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A LA SOMBRA
DE LA HECHICERA
JUAN MANUEL
ROCA ( 1 )
NTC ... agradece el texto al autor y la autorización para publicarlo.
Desde el corazón de los bosques, desde las landas
medievales y su vegetación silvestre, la bruja cenicienta ha hecho su largo
vuelo hasta el ahora.
Acerca de la comprensión del fenómeno de la brujería,
de las hechiceras llamadas también con el marbete de “las iluminadoras de la
noche”, quizá ningún estudioso del tema haya clarificado tanto su histórica
saga (palabra que además de leyenda poética primitiva también significa bruja o
adivina), como lo hizo Jules Michelet.
Todas las circunstancias que llevaron a la mujer a
convertirse en hechicera (“por un brujo diez mil brujas”, decía el
historiador), y a cumplir un papel de justiciera, de bienhechora y curandera,
de conspiradora y no pocas veces de guía o sacerdotisa del pueblo, son vistas
por Michelet desde la perspectiva social.
Como los dioses vencidos se convirtieron en razón de
un dominio cultural y religioso en demonios de la religión triunfante, explica
el autor de “La hechicera”, esas deidades populares y abatidas se resguardaron
en los bosques. Pan, Dionisos, ahora son demonios, han bajado más que nunca de
la leyenda a la realidad y se entreveran a la vida secreta, a la clandestinidad
de la noche.
Hacia la hechicera van los siervos. Acuden al baile y al
festejo y con ello a la risa, algo que según el sordo inquisidor no son más que
viejas instancias paganas que pertenecen al mundo del diablo, a los dominios
del Oscuro.
Y es allí, en esos pequeños reductos de emancipación y
transgrediendo las leyes del gran señor y del sacerdote, de los tribunales de
santos oficios y de los grandes señores del feudo, donde inicia su reinado “La
Hechicera”.
El solo hecho de convocar a los bailes a los esclavos
para que la libertad, la enajenada libertad bailara vestida de harapos en la
noche como en un grabado goyesco, era algo que necesariamente la acercaba a las
grandes piras, a las hogueras que cercaban su deseo de futuro, su idea del
mundo como un contrasepulcro.
Porque la hechicera, como propulsora de la ciencia,
como estudiosa de la botánica y también como consoladora del pueblo y enamorada
del sueño, contraria a la sentencia de La Biblia de cómo mientras el hombre
piensa la mujer hila, gesta una revolución que aún hoy se cubre con la pátina
de las falsas interpretaciones cuando no con la pátina del olvido.
A estas alturas es bueno evocar, al unísono con la
lectura de este libro, un bello poema de Gilbert Lely que el poeta surrealista
francés, un estudioso de la obra del Marqués de Sade, escribió bajo el influjo de
la bruja:
La bruja
joven
Tu amor me espanta como la edad media.
Llamas a puertas horrorosamente bellas.
Ya se impacientan los inquisidores, los verdugos
Disfrazados de obreros o estudiantes extranjeros
Que te roen, te hurgan, descuartizan.
Tú te abres.
Mañana harás que se levanten patíbulos.
De la misma manera como lo hace Michelet, el Nietzsche
de Zaratustra festeja a la hechicera. El festejo de Nietzsche se da revestido
de consejo y casi de proclama: “No interrumpáis vuestras danzas, muchachas
encantadoras. No es ningún aguafiestas quien se os acerca con malos ojos,
ningún enemigo de las muchachas. Soy el abogado de Dios ante el diablo”.
Jules Michelet tenía 64 años cuando escribió e
imprimió La Hechicera, que algunos traducen mejor como La Bruja, en el
año de 1862. La edición fue confiscada por agentes de Luis Bonaparte, pero
siguiendo el mismo curso misterioso y clandestino de sus amadas hechiceras,
haciendo una especie de correo brujo o de vuelo secreto, logró publicarse de
nuevo y de manera oculta en Bruselas.
.
La historia futura en el reconocimiento de Jules
Michelet ha sido lenta. Edmund Wilson lo ubica como un renovador de las ideas
revolucionarias. Bataille (“La literatura y el mal”), nos entrega ciertas claves
sobre el autor de “La Historia de la Revolución francesa”, sobre un hombre que
influiría tanto en Rimbaud como en Roland Barthes y cuyo espíritu renacería en
no pocas premisas de París en mayo de 1968.
Michelet fue pues un adelantado, un visionario que
supo dar cuenta, desde un capítulo distorsionado de la historia, de la
emancipación de la mujer.
Contra su persecución y las hogueras, la mujer,
hechicera en la historia, levantó la alta e incendiaria barricada de la
brujería. El poeta mexicano José Emilio Pacheco dice que la primera rebelión
organizada contra el desprecio y el sometimiento (de la mujer), no fue el
derecho al sufragio sino la brujería. Y esto, mejor que nadie, lo supo Jules
Michelet.
CAZA DE BRUJAS
La aún larga cacería de brujas (en sus diferentes
prácticas y variantes que nunca han dejado de tener un rasgo político), hizo en
el miedo su más amplio coto de caza.
Se propagó la noticia de los grandes males que causaba
la hechicera, se dio nacimiento a un disparatorio terrible que, de no haber
sido tan sanguinario ahora podría dar risa y tomarse por ficción, a un sombrío
breviario para juzgar a las brujas convictas: “Malleus Maleficarum” fue el
nombre de ese manual de represión, de sojuzgamiento y de ingeniosas torturas.
En esta abominable cacería se dieron la mano
protestantes y católicos, aunque estos últimos lo hicieran con mayor saña. Se
dieron la mano, bailaron algo peor que una ronda sabática los sacerdotes de
esos dos cultos, que en otras materias religiosas y de exégesis divinas, nunca
se ponían de acuerdo. Pero tratándose de la bruja el acuerdo y su destinación
era el mismo: la hoguera.
La puesta en escena ya estaba preparada: gatos negros
ahorcados, cópulas invisibles, escobas y lechuzas y, sobre toda aquella
fatídica utilería con sogas, piras, potros y horcas y los ojos frenéticos del
inquisidor que avanzaba en la noche con una cruz bamboleante en sus manos.
¿Por qué el ensañamiento, la persecutoria obsesión de
quemar a toda sospechosa de traficar con las ideas prohibidas? Sin duda por su
revuelta, por una insumisión que la convierte a ojos de Michelet en la
iluminadora de la larga noche feudal.
Su bárbaro y largo genocidio no era suficiente para
acallar su voz ni su falta de mansedumbre, así que había que desfigurar la historia,
su amor por los dioses familiares como los duendes, los trasgos, las hadas,
pequeñas deidades de entre-casa que se alojaron entonces en los cuentos y en
las sagas. Y mostrar a las hechiceras como aparecen a nuestros ojos en
narraciones truculentas a la par que en los filmes y en las historietas. No
pocas podrían entrar en un santoral o acaso figurar en “La leyenda dorada” de
Santiago de la Vorágine, con Juana de Arco a la cabeza.
Frank Donovan (“Historia de la brujería”) da el dato
escalofriante de 400 mil víctimas quemadas en la hoguera, ni más ni menos que
una guerra, que un genocidio perpetrado
en la mujer.
Un mapa del horror, un croquis dibujado con un negro
tizón y que señalara los lugares en donde más se torturó y se inmoló a las
hechiceras, tendría sus puntos más relevantes en Francia, en Alemania y Suiza,
en un trípode de la razón, tan cartesiana y tan civilizada y tan religiosa,
puesta al servicio de la barbarie.
Michelet nos señala otro punto en contra de la
hechicera: su belleza. Belleza más rebeldía era algo insoportable para la mente
del turbado inquisidor, y sumado a su deseo de justicia social, de sopladora
del fuego en el oído del siervo, de fabricante de pócimas y de bebedizos capaz
de hacer enamorar a la mujer feudal del vapuleado siervo, formaban un caldo de
cultivo para su persecutoria implacable.
Ella era enfermera, consejera, aliada del pueblo.
Refugiada en las landas y en la llamada “escuela de los Matorrales”, rodeada de
los animales repudiados: el sapo, el búho, la culebra, la hechicera hace de su
danza una rebelión al lado de su pueblo.
La prosa con la cual Michelet nos habla de la
hechicera tiene un aliento poético y profético que va más allá de la simple
historiografía. Puede leerse como novela, también como un gran fresco de la
noche medieval, como mitología histórica al decir de Roland Barthes, como un
gran poema.
La caza de brujas sigue. El “Malleus Maleficarum” (o
Martillo de las brujas), impreso en 1486 por los inquisidores Sprenger y Kramer
continúa con vida. A veces se apellida Macarthy, otras adopta los nombres de
Savonarolas de barrio que se ponen la máscara de la beatitud y la moral, fungen
de procuradores, como nuestro procurador medieval.
Un fragmento del Malleus dice que “la brujería es una
alta traición contra la majestad de Dios” y que para hacer confesar al convicto
cualquier medio se justifica. Ahora se han cambiado los términos y el nuevo
Dios (léase el Estado), condena por traición a quienes piensan de manera
diferente, mejor dicho, a quienes piensan.
De ahí que libros como La Hechicera de Michelet nos
sigan conmoviendo, porque más allá de la descripción de un negro pasadizo de la
historia se trata de un buceo por el alma del hombre, por la hermandad antigua
entre ciencia y brujería, por las vecindades de poesía y rebelión.
En última instancia, la condena a la hechicera es una
condena a la imaginación.
Dice Michelet: “Nótese que bajo el terrible título de
hechicería van involucrándose poco a poco todas las pequeñas supersticiones,
antigua poesía del hogar y de los campos, el duende, el trasgo, el hada”.
Curiosa paradoja la del cristianismo, que perseguido
en Roma por considerar que utilizaban la magia contra el Estado, persigue a la
bruja por el mismo delito.
“La Hechicera” (La sorciére), es un libro inquietante
que nos habla del aporte científico de la mujer, de sus sueños de emancipación,
de su pasión por el saber. Es un trozo del gigantesco mural de la historia del
hombre que nos muestra la hechicería en un sentido distinto al de la
charlatanería, una crónica que, al decir de Robert Mandrou traza el papel de la
mujer como una luz en los socavones de la Edad Media.
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