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La cabeza de Balboa
Medardo Arias Satizábal
En la
conmemoración de los 500 años del avistamiento del Mar del Sur. Buenaventura, 25 de septiembre de 2013. 3:00
PM. *
NTC ... agradece al escritor el envío del texto
y la autorización para publicarlo (Sept. 25, 2013, 8:37 am)
La historia
se pregunta hoy qué hubiera ocurrido en 1509 si el bachiller Martín Fernández
de Enciso decide sacar del barril, ya rodante en cubierta, a ese joven
asustadizo que pedía clemencia y que se hacía llamar Vasco Núñez de Balboa,
polizón desde La Española al lado de su perro Leoncico, para dejarlo a su suerte
en la primera isla solitaria que topara el bergantín.
Balboa,
varón de Jerez de Los Caballeros, cerca de Villafranca, hoy León, pertenecía a una noble familia,
propietaria del Castillo de Balboa, con suficientes años de hidalguía y probada
fidelidad al rey. León es hoy una de las provincias más conservadoras de
España, con un templo que es ejemplo del Románico y con otros claustros en la
ruta compostelana, el camino de la Vía Láctea que conduce a la tumba de Saint
Jacques, Saint James, Jacobo, Santiago Apóstol, que todas estas denominaciones
recibe uno de los doce en la mesa de Jesús, otro día pescador en el Mar de
Galilea.
Hijo de Nuño
Arias de Balboa, partió a las recién descubiertas tierras en el nuevo mundo,
con el deseo de parecerse a quienes habían descubierto las Indias Occidentales
15 años atrás. La península vivía un fervor de oro, con las noticias que
llegaban del otro lado del mundo y, Balboa quería estar en la acción del
momento, protegido por la cruz y la espada. En su adolescencia había sido paje
y escudero de Pedro Portocarrero, Señor de Moguer.
Lazarillo de Tormes
Prosperó
rápido en América y se dedicó a la agricultura en La Española, lo que hoy es
República Dominicana y Haití, las primeras tierras avistadas por Colón. Pero
las múltiples deudas lo obligaron a marcharse de ahí en un navío español,
escondido en un barril.
Si el
capitán de la expedición, Martín Fernández de Enciso, decide abandonarlo a su
suerte, desoyendo la súplica de los marineros, otro hubiera avistado el Mar del
Sur desde una cumbre del istmo de
Panamá. Pero le correspondió a él, por providencia, ser el avistador de esa
enorme extensión de agua ante la cual cayeron postrados sus grumetes, el 25 de
septiembre de 1513.
Para la
historia, la piedra en el camino de Balboa fue Pedro Arias Dávila, más conocido
como Pedrarias, quien fue enviado por el rey a fiscalizar las tareas de Balboa,
con encomiendas precisas de autoridad que lo enseñorearon como Gobernador y
Capitán General de Castilla de Oro, hoy Panamá, Costa Rica, Nicaragua y parte
del norte de la actual Colombia. Pedrarias usurpó los logros y hazañas de
Balboa en Santa María La Antigua del Darién, la primera población de tierra
firme en tierra americana. Su severidad, su trato cruel con los indígenas, a
los que Balboa había domeñado con gestos de amistad, uniéndolos a sus campañas
conquistadoras, hizo que estos dos peninsulares chocaran de manera arrogante.
Pedrarias acusaba a Balboa ante la corona, de acciones desleales, de codicia.
Los caciques Careta y Panquiaco, habían revelado a Balboa que más allá del istmo
existía una tierra de oro y de perlas, el mismo territorio que él logró
conocer, inicialmente, con un pequeño velero y varias canoas nativas. Se
adentró en el Atrato y recorrió todo lo que hoy es el Archipiélago de San Blas;
nombró el Archipiélago de Las Perlas y puso La Antigua a Santa María del
Darién, en homenaje a la virgen sevillana.
Balboa
conoció las tribus de Coquera y Tumaco, donde recibió alhajas, cofres, y
derrotó a grupos numerosos de indígenas bien armados y feroces. Ahí oyó hablar
de un venero a orillas de lo que hoy es el río Telembí, donde se asienta la
población de Santa María del Puerto de Toledo de las Barbacoas, ese lugar
donde, ya avanzada la conquista, llevaban a bautizar a los moros, sobre sobre
bandejas de oro y ombligados con polvo del mismo metal.
Algunas de
la tierras que avistó Balboa, quien no alcanzó a avanzar hacia el Perú, tras la
ordalía de Pedrarias y Pizarro, continúan hoy, como entonces, bañadas por la
luz primera de la historia, con sus casas palafíticas, a orillas de mansos y
profundos ríos, donde las mujeres recogen maíz con los senos al aire y el pubis
apenas cubierto por un trozo de género.
Dicen que
Pedro Arias Dávila se escondió detrás de un madero, para no ver el tránsito del
hacha entre las manos del verdugo y el cuello de Balboa. Acaso un remordimiento
sordo le asaltó en ese momento, él que provenía de una familia de judíos
conversos, pero respiró tranquilo cuando vio izar la testa magnífica en un
palo, para escarmiento. Había enviado desde siempre a quien se había comportado
como un caballero castellano en tierra de indios; Balboa era bravo, tropero,
conocía la región, y contaba con el respeto de soldados e indígenas. Pedrarias
por el contrario inspiraba temor. Viajaba siempre con un ataúd, el que
depositaba en el primer rincón que encontraba, al paso de sus expediciones. En
alguna ocasión lo declararon muerto, y en segundos se levantó de la caja mortuoria,
para sorpresa de quienes adelantaban un
réquiem. No es improbable que haya padecido epilepsia.
La sospecha
de ese mar más allá del itsmo, estaba clara ya en el cuarto viaje de Colón,
cuando este llegó a La Costa de los Mosquitos, los que, vistos hoy en buen
castellano, serían jejenes, esos depredadores de la piel en los bajíos del
litoral Pacífico. Así quedó consignado, de la mano de su amanuense:
«Habiendo dejado la región situada al pie de la Sierra
de «Amerrique” Colón tocó veinticinco leguas más al Sur, en el país de Veragua,
que él menciona en su relación»...«Además, fue allí donde hubo la primera
indicación de la existencia de un mar al Oeste (el mar del Sur).»
Cerca del Parque de Los Poetas en Panamá, está la Avenida
Balboa, un homenaje que se repite de manera insistente en todas las comarcas
del Mar del Sur. Balboa es también la moneda de esta pequeña y estratégica
nación, y Balboa fue un asentamiento humilde en la isla de Buenaventura, antes
que llegara el estropicio del comercio naviero. Balboa es la estatua que parece
ascender desde el otrora caserío de San José hasta la Calle primera o avenida
de El Cable.
Alguien preguntaba una vez a quién se le había
ocurrido embetunar con pintura de aceite al Balboa porteño, el mismo que en un
tiempo llevó sobre su cabeza algo parecido a una bacinilla oxidada, un yelmo de
Gambrinus estilo Pacífico. “Merece su suerte”, dije para mis adentros, de la
misma forma que el Bolívar de carbón y ojos rojos que mira amanecer en un
parque de Salahonda donde van a orinar los perros y los recién levantados.
Balboa, de cierta manera, se parece a nosotros, estirpe
de polizones. Sólo desde aquí cientos de jóvenes han emprendido la aventura de
ir en la bodega oscura de barcos mercantes hasta la bahía de Hudson, en Nueva
York, donde descienden, junto a los muelles de Brooklyn, sin saber si ahí es
verano o invierno. Muchos de ellos, a diferencia de Balboa que pedía clemencia
desde el interior de un barril, saltan a las aguas congeladas, para nadar hasta
la orilla, antes que los perros, inamistosos Leoncicos, los descubrieran entre
el aroma narcótico de bultos de café.
Muchos de estos polizones balboenses, salidos de la Buenaventura,
están enterrados hoy en el cementerio de Long Island, o envejecen en los
suburbios negros y puertorriqueños de una urbe que echó harina en su piel y
entristeció sus ojos en largos inviernos, lejos del lar nativo. Sus hijos y
nietos no saben dónde queda el mar de Balboa.
Vasco Núñez, tampoco supo qué sería de los hijos de
África trasplantados al nuevo mundo, de los mestizos, de los indígenas, de los
libertos y colonos que descuajaron los guayacanes y abolieron para siempre la
estirpe de las mejores maderas de Indias.
En este día, cuando se cumplen 500 años del
avistamiento del Mare Nostrum, ponemos una rosa en la tumba inexistente de
Balboa, el leonés, enviamos un rezo en latín, a la arena y el viento que
guardan las partículas no extinguidas de sus huesos, y con el tañer de marimbas
elevamos un kirie y un alabao por su cabeza, la misma que, como la de Santiago
el apóstol, un día aparecerá entre los médanos de la noche, señalada quizá por
la estrella del sur.
Medardo
Arias Satizábal (En la conmemoración de los 500 años del avistamiento del Mar
del Sur. Buenaventura, 25 de septiembre de 2013).
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*** 25 de septiembre, 2013, Buenaventura , 3:00 PM
--- Descubrimiento del océano Pacífico (25 de Sept. 1513), por Vasco Núñez de Balboa * . 500 años. Conferencias a cargo Luis Antonio Cuéllar, Presidente de la Academia de Historia del Valle, y del poeta y ensayista Medardo Arias Satizábal. Lugar: Auditorio de Comfamar-Comfenalco. Entrada libre. * 1475 - 1519, * http://www.abc.es/cultura/ 20130921/abci-balboa- 201309212049.html
NTC... enlaces: V CENTENARIO DEL DESCUBRIMIENTO DE LOS MARES DEL SUR. Por CONSUELO TRIVIÑO ANZOLA *. Cinco siglos de un océano no tan Pacífico, avistado por Núñez de Balboa. Con tan inesperado hallazgo se completaba el mapa del mundo, que ya habían trazado los navegantes en sus temerarias incursiones. Núñez de Balboa frente a la Historia. El País, Madrid, 24 SEP 2013 - 11:37 CET , http://cultura.elpais.com/ cultura/2013/09/24/actualidad/ 1380015474_432604.html . ( * Técnico I de hispanismo. Portal del hispanismo. Dirección Académica, Instituto Cervantes, Madrid (España), http:// consuelotrivinoanzola.com/ , h ttp://ntc-narrativa.blogspot. com/2012_09_21_archive.html ) NTC ... Nota: En este texto, la escritora se refiere a los libros: "El país de la canela" (2008) de William Ospina y a “Balboa, el polizón del Pacífico” (2007) de Fabio Martínez
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El 25 de Septiembre de 1492, La Pinta, La Niña y La Santa María navegaban,
a un poco más de la mitad del mar y de camino hacia
Cipango -el moderno Japón- y a las tierras del Gran Kan navegando hacia occidente …
Del Diario de Cristobal Colón.
Martes, 25 de septiembre, 1492
Este día hubo mucha calma, y después ventó; y fueron su
camino al Oeste hasta la noche. Iba hablando el Almirante con Martín Alonso
Pinzón, capitán de la otra carabela Pinta, sobre una carta que le había enviado
tres días hacía a la carabela, donde según parece tenía pintadas el Almirante
ciertas islas por aquella mar. Y decía Martín Alonso que estaban en aquella
comarca, y decía el Almirante que así le parecía a él; pero puesto que no
hubiesen dado con ellas, lo debían de haber causado las corrientes que siempre
habían echado los navíos al Nordeste, y que no habían andado tanto como los
pilotos decían. Y, estando en esto, dijo el Almirante que le enviase la carta
dicha. Y, enviada con alguna cuerda, comenzó el Almirante a cartear en ella con
su piloto y marineros. Al sol puesto, subió el Martín Alonso en la popa de su
navío, y con mucha alegría llamó al Almirante, pidiéndole albricias que veía
tierra. Y cuando se lo oyó decir con afirmación, el Almirante dice que se echó
a dar gracias a Nuestro Señor de rodillas, y el Martín Alonso decía Gloria in
excelsis Deo con su gente. Lo mismo hizo la gente del Almirante; y los de la
Niña subiéronse todos sobre el mástil y en la jarcia, y todos afirmaron que era
tierra. Y al Almirante así pareció y que habría a ella veinticinco leguas.
Estuvieron hasta la noche afirmando todos ser tierra. Mandó el Almirante dejar
su camino, que era el Oeste, y que fuesen todos al Sudoeste, adonde había
parecido la tierra. Habrían andado aquel día al Oeste cuatro leguas y media, y
en la noche al Sudoeste diecisiete leguas, que son veintiuna, puesto que decía
a la gente trece leguas porque siempre fingía a la gente que hacía poco camino
porque no les pareciese largo; por manera que escribió por dos caminos aquel
viaje, el menor fue el fingido, y el mayor el verdadero. Anduvo la mar muy
llana, por lo cual se echaron a nadar muchos marineros. Vieron muchos dorados y
otros peces.
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