabra que en el acaecer cotidiano, toda vez que es una ficción fundada no en lo que sucede sino en lo que podría suceder.

El regreso de Andrés, el protagonista de la novela a la neblina espiritual de Manizales, su ciudad natal, tras una década en España, ante el imperioso llamado familiar a causa de la supuesta locura de su padre, está lleno de unos guiños de humor soterrado, de esas incongruencias que casi siempre se delizan ante el atisbo de una tragedia.

A manera de ejemplo de lo anterior su mujer, una española llamada Mariángeles, solo atina a decir ante la noticia telefónica de la locura de su suegro, que lo siente mucho y sobre todo que la noticia del desatino paterno se de precisamente “en plenas fiestas”, en pleno diciembre y antes del acontecimiento hispano de la llegada de los Reyes Magos.

Agrego, como simple lector, que estos sucesos se dan en cercanías del mes en que la capital de Caldas se viste de Manola, juega al realengo, bebe manzanilla, hace un despliegue de monteras y canta pasodobles absurdos entre toreros, reinas de belleza y cabalgatas.

El de Andrés es un retorno a casa forzado, como ocurre también con la tiranía de los recuerdos. A partir de ese momento el narrador y con él de la misma manera su protagonista, sufre una especie de desdoblamiento que lo lleva a atrapar una coral de voces que entonan una opereta desafinada, en un orfeón que anuncia como una Casandra colectiva la llegada de un inevitable desastre.

Es un verdadero acierto del autor que todo se inicie con el repicar de un teléfono, pues todo el desarrollo posterior de la novela está estructurado en centenares de diálogos, en sucesos  eminentemente verbales, en una muy justa y verosímil manera de aprehender el habla y las costumbres de una clase social que siempre vive a la espera de perder las pequeñas conquistas: una casa, una posición, una vida muelle, un paisaje inalterable, una certeza.

Y todo esto tiene ocurrencia, repito como lo hace el novelista en un clima de zozobra, en medio de la más cotidiana realidad: un desayuno, un abrazo familiar, el futbol nuestro de cada día, el anuncio de un diluvio expresado sin la menor de las dudas, una cortina que agita el viento, un cura que funge de clarividente, una silla vacía, los ecos del llamado proceso 8.000, todo, absolutamente todo parece anunciar la llegada de algo o de alguien oprobioso escondido bajo la banda sonora del temor.

Todo está envuelto, como en el título meteorológico del libro, en un cielo parcialmente nublado, en un aire enrarecido desde un pequeño apocalipsis de bolsillo. Así, resulta muy afortunado el título del libro, más aún porque la locura del padre también es parcial, como lo es en suma y de manera constante la locura política y social que a su vez engendra pequeñas locuras individuales, distorsiones de lo que presuntuosamente llamamos a cada tanto la realidad.

La novela atrapa los tiempos que hoy parecen surreales de los diálogos de paz de 1999, una época donde dos personajes que ahora podrían resultar esperpénticos, el presidente de esos días, el pomposo y hueco Andrés Pastrana y el guerrillero más viejo y legendario a la sazón, “Tirofijo”, entraban a cada tanto en la casa de una familia corriente a través de su televisor, como los más altos emisarios de una realidad oprobiosa a la que asistían como a una víspera del horror, como a nuevas y terribles jornadas luctuosas.

Los demás personajes del libro son una especie de anti-héroes que viven las guerras intestinas del día a día, que libran una pequeña guerrita de rumores en la que los campos minados son las sospechas: las granadas de mano son los hechos imaginados, los disparos son los asertos dictados por el miedo,  el desplazamiento forzado ya no se da de una región a otra, sino desde una comodidad pequeño burguesa que resulta acosada por los malos augurios. Se trata del desplazamiento forzado del hombre satisfecho hacia un territorio mental de incertidumbres.

Es una novela que cuenta la historia reciente del país desde el otro lado del catalejo, desde el lado de quienes han vivido el conflicto en los telediarios, así haya tocado una y más veces a sus puertas. Es un correlato del miedo, de ese sentimiento sobre el que prevenía un viejo filósofo que afirmaba que no hay que tener miedo de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. Que solo hay que tener miedo del propio miedo.

Octavio Escobar Giraldo, como algunas veces lo ha hecho desde una estética muy diferente Gabriel García Márquez y como también ocurre en parajes escritos por Hernando Téllez, crea una tensión tremenda al no hablar de la violencia que tiene ocurrencia, sino al señalarla en un paréntesis entre una que ya pasó y una violencia por venir. Es allí, donde los primeros caídos, que muchas veces practican una autofagia de  pájaros agoreros, sustituyen su abulia por las más variadas fantasmagorías.

Es como si la debacle de ayer ocultara la de hoy pero anunciara la de mañana.

Se trata de una novela fundacional, muy diferente a todo lo que se escribe actualmente cuando los narradores centran su interés en los diferentes y reiterados conflictos de la vida nacional.

Su falta de temor ante los diálogos, algo a lo que ha sido refractaria casi toda nuestra narrativa, la salud sin pretensiones de su palabra, la ausencia de caimanes que bostezan mariposas, nos lleva a pensar que ya casi solo es exhuberante la sencillez, como afirma Thoreau, y que en ello radica sin duda la salud del lenguaje. “Una frase perfectamente saludable es muy rara”, decía, lúcido como siempre, el mismo Henry David Thoreau.

De esto está llena la novela “Cielo parcialmente cubierto”, que es una aguja encontrada en el inmenso pajar de la narrativa colombiana.


Bogotá, septiembre 11 de 2013
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8 de junio de 2013

http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_06_08_archive.html

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Como escritor invitado, Octavio Escobar Giraldo

visitó el Taller RENATA (2008 - 2009) , dirigido por Julio César Londoño, el Noviembre 29, 2008

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