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Navidad con mis tres jesuses
Jotamario Arbeláez
Le
dije que era amigo del enviado de
Dios,
pero que no creía en nada.
Don Jesús Ordóñez, propietario de la
Librería Nacional de Cali donde acababa de engancharme como relacionista,
el 24 de diciembre
de 1966 me regaló una edición de lujo de El
evangelio según San Mateo, un gran trozo de pernil de cordero, una botella
de vino chileno,
me hizo un adelanto
del sueldo y me deseó feliz navidad.
Como no encontré a
mi mujer en la pieza de la avenida sexta, dejé allí la versión del exegeta
Passolini y decidí irme caminando –para hacer tiempo– a la casa del barrio
obrero, a compartir carne y vino con papá y mamá.
A
los 25 años uno es el rey del mundo, aunque no disponga de un peso para celebrarlo.
La juventud es la corona y la capa la poesía.
Había aprendido de
mi secta que no se debía trabajar para no quemar cerebro empujando la rueda del
capital, y peor aun, que si era necesario emprender una acción, era
prostituirla percibir un pago por ella.
Pero don Jesús me
convenció de que trabajar en una librería, para un poeta, era estar en una
fiesta o ritual perpetuos.
Como eran apenas las 11 cuando
llegué a la carrera décima, decidí hacer escala y tomarme un ron en un bar de
tangos diagonal del teatro Belalcázar,
donde esa noche
pasaban Los caballeros las prefieren
rubias, no brutas, con mis inolvidables Marylin Monroe y Jane Russell. He
de admitir que por esos días me seducía más la última.
Yira sonaba en la
pianola. Yo me miraba de reojo en el espejo de la pared y retocaba mi copete,
acomodaba mi chaqueta, gesticulaba a lo Belmondo,
mientras pasaban
por la acera gentes cada vez más apresuradas.
De pronto la vi,
tendría 16 años, la doble imagen de la inocencia y el desamparo, con una leve
bata clara que le forraba, cómplice, las flacas curvas de sus senos y su
cadera.
La armonía de su
rostro era desusada para la cuadra.
Acostumbrado a
fáciles levantes de barrio, así no fuera para terminar encamado, me levanté
para hacerle una seña, a lo cual ella, con cierta timidez, respondió
acompañándome.
Le ofrecí algo de
tomar y ella me aceptó “un vaso con agua”.
Alice Liddell * (1852-1934), disfrazada de mendiga.
Fotografía
de Charles Dodgson (1832-1898), nombre real de Lewis
Carroll
Antes de preguntarle quién era y qué
hacía sola por allí a esta hora, le dije que era amigo del enviado de Dios,
como se hacía llamar mi maestro, pero que no creía en nada. Quería lucirme.
Cuando la dejé
hablar me dijo que venía huyendo de El Dovio, un pueblo del Valle azotado por
la violencia, donde le habían
asesinado a sus tres hermanos, les
habían cortado los penes y se los habían puesto en las bocas,
que acababa de
tener un bebé a quien dejó al cuidado de su padre que era su tío, en un
hospedaje de mala muerte,
que había salido a
buscar con algún alma generosa algo para comer y activar su seno.
Ahora en el
ambiente se desempeñaba Garufa.
Me permití dudar de su duelo. Cada
vez hay cuentos más reforzados en los anales del amor cortés callejero.
Una punzada bajita
me sugirió preferirla esa noche a mi inconstante amiga de siempre. Me dijo que
si quería acompañarla. Tomé mi bolsa y le seguí el juego.
Llegamos
a la peor ‘olla’ del barrio. Estanco de marihuanos. Madriguera de atracadores.
Dormidero de putas y maricones sin cliente.
Me condujo hasta el
fondo y allí, entre las secas y humildes pajas de un jergón descosido, reposaba
el niño reciente, que lloraba a moco tendido,
ante la manifiesta
impotencia y el gesto extraviado de un campesino de barba vieja.
Una nube de
zancudos entonaba un zumbido raro en el cielorraso del cuarto caliente.
Con
mi hijo y mi esposo necesito sobreaguar esta noche, me dijo la niña. Al costo
que sea. Espero que usted pueda ayudarnos.
Al pie del pequeño
camastro, donde el niño de repente cesó el berrinche, había una especie de
biombo que ocultaba un colchón astroso.
El campesino se
arrodilló hasta tocar con su frente el suelo y puso sus manos sobre la cabeza,
en señal de haber desaparecido.
El rictus de resignación de la niña la hacía más bella. No
temas, le dije, impidiéndole que apagara la luz.
Saqué la pierna del
cordero y la botella de vino y las puse en sus manos puras. Los billetes de don
Jesús los dejé sobre la mesita. Y me alejé con los ojos aguados hacia el hogar
de mis padres.
Antes de tocar pensé en mi hermano
Jesús que por esa época fungía como Jesús de Kalí,
quien debería andar
en su túnica por los barrios de la ciudad en su función de asistente de
moribundos y redentor de rameras.
Menos mal que papá
Jesús también había traído a casa un pernil de cordero y una botella de vino.
Celebramos.
Y esa noche me
dijeron que, aunque deploraban, no sólo la pérdida de la fe sino mi
incredulidad generalizada,
más aún condenaban
lo que les refería mi mujer: que nunca trajera nada a casa por andar reparando
en ‘episodios milagrosos’, que se me iban presentando todos los días.
Claro
que peor era el otro, quien ni siquiera le hacía poner bolsillos a los
pantalones, tal era su repudio al billete.
Y así fueran ricos
los que morían extremaungidos por su pulgar con oleo sagrado y querían dejarle
alguna propina por allanarles el camino hacia el más allá él nunca les recibía,
y con las prostis por
predicarles que el cuerpo no tenía precio y que más bien se entregaran al Señor
en busca de amparo cada vez estaba más a punto de ganarse su garrotazo.
Después de un largo
silencio de 12 campanadas, les conté lo que me acababa de pasar y, suspendiendo
la cena y llena de unción, mi mamá se puso a rezar el Avemaría e igual mi
arrodillado papá.
En ese momento
llegó mi hermano Jesús y acabó con todo.
Jan Arb (Jesús Antonio Arbeláez) y su hermano Jotamario
Arbeláez
(Foto Juan Domingo Guzmás)
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ALICE IN WONDERLAND
A los 150 años del libro
The set of stamps, designed by illustrator Grahame
Baker-Smith, features 10 scenes from the classic book and characters such as
Alice, the Cheshire Cat and the Mad Hatter.
Publicado 12 de enero de 2015
Escrito por Jennifer Newton for MailOnline
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