martes, 17 de diciembre de 2013

"Navidad con mis tres Jesuses" y "Jeisson". Por Jotamario Arbeláez

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Navidad con mis tres Jesuses

Jotamario Arbeláez

........ Don Jesús Ordóñez, generoso fundador y propietario de la Librería Nacional de Cali, donde a pesar de mis reticencias laborales acababa de engancharme como relacionista, el 24 de diciembre de 1966 me regaló una edición de lujo del guión de la película La pasión según San Mateo, un suculento pernil de cordero, una botella de vino chileno, me hizo un adelanto del sueldo y me palmeó feliz navidad. Con este trofeo a cuestas, urgido de compartirlo me dirigí al apartamento de la Avenida Sexta donde me daba cobijo mi recién cobrada amante modelo de Bellas Artes, quien no estaría muy satisfecha de verme hasta el momento imposibilitado de colaborar con nada. Aunque en realidad casi nada necesitábamos porque su esposo y vecino de piso el pintor Kat -por entonces hijo de rico y que terminaría como un pobre cristo-, corría con todos los gastos. De lo único que requeríamos era de fogosidad interior, y de eso sí que disponía yo de sobra en la faltriquera. Como no la encontré y ni siquiera una nota que me indicara sus planes, le dejé sobre su mesa de noche la versión del exegeta Passolini con una apasionada dedicatoria [i] y decidí avanzar con paso de ganso a la casa de las agujas en el barrio obrero, a compartir carne y vino con papá y mamá.
A los 25 años uno es el rey del mundo -sin ser necesariamente Satán-, así no disponga de un peso para ejercer. La juventud es la corona y la capa la poesía. Se aprende a vivir del aire, que por entonces es poco contaminado, y en él flotan esas aves del campo que viven de las dádivas del Señor y que suelen ser un buen plato.  Había asimilado de mi secta nadaísta que no se debía trabajar para no quemar cerebro empujando la rueda del capital, y más aun, que si se precisaba emprender una acción, era prostituirla percibir un pago por ella. Pero don Jesús me convenció de que trabajar en su librería, para un poeta, era la prerrogativa providencial de instalarse en una de las alas del paraíso. Y si no me bastare, el próximo año me pondría galería de arte para que celebrara festivales de vanguardia con mis amigos. Espero algún día logre fraguar una oración de gratitud y plena de gracia para glorificar a esta alma que propició mis primeros pasos de seda por este áspero mundo.
El Profeta me había instruido, amén, de mantenerme lo más alejado de la divinidad posible. Mientras la iglesia hiciera uso de ella para soportar el poder temporal de Roma, que falsificaba el rostro de Cristo, nuestra misión estaría en otra parte. Sin embargo, a pesar de mi ateísmo natural y del impartido, en forma reiterada  recibia signos que me ponían en evidencia al Señor por estas calles de Dios y de La Sultana, que requerían de mí gestos de caridad, los cuales asumiría mientras pudiera.  No sin dejar de preguntarme, como el terrible Rimbaud en su infernal temporada: “¿La caridad será para mí hermana de la muerte?”       
Avancé caminando por un mar de triquitraques, totes, diablitos y buscaniguas. Surqué media ciudad de entonces pasando por San Nicolás, el barrio donde naciera y de donde habíamos salido a las volandas por la explosión del 7 de Agosto. Del Bar de Cuco bajé por la calle 19 que iba a dar a Acapulco, donde comenzaba la zona de tolerancia. Como apenas rayaban las 11 cuando llegué a la carrera décima, decidí hacer escala y tomarme un ron con coca en un bar de tangos diagonal del teatro Belalcázar, enseguida de la bailable Terraza. Yira sonaba en la pianola. Yo me miraba de reojo en el espejo de la pared y retocaba las espinas de mi copete, en tanto pasaban por la acera gentes cada vez más apresuradas con sus añorados paquetes.
De pronto la divisé, tendría 16 años, la doble imagen de la inocencia y el desamparo, con una leve bata clara que le forraba cómplice las flacas curvas de sus senos y su cadera. Me recordó la foto de Lewis Carroll que había visto esa tarde en la librería, y que representaba a Alice Liddell, la misma del país de las maravillas, como “pequeña mendiga”, frisando los 12. La armonía y frescura de su rostro eran desusadas para la cuadra. Las muchachas que circulaban iban plenas de afeites y con sugestivos atuendos. Acostumbrado a fáciles levantes de barrio, no siempre con el propósito de terminar encamado, obedecí al arco reflejo de levantarme y hacerle una seña, a lo cual ella, con cierta timidez, respondió acompañándome. Le ofrecí lo que quisiera tomar y ella a duras penas me aceptó “un vaso con agua”. El obsequioso mesero se ofreció a conseguirle un champús y una galleta negra que ella, después de mucho vacilar, aceptó.



Alice Liddell, disfrazada de mendiga. Fotografía de Charles Dodgson, nombre real de Lewis Carroll (1858).  Fuente
Antes de preguntarle quién era y qué hacía sola por allí a estas horas, le dije que era amigo del enviado de Dios -como se hacía llamar mi inenarrable maestro-, pero que no creía en nada que tuviera que ver con el cielo y a veces ni con la tierra. Quería lucirme. Cuando la dejé hablar contó que venía huyendo de una matazón en El Dovio -ese pueblo del Valle donde la violencia dio tanto azote-, que acababa de parir un niño que había dejado al cuidado del padre en un hospedaje de mala muerte, que había salido a buscar con algún alma caritativa algo para comer y activar su seno. Un resbaloso trató de alzar con la chuspa que contenía la pierna y el vino pero lo detecté y encuellé y mandé lejos. Ahora en el ambiente se desempeñaba Garufa.       
Me permití dudar de su duelo. Cada vez hay cuentos más reforzados en los anales del amor cortés callejero. Una punzada bajita me sugirió que podía ser más bien el reemplazo ocasional de mi inconstante modelo, que quién sabe dónde y a quién le estaría posando. Me dijo que si quería acompañarla. Tomé mi preciada bolsa y le seguí el juego. El jíbaro de la cuadra se me acercó a ofrecerme de su producto pero yo ya estaba en pleno delirio.
Llegamos a la peor olla del barrio. Estanco de marihuanos. Madriguera de atracadores. Dormidero de putas y maricas sin cliente. Me condujo hasta el fondo y allí, entre las secas y humildes pajas de un jergón descosido, reposaba el niño reciente, que lloraba a moco tendido, ante la manifiesta impotencia y el gesto extraviado de un campesino de barba vieja. Una nube de zancudos entonaba un zumbido raro en forma de coro  en el cielorraso del cuarto caliente. 
Con mi hijo y mi esposo necesito sobreaguar esta noche, me habló la niña. Al costo que sea. Espero que usted pueda tener la caridad de ayudarnos. Al pie del pequeño camastro -donde el recién nacido de repente cesó el berrinche- había una especie de biombo que ocultaba un colchón astroso. El campesino se arrodilló hasta tocar con su frente el suelo y puso sus manos sobre la cabeza, en señal de haber desaparecido. El rictus de  resignación de la niña la hacía patéticamente bella. No temas, le dije, impidiéndole que apagara la luz. Saqué la pierna del cordero y la botella de vino y las puse en sus manos puras. Los billetes de don Jesús los dejé sobre la mesita. Al viejo le acaricié la cabeza y al niño le piqué el ojo. Y me alejé entre sollozos  en busca del hogar paterno.
Milagrosamente Jesús mi padre también había traído a casa un pernil de cordero y una botella de vino, regalo condescendiente de don Jacobo Acherman, su patrón judío en la sastrería del pasaje Zamoraco. Las hermanas habían salido a cenar con sus novios. Mi hermano el místico crístico estaría con sus doce amigos. Celebramos. Pero antes me dijeron que, aunque deploraban no tanto la pérdida de la fe religiosa como mi incredulidad generalizada, más condenaban lo que les acababa de referir por teléfono mi modelo de compañera, invitada a cenar por su esposo: que nunca trajera nada a casa por andar reparando en unos pretendidos episodios gloriosos, que dizque se me iban presentando casi todos los días.     
Después de un largo silencio de 12 campanadas, les conté lo que me acababa de suceder y, dejando en suspenso la cena, mi mamá, que era más bien agnóstica,  se puso a rezar el Avemaría Purísima, no sin antes sugerirle en voz baja a papá que después de la cena fueran en busca de esa sagrada familia y les llevaran algo de la platica que don Jacobo le liquidara. Y si fuera del caso los trajésemos a pasar la noche, así el aviso rezara “Sin niños”, en el cuarto de alquiler que estaba vacío. Papá sirvió las copas y dispuso del pernil a lo largo de la mesa. En ese momento llegó mi hermano Jesús con su túnica, hambriento de predicar el advenimiento del reino de Dios en las colinas o pesebre de Siloé, y acabó con todo. 

jmarioster@gmail.com


[i] A Marlen la que habita bajo mi cuerpo
           En esta Navidad que nace la paz
A Marlen entre cuyo cuerpo habita mi cuerpo
          En esta Navidad que nace el amor
A Marlen cuyo cuerpo hace olvidar mi cuerpo
          Y en la que espero también el Niño vuelva a nacer
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Texto publicado en EL TIEMPO, Dic. 17, 2013,  http://www.eltiempo.com/entretenimiento/libros/navidad-con-mis-tres-jesuses_13292947-4

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Jeisson
 Intermedio. Por Jotamario Arbelaez
Jotamario Arbelaez
Vivo en Yumbo desde que nací, hace como 6 años, me llamo Jeisson. Mi hermano Ronald dice que es mi mamá. Él sabrá por qué lo dice. Él ya es grande. Ya cumplió trece. Vivimos en la loma de Puerto Isaacs, solos, en la pieza más pobre del barrio pobre, con una cama que tendemos entre los dos. Compartimos una manta con la que nos quitamos el frío. Mamá se fue de la casa hace cuatro meses. Papá no existe. No nos llega agua ni luz. Nos alumbramos con una vela semanal y nos bañamos los sábados con una totuma en el lavadero del barrio. Mientras él va a la escuela yo me quedo porque no podemos dejar sola la pieza. Mamá puede regresar en cualquier momento. Ronald me cuida. Dice que se moriría si me perdiera. Madruga todos los días a la galería de mercado y allí recoge desperdicios de almuerzo que trae en una chuspa y a mí me da las partes más buenas. Siempre anda de mal genio mirando al suelo. Una vez se encontró mil pesos y nos los gastamos en mentas. En el lavadero de guaduas, cuando no hay nadie porque todos están dormidos, él lava nuestra ropita y la de algunos vecinos para ganarse unos pesos. A veces yo lo ayudo para no sentirme inútil, pero él vuelve a lavarla porque no me queda muy limpia porque no me deja usar el jabón porque se le acaba. Él me está enseñando a sumar y me cuenta cuentos. El día de la Navidad va a llevarme a cine. Y me va a regalar una camiseta. Cuando nos estamos muriendo del hambre se aparece doña Rosalba con una vela y un platico de comida que papeamos felices y a dormir después de rezar. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Mamá sí vino en estos días, la noche de las velitas, con un señor que acababa de salir de la cárcel. Al pobre Ronald le dio una golpiza terrible porque había mucho desorden y no estaba el fogón prendido. Yo tuve que defenderlo colgándomele de las mechas hasta que nos dejó durmiendo en el suelo. Ojalá nos hubiera traído las caricias que le hacía a ese señor. Recogimos de los andenes muchas velitas a medio gastar para poder alumbrarnos. Creímos que mamá se iba a quedar para pasar la Navidad con nosotros pero se fue a los dos días. Anoche mi hermano me llevó a ver desde lejos una celebración con payasos y villancicos en la estación de Policía. Yo estaba muy contento pero él se veía más achantado que siempre. Antes de que repartieran unas tajadas de ponqué decidió que nos íbamos, y así se lo dijo a doña Rosalba: que tenía algo muy importante que ir a hacer a la casa. En el camino me iba diciendo que era mejor suicidarse porque la vida es muy dura. Que no le dolía tanto la falta de comida pero sí la falta de amor. Pero si yo te quiero, le dije. Pero por eso sufro más, fue lo que me dijo, y debo salvarte. Llegamos a la pieza y prendió la última vela con el último fosforito. Yo me senté en la destartalada silla rímax de plástico, mientras él amarraba de uno de los palos del techo esa correa de lana tejida que mamá dejó por ahí tirada. Pensé que quería asustarme y me asusté tanto que le grité que no lo hagas, hermanito, que no me vayas a dejar solo, que por el amor de dios no te mates que yo voy a portarme bien y a ayudarte en todo. Pero él metió el cuello entre la correa, se subió al barandal de la cama y se botó al suelo. Pero no llegó al suelo. Se quedó pataleando en el aire. Yo gritaba pero nadie me oía. No sólo se iba poniendo morado sino que me sacaba la lengua y me miraba con los ojos salidos. Sentí que todo el cuerpo se me apretaba. En ese momento empujó la puerta doña Rosalba con su plato de arroz que se le cayó de las manos. Gritó tan fuerte que a ella sí la oyeron y llegó todo el barrio. Bajaron a mi hermanito y se lo llevaron al hospital pero todos sabían que estaba muerto. Yo me quedé solo con doña Rosalba, quien me abrazaba llorando, pero el arroz no me entró. Pensé que era verdad que mi hermano era mi mamá. En ese momento se apagó la vela y era la última. (Versión libre, con base en una noticia aparecida en El País, el 17 de diciembre de 2004). 
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