lunes, 13 de agosto de 2018

Armando Romero o la puerta de Ulises. Por José Ángel Leyva. SEMANAL de Jornada (Mx), Julio 29, 2018


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Bitácora de un poeta viajero, sutil y profundo, también novelista y catedrático, y a la vez atento a los violentos avatares de su tierra natal, Colombia, cuya obra se hermana con la de Álvaro Mutis y Hugo Gutiérrez Vega por el movimiento y la confianza en la palabra trabajada.
SEMANAL de Jornada (Mx), Julio 29, 2018
El poeta y catedrático Armando Romero, uno de los más jóvenes miembros del Nadaísmo colombiano –que este 2018 cumple sesenta años de su aparición–, es a todas luces el más cosmopolita de su generación. En dicho contexto, el también traductor y narrador ha sido homenajeado en el Festival Internacional de Poesía de Bogotá.
Romero, quien es profesor en la Universidad de Cincinnati, Estados Unidos, vuelve a sus orígenes para mostrar la andadura de una poesía que, si bien ha sido forjada en el viaje, muestra las marcas profundas de sus vivencias colombianas y la memoria de una época fundamental en su vida. Un rasgo que también se halla presente en sus novelas y sus cuentos. Su obra poética en conjunto podría leerse como la declaración del que nunca se fue y vuelve al punto de su ausencia. El cosmopolita de provincia, de esa provincia desgarrada, como la concebía Alfonso Reyes, recorre mundo para conocer mejor su historia. Romero compendia para los lectores colombianos su itinerario de viaje, su bitácora afectiva y estética en la que aparece de manera recurrente su identidad y pertenencia. En su prólogo para las antologías Alquimia del fuego inútil y A vista del tiempo, publicadas respectivamente en Ciudad de México y en Medellín, el poeta escribe y manifiesta: “Dos acciones he tratado de conciliar siempre: el viaje y la escritura. Creo que son dos formas de una misma realidad significante.”
Jotamario Arbeláez no tiene empacho en reconocer la extracción humilde de ambos en un contexto social proclive a la violencia, vulnerado por el desaliento. No obstante, reciben la fuerza amorosa de sus familias, que evocan de manera recurrente en sus respectivas obras, ya con humor, con ternura o desenfado, imágenes blindadas contra el horror y la desesperanza. En el caso de Romero vienen de manera intermitente dichas escenas y recuerdos a dar forma a relatos y novelas como sucede en Cajambre, o a poemas reveladores de esa intimidad donde se tejía la disposición al viaje. En “La caja de los huequitos”, del libro Amanece aquella oscuridad, el poeta extrae del olvido una enseñanza materna para ver aquello que no figura en la lógica común: “A jugar con los espacios/ nos enseñó mi madre./ Ella los guardaba/ en una caja de huequitos,/ donde también estaban/ los sueños./ Mi espacio se construía/ de insectos invisibles,/ y ese miedo, siempre. /…/ Nunca se supo de los sueños/ hasta que ella vino a despedirse,/ y nos dijo que estaban hechos/ de eso que florece,/ allá adentro,/ todos los días.”
Aunque la poesía de Armando Romero tiene mucho de solar, no puede leerse sólo desde ese plano de la realidad porque emerge sin duda de un ejercicio subterráneo, de una inmersión en socavones y grutas donde la oscuridad aprieta e ilumina. El miedo y el dolor atenazan las palabras y es audible el golpe de la forja en imágenes al rojo vivo, de miradas torvas, criminales, con apetito de sangre. La ambigüedad es aglutinante en su apertura a la claridad; la malicia o cierta dosis de malignidad no pueden quedar al margen de su bondad, ni la belleza puede reconocerse sin la noción de la deformidad. Vienen, como “Del aire a la mano”, esos dos poemas icónicos, no de su ficcionario y sí de su biografía,
de la tragedia colombiana: “Flores de uranio” y “De los asesinos”, que pertenecen a dos libros distintos de épocas distantes, El poeta de vidrio (1961-1972) y Las combinaciones debidas (1979-1985). Dos textos de una crudeza escalofriante. Sin embargo, en Amanece aquella oscuridad (2012), el poeta desvela momentos de iluminación entre sombras del recuerdo, como en “La palabra misericordia”: “En nuestro mundo/ muchas palabras se pierden,/ pero no desaparecen por completo,/ sólo dejan una vaga memoria. /… / Mi madre la usaba por las noches,/ al caer el silencio,/ y yo sabía que los ojos/ de mi padre la escuchaban,/ abiertos.”

La poesía de Romero es sobre todo, y a pesar de todo, un canto a lo vital, un testimonio de búsqueda. En ese sentido se identifica con Cendrars, al desafiar las fuerzas de la gravedad para renovar el lenguaje y los caminos, para impulsar su nomadismo sedente y tomar distancia de la academia y los seguros de vida, del confort burgués de la clase media estadunidense y aferrarse al colombiano en diáspora.
El derrotero conduce poco a poco hacia la contemplación y la paz, hacia la reflexión y la meditación. En su obra pulsa un espíritu contestatario, no escandaloso ni protagónico, que se manifiesta en poemas como “Carta a f. l.”, “Monje querido”, “From Chicago to o.g”. En este último resuenan versos de desesperación y coraje que se explican por sí mismos: “Hoy es el 4 de octubre en Caracas y tengo 20 bolívares en el bolsillo/ Hoy quemaré velas a la luz blues de Lincoln Avenue/ En el barrio Sur habrá negros incendios de todos los días/ Hoy no pensaré de Latinoamérica más que para decir Howareyou?/ porque hoy es y siempre el 4 de octubre en Caracas y tengo 20 bolívares en el bolsillo/ Hoy se cierra una puerta/ Y se abren otras.”

La noción de viaje en el caleño tira lastre y abandona esa sensación de fuga para echar mano de nuevos descubrimientos y asombros. La poesía estadunidense, la francesa y la fuerte tradición de la escrita en lengua española lo acompañan en su arribo a las costas griegas, donde abre un gran paréntesis o funda una estación en el Egeo. No puede uno desdeñar la memoria y los vasos comunicantes con su amigo y compatriota Álvaro Mutis, de la Summa de Maqroll el Gaviero. Pero en ese sentido su periplo es más cercano a Hugo Gutiérrez Vega, quien desde la diplomacia vive y se entrega a la cultura griega y al viaje. Gutiérrez Vega y Romero tienen un encuentro en Atenas e intercambian su fascinación por Kavafis, Ritsos, Seferis, Elytis, Embirikos. El diplomático publicaría una trilogía luminosa: Cantos del despotado de Morea, Soles Griegos y Una estación en Amorgós, mientras que Armando escribe Hagion Oros (El Monte santo), 1994-1996, y El color del Egeo (2016)

http://www.laotrarevista.com/2014/05/jose-angel-leyva-2/
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