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Juego
de Niños, de Guido Tamayo
La nueva novela del autor
bogotano habla sobre la infancia y Roca
la comenta.
Por: JUAN MANUEL
ROCA
“La especie de personas que no son felices
cuando
son niños es la especie que cree en la inteligencia”
Gertrude Stein
son niños es la especie que cree en la inteligencia”
Gertrude Stein
Los niños viven en la periferia
porque supuestamente el mundo es adulto, pero algo secreto se vive a orillas de
los mayores que no intuyen, como decía Huizinga, que “el juego es anterior a la
cultura”. De esto, a grandes rasgos, trata la nueva novela de Guido Tamayo. De
una infancia que, por enrarecida que sea acude al juego como a una evasión, a
darle animismo a los objetos y a los espacios como lo hacen los brujos y los
poetas. Porque el niño, como el poeta, siempre tiene una relación disfuncional
con la realidad. Lo que llamamos así, la realidad, que en consonancia con
Nabokov es una palabra que debe ir siempre entrecomillada, corre por un riel
mientras el deseo o la ensoñación que se blinda en los juegos corre por otro
riel distinto a la chatura del mundo.
La llevada y traída frase de
Rilke de que la única patria del hombre es la infancia, tiene en estas páginas
unos rasgos de crueldad, como ocurre con la que llamamos con una solemnidad
cosmética y no poca hipocresía, la gran patria, ese espejismo de pertenecer y
tener que amar antes que nada el lugar de nacimiento. Un mundo feroz que ocurre
a espaldas de los adultos es también la niñez.
Que la infancia tiene formas de
ver, de pensar o de sentir que le son propias, y que nada resulta más insensato
que querer abolirlas para imponer las nuestras a conveniencia, es algo que
puede rastrearse desde las viejas y sabias argumentaciones de Rousseau en
“Emilio”, su tratado de la educación. No hay parte de novedad en el aserto,
pero este argumento está presente, de bulto, en la bella ficción de “Juego de
niños”.
Guido Tamayo nos habla a
contracorriente de un mundo privativamente feliz con el que usualmente se
relaciona la niñez. Un niño anómalo, casi teratológico llamado Fernando, es el
epicentro de la poderosa novela “Juego de niños”.
Si acordamos que un infante
vive en la señalada marginalidad del mundo adulto, uno que además es enorme y
en apariencia avejentado, de piernas débiles y prominente cabeza, resulta
doblemente orillero y marginal a causa de su deformidad, de su rareza.
Una pregunta que flota de
manera elusiva en la novela, una narración de tan alta precisión y voltaje
poético, tiene que ver a su vez con las preguntas que se hacen unos niños ante
la llegada de Fernando, el nuevo inquilino al que deben tratar como a un
hermano. Me pregunto que si las cigüeñas traen a los niños de París, el ave
zancuda que lo abandonó en un barrio bogotano, no sería acaso una cigüeña
contrahecha.
Sus hermanos, una familia ajena
adoptada por decreto, por abandono, ven irrumpir en su seno más que un ser
humano, una acuciosa pregunta por la naturaleza del otro, una pregunta que por
momentos se desvanece tras adaptarse de manera espasmódica al nuevo miembro
familiar. Tras intentar conocer al nuevo huésped entregado por su madre a una
singular y dolorosa adopción.
Si se quisiera simplificar, la
novela trata de manera constante el tema de la exclusión, de un desolado mundo
familiar que a su vez es un reflejo, apenas una esquirla de la crueldad social,
del temor a lo desconocido, pero también del amor.
Fernando es descrito como un
niño viejo, como alguien de quien se admiran su gusto por un juego inalcanzable
para los otros niños y la facilidad con la que aprende palabras y llena de
secretos sentidos sus crucigramas, un pasatiempo más viejo que su gusto, pues
hasta en las ruinas de Pompeya recientemente encontraron juegos de casilleros
con palíndromos parecidos a ese ejercicio intelectual con el que el chico
anómalo pasaba buena parte de sus horas.
Por su aspecto y por su
dificultad de movimientos, a Fernando le está negada la calle, el afuera, lo
que quiere decir en términos reales que le está vedado el mundo. Es un virtuoso
del silencio, alguien concentrado en sí mismo, en el apretado gueto de su
cuerpo. Además sufre de constantes migrañas. Puesto a preguntar algunos de los
síntomas de la migraña, hay dos que me resultan coincidentes con algunos signos
que atacan a Fernando: “cambios en los patrones del sueño”, de ahí que su
presencia oscile entre el sueño y la vigilia, “súbitas visiones de un túnel”,
un túnel que atraviesa una vejez adelantada.
La casa que habita y comparte
con sus nuevos hermanos, con Lucho o con Miguel, la presencia de quien juega el
rol de padre, áspero y castigador como tantos padres que recuerdan la figura
aniquiladora de tantas sagas reales; un mundo donde se castiga y se oye como
una banda sonora la letanía del llanto infantil más supliciante que suplicante;
la diversidad de caracteres de unos chicos descritos con precisión y sabiduría,
nos envuelve y nos hiere.
Al mismo tiempo se describen
los primeros escarceos amorosos, la presencia de Isabel, la bella Isabel que
atiende a las labores domésticas, una muchacha que exacerba la imaginación en
una Bogotá pacata y barrial donde las muchachas del servicio eran las primeras
codicias sexuales. Isabel terminaba sus labores y debía refugiarse en su pieza
por orden de la dueña de casa que le “prohibía andar por el apartamento a horas
inusuales” para evitar cualquier contacto físico. También la belleza, por
provocadora y de alguna manera subvertora, debe confinarse en ese mundo ciego.
Isabel llegaba a su pieza, tras
la cocina, con el cuerpo poblado de ojos, con su cuerpo lleno de miradas
lascivas como las de Lucho, un casi antípoda de Fernando al que le gustan los
juegos rudos en patines, los bordes de las cornisas y los precipicios caseros,
o como la mirada fija y escudriñadora del mismo Fernando, una mirada tan
particular que parece venida de otra mundo.
Aunque de puro aguafiestas
quisiera contarles acerca de la muerte de Fernando, estrellado en el patio
interior de la casa, arrojado al vacío no se sabe cómo, no puedo hacerlo porque
la malicia literaria de Guido Tamayo nos deja a cada lector una ronda de
hipótesis, magníficas y dubitativas sobre el momento del deceso. Cómo se agradece
al autor que huya de los narradores que todo lo cuentan, que no dejan espacio a
la pregunta.
Solamente y de manera tácita,
tras las descripciones de la naturaleza de Fernando, uno como simple lector
puede pensar que la suya es análoga a la de las ventanas: siempre parecen a
punto de saltar al vacío.
El recurso de espigar algunos
crucigramas a medio hacer, y que contienen palabras claves de la historia,
resulta algo más que un experimento, algo más que un juego cortazariano, se
trata de una intermitente novela escrita a ramalazos por el protagonista de
esta excelente obra.
Si me propusiera iniciar la
elaboración de un crucigrama a propósito de “Juego de niños”, quizá lo haría de
esta manera en su primer escaque vacío: Horizontal, palabra de once letras que
le viene bien a esta novela: inquietante.
JUAN MANUEL ROCA
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