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De:
Juan Manuel Roca
Fecha: 15 de junio de 2015, 3:07
Asunto: NOVELA
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Comparto con gusto este texto sobre la
bella novela de Pablo Montoya con la que obtuvo el Rómulo Gallegos.
Abrazos, Juan Manuel
TRÍPTICO DE
LA INFAMIA, UNA COREOGRAFÍA DE SOMBRAS
Juan Manuel
Roca
Buen pretexto el de Pablo Montoya * para
atraer a las páginas de su reciente novela unos jirones de un pasado del que
sólo conocemos lo que a regañadientes se filtra por algunos resquicios del
tiempo, y por ciertos desgarres en la vestidura de los vencedores, si pensamos
con René Char que la historia es el reverso del traje de los amos.
Tres pintores, tres historias sutilmente
hiladas desde una sencilla estructura, se cruzan en el magma de un nuevo mundo
y en su fecundadora evocación. Y también tres ciudades que dispersan a esos
aventureros de Diepa, Amiens y Lieja en un fresco cuyo epicentro, la llegada de los protestantes franceses a América, traza de manera magistal el autor.
Jacques Le Moyne, resulta más temeroso
que temerario en relación a las guerras de conquista, y por tanto dado a las
dudas y las reflexiones. La nueva religión del protestantismo lo había dotado
de algunos subterfugios para atemperar los brotes de mala conciencia, así que
prefería dibujar las arduas conflagraciones, antes que participar de manera
decidida en ellas, como una especie de “voyeur” de la guerra. Preferiría atrincherarse en el taller de su maestro
Tocsin, entre telescopios, relojes de arena y sueños de cartógrafo sin otro
mapa más exacto que el de su vocación de pintor.
Tener como maestro a un experto en cartas
de navegación ya auguraba, sin saberlo, su viaje al Nuevo Mundo. Tener como
maestro al hacedor de un portulano festejado en su época, no era poca cosa en
la formación del futuro cartógrafo pintor. El portulano es un mapa que
posibilita el implemento de la brújula, muy socorrido en los siglos XIV y XV,
pero más allá de un mundo cartesiano bullía uno nuevo para Europa. Lo que no se
tenía a mano era un mapa para vadear el extravío, la pasión y la barbarie, un
mapa que señalara las coordenadas de un continente febril que habría de
cambiarle la visión del mundo.
Basta con leer el recuento que hace Pablo
Montoya, desde su impecable prosa, del equipaje de Le Moyne con rumbo a
América, para entender qué destino personal iba a tener más allá de la
conquista y del litigio con los cristianos españoles: llevaba “frascos de
tinta, plumas multicolores, numerosos pergaminos, cuadernos, un compás, una
brújula y un astrolabio”, es decir, iba a mudar su taller de artista europeo
por uno itinerante, iba más que a una guerra punitiva contra unos (la España
católica) y conquistadora de otros (la nueva tierra de unos hombres
“bárbaros”), a ejercer su vocación.
A todas estas, el lenguaje castigado y
preciso de Montoya atrapa cada detalle sustancial para la historia en su
belleza y precisión, que tal vez sean dos condiciones hermanadas que dan forma
a un arte de sugestión sin artilugios ni fastos innecesarios. Nada de regodeos
en el artificio, nada de caer en la tentación de una prosa de repostería que
escamotea la acción y que no pocas veces se da en la llamada novela histórica.
Ni para qué poner un ejemplo colombiano.
Le Moyne pinta su primer paisaje
americano al desembarcar en la nueva tierra. Lo hace de último, “en medio de
las mujeres y los ancianos”. Hace entonces un boceto a estribor de la nave y ya
sabe que en adelante lo asaltará sin duda la vocación del color y la luz.
Otra aguda observación que hace Montoya,
como al desgaire, tiene que ver con el cambio de mirada del artista: “hubo algo
que lo atrapó. Era el color que palpitaba en esos cuerpos” aborígenes. Le Moyne
tendría entonces que aprender a pintar pieles cobrizas y no las pieles
blanquecinas de sus lares paternos. Tendría, como mucho tiempo después lo haría
Paul Gauguin, que ampliar su paleta y que olvidarse, por lo pronto, de las
flores de lis y acostumbrarse un tanto al asombro de las bromelias. Oiría el
recuento de anteriores expediciones como si se tratara de una coreografía de
fantasmas.
También lo asombraría “la obra
itinerante” en los cuerpos pintados de los indios, muy seguramente en un
principio sin considerar sus diseños mágicos, sus intrincadas geometrías de
orden chamánico, la sencillez casi abstracta de sus figuras zoomorfas. La piel
le resultaba “un cuadro, único y cambiante, del cual se desprendía una lección
que el aventurero de Diepa sólo podía ubicar en la palabra belleza”.
Le Moyne aprende entoces a usar los
aceites propios para pintar la piel, en un bello mestizaje de saberes que
incluía pigmentos de escarabajos, de grasa de tortuga, de hongos
“subrepticios”, y que no pocas veces debían ser humedecidos con saliva. Ah, de
seguro le llegaba el recuerdo de su maestro Tocsin, que sabía muy bien que todo
mapa es metáfora y, sobre todo, metáfora del poder, de reinos y jerarquías.
Le Moyne, de todos los viajeros de la
expedición francesa, y uno de los sobrevivientes, “era quien mejor se
relacionaba con el mundo de los salvajes, con sus representaciones y su nutrida
geometría, con la idea de que para ellos es una actividad celebratoria”. El
colofón de esas reflexiones del pintor de Diepa es que ellos, los aborígenes,
son los verdaderamente civilizados. Lo mismo lo asombra el conocimiento que
tenían todos de las plantas, capaces de ser cada uno su propio curandero, su
propio y “eficaz Esculapio”.
La primera vez que la piel de Le Moyne
fue pintada, sintió que “por fin” él mismo era una pintura”. En medio de todos
estos encuentros, el choque, la violencia, los vientres abiertos y los
intestinos enarbolados “como una bandera en una pica”. Él había venido a
América sabiendo de la crudeza de la conquista. “Había venido a América para
pintar y no para enturbiar sus días con la sangre de los otros”.
Resulta muy bella, con reminiscencias de
su maestro Marcel Schwob, el segundo molólogo de “Tríptico de la infamia”. El
pintor Francois Dubois, nacido en Amiens en 1529, es un hombre acongojado o
postergado por la dimensión de sus fantasmas, al haber por mucho tiempo sido
abandonado por la pulsión de la pintura. Entre las lecturas vitalistas y
carnavalescas de Rabelais, que además juzgaba el suyo un mundo de luz, y la de
Erasmo que veía casi de manera privativa las tinieblas, como lo señala Montoya,
Dubois había hecho un tránsito lógico y feroz entre la desconfianza y la
hipocondría.
Acá la novela toma otros rumbos, otros
nuevos y maravillosos aires: reflexiones sobre las naturalezas muertas en el
recuerdo de la sala de costura de la madre de Dubois, historias de los
felinicidios de un París que aborrecía a los gatos, las huellas de nadie y sus
inicios como pintor de seres bizarros, de niños de hospicio contrahechos. Una
sucesión de imágenes y observaciones variopintas descansa y a la vez da una
vuelta de tuerca a la historia. Observaciones sobre la técnica del óleo sobre
madera, de la ventana que le abrió a Dubois el alegórico Botticelli, de la
práctica de algunos feligreses de su religión que echaban hostias a los perros
y excrementos en las pilas bautismales. Todo un prontuario que oscila entre la
sofisticación y la infamia.
En medio de la historia azarosa de los
pintores, Montoya, que concoce tanto de pintura y de música, músico el mismo,
nos sorprende con descripciones que tiene el buen tino de no rodearlas de
pedanterías críticas ni de explicaciones técnicas, cuando señala algunos
cuadros. Bellas son sus descripciones de “La virgen con el niño” de Jean
Fouquet o de “El matrimonio Arnolfini”. Me hace pensar que Jan van Eyck,
delatado por el espejo en la habitación del matrimonio quizá quizo decirnos que
sólo somos un reflejo, que existimos porque alguien nos mira.
Una mujer, lánguida y seductora atraviesa
las historias, los tres magníficos episodios de “Tríptico de la infamia”.
Ysabeu, oriunda como Le Moyne de Diepa, una suerte de musa blanca siempre joven
en el recuerdo y en la lejanía americana. Ella resulta parte afectiva entre el
amor irrelizado del primer protagonista al que en el París desdeñoso se le
llama “pintor de indios”, y el eros provocado en el segundo, que bien lo
describe a propósito de su unión con Dubois. Pocas veces en la literatura
colombiana tanta belleza y sutileza y despojo de atavíos retóricos para
describir un episodio erótico. El único atavío es el de la desnudez del otro
como vestido. Mal le va a nuestros narradores cuando hacen literatura erótica,
así que quiero al paso señalar otra virtud de Montoya.
Theodore De Bry es el pesonaje central
del tercer capítulo, pero lo son también, de nuevo, la pintura y el grabado.
Nacido en 1528, De Bry es un hombre ezmirriado y enanoide, con ojos de azor y
nariz de garfio, que sabía oler y palpar dónde mora la gran pintura. Orfebre,
quizá no supiera por no haber llegado a América, que los pueblos originarios de
estos pagos llamaban al oro “sudor del sol”, pero que había leído en Montaigne
que estos hombres del Nuevo Mundo (“nuevo” para ellos), apreciaban “otras
formas de existencia”.
De Bry vivió en los linderos más vagos de
América, esto es en un imaginario que también tenía que ver con las peripecias
de Le Moyne. Fue precisamente impactado por “Melancolía”, el grabado
inquietante de Durero, por ese cuadro que parece dictado por la siesta de los
sentidos, agotados quizá por una cansada sed de vivir. Y no es gratuito que sea
Durero, precisamente Durero, quien lo sedujera de manera obsesiva, alguien que
no ocultaba su interés en América.
Todo este tercer y final capítulo de la
novela, que ocurre en Europa, le sirve al autor para pasar de manera leve,
jamás forzada, del pequeño ensayo a la historia. Como lo afirma el poeta y
ensayista mexicano Marco Antonio Campos, “Montoya conjunta espléndidamente en
la escritura la imaginación del narrador y el poeta con la lucidez del
ensayista”. Es esta una novela que en realidad se nutre de la poesía, del rigor
en el lenguaje, en una prosa de fino oído, como pocas en nuestro medio.
Creo que con Bomarzo, la novela de Manuel
Mujica Laínez, que toca el renacimiento italiano y la figura teratológica de
Francesco Orsini, con “La tejedora de coronas” y su protagonista extraordinaria
Genoveva Alcocer, otra gran aventurera, una historia enmarcada en el siglo
XVIII, la novela de nuestro Germán Espinosa y por supuesto con “Maluco”, del uruguayo Napolén Baccino Ponce
de León, una historia singular que cuenta el viaje de Magallanes en el XVI
visto por un bufón de la corte embarcado en la flota, una novela anti-maniquea
y llena de humor, la de Pablo Montoya conforma un cuarteto inolvidable.
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