martes, 21 de abril de 2015

ACARICIO TU IMAGEN. En recuerdo de Natasha. Por LUIS ALFREDO SÁNCHEZ

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NTC ... agradece al Maestro Luis Alfredo Sánchez 
el aporte de su texto y la autorización para publicarlo


ACARICIO TU IMAGEN

En recuerdo de Natasha

LUIS ALFREDO SÁNCHEZ

Cali, Abril 21, 2015

Natasha pidió alimentar con sus cenizas  las orquídeas, los  crotos, el arbusto de coca y todas las plantas y flores que sembró en los dos balcones terraza de nuestro apartamento de Bella Vista donde se sentaba a solazarse con la panorámica de Cali. Una  copa de vino, un cigarrillo, un libro de Lermontov, de Mishima o de Álvaro Mutis completaban el plan al caer la tarde. Quizás recordaba  a su amada Crimea de donde eran sus padres de ancestros polacos. La rusa  la  llamaron sus colegas cineastas, o sus alumnos de la Universidad Jorge Tadeo Lozano o los asistentes a sus conferencias en la Universidad Nacional, la Cinemateca Distrital o la escuela Black María, o tantas otras instituciones donde hablaba de   cine, estética, historia. Era una mujer de carácter fuerte, recia personalidad, culta. A  su vez tenía la sensibilidad del alma eslava. Tal vez allí en ese balcón Natasha recordaba su juventud en Moscú cuando salía esquiar en invierno o a nadar y jugar basket en el verano, o  hacía excursiones  a los bosques de abedules a recoger hongos y frutillas silvestres que su madre preparaba luego en encurtidos para el invierno. O tal vez recordaba la dacha o casa de campo de sus padres donde pasaba los meses de Julio y Agosto y regresaba en otoño cuando ya toda la naturaleza rusa se vestía de amarillo y rojo.

Todo comenzó en Moscú, cuando  llegué en 1964, en plena época comunista, a estudiar con una beca otorgada al Colegio Nacional de Periodistas de Colombia  a la capital de la entonces Unión Soviética. Cambié el periodismo por el cine. La descubrí una tarde en el hall del Hotel Minsk, donde me alojaba. No pude resistirme a su atracción y le dije algo en inglés porque entonces no hablaba ruso. Cruzamos dos palabras,  no quiso darme su teléfono. Para una muchacha soviética a solo once años de la muerte de Stalin, conversar con un extranjero desconocido era algo difícil por la vigilancia que hacían los órganos de seguridad soviéticos. La podría volver sospechosa, en una Rusia que apenas comenzaba tímidamente un deshielo con Occidente,  su dirigencia seguía siendo estalinista. El destino entonces hizo que otro día nos volviéramos a topar en una pequeña plaza cerca de hotel, la Plaza Maiakovsky, tenía un traje a cuadros blanco y azul, lucía alta, espigada. Era verano. Junto a la  inmensa  estatua  del gran poeta de la Revolución de Octubre, que desilusionado del rumbo que estaba tomando la  misma se pegó un tiro en 1930  se ponían cita los enamorados en los años sesenta, cuando ya se filtraban a la hermética Rusia  la música de los Beatles o “Extraños en la noche” en la voz de Sinatra.  Mayakovsky  fue un enamorado de la vida, le cantó a la Revolución, le cantó al amor. Era un poeta de multitudes, de voz atronadora, de plaza abierta.  "Amar /es arrancarse de las sábanas/ desgarradas por el insomnio/ El amor no es un paraíso de dulzura; /es el asalto rugiente /de una tempestad /de fuego/ y de agua".

Natasha caminaba por esa plaza rumbo a la estación del metro.  Sorprendida al verme accedió a darme su teléfono, siguió de largo, tenía prisa. Vino la primera cita,  lo demás es historia. Cuando le conté que iba a estudiar cine descubrí que amaba el cine,  la literatura, la música, el teatro. Trabajaba en el Banco de Comercio Exterior, y en las tardes iba a cursos de historia y crítica de cine al instituto donde yo me disponía a entrar. De una encontramos un lenguaje común.

Esta mujer se convertiría en mi compañera de vida y trabajo durante casi cincuenta años, la madre de mi única hija, Karina.  Rompió con su familia. Salir con un extranjero no solo era mal visto,  su padre  trabajaba en el Ministerio de Aviación  y podría tener problemas por ello. Era ingeniero, especialista en indagar las causas de las tragedias y accidentes aéreos, un trabajo entonces clasificado o secreto. Su madre sabía muy bien lo que era caer bajo la mirada escrutadora de los servicios de seguridad. Ella era de Crimea, de origen polaco , toda su familia sufrió y fue dispersada por el vendaval de la Revolución comunista de 1917.  La historia de su familia tuvo el dramatismo de millones de  rusas. Eran medianos propietarios que se asentaron allí desde que un médico de Varsovia,  tronco de la estirpe, se vino a vivir  a las orillas del Mar Negro a finales del siglo XIX. El abuelo materno de Natasha, un pequeño propietario tenía cultivos de vid y manzanas, producía vino y un licor de manzana. En esa época los zares iban a  veranear a Crimea. Fue entonces cuando el abuelo, adolescente aún, logró, gracias a su amor por el canto entrar de aprendiz en el coro del Zar que solo operaba en Julio y Agosto, cuando el monarca iba a descansar a su residencia veraniega. Y no era todos los años. Esta ingenua decisión tuvo luego consecuencias dramáticas para él y toda la familia. Al llegar los bolcheviques a Crimea lo detuvieron por “zarista”, cuando era un sencillo campesino medio, le quitaron la tierra y los bienes a la familia, desde los cubiertos de plata hasta los trajes de las hijas adolescentes, que ya estudiaban en el Gimnasio. Y por supuesto todos sus privilegios como tener una institutriz para que las hijas estudiarán francés. Y no solo eso, le quitaron la tierra, algunos otros familiares los enviaron campos de reeducación ideológica. La madre de ella escapó a este desastre pues se casó muy joven con un ingeniero ucrkraniano, el mismo que sería luego experto en indagar las causas de los accidentes de aviación y quien por supuesto también hizo la guerra contra Alemania cuando Hitler invadió la Unión Soviética en Junio de 1941. La guerra duró cuatro años, arrasó el país y causó 24 millones de muertos. No existió una familia rusa que no perdiera algún miembro en esta gesta heroica  que ellos llaman la Gran Guerra Patria.  Natasha nació a orillas del  río Volga en un barco en el cual evacuaban a familias de la invasión alemana. Su madre y sus tres hijos finalmente fueron a dar a Moscú. Luego la familia al término de la derrota de Alemania acompañó al padre a Silesia, zona de ocupación soviética entre Polonia y Alemania. Al regreso a Moscú en 1947 la familia se las arregló para sobrevivir en la postguerra, era un Moscú inseguro, carente de todo, en medio de la pobreza de un país que fue destruido por los nazis.  La abuela un día salió al mercado y jamás regresó, entonces se mataba en Moscú por un pedazo de pan.

A Natasha le encantaba el Jazz, lo heredó de su padre. En épocas de Stalin era una música prohibida. La guerra fría llegó hasta esos extremos. Se podía escuchar esa música de manera clandestina, a través de la Voz de América que transmitía en ruso. La familia la oía en un receptor Telefunken traído como trofeo de Alemania. Para oír esa emisora prohibida ponían el radio dentro de un closet y se tapaban con una cobija. Si un vecino se llegara a enterar y avisar a la policía, se les podía declarar “enemigos del pueblo”. El castigo era la cárcel o un campo de concentración. Lo joven adolescente que luego sería mi esposa leía, leía mucho. La Comedia Humana de Balzac y sus doce tomos fue su obra preferida, Heine, Tomas Mann, Stendal, Tolstoy, Mandelstan, Babel, Axmatova. Trajo de Moscú cuando se vino a Colombia decenas de sus libros en ruso que conservó hasta su muerte, entre ellos algunas joyas como una colección completa de las obras  completas de Gogol y de Dostoievsky  del siglo XIX. Y también  el cine. El neorrealismo italiano era permitido por la severa censura rusa.  De Sicca, Fellini, Rosellini. Visconti, Latuada se podían  ver en las salas de cine arte de Moscú.  Con ellas formó su cultura cinematográfica.

Y cuando digo que Natasha rompió con su familia por mí para no perjudicarlos, es una verdad de a puño. En la época comunista de Rusia casarse con un extranjero era un rompimiento con el Estado y el régimen. Se necesitaba un permiso especial para hacerlo y  salir del país, la persona que lo intentaba era vista como sospechosa y lo más dramático le exigían visa para volver a entrar a su patria de origen.  Los extranjeros no podíamos salir del perímetro urbano de Moscú sin una autorización  especial o en una excursión organizada. Eran los tiempos de Breznev. De otra parte Moscú era un paraíso cultural, opera, ballet, conciertos, museos, teatro, eran de fácil acceso, en este aspecto la calidad de la vida era maravillosa.  En Moscú podían verse espectáculos clásicos a precios accesibles a todos. Nunca disfruté tanto la vida  cultural como en mis épocas de estudiante en Rusia.

Natasha  rompió con todo para casarse conmigo y luego para emigrar a Colombia. Aun así nunca habló mal de su país, lo recordaba, divulgaba su cultura y apenas se lo permitieron y pudo hacerlo regresó a visitar a su familia en Moscú. Jamás renunció a su pasaporte ruso, amando a Colombia como la amó nunca se nacionalizó, no obstante las ofertas que le hicieron.  Mantuvo sí mucha distancia con el régimen, tanto el comunista, como  con el actual de Putin, una burocracia, decía ella , que heredó y saqueó el poder soviético , hijos todos de la KGB, la escuela de seguridad secreta, en donde se ha formado la clase dirigente rusa, y donde el individuo no cuenta, lo importante es el Estado. Quizás la única época en que se entusiasmó con los cambios políticos en Rusia fue cuando subió Gorbachov y comenzó la llamada perestroika, el  movimiento reformador que sentó las bases de la demolición de la herencia Stalinista. El objetivo de la Perestroika era rejuvenecer el sistema soviético, pero en vez de hacerlo, las reformas causaron la caída del sistema y la disolución de la URSS. La perestroika afectó en los ámbitos económico, social y político. Por esa época, en 1988,  nos invitó la embajada soviética al pintor Alejandro Obregón, al director de teatro Santiago García, a Natasha y a mí  a un foro mundial para presentar la nueva política soviética en el ámbito cultural. Obregón no pudo viajar, nosotros con García sí. Recuerdo que entre los asistentes había gente de todos los países y tan disímil como el compositor Mikis Teodorakis, el actor de Hollywood, Gregory Peck,  la viuda de Jhon Lenon, Yoko Ono, el cantante español Paco Ibañez. Fue un momento maravilloso pues nos encontramos de nuevo con compañeros de estudio en el Instituto de Cine, muchos de ellos ya cineastas famosos, como Nikita Mijalkov, los mexicanos Sergio Oljovich y Gonzalo Martínez, en fin , gente con la que compartimos nuestros años de juventud estudiantil.

Con Natasha  nos casamos en 1965 y salimos de Rusia hacia Colombia en 1970. En esos cinco años, aprendió el español. Se hizo gran amiga del primer embajador colombiano en Moscú, el escritor Pedro Gómez Valderrama, a quien el presidente Carlos Lleras Restrepo lo encargó de reabrir las relaciones diplomáticas con Rusia, rotas a raíz del 9 de Abril, cuando el gobierno de Ospina Pérez acusó a ese país del asesinato de Gaitán y la revuelta del 9 de Abril. Con él fuimos varias veces a Zagorsk, el Vaticano de la Iglesia ortodoxa rusa, donde se rinde culto a los iconos medioevales pintados a imagen y semejanza de los traídos  de Bizancio de donde vinieron los primeros misioneros que trajeron el cristianismo a Rusia  en el siglo X. Visitamos junto con el embajador los templos multicolores  de cúpula de cebolla de las decenas de iglesias de Moscú. A Natasha le apasionaba este arte de la pintura sobre madera y los grandes frescos existentes en las paredes de las grandes catedrales rusas.

A finales de los años sesenta  establecimos relaciones con varios pintores disidentes, como se llamaba a los que no seguían las directrices oficiales para el arte, o sea el llamado realismo socialista. No hay que olvidar que hasta mediados de los años ochenta del siglo pasado lo mejor de la pintura rusa de los años veinte y comienzos de siglo no se exhibía en los museos  de Moscú, me refiero a Chagal, Kandinsky, Lentulov, Gancherova, Malevich. Este último le apasionaba. Fue un pintor vanguardista ruso representante de la escuela pictórica del suprematismo que se impuso en los primeros años de la Revolución, cuando aún existía la libertad artística, cuyas tendencias se afloraron al sacudirse  el país del yugo zarista. Trajo un poster de Malevich que conservó muchos años.

Después vino el encasillamiento del arte y la expresión artística en el marco del realismo socialista, donde según sus teóricos la pintura debía servir a la revolución. No obstante esta camisa de fuerza, y como es imposible atajar la vida o las formas de expresión, los pintores soviéticos hacían un arte contestatario al sistema o a  la academia oficial. Muchos de ellos fueron marginados, perseguidos, se les impedía exhibir sus obras, lo hacían clandestinamente y la vendían a los diplomáticos y visitantes extranjeros. Con Natasha visitamos a muchos en sus casas o estudios semiclandestinos. Hoy en día algunas de sus pinturas cuelgan en las grandes galerías del mundo. Ella mantuvo correspondencia con dos  de ellos hasta muy recientemente.

Al llegar a Colombia todo era nuevo y desconocido para Natasha, desde las frutas tropicales, hasta los paisajes agrestes y profundos de nuestras montañas, desde las llanuras soleadas del Casanare, el Meta, Arauca, hasta los ríos del Chocó y las selvas del Guaviare. Recorrió toda Colombia filmando documentales, videos, comerciales de TV que hoy están en su filmografía. No le fue fácil acostumbrarse a esa nueva vida en las Colombia aún clerical de los años setenta. Su recio carácter entró en contradicción con algunos de nuestros hábitos y costumbres. Terminó doblegando las circunstancias, matriculó a nuestra hija en el Liceo Francés y desde muy niña la llevaba clases de natación en la Cruz Roja, luego insistió en que la niña estudiara ballet y la inscribió en la escuela de Priscila Welton.

Ella jamás pudo entender como este país, tan rico, decía, tiene tanta pobreza. Tampoco entendió la razón por la cual los colombianos llegamos tarde a toda cita, nos matamos entre nosotros y vivimos para el día, aquí nadie piensa en el mañana, comentaba con asombro. Amaba la naturaleza y su descanso preferido era ir al campo. Hizo su  trabajo de cineasta en casi todo el país, desde la Guajira al Putumayo. Solo le faltó por conocer el Amazonas, un río  para ella mítico. Le encantaba La Guajira, donde realizó su última película, “Sedientos de Sal” *. Allá  convivió semanas con los indios Wayu.

En una de sus filmaciones conoció a un joven exguerrillero en el hospicio del padre Nicoló en Bogotá. Se hizo amiga de él y al notar su interés en la cámara terminó dándole trabajo en nuestra empresa de video y cine que ella regentaba.  En la década de los setenta fue editora, productora y profesora de cine,  conferencista en la Cinemateca Distrital al lado de Lisandro Duque y Hernando Martínez cuando la dirigía Isadora de Norden. Continuó con sus conferencias de estética en la Universidad Nacional hasta que sus condiciones de salud se lo impidieron. Fue entonces cuando decidió aceptar mi invitación de venir a vivir a Cali. Le encantaba esta ciudad, su arborización, el paisaje del Valle del Cauca la sosegaba. Las ceibas, los samanes, los mangos, las palmeras, los guaduales eran para ella un placer verlos.


Esta mujer que fue mi polo a tierra, la cocinera maravillosa que disfrutaba ensayando nuevos platos, amante de los gatos y los perros—conservo aún un gigantesco gato en papel mache que trajo de San Miguel de Allende en México. Autora de un mediometraje de Focine, premiado en varios festivales de cine, “Suave el Aliento” **, inspirado en un cuento del nobel ruso Iván Bunin. Una historia romántica de una joven aristocrática que se rebela contra su medio y es seducida por un amigo de la familia. En la película actuaron Sebastián Ospina  y Alejandro Buenaventura. Fue ella  quien me sugirió  el cuento de Mijail Sholojov , “El potrillo”, sobre la guerra civil rusa en los años veinte del pasado siglo. Una historia que me ayudó a adaptar a la realidad colombiana de los años cincuenta , cuando las guerrillas liberales del llano se alzaron contra la chulavita y el gobierno conservador de Laureano Gómez al mando de Guadalupe Salcedo. Esta historia sirvió para  para mi película “El Potro Chusmero”, con la actuación de Santiago García.

Natasha se nos fue de la vida el pasado 18 de Marzo. Le encantaba la poesía de Pushkin, el clásico ruso, autor de este poema que parece escrito para su memoria:

Me animo una última vez a acariciar en espíritu tu imagen.
Usando toda mi fuerza para reavivar un sueño.
Complaciéndome, no sin tristeza y temor.
En recordar lo que fue nuestro amor.
Nuestros años huyeron, nuestros años han cambiado. Y  cambia todo.
Y nos cambian a nosotros mismos. Para mí, que ayer no más te contaba, hoy te has cubierto de una sombra sepulcral.
Para ti el amigo de ayer no es más que un fuego extinguido.
Acoge, oh compañera ya para siempre distante, estos adioses que te dirige mi corazón.


Acógelos como lo haría un amigo que estrecha su amigo, sin decir una palabra, ante el umbral de una prisión. Hoy tu libre ya, yo prisionero de tu recuerdo.
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Nota: Fotografías: Felipe Ferre*, gran fotógrafo francés, nacido en Colombia. Vendrá a Cali el 10 de Mayo próximo, estará un día y al siguiente regresará a París. Viene a Bogotá invitado por la Embajada Francesa y a Cali para  reunirnos por 24 horas.
http://www.colarte.com/colarte/ConsPintores.asp?idartista=2735&pest=recuento

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Allí enlace para acceso al video completo
Un documental de Natasha Iartovskala
52 minutos, año 2002
Producción del Ministerio de Cultura
Una recreación de la vida de los wayu en La Guajira colombiana, sus costumbres, su duro trabajo en las charcas de donde extraen la sal para vender y que es la base de su subsistencia. La cámara recrea el paisaje, la vida, los problemas que tiene este pueblo autentico, altivo, rebelde.
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Allí enlace para acceso al video completo
Mediometraje argumental de Natalia Iartovskala
29 minutos, producción de Focine, 1986
Adaptación de un cuento del escritor ruso, Premio Nobel, Ivan Bunin.
Una niña adolescente de alta clase social se rebela contra su medio en la Rusia de finales del siglo XIX. Es seducida por un amigo íntimo de la familia.

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lunes, 20 de abril de 2015

Cenizas en el puente. Por Hernán Toro. Cuentos. Editorial Universidad del Valle. Noviembre 2014

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Cenizas en el puente 
Por Hernán Toro 
Cuentos 

Editorial Universidad del Valle 
Noviembre 2014
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CONTENIDO

Cenizas en el puente 
Secretos de cocina
El festín de los enemigos
Libélula nocturna
El Crápula, mi amigo
El hombre que lloraba
Fellinito, el oboísta 
Amores de plástico
Moebius
Lunita
Los fantasmas de El Metropol
El emperador de barrio
El hombre que escribía simultáneamente con las dos manos

Tomado de:
Librería de la U - Los mejores precios
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Sobre el autor
Hernán Toro

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miércoles, 15 de abril de 2015

El oficio de la escritura: Un largo destino íntimo. Por: Fabio Martínez, Cali, Abril 10, 2015

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El oficio de la escritura: Un largo destino íntimo 


Por: Fabio Martínez ( 1 )
Escritor colombianao


Texto presentado y leído por el autor en el Encuentro "ESCRITORES EN SU TINTA", Abril 10, 2015. *

NTC ... agradece al escritor el aporte, la primicia y la autorización para publicarla.  Recibido: 15 de abril de 2015, 7:00


Nací en la colina de San Antonio. En una casa blanca de ventanas y zócalos verdes. La casa tenía nueve piezas, una cocina y un patio interior, donde yo vivía en compañía de mis abuelos maternos, mi madre y siete tías.

Don Agustín Martínez Sanabria, mi abuelo materno, perteneció a una familia de tipógrafos que fueron  pioneros en la industria editorial de Cali.

Mi tío Francisco tuvo la famosa Imprenta Martínez, ubicada en plena olla de la ciudad (Carrera 9ª con 16), y mi abuelo trabajó durante muchos años en la Imprenta Bolivariana, propiedad del padre Alfonso Zawadski, que estaba ubicada en la carrera cuarta, del barrio San Antonio, contigua a la casa donde don Jorge Isaacs escribió el último capítulo de su novela María.


Casa donde don Jorge Isaacs escribió el último capítulo de su novela María.

Si alguien me pregunta por mis influencias literarias, debo afirmar que ellas tienen su origen en aquella casa donde compartía con mis abuelos maternos y mis siete tías.

Mi abuelo era un lector que tenía una biblioteca clásica, y llevaba a la casa cuanto libro o revista se imprimía en la imprenta. En medio de un país religioso y conservador era un hombre que se destacaba por sus ideales liberales. Fue él quien me enseñó a leer y escribir a la edad de cinco años, y a conocer algunos autores como Alejandro Dumas, Gabriela Mistral y Ruben Darío. Escritores que, si bien es cierto, no comprendía muy bien en aquellos años, dejaron un eco imborrable en mi memoria.

Don Agustín tenía los sábados en la tarde, con sus amigos, una tertulia literaria, donde leían poesía en voz alta y se la pasaban, al calor de un aguardiente, hablando de literatura. Recuerdo a don Luis Chicaiza, quien tenía una voz grave y profunda, y era un excelente contador de historias.

Aquella voz de don Luis me persiguió durante toda la vida. Cuando llegué a la adolescencia y tuve qué decidir sobre mi carrera profesional, dije, no sin cierta ingenuidad, que quería ser escritor. “En la universidad no se enseña a escribir; se enseña ingeniería, medicina o derecho”. Contestó mi madre.

Mi infancia transcurrió feliz entre libros, escotes y los ligueros de mis tías, que siempre, cuando estaban acicalándose ante el espejo para ir a un baile o ir a tirar paso al Séptimo cielo, me pedían que las ayudara a vestirse. “Tía, ¿para dónde va?” Preguntaba atónito mientras les colaboraba a subir un cierre o poner un liguero. Ellas, jóvenes, bellas y seductoras, respondían: ¡Mijo, voy pa’vieja!.
Con su pasito tun-tun, mis tías se despedían de besito en la mejilla, y se alejaban dejando el eco de sus tacones resonando en toda la casa.

La colina de San Antonio era perpendicular y todos los años reverdecía como el amor de los adolescentes. Los sábados en la tarde, la colina se convertía en una cancha de fútbol donde las galladas del barrio se reunían a jugar fútbol. La cancha era vertical. El lado de cada cancha se sorteaba con una moneda. El equipo que ganaba el cenit siempre llevaba la ventaja sobre su contendor; pues cuando el delantero se acercaba a la valla imaginaria, sólo le era necesario dar un taquito a la pelota para meterla en la portería. La bola traspasaba la zona de gol, y descendiendo por la carrera quinta, llegaba hasta la plaza de don Joaquín de Caycedo y Cuero. Mientras el recoge-bolas bajaba hasta el centro de la ciudad y recuperaba la pelota, el partido se suspendía. El equipo que le tocaba el lado inferior de la colina era el que más sufría pues para marcar un gol siempre tenía que desafiar la ley de gravedad.

Cuando no había fútbol, jugábamos al coclí-coclí. Un rito de la infancia que consistía en que un niño, abrazado a un arbusto, se tapaba los ojos con sus manos, mientras los otros se iban a esconder. “Coclí coclí, al que lo vi lo vi, al que está detrás de mi, no juego más”. Cantaba el niño; apenas terminaba la canción, salía a buscar a sus compañeros de juego.

En la colina, experimentamos nuestros primeros amores y nuestros primeros sufrimientos. En la noche, el cielo en la colina de San Antonio es de un color azul cobalto y está lleno de estrellas. Allí, después de una jornada, nos sentábamos en un banco de cemento a contemplar la ciudad y el valle del mundo.

Mi morada estaba situada en el camino que va de la casa del poeta Isaías Gamboa a la del novelista Jorge Isaacs. En la mitad del camino, entre las dos casas, se levantaba un frondoso palo de mango. Debajo de aquella sombra del mango, escuché por primera vez los cuentos de Buziraco, la Llorona de San Antonio y el relato del negro de la loma de la Cruz.

La colina de San Antonio era un microcosmos múltiple y variado: allí se encontraba el zapatero, el carnicero, el dentista, la modista, el panadero, la enfermera, el peluquero, el carpintero, el talabartero y el hacedor de macetas.


El hacedor de macetas.

Por las calles empedradas se escuchaba cómo iba subiendo la flauta aguda del afilador de cuchillos; el voceador de periódicos que a todo pulmón gritaba “El País”, El Tiempo”, “El Espectador”. Y el pregón delicioso de las negras, que con sus platones de aluminio en la cabeza, trepaban por la colina, ofreciendo frutas, cocadas y pescado fresco.  

De los personajes del barrio, quizás el panadero, la enfermera y el hacedor de macetas eran los que tenían la mejor aceptación entre los niños. El panadero porque siempre que uno iba a comprar el pan del desayuno, le daba de ñapa, una cuca o un pandebono. La enfermera porque cuando un niño le reventaba la nariz a otro, ella lo curaba con sólo mirarlo a los ojos. El hacedor de macetas era el fabricante de dulces de azúcar, que tenían distintas formas y colores, y venían empotrados en un palo de maguey. Cada 29 de junio los padrinos acostumbran a regalarle a sus ahijados una maceta.   

El peluquero y el dentista eran crueles y tenían la reputación por el suelo. Mi madre siempre me llevó engañado a ese par de lugares. Voy a comprarte un juguete, me decía; cuando menos pensaba, estaba sentado en la silla de la peluquería frente a un hombre gordo y barrigón, que con tijeras en mano, comenzaba a cortarme el pelo sin ninguna consideración.

En aquellos años, al contrario de los muchachos de hoy en día, deseábamos tener el pelo largo porque nos identificábamos profundamente con John Lennon y el Che Guevara. Las madres, quizás influenciadas por los soldados norteamericanos que iban a Vietnam, nos querían ver rapados y nos imponían el corte ‘Humberto’. Al final de la castrada, el peluquero nos regalaba un pirulí de consuelo.  

La ida a la dentistería era otro dolor. La madre nos llevaba engañados, y cuando menos pensábamos, estábamos sentados en una silla frente a un hombre de delantal blanco que con unas tenazas en la mano, nos obligaba a que abriéramos la boca. En aquellos años, la odontología, al no estar desarrollada técnicamente, no usaba anestesia, y por esta razón, toda escisión se sacaba con dolor. Después del forcejeo con el dentista, terminábamos agotados y con la boca roja. Como paliativo, la madre nos compraba una paleta en la heladería de la esquina.  Pero todo no era dolor en la colina de San Antonio. También había momentos para el asombro y la tristeza. Recuerdo que en una tarde de agosto, un niño famélico comenzó a elevar su cometa. De pronto, vino un viento tan fuerte que sacudió al niño y se lo llevó por los aires. Desde la altura, el párvulo levantó su mano y nos dijo adiós. No lo volvimos a ver. Otro día, un carro de cervezas Bavaria se volteó y aplastó a un borracho que bajaba tambaleándose por la loma. Otro buen día, a una niña se la llevó el monstruo de los mangones.

En esos tiempos, el terror de los niños era el monstruo de los mangones. Un hombre oscuro y solapado que acostumbraba a llevarse a los infantes, los violaba, y luego, los mataba.

Sobre la imagen del monstruo de los mangones existían varias leyendas. Unos decían que se trataba de un hombre que había sido contratado por un señor poderoso de la ciudad; al sufrir de leucemia, el señor tenía que alimentarse con la sangre de los niños. Era una versión tropical de la historia creada por el escritor británico Bram Stoker.  Otros afirmaban que el monstruo de los mangones, era, en verdad, un ‘pájaro’ de la violencia; aquella figura siniestra que asoló el campo colombiano durante los años cincuenta.

Desde la colina de San Antonio contemplaba la ciudad. Desde allí, podía apreciar la plaza de Cayzedo, la torre Mudéjar de San Francisco, la Ermita y el Hotel Alférez Real, que años más tarde fue destruido por la mano de un alcalde inescrupuloso.

Allí, en aquella montaña mágica, transcurrió mi infancia. Luego, vino la adolescencia. Los años sesenta y setenta donde la ciudad vivió una época dorada en las artes y las letras.

Fue el periodo de los festivales de arte dirigidos por Fanny Mickey; los montajes del TEC con Enrique Buenaventura a la cabeza; la creación del Museo de Arte la Tertulia bajo la dirección de Maritza Uribe de Urdinola y donde expusieron por primera vez, los artistas Pedro Alcántara, Óscar Múñoz y Ever Astudillo; y Ciudad Solar, fundada por Hernando Guerrero y Pakiko Ordóñez.

Los años del Cine club San Fernando dirigido por Andrés Caicedo, donde cada sábado veíamos en la pantalla lo mejor de Buñuel, Truffaut y Fellini.

De aquellos años, hay tres acontecimientos que fueron claves en el proceso de mi formación literaria: El Congreso de escritores hispanoamericanos, dirigido por Gustavo Álvarez Gardeazábal, donde participaron los escritores Camilo José Cela, Juan Rulfo y Manuel Puig.

Aquella tarde, Cela, como buen español, fue el más hablador. Puig, el más divertido. Rulfo, el más silencioso. Recuerdo que cuando Gardeazábal lo anunció ante el público, el autor de Pedro Páramo se había quedado dormido.

Aquella tarde, los jóvenes que habíamos decidido ser escritores, estuvimos allí, escuchando a los grandes escritores de las letras hispanoamericanas.

El segundo evento que me marcó fue la aparición en la ciudad de la revista cultural Estravagario del periódico El Pueblo, dirigido por Fernando Garavito.



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Estravagario fue un periódico literario que tenía un diseño moderno y sus viñetas, en blanco y negro, eran sugestivas. Allí se podía leer desde un  texto de Albert Camus, hasta un cuento de Jorge Luis Borges. Pero también, allí se podían leer los escritos de María Mercedes Carranza, Roberto Burgos Cantor y Fernando Cruz Kronfly, que comenzaban a descollar como escritores.

Los jóvenes caleños que deseábamos ser escritores, esperábamos el domingo con ansiedad para recibir en la puerta de la casa, por parte del voceador de prensa, aquel manjar literario.

El tercer acontecimiento fue mi paso como actor, durante cinco años, en el -Grupo de teatro experimental latinoamericano -GRUTELA- que dirigía Danilo Tenorio. El dramaturgo caleño venía del TEC y había dirigido excelentes obras como Guárdese bien cerrado en un lugar seco y fresco y Los papeles del Infierno. A su regreso del Festival de Nancy, en Francia, creó el grupo de teatro en el barrio San Antonio, que se hizo famoso por su montaje Túpac Amarú, 1780. Una obra que tenía la influencia del dramaturgo polaco Jerzy Grotowski.

Con esta pieza teatral estuvimos en el Primer Festival Internacional de Teatro en Manizales donde fueron jurados, entre otros, el poeta Pablo Neruda y Atahualpa del Chiopo, y recorrimos todo el país.

Estos años hacen parte de mi educación sentimental y fueron claves en mi proceso de formación literaria donde no sólo los libros fueron mi compañía, sino también, la música, el teatro, y por supuesto, la ciudad que, en aquel momento, respiraba un aire de arte, civismo y progreso.

Hoy, la montaña prodigiosa de San Antonio es un barrio de artistas y escritores. De pequeños restaurantes y tiendas de artesanías. De estudios de pintura y salas de teatro.

Allí vivieron por muchos años los actores y actrices Jacqueline Vidal, María Eugenia González, Jorge Herrera y Diego Vélez. Allí vivió el director de cine Luis Ospina e hicieron su residencia el arquitecto Benjamín Barney y la fotógrafa Silvia Patiño. Allí nacieron los grupos: el Teatro Imaginario de Tenorio, La Máscara de Lucy Bolaños, El Globo de Jorge Vanegas y Cali- Teatro de Álvaro Arcos.

Allí viven los músicos Liliana Montes y Gustavo Vivas y conservan sus talleres de pintura los maestros Labrada, Polo y Tello. Allí vive el ceramista Mauricio Pazán y la familia Otero (ésta última famosa por elaboración de las macetas). Allí pernoctaron durante años los escritores Germán Patiño, Octavio León, Leopoldo Berdella de la Espriella y Lucy Fabiola Tello, entre otros.  

Luego, un buen día, pasó el periodo de la adolescencia, y entonces, hubo necesidad de abandonar la pequeña montaña mágica. Había llegado el momento decisivo de dejar la colina, alistar maletas y lanzarse a conocer el mundo.

Como la imagen de la colina era tan fuerte y me perseguía, cada vez que llegaba a una nueva ciudad, escogía el barrio más alto. Cuando llegué a vivir a París, pernocté por un tiempo en la colina de Montmartre; en Barcelona viví en la colina del Tibidabo; en Montreal viví en Mont Royal, y en Bogotá, en la colina de la deshonra, del barrio la Macarena.   

La memoria es una colcha de recuerdos y olvidos. Mis recuerdos más profundos vienen de la loma de San Antonio, mi bella y dorada manzana de la infancia. Los lapsus y olvidos vienen de mis experiencias más recientes.

Si hoy, alguien me pregunta por mis primeras influencias literarias, no sabría decir qué fue primero: si el lenguaje de mi abuelo y el olor a tinta que emanaban sus manos; si el lenguaje de los árboles de la vieja colina de San Antonio o el lenguaje indescifrable y misterioso de las mujeres.


... la vieja colina de San Antonio ... 
Por las calles empedradas se escuchaba ... 

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*** 9 y 10 de Abril Cali, 2:30 a 6:00 PM
--- ESCRITORES EN SU TINTA. EL OFICIO DE NARRADOR  EN LA ESCUELA DE ESTUDIOS LITERARIOS. CONMEMORACIÓN DE LOS 70 AÑOS DE LA FACULTAD DE HUMANIDADES. Escritores participantes: Óscar Osorio, Alejandro José López Cáceres, Ángela Adriana Rengifo, Fabio Martínez  y Edgard Collazos. COORDINADORAMARIA EUGENIA ROJAS ARANA, Profesora Titular en la Escuela de Estudios Literarios, maerojasarana@hotmail.com .  Lugar: Auditorio Germán Colmenares. Universidad del Valle (Meléndez)  Entrada libre. Detalles y programa: Click derecho sobre las imágenes para ampliarlas en una nueva ventana. Luego click sobre la imagen para mayor ampliación
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