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publicamos el cuento "El precio de las lágrimas"
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Escribano del agua*
Por José Zuleta Ortiz
Tomado de GACETA, El País, Cali, Septiembre 13, 2009.
NTC … agradece al Ministerio de Cultura y al autor la autorización para publicarlo. * Del libro “Ladrón de olvidos”, Premio Nacional de Literatura, Cuento, 2009.
Para Ernesto López… y Ernesto Fernández, por supuesto
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Ilustración en GACETA de Fabian Ruiz
(Click sobre las imágenes para ampliarlas. Click en "Atrás" en la barra para regresar al aquí)
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En el tumulto del barrio San Nicolás, casi en su centro, está el gran taller de los Fernández Riva. Cuando entré sentí el familiar olor de las tintas litográficas, los sonidos de las máquinas, las aspiraciones de papel deslizándose, una agitación de colores, de máculas, de diestros y antiguos operarios. Hombres que saben de cuerpos imposibles sobre veloces calendarios, de películas, de tramas, de tipos, de hilos invisibles. Pero sobre todo saben de libros por entregar.
Desde la entrada todo está lleno de obras de artistas que han ido a ese lugar a hacer trueques de cuadros por catálogos o invitaciones a exposiciones en las que nunca venden nada. El laberíntico taller parece una galería de arte. No hay una sola pared en esa sucesión de casas en que no se exhiba una obra. Después de deambular por el lugar subí a preguntar por don Ernesto, el dueño aparentemente exitoso de esa casa de locos, que entre improperios, burlas y gestos teatrales administra aquel templo del caos.
—Está ocupado con un escritor —explicó su asistente.
Seguí a buscarle con la confianza que me otorga haber impreso allí quince revistas, cientos de libros, catálogos, bases de concursos, diversas papelerías, plegadizas, invitaciones a fallidos matrimonios y otras cosas inútiles que por más de veinticinco años me han hecho sentir parte del deliciosa enajenación de Feriva.
Al fondo en su despacho, sobre una mesita redonda estaba mostrando algo a un conocido escritor del Norte del Valle. Como siempre, a modo de saludo, empezó a gritar incoherencias, me mostró indignado unas torpes viñetas que los diagramadores habían incluido en el diseño de las páginas. El escritor escuchaba con una sonrisa desconcertada. Finalmente, dijo:
—Sí, esas viñetas sobran.
Pregunté de qué se trataba y el escritor respondió:
—Es mi nuevo libro.
Miramos la tipografía de los títulos; eran unos arabescos parecidos a los del Almanaque Bristol. Ernesto volvió a lanzar insultos contra sus diseñadores y le dio la razón al autor respecto a la limpieza y sobriedad que buscaba para su nueva obra. Luego, como si hubiera olvidado que no estaba solo con su cliente, dijo:
—Me tocó trabajar todo el fin de semana para tenérselo hoy.
El escritor lo miró con un gesto de alarma, como si se hubiera revelado el mejor guardado de los secretos. Ernesto se hizo el loco y llamó a la asistente para que nos trajera café. Cuando el escritor se fue, exclamó:
—No sé por qué quiere meterle mano a algo que él no puede sino empeorar.
No sabía a qué se refería, yo había ido a preguntar por un libro que ya tenía tres semanas de atraso: las memorias de un taller de literatura.
Cuando pregunté por él, se cogió la cabeza y empezó a llamar a gritos a un señor Ulises Millares.
—Esto no puede ser, me van a quebrar —decía manoteando.
—El libro no está porque no hemos pagado a los proveedores de laminado en frío
—replicó Adriana Bolaños, una mujer que, a todas luces, se negaba a dejar de ser hermosa.
—Estamos al borde de la quiebra —murmuró Ernesto en un tono muy confidencial. Y agregó: —Ya no sé qué hacer para detener este naufragio. Ofreció disculpas y se replegó en un soliloquio desesperanzado e incomprensible.
Mientras se calmaba, me paré a mirar las pinturas y ellas me fueron llevando por el taller. No advertí cómo llegué a un salón donde varios hombres muy mayores corregían con lápices rojos, lo que creí eran, originales de libros. Me miraron extrañados, alguno masculló un saludo a medias. Parecían joyeros, o talladores de fantasías. Una gran dignidad y el aura de sabiduría y secretas destrezas daban a la estancia un carácter entre misterioso y sagrado. Eran nueve.
En los anaqueles vi cientos de folios con rótulos extraños: Poesía (mujer 55 años). Novela autobiográfica (político caucano). Crónica de un gerente de seguridad. Postres estrato seis. Cómo lo hice (historia de una estafa). Perros que quieren a los niños. Tesis de grado sobre Alcohólicos Anónimos. Proyecto de escritor: (dos libros de relatos y tres novelas)
— ¿En qué podemos ayudarle? —preguntó uno de los hombres con evidente interés en que dejara de husmear y me retirara.
—Gracias, ya me voy —dije y después de deshacer los pasos de mi pictórico extravío, regresé a la sala de recepción. Don Ernesto me hizo señas para que entrara a su despacho.
—Los clientes han cesado los pagos, la rapiña en que ha vivido esta ciudad los últimos treinta años ya nos alcanzó a todos. El municipio y el departamento que son mis clientes más importantes están embargados por los bancos y muchas de las empresas a las que les trabajamos están en liquidación.
Después de unos segundos de silencio, mencioné la cantidad de trabajo que acababa de ver en el recinto de los correctores.
—¿Tienen muchos libros para imprimir? —pregunté.
—Qué va, lo que tengo es libros por escribir, pero no doy a basto.
Luego, como sorprendido, preguntó:
—¿Y por qué sabe que tengo muchos libros en proceso?
—Vi a los viejos corrigiendo originales.
—No son originales, son proyectos de libros. Es algo que hago para ayudar a encontrar trabajo para mis máquinas. Pero por más que me esfuerce no alcanzo a redactar todo lo que necesita el taller para sostenerse.
— ¿Redactar? —pregunté sorprendido.
—Sí. ¿Vio a ese señor de Guacarí que acabó de salir?
—Sí, lo vi.
—Es uno de mis clientes, él trae unas notas, contando anécdotas o hechos de su pueblo y yo con eso escribo novelas o cuentos. Se ha granjeado cierta reputación como escritor, pero realmente no sabe redactar. Lo que vio en el taller de corrección, donde trabajan los viejos linotipistas de mi padre, son proyectos de libros que no hemos podido escribir. Yo les cobro por redactar el libro y ellos, además, como muestra de su gratitud, contratan con nosotros la impresión y en parte así compran mi silencio.
—¿Y qué piensa hacer? —pregunté con ánimo de ayudar.
—Si tuviera diez personas que supieran redactar, podría mantenerme a flote.
Todo el mundo quiere ser escritor pero nadie sabe redactar. La vanidad es una poderosa fuente de trabajo para mi proyecto de salvación, al cual he llamado
Gyrinus natator.
— ¿Qué es eso? —pregunté.
—
“Escribano del agua”. Es el nombre de un insecto.
— ¿Escribano del agua?
—Sí, busque en el diccionario de María Moliner.
Tomé el diccionario y leí: “Escribano del agua. (i) («
Gyrinus natator»). Insecto coleóptero de color bronceado, con las patas adaptadas para la natación, que se ve muy frecuentemente haciendo giros rapidísimos sobre las aguas estancadas”.
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—No hay mejor descripción de lo que es un cliente de mi proyecto de salvación.
Chapalean sobre el pantano tratando de ser inmortales, todos quieren ser autores de libros, para ser reconocidos, para mejorar sus hojas de vida. Lo que ocurre es que aquí todos se creen muy leídos y escribidos.
—¿Escribidos? —pregunté, como anotando el error.
—La palabra escribido es correcta, según María Moliner —afirmó y volvió a abrir el diccionario.
—Mira lo que dice: “escribido. Participio pasado burlesco, sólo usado en la frase “muy leído y escribido” que se aplica a la persona que tiene algo más de instrucción que lo corriente en su ambiente y hace de ella uso pedante”.
—Tal vez todos somos escribanos, tal vez todos escribamos en vano –anoté.
—A mí lo que me toca es hacer de esta ciudad una ciudad de autores, tal vez de ese modo pueda salvar la empresa.
Se levantó del asiento y continuó:
—Leí lo que escribió sobre Pombo, ¿no le gustaría ayudarme a redactar algunos de esos libros que no tienen quién los escriba?
—No sé, déjeme pensar —respondí, sorprendido por la propuesta.
—Al menos ayúdeme a encontrar redactores, con cinco libros a la semana saldremos a flote.
—¿Cinco libros a la semana?
—Sí, ya hice los cálculos.
—¿Y cómo va a encontrar cinco autores, o personas que quieran ser autores cada semana? —pregunté escéptico.
—Cómo se nota que no conoce la peste de la autoría —respondió, y me extendió un listado.
Vi unos doscientos títulos de posibles libros por escribir. Algunos de los cuales coincidían con los que había observado en el salón de los viejos correctores.
—La culpa, en gran parte, es de los talleres de literatura. Todos los que asisten a esos criaderos de vanidad, creen que pueden escribir; pero los más necesitados son los profesores universitarios; los califican y les pagan por su producción intelectual.
—¿Y cómo hacen para aceptar publicar algo que no escribieron?
—El secreto está en hacerles creer que ellos son los que escriben, y para ello es clave la palabra redactar.
—¿Redactar?
—Sí, a los que he ayudado, les digo que les voy a colaborar con la redacción.
—No entiendo.
—El otro día vino una señora jubilada que quería escribir sus memorias, la señora no había escrito ni una página, nunca llevó un diario, no tenía muy claro cómo hacer lo que quería hacer. Le propuse que contara su vida desde los primeros recuerdos hasta los más recientes a una grabadora. La señora se fue y regresó a los tres meses con veinte casetes. Aquí realizamos la trascripción de ese audio a Word. Al final teníamos casi setecientas páginas. Ella dijo que le daba pereza leer todo eso. A mí, desde luego, me daba más pereza que a ella, y llevé el material a los viejos linotipistas para que lo volvieran legible. Después del trabajo de redacción quedaron doscientas páginas. Ella las leyó y quedó convencida de que era la autora.
En el lanzamiento, luego de muchos agradecimientos mencionó el nombre de esta empresa.
—¿Y ese trabajo lo pagan bien? —pregunté.
—Uno siempre paga bien lo que no sabe hacer, y más si se trata de ser reconocido o de no ser olvidado. La vanidad es nuestra materia prima.
Me pidió que lo acompañara al lugar de las máquinas. El sonido semejaba el de los trenes. Los rodillos entintados giraban, las ventosas aspiraban el papel, las pinzas lo llevaban hacia las mantas de registro donde desaparecía para salir al otro lado impreso. Las hojas caían en cámara lenta, detenidas por el aire que parecía leerlas antes de aceptarlas. Más adelante estaba la guillotina. Un hombre a quien le faltaban tres dedos de una mano acarreaba el papel y lo disponía para que la cuchilla, impulsada por un gemido neumático, bajara precisa y rotunda sobre la resma dejando un olor suave a papel recién cortado.
Más allá, en las mesas de encuadernación, un enjambre de muchachas caminaba a lo largo de las resmillas; tomaban, una a una, las hojas a medida que avanzaban, y en sus manos los papeles parecía aletear como palomas blancas. Su destreza y sincronía terminaba al extremo de la mesa cuando en cada mano sujetaban un libro completo, los disponían en bloques, para que otras mujeres engomaran sus lomos y otras, más lejos aún, metían los bloquecitos de papel entre las carátulas.
—Como ve, es fácil hacer libros. Pero la parte más importante es la que vamos a ver ahora —dijo entusiasmado don Ernesto.
Entramos al salón donde había visto a los viejos correctores. Estaban concentrados en la lectura y esgrimían sus lápices rojos como armas de destrucción, las páginas que corregían estaban llenas de señas como heridas recién propinadas. Detrás de los cristales de los lentes los ojos escrutaban los párrafos en una actitud francamente hostil, como si se tratara de destruir más que de otra cosa. Saludaron y sin apartarse del trabajo lanzaron todo tipo de insultos y burlas contra los textos y los posibles autores.
—Alégrense, afortunadamente para ustedes ya nadie sabe redactar —dijo don Ernesto tratando de contener la avalancha de protestas.
—Es que ya no corregimos, ahora toca reescribir todo —protestó el viejo que me instó a salir cuando me extravié.
—Precisamente, venía a hablar de eso. Ya saben que hace tiempo no hay trabajo suficiente para las máquinas, y que vamos a pérdida. Aquí tengo algo que nos podría salvar.
Se acercó a los anaqueles donde yo había visto los extraños rótulos.
—Tenemos que redactar setenta libros.
Todos se detuvieron y lo miraron con indignación.
—Tenemos es mucha gente… una cosa es corregir y otra redactar.
—Es casi lo mismo —respondió don Ernesto—. Nosotros les traeremos un resumen de las historias, una descripción sicológica del futuro autor y ustedes redactan lo que tengan que redactar.
— ¿Nosotros? —pregunté.
—Voy a hacerle una oferta de esas que nadie puede rehusar.
Dos semanas más tarde estaba trabajando en la búsqueda de autores, imaginando libros y buscando a sus posibles escritores. Primero inventamos libros que aunque no iban a ser libros, ya estaban escritos; contactamos a todos los editorialistas que escribían en la prensa y les propusimos que reunieran sus mejores columnas y las publicaran. Después fuimos donde los pintores y fotógrafos, para que publicaran lo mejor de sus obras, después donde los chef, para que pusieran en letras de molde sus recetas. Visitamos abogados para que publicaran sus casos más sonados, también lanzamos una colección de autobiografías donde, seducidos por una inmortalidad a domicilio, mandaron redactar sus vidas muchos políticos, policías, sacerdotes, prostitutas, narcotraficantes, cantantes, futbolistas, peluqueros y presidentes de las industrias de la ciudad. Después atacamos las universidades, allí encontramos mucho que hacer: creamos un centro de asesorías clandestino para tesis de grado. No era otra cosa distinta que una fábrica de redacción de trabajos de grado. A mí, que fui el creador de esa idea, me tocó redactar las primeras siete. Después seguimos con los profesores que no tenían producción intelectual y que eran la inmensa mayoría, lo cual no les permitía aumentar sus salarios, ni acceder a sus alumnas. De las notas para las clases y unas cuantas grabaciones, se armaron miles de libros que contribuyeron a mantener en movimiento “nuestras” máquinas. Como la ciudad es una capital deportiva, nos acercamos a los entrenadores de las ligas y de allí salieron cartillas y métodos de entrenamiento, fórmulas y consejos para la alta competencia, además de historias sobre las olvidadas leyendas del deporte. Visitamos las agencias de publicidad. El anzuelo irresistible y La creatividad es como las crispetas, fueron algunos de los títulos de ese segmento del mercado. Luego comenzaron a aparecer por cuenta propia los secuestrados y los secuestradores, que pedían ayuda para contar sus historias, los desahuciados que se curaban milagrosamente al entrar a una congregación religiosa, las reinas de belleza que se habían dejado seducir por opulentos seres clandestinos. Para los ex congresistas que después de “condenas injustas” querían revindicarse con sus electores, se creó una de las colecciones más exitosas, a la cual ellos mismos bautizaron con el nombre de “Mi verdad”.
Dejamos lo peor para lo último: los talleres de escritura creativa. Con la botella en la luna, Pleni-Planas, El Titubeo, Bebes de Poesía, Tachar y alzar los hombros, Cónclave dos, La sociedad de los poetas mayores y Libertad bajo la cama…
Hasta que un día finalmente lo logramos: toda la horda innumerable de la ciudad quería ser autora de libros. Los auditorios de todos los centros educativos, las cooperativas, los sindicatos, las entidades del estado, los gremios, las cajas de compensación, los teatros y las iglesias cristianas, no alcanzaban para la cantidad de libros que cada día, en horario de matinée, vespertina y noche había que lanzar. El vino en caja y el alquiler de manteles fueron los grandes beneficiados de la peste de los libros que padecía la ciudad.
La planta no dio abasto, a don Ernesto le tocó ocupar los otros talleres del barrio San Nicolás, pero lo más grave fue que ante la avalancha inaudita de libros por hacer, los bosques de pino y eucalipto de donde se extrae la pulpa para el papel empezaron a ser insuficientes. El papel comenzó a escasear
Una vez inoculado el virus de la publicación, independientemente de si sabe o no redactar, el autor siempre querrá más. Algunos siquiatras y sicoanalistas que extrañamente no aprovecharon el bombón boom, hicieron una vaca entre sus pacientes y publicaron un estudio donde concluían que: “publicar es más adictivo que la heroína”. Paradójicamente las librerías se quebraron. Los antiguos lectores se convirtieron en autores y, desde entonces, lo único que querían era leerse a sí mismos.
Los bosques fueron arrasados por la voracidad libresca y la producción de papel colapsó. La empresa se vio en la obligación de rechazar miles de solicitudes de redacción y publicación. Los viejos correctores volvieron a dormir, las máquinas se detuvieron. La ciudad sufría un síndrome de abstinencia, cuyos primeros síntomas fueron una vanidad exacerbada y un apetito incontenible por lo ajeno. Sobrevinieron rachas de suicidios y nacieron otras adicciones, como las candidaturas y los postgrados.
Entonces, tal vez enviado por la divina providencia, apareció el salvador: un cortero de caña que durante una huelga, a la entrada del ingenio, le comentó a un empleado de Propal, a quien su fuero sindical le permitía andar de visita por las huelgas ajenas, que: “después de que la caña se quema para producir la nieve de pavesas que cubre la ciudad en las noches, se corta, y sus dulcísimos líquidos se extraen en los grandes molinos del trapiche, hasta que no queda nada, sólo bagazo. Y que él pensaba que tal vez de ese bagazo que antes eran cañas dulces, se podría obtener papel para hacer más libros”. Y así fue.
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gra . Septiembre 13, 2009, 9:31 PM