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Conmemorando el cuarto centenario
de la
aparición de la segunda parte del Quijote.
1615 -
2015
DE LA
CARTA ENVIADA
POR
FUNES EL MEMORIOSO
A DON
LORENZO DE MIRANDA
Por
Juan Manuel Roca
Señor:
Señor:
Lorenzo de
Miranda
Castillo o Casa
Del Caballero del Verde Gabán
Vivo de inquilino en las páginas de un libro,
como usted vive en las suyas. Me asedia la memoria como a otros los asedia la
locura. Por ejemplo, y es algo que he compartido con un escritor que desde su
avanzada y progresiva ceguera razonó sobre mi debilidad por la memoria
llamándome el memorioso ( 1 ), me apasiona la historia o la leyenda de Ciro, el rey
persa que sabía uno a uno el nombre de los innumerables miembros de su
soldadesca, como me atraen como imán otros datos sin importancia, de tan
precaria trascendencia para la olvidadiza humanidad.
La
leyenda sobre mis portentos memoriosos se los debo, pues, a ese escritor que
vivía en la admiración de que un hombre corriente, y se incluía en tan gregario
racimo, no pudiera ver sino lo grueso de los objetos, sus formas evidentes y
que yo, Ireneo Funes, hijo de una mujer cuyo oficio doméstico era planchar
ropas ajenas e hijo de un padre de oficios variopintos y hasta inventados,
pudiera, donde todos ven un pan, casi adivinar el movimiento propio del trigal
del que proviene. Algo así como ver las partes y no engañarse únicamente con el
todo.
Pero no
estoy, a pesar de ese don, dotado para ser crítico de arte o cosa parecida.
Aunque sepa que el córtex prefrontal dorsolateral izquierdo es la parte del
cerebro humano responsable del juicio estético visual, según comprobaciones de
un grupo de científicos de su rumorosa España, que realizan sus investigaciones
en la Universidad de las islas Baleares.
Hoy, un
día cualquiera en el que me sé a punto de morir, pues todo indica que mis
pulmones se congestionan, he leído, mi hidalgo señor Lorenzo de Miranda, unos versos
suyos, unas raras glosas que ya puedo repetir como quien enciende en su cerebro
y en su lengua un eco guardado en las gavetas de la memoria.
Me he
decidido a escribirle desde la ficción de mi existencia y desde la aflicción de
la misma. Y es que sus glosas –con sus justos cuatro versos- y sus sonetos que
tanto entusiasmaron al señor don Quijote hasta hacerlo decir a él, tan docto en
letras, que se las estaba viendo con “el mejor poeta del orbe”, esos versos,
repito, se entreveran a cada paso con mi vida:
¡Si mi
fue tornase a es,
sin
esperar más será,
o viniese
el tiempo ya
de lo que
será después.
Esas
sesenta y nueve letras bastaron para colmar mi atención. Quisiera el cielo que
“mi fue” anclara en lo que soy, sin vivir de prestado en memorias ajenas. Pero
estoy condenado a repetir. Puedo repetirle, por ejemplo, uno a uno los diálogos
que usted, mi buen señor, tuvo con un caballero andante llamado don Quijote de
la Mancha. Y todo lo que tuvo ocurrencia durante su estancia en el Castillo del
Caballero del Verde Gabán, su legítimo padre que tropezara e invitara al de la
Triste Figura tras oírlo hablar de poesía y de historias remotas de caballería,
muchas de ellas entreveradas. Los versos de Garcilaso de la Vega dichos por don
Quijote en homenaje a Dulcinea del Toboso y su dulce y enfebrecida explicación
de la ciencia de la caballería andante, ciencia que contempla conocimientos
teológicos, médicos, de aromado herbolario, de astrólogo y tantos otros
saberes, me condujeron a verdades que yo solo consigo enumerar.
Nunca
escribo versos tan finos como los suyos, don Lorenzo, pero los aprendo, que es
otra forma, un tanto huera, valga la verdad, de grabarlos en una tarja
invisible. Sé que usted afirmaba no querer parecer “de aquellos poetas que
cuando les ruegan digan sus versos los niegan y cuando no se los piden los
vomitan” y desde entonces me cuido de decir aún los que otros me prodigan. Me
atrevo a decirle Don, pues entiendo que esa palabra, descompuesta en cada una
de sus letras, quiere decir De Origen Noble. Y lo hago a pesar de sus dieciocho
años de edad, según las cuentas de su padre, Caballero del Verde Gabán.
Mi locura
es cartesiana, don Lorenzo, no como la de su bizarro huésped, el “entreverado
loco lleno de lúcidos intervalos”. No tan cartesiana quizá como la de Pierre
Menard, otra invención de mi creador o, mejor, un alter-ego de mi amigo Borges,
ese poeta nacido en Buenos Aires en el año de 1889, el mismo año en que él, mi
padre literario, anunció mi muerte por “congestión pulmonar”.
Pues
bien, ese tal Menard, tuvo vocación de espejero, pues se dedicó a copiar, como
un servil espejo, las aventuras narradas por ese historiador árabe de nombre
exótico como el Oriente, Cide Hamete Benengeli. Era como si Menard atrajera
desde las antípodas una estrella fugaz con un espejo. Pero yo no he muerto, en
puridad. Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las
suyas.
No me
agrada confundir las historias, pero hablando de espejos, esa Dulcinea que le
evocaron unas simples y ordinarias tinajas a don Quijote en casa de su generoso
padre, de don Diego, tan solo por haber sido torneadas por alfareros del
Toboso, esa Dulcinea,
repito,
se refleja sin permiso en muchos otros cristales.
No es que
ella, la amada evanescente, preguntara como lo hace la madrastra de la saga infantil a su servil cristal quién es la
más bella del universo. Pero bastaba con que su espejo fuera azogado por las
fabulaciones conmiserativas de Sancho o por el otro espejo de locura del
andante señor de las derrotas, para que apareciera como la más hermosa mujer y
la más dulce utopía del levantisco caballero libertario.
Le
envidio haber conocido a Don Quijote, un Cid en armas, un Cicerón en
elocuencia, como dice su historiador. De la misma manera envidio el coloquio
sostenido por su padre, don Diego de Miranda, con el andariego y estrafalario
señor de los caminos, mientras va trocado en el Caballero del Verde Gabán,
intercambiando opiniones y creencias.
Que las
palabras del Quijote sobre la poesía lleguen de nuevo a usted, don Lorenzo. Las
repito memorizadas del coloquio que tuvo con su padre: la poesía “no ha de ser
vendible” ( 1 ), dice en un momento. “No se ha de dejar tratar de los truhanes” ( 1 ),
agrega. Y es que su padre, antes de llevar a Sancho y a su amo a las estancias
del castillo, le habló con orgullo de hombre generoso e inteligente, de un hijo
“embebido” en los reinos de la poesía. También afirmó que “letras sin virtud
son perlas en el muladar” ( 1 ) .
“Yo,
señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde
iremos a comer hoy, si Dios fuere servido”, fue la invitación que don Diego le
hizo a don Quijote durante la jornada en la que se éste alimenta su olvido,
olvido de los apaleamientos sufridos, de los dientes quebrados por el vuelo
atinado de una pedrada, de la lluvia de estacas, de las artes encantatorias
padecidas en la confrontación con el Caballero de los Espejos.
Debo
decirle a usted, y si pudiera hacerlo a su padre, que Funes no es apócope de
Funesto, buen señor. Pero el que sufre tiene memoria, era algo que decía con
plena conciencia Cicerón. De otra parte, un escritor francés, Montaigne,
agregaba para mi desgracia que “saber de memoria no es saber: es tener lo que
se ha dado a guardar a la memoria”. Mi pastor, mi guía, mi creador, mi inventor,
mi padrastro que tanto admiró las mitologías y las invenciones de Cervantes,
parece que de alguna manera quería despojarme de algunas libertades.
De esta
manera y a guisa de ejemplo, es como me describe, don Lorenzo, al final de uno
de sus agudos relatos: “Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el
portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar.
Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo
de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
Conocer
detalles y datos, fechas y números, recuerdos y estrellas, vocabularios
infinitos, en inglés, en francés, en portugués, en latín, no me dan acceso a la
poesía. Pero aquello que tanto me ha inquietado de sus versos:
¡Si mi
fue tornase a es,
sin
esperar más será,
o viniese
el tiempo ya
de lo que
será después...!
a cada
tanto vuelve a mí como un ritornelo, como si me rebelara ante mi creador y
pudiera pensar más allá de los linderos de una portentosa memoria de archivero.
Poder
escribirle a usted puede resultar un acto de rebeldía aprendido al de la Triste
Figura, como ir galopando por un llano junto al Caballero del Verde Gabán para
luego llegar a su casa en procura del tiempo futuro, del tiempo de lo que será
después. Vivo de inquilino en las páginas de un libro, como usted vive en las
suyas. Pero puedo repetirle, como un estruendoso eco llegado de otra parte:
Deus in nobis, Dios está con nosotros.
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Irineo
Funes
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