Estoy
hecho de filias y de fobias, aunque el aspecto fóbico sea el que por momentos
gobierne de manera dominante mis neurosis. Por hoy le he tomado una repentina
fobia a mis fobias, para poder hablar un poco de mis filias. La palabra filia
viene del griego y significa “yo amo”.
Entendido
así, son muchos los yo amo que puedo conjugar sin que en oposición se alboroten
del todo mis resabiadas fobias. Resulta difícil amar algo, o a alguien, sin que
no haya un rechazo a otros algos y a otros algunos.
Hay
fobias que se truecan en filias. Por ejemplo, cuando alguien apaga, digamos, un
disco de Silvio Rodríguez, yo amo más que nunca el silencio. Tengo filias que
están habitadas por otras filias, como las muñecas rusas -matrioskas- que
guardan adentro otras muñecas.
¡Cómo
no amar un blues de James Cotton, cómo diablos no amar a una pantera negra
llamada Nina Simone, a Louis Armstrong, a la trágica Billie Holliday, a Robert
Johnson que era un brujo del Delta o a esa reina de la noche llamada Big Mama
Thorton, y no sentir al mismo tiempo una filia con su mundo y con su raza!
¡Cómo no amar la palabra de George Jackson desde el presidio de “Soledad
Brother”!
Cómo
no gozar el momento cuando se juntan balón e inteligencia para producir en las
tribunas la alegría colectiva. Cómo no amar ese momento de la noche en que
cesan los ruidos, para el que hay una hermosa palabra: conticinio.
Toda
filia es una suerte de talismán. Mis talismanes, en pugna con mis fobias
podrían ser, aunque encuentre sin duda alguna inconcluso y en bosquejo mi
listado:
Contra
la mediocre poesía, Fernando Pessoa.
Contra
la mala novela, Malcolm Lowry.
Contra
baratijas musicales, Johan Sebastian Bach.
Contra
ira, humor negro.
Contra
mal teatro, el sueño.
Contra
prepotencia militar, Vietnam.
Contra
la verbosidad y el costumbrismo, Juan Rulfo.
Contra
Guayasamines y Dalís, pintura.
Contra
la servidumbre, Henry David Thoreau.
Contra
el canibalismo imperante, Lu Hsun.
Contra
“el heroismo profesional” (gracias monsieur Magritte), ironía.
Contra
la música militar, Enrique Morente.
Contra
los himnos patrios, un bullerengue.
Contra
los farragosos, Slawomir Mrozek.
Contra
falsos vitalismos, Lao Tse.
Contra
los cortesanos, cera en los oídos.
Contra
los mediocres, un alud de tomates.
Contra el neorriquismo de los Gimnasios, agua
bendita.
Contra
la pereza, lujuria.
Contra
el ocio patronal, la ensoñación, el ocio creativo.
Contra
esterotipia de poetastro, llamar a Rimbaud con pago revertido.
Contra
la peste de la obediencia, Albert Camus.
Contra
las vilezas, el bello poema “Fuga de la muerte” de Paul Celan.
Contra
la miseria humana, René Char.
Contra
feudos, Emiliano Zapata.
Contra
la banalidad de Andy Warhol, sopas de verdad.
Contra
los fascistas, la estampa de Simone Weil, “la virgen roja”.
Contra
la platitud del mundo, Franz Kafka.
Contra
los idiotas nacionalismos, la bandera del aire.
Contra
el calcáreo realismo, “La cruzada de los niños”.
Contra
la solemnidad, una mosca en la nariz del orador.
Contra
la religión del dolor en “Sufrida” Khalo, miradas a Tamayo.
Contra
los vendedores de humo, gotas de Ambrose Bierce.
Contra
falsos lirismos, una pócima de César Vallejo.
Contra
los que “borran de la historia que Sócrates bailaba”, un danzón.
Contra
enlatados fílmicos, Federico Fellini.
Contra
la arrogancia feudataria, Manuel Quintín Lame Chantre.
Contra
la publicidad, el amor.
Contra
el vacío, “Una velada con monsieur Teste” y el mismo Valery.
Contra
el clero, claro, el de Asís que vestía con sedas al leproso.
Contra
“Desideratas”, el tango “Cambalache”.
Contra
“una pena muy honda”, Héctor Lavoe.
Contra
la sacarina y el sentimentalismo, Juan Carlos Onetti.
Contra
los traidores y sus manos espinosas, un desprecio sin fondo.
Contra
el apartheid, el rock en Wembley dedicado a Nelson Mandela.
Contra
el tedio, Vladimir Nabokov.
Contra
manierismos, gotas de Essenin, Ritsos y Szymborska, al gusto.
Contra
la mansedumbre canina, el tigre de Blake.
Contra
la palabra imposible, la palabra “nonsense”.
Contracorriente,
el “Manfiesto de los jóvenes iracundos” ingleses.
Contra
lo gregario, el “outsider”, figura escasa en nuestro tiempo.
Contra
la inmovilidad, “la prosa del transiberiano”.
Contra
los Salieris de turno, busca un ángel bajo la tapa de tu piano.
Contra
quien cubre con ceniza tu puerta, una puerta en sus cenizas.
Contra
el olvido, reanima a la mujer de Lot a mirar el pasado.
Contra
los que esconden la serpiente en sus sotanas, racimos de ajo.
Contra
la sonrisa del Tartufo, la mueca del incrédulo.
Contra
el esperanto del dogma, la palabra duda en todos los idiomas.
Contra
las Casandras que te auguran desastres, templar la lira.
Contra
racismo, saber que si la luna es blanca, la diginidad es negra.
Contra
la palabra sibilina del poder, la palabra “no” escrita en la frente.
Contra
la estulticia Goya, contra el estatismo Chagall.
Contra
los gestos de arrogancia, un bastonazo de Charlot.
Contra
la planicie narrativa, Raymond Carver.
Contra
el periodismo barato, Karl Krauss.
Contra
la melancolía, pastillas de Apollinaire.
Es
imposible no sentir filias con Pessoa, porque en un mismo cuerpo le dio
albergue a otras voces, no era un poeta, era un barrio de Lisboa, Lisboa misma.
Con el humor negro, porque si Dios tiene humor debe ser de esta severa estirpe,
de lo contrario no hubiera creado al hombre. Con el sueño, porque es tan buen
teatro que en él podemos ser actores, directores y amotinado público. Filias
con el silencio porque es el padre de todo, y si “en el principio fue el
verbo”, antes del principio fue el silencio.
El
hecho político y militar más grandioso y contundente contra la sevicia
tecnológica y el nauseabundo poderío de un imperio que pudo vivir con
entusiasmo mi generación, Vietnam, es una filia definitivamente imborrable. Lo
mismo hay que decir del tío Ho. Ahora, cuando veo mala pintura en los salones
nacionales, tengo un secreto pero público e inmediato talismán: me voy a toda
mecha a la Donación Botero y me estaciono un par de horas frente al cuadro de
Bacon.
Cada
vez que oigo al prepotente arengando en la tribuna, de cualquier signo
político, desde el menos populista hasta ese engendro que sigue acá vociferando
virulencias y revolcándose en su flagrante mediocridad, regreso al discurso de
Chaplin en “El gran dictador”:
“El
camino de la vida puede ser libre y bello, pero hemos perdido el camino. La
avaricia ha envenenado las almas de los hombres, ha levantado en el mundo
barricadas de odio, nos ha llevado al paso de la oca a la miseria y la matanza.
Hemos aumentado la velocidad. Pero nos hemos encerrado nosotros mismos dentro
de ella”.
Amo
a José Barros, a Alejo Durán evocado por María Matilde y a ella misma, amo la vieja
trova cubana, a Wilson Choperena cantando “al son de los tambores” y a Luis
Carlos Meyer, a Nelson Pinedo llevando a La Habana de manera secreta, como un
polizón, los aires de Barranquilla en su cabeza, a Patricia Torres y su risa
muy limpia, a “La tejedora de Coronas” y a Germán Espinosa hablando de Ramón
del Valle Inclán, amo la noche estrellada en que ya semi-ciego, el minotauro
Alejandro Obregón nos condujo a Gustavo Tatis y a mí como un lazarillo de la
noche por las callejuelas de Cartagena de Indias. Amo las mangas de La Floresta
hechas para el fútbol con el uniforme rojo y azul y para huir después de robar
frutas en los pomares.
Amo
la receta de aguardiente con cáscaras de limón que me ofrecía Ciro Mendía
extendiéndome las alas chamuscadas de ángel en su apartamento del barrio Boston
de Medellín.
Amo
los paseos por María Pita en La Coruña con Blanca Andreu y su perrito “Kim”,
casi tan inteligente como Kipling. Amo el periódico que en mi niñez escribía
para un barrio echado a perder mi compañero de juegos Ignacio Ramírez.
Guardo
gratitud, que es una forma del amor, por las gentes de la vereda Cañaflechal en
Necoclí, que en 1970 y en mi nomadeo de poeta pobre me invitaban a comer arroz
con tajadas de plátano y sardinas recién brotadas del mar. Amo la noche
habanera que se asoma tumultuosa al balcón de Norberto Codina, con Rodríguez
Tosca y Arturo Arango, la noche que se filtra en los vasos de ron y al fondo
suena la banda sonora de Carlos Embale o de Sindo Garay.
Amo
a Bogotá que esconde su belleza en piel de asno. Y volar sobre el inmenso
brócoli que es el Amazonas. Y la risa de Jaime Bateman invitando al futuro. Y a
mis hermanos en Venezuela, Gustavo Pereira, Juan Calzadilla, Stefania Mosca,
Ramón Palomares, Adriano González León y Vicente Gerbasi. A la muñeca
concertista de Armando Reverón que aún escucho tocando su sonata de silencios.
Amo
a Simón Rodríguez y a Manuela Sáenz, derrotados por el olvido pero echando a galopar sobre los Andes la memoria
de Bolívar.
Si
hiciera el recuento de mis filias, le digo a mi dulce amiga que afirma que no
me gusta nada de nada, que la verdad yo necesitaría al menos 3 ejemplares de La
sangrada escritura, unos voluminosos libros como los tomos letales de Joan de
Castellanos, un hombre que hizo de la escritura un deber, como otros novelistas
herederos de los cronistas han hecho del aburrimiento una religión. Necesitaría
además unas 5 Biblias, unas mil y una noches y una amplia estantería con los
poetas que desde hace mucho me acompañan, convertidos sin su consentimiento en
una suerte de prótesis para seguir en el camino.
Sin
embargo intento un recuento a medias: amo las noches del campo y las noches
urbanas, la voz de Benny Moré a cualquier hora y en cualquier lugar, el mambo de
Leonard Bernstein bailado a lo grande en “West Side Story”, el violín de
Enrique Jorrín, un porro escuchado al amanecer de Ciénaga de Oro en casa de
Pablo Flórez, “Sur”, cantado por el polaco que sabemos, el verde del valle de
Cocora y su niebla que es una maestra del desdibujo, la lucidez de escalpelo de
Elías Canetti, amo a las muchachas de Quibdó, los boleros de César Portillo de
la Luz, amo el olor de los pomares de la infancia y un resplandor en bicicleta:
la muchacha de la ciclovía.
Amo
el amor a Chicago de Carl Sandburg, las fábricas y los garitos y los barrios
fronterizos de esa ciudad de hierro que arroja a sus calles un puñado de voces.
Quiero la pasión de los expresionistas alemanes y de sus antepasados
románticos, al loco Scardanelli en su torreón de fantasmas y el último momento
de Von Kleist y Henrriete Vogel. Quiero las noches condecoradas de estrellas en
una esquina de Berlín y a los cuatro gatos borrachos que fueron al sepelio de
Modigliani.
También
me gusta releer, que es una forma del amor y de la monogamia, el perfil que Gay
Talese hizo de Frank Sinatra, un hombre que era una cruza de dios y de
gangster, a partir de la idea de un resfrío sufrido por el legendario cantante:
“Sinatra resfriado es Picasso sin pinturas”. A Gerard de Nerval, “el tenebroso,
el viudo, el desdichado” bajo el sol
negro y agonista de la melancolía. A Li Bai y su “secta de los ociosos del
bosque de bambués”.
Amo
hablar con mis amigos cuando despunta el día. Amo un ritmo bien bailado, la
buena risa, un son cubano, las lágrimas de Eros, de nuevo la prosa del
transiberiano, la terquedad de Sísifo, la ironía en los poemas de Marin
Sorescu, amo las montañas y el paisaje cafetero, amo a México en grandes
marejadas de agave, más aún ahora que padece lo que nosotros padecemos, amo con
entusiasmo el olor de la hierba recién cortada.
Amo
a los olvidados de Comala, el “Gaspar de la noche”, todo Rimbaud que es el
único contemporáneo del futuro, quiero a los discrepantes, el “Peine del
viento” de Chillida, a Velázquez y Goya, a Alexis Zorba bailando sobre la
desgracia, al exultante Fellini y a la triste Gelsomina, a José Guadalupe
Posada, el lápiz de Quino que siempre ha estado habitado por el genio de la
botella, a Buenaventura Durruti y a Louise Michel, y también, cómo no, buena
parte del santoral anarquista, un caballo que brota de la niebla, una buena
charla con Guillermo Martínez en su libería “Trilce”, todos los árboles, todos
los bosques y los puentes de guadua.
Amo,
con vocación de cetáceo las ballenas de Melville y las ballenas de Toño Cisneros. Amo “el último poema” de
Robert Desnos escrito poco antes de morir en un campo de concentración nazi.
Amo
el agua, soy hidrólatra por naturaleza.
Amo
una ciudad llamada Zacatecas. Y Mompox. Y la Guajira. Y el río Guatapurí. Y el
Valle de Cocora y todo el Quindío. Y las montañas, siempre las montañas. Y las
letras de Discépolo. Y el piano de
Emiliano Salvador que vió la luz en Puerto Padre, como los teclados de
Chick Corea, Thelonius Monk, Keith Jarret, “Fats” Waller, de Art Tatum que
según Cocteau era “un Chopin loco”, de Duke Ellington, Jerry Lee Lewis, Chucho
Valdés y el piano silenciado de nuestro viejo hermano Joe Madrid. Bueno, y no
puedo olvidar a Lino Frías y la furiosa lluvia de sus dedos que invadió con la
Sonora Matancera los patios de mi infancia en Medellín.
Amo
la noche ya lejana en el White Horse Tabern de un verano en Nueva York, donde
bebía y escribía Dylan Thomas. Allí tomé casi la misma andanada de whiskis que
él se empacó poco antes de morir. Fue en su honor, y al otro día me sentí como
Lázaro regresando desde la tumba a un bosque de leche, solamente para saber que
no podía estar solo si me veía en los ojos verde-azulencos de Ángela Millán.
Amo
a Aurelio Arturo, a Franz Kafka y a Lolita, a Gogol y a Flaubert, a Ray
Bradbury y a Bohumil Hrabal, a José María Arguedas, a George Orwell y a
Baudelaire, a Boris Vian y a Villon, amo los ensayos de Herbert Read, la prosa castigada, certera y
libérrima de Rafael Barret, a Kropotkin, un príncipe ácrata que abdicó de su
nobleza para convertirse en perseguido, también a su maestro Bakunin, a Lewis
Carroll de la estirpe de Kafka, amo la voz pedregosa y los poemas de Gonzalo
Rojas, las señales y los garabatos del feroz habitante de sí mismo Héctor Rojas
Herazo, amo a mi hermana mayor, Bolivia Roca de Edery, al frágil Max Jacob
agonizando en el cobertizo de un campo de concentración, solamente iluminado por una estrella amarilla y
desteñida en la solapa.
Amo
a Osip Maldestam y a todos los poetas rusos vapuleados por Joseph Stalin, lo
mismo que a los poetas alemanes o franceses vapuleados por Adolfo Hitler, a los
judíos, gitanos y armenios masacrados, a los negros linchados en el Sur de los
Estados Unidos, a los árabes que tienen en Nizar Kabani a un sirio de Damasco
que invita a sus tierras a Godot mientras sueña con una libre Palestina.
Y
ni qué decir del amor a primera vista que sentí cuando abrí las “Cartas a
Taranta Babú” de Nazim Hikmet, el poeta turco mil y una noches prisionero que
nunca le tuvo envidia a nadie, “ni siquiera a Charlot”. Y ya sabemos con José
Ingenieros que “quien envidia se considera a sí mismo subalterno”.
Amo
al barbero del extraordinario cuento de Hernando Téllez que tiene a su merced a
un genocida militar, “Espuma y nada más”. El barbero podía hacerle justicia a
su gente y deslizar su barbera por el cuello del vicitimario, pero prefiere
afeitarlo con la pulcritud y cortesía de su oficio y no convertirse a su vez en
asesino. Amo la dignidad del coronel de Gabriel García Márquez que no usa
sombrero para no tener que quitárselo ante nadie.
Amo
a Djuna Barnes, Edith Piaf, Helen Keller, Estrella Morente, Toña la Negra,
Matilde Díaz, María Luisa Bombal, Marosa di Giorgio, Emma Goldman, María
Zambrano, Betina Brentano, Hannah Arendt, Else Lasker Schüller, y su “dolor del
mundo”, a todos los sepultados en el cementerio perdido de Spoon River, a Mario
Bauzá, Pérez Prado y Machito y con una triste y extraña dulzura al farmaceuta de “La Farmacia del
Ángel” que nos contó las penurias de Occidente.
Amo
a los inocentes y por lo tanto peligrosos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, a
Joe Hill, el cantor sueco asesinado por el gobierno de Estados Unidos, a
Tolstoi y Gandhi, a okupas y objetores de conciencia y, por supuesto, a Errico
Malatesta y Antonin Artaud, que solía decír en un gesto absoluta y
tremendamente libertario: “soy mi padre, mi madre, mi hijo y yo”.
Amo
al borracho de Baltimore, la patafísica o la ciencia de las soluciones
imaginarias, a de Chirico, a Jessica Lange, y más aún a Ava Gardner que sigue
imperturbable e igual de bella en el Vallarta de “La noche de la iguana” de
John Huston, también a Vladimir Holan, a Fayad Jamís, a mi hija Andrea Roca
González, su enorme agudeza y su corazon de potro, a Walter Benjamin con quien
huyo a cada tanto de los perros fronterizos, a Giacometti y a Paul Klee, a
Cioran el aguafiestas, amo los solares y frutales poetas del mundo azteca y una
sopa de lima cuchareada entre mis innumerables amigos mexicanos.
Amo
el temple y la dignidad de Juan Gelman, el humor repentino de Jorge Boccanera,
la blindada fraternidad de Marco Antonio Campos y José Ángel Leyva, al hombrecito del persistente y retumbante
tambor de hojalata, gozo el clarinete de Lucho Bermúdez, la infancia lejana y
no contada del caballero libertario don Quijote, la noche antes de que Gregorio
Samsa se convirtiera en un monstruoso insecto, la serena voz de mi madre, los
poemas de Lucía Estrada y los ensayos sobre artes de Samuel Vásquez, los
grabados de Juan Antonio Roda, Augusto Rendón y Antonio Samudio, los timbres
que hizo sonar Luis Vidales por los años veintes en una Bogotá de bostezo y
campanarios.
Amo
la mirada punzante de Doris Salcedo, con gran sigilo a los tigres de Lizalde,
los linóleos de Fabián Rendón, la flauta del músico de Hamelin capaz de raptar
una legión de ratas (a su paso por Colombia el país político hubiera quedado
semi-vacío), amo al sutil y adelantado
poeta de la crónica don Luis Tejada Cano, llevo como un talismán los
días en que fraguamos con Iván Darío Álvarez “El diccionario anarquista de
emergencia” riendo casi sin parar, lo mismo que su caracterización de Antonin
Artaud en un pequeño tablado bogotano.
Amo
a mi primo y hermano del que todos los días aprendo algo grande, Carlos Vidales
Rivera, la amistad sosegada de Santiago Mutis, amo la mirada escrutadora de un
inmenso poeta gitano de paso en Nueva York, amo con furor la extensa e intensa
filmografía anarquista, adoro el cine italiano que me hace pensar que no todo
fue estupidez en el “septimo arte” y que si existió la banalidad de Hollywood
también existió Cinecitta.
Amo
“El baile”, ese bello y perturbador filme de Ettore Scola, al prodigioso y
fustigante Aimé Césairte y su “Cuaderno de un retorno a mi país natal”, al
dolorido Jean Joseph Ravearivelo que un día huyó de sí mismo definitivamente,
las voces de Senghor y Seferis, la manera trágica pero risueña que tuvo
Kariotakis para salir del mundo, las
poéticas de Anna Ajmátova y Jorge Teillier, los aforismos de Paul Klee,
de Lichtenberg y Montaigne, los epigramas feroces de Catulo y de Marcial, al
poeta loco, griego y exultante Katzimbalis descrito con amor y humor por Henry
Miller en “El coloso de Marusi”, a Miguel Hernández pastoreando nubes, a Giotto
pastoreando ovejas, a los grandes líricos africanos y a los no menos líricos y
adelantados poetas de Brasil.
Amo
la teoría de Jorge Zalamea de que “en poesía no hay países subdesarrollados”,
al brujo de Namur Henri Michaux, a todos los poetas briosos e insumisos, amo al
memorioso monsieur Jules Michelet cuando exalta a la hechicera, a la
“consoladora de la noche” en la larga penumbra feudal y, qué le vamos a hacer,
caballeros, a los grandes derrotados, a los grandes olvidados, a los recortados
en las fotos de la historia: “perdonen la tristeza”.
Soy
un hedonista de las filias que me ayudan a espantar a sombrerazos mis
acosadoras fobias y pasiones irredentas, la magnitud insospechada de mi asco.
Bogotá,
mayo 1 de 2013 . A los mártires de
Chicago, amén.
-
.
MENSAJES y COMENTARIOS
De: Carlos Vidales
Fecha:
Estocolmo,
mayo 10 de 2013, 11:23
Asunto:
Fwd: MIS CONTRAFOBIAS. JUAN MANUEL ROCA. Bogotá, mayo 1 de 2013 A los mártires
de Chicago, amén.
Para:
NTC , "NTC ..."
¡Hermoso
texto! Me conmueve constatar que muchos de los amores de Juan Manuel también
son míos y que coincidimos en tantas cosas. Y las no-coincidencias se deben,
simplemente, a que yo no tengo la inconmensurable cultura literaria de mi
hermano primo y, por tanto, jamás he leído algunos de los autores que nombra.
Decir
que a Juan Manuel "no le gusta nada" o "no ama a nadie"
puede significar un velado cumplido, si es una bella mujer quien lo dice. En
buena hora si esto sirve, como ha servido, para incitar a nuestro poeta a
hablar de sus filias, sus amores, sus admiraciones. Pero no debemos olvidar que
Juan Manuel es un poeta que vive consustanciado con el humor y la ironía y que
esas dos cualidades siempre son características existenciales de quienes van
por el mundo llenos de amores, humanismo, empatía y (como se decía en tiempos
de la Ilustración) filantropía.
No
hay modo de engañarse. Desde Sócrates hasta nuestros días (o desde antes, pero
no puedo nombrar a nadie porque antes de Sócrates yo era muy chiquito y no
recuerdo nombres), toda criatura humana que ha sido irónica y humorística ha
sido también humanista y plena de filias. Siempre, en todos los tiempos, fueron
condenados a la incomprensión, el aislamiento o la muerte seres cuya ironía y
humor crítico (que incluye necesariamente el humor desafiante y el humor negro)
provocaban miedo, rechazo y envidias entre las gentes serias, beatas y
"mamertas". Yo comparto con mi primo Juan Manuel un gran sentido del
humor y de la ironía, si bien él lo enriquece con la sabiduría que su inmenso
caudal de lecturas le ha dado.
Me
ha sorprendido, lo digo con gratitud, que diga: "Contra la pereza, la
lujuria". ¡Qué maravilla! Yo siempre he creído, durante toda mi perezosa
vida, que contra la pereza es mejor no hacer nada. Pero he aquí que hay algo
que se puede hacer y, por añadidura, muy sabroso. Probaré la receta y, si
sobrevivo, informaré de los resultados puntualmente a mis amigos. Nunca es
tarde para hacer lo que se debe.
Me
gusta mucho también que Juan Manuel mencione a José Ingenieros, el genial
socialista que tanto contribuyó a mi formación intelectual y moral, y que lo
cite precisamente en relación con esa fea cosa que es la envidia: “quien
envidia se considera a sí mismo subalterno”. Ingenieros dedicó páginas
luminosas a la crítica de la envidia y su hermana siniestra, la calumnia. El
envidioso vive al borde de la calumnia y, con frecuencia, cae sus abismos. El
calumniador es un envidioso que odia a quien, en su fuero interno, reconoce
como superior e inalcanzable. Odia, en última instancia, su propia condición de
"subalterno" y cree que puede disimularla inventando infamias contra
aquel a quien no puede ni imitar, ni emular. Y es lastimoso y ridículo el
espectáculo de quienes creen en las calumnias del calumniador sin darse cuenta
de que ellos serán, tarde o temprano, sus víctimas. Castígalos duro, Señor,
porque no saben lo que hacen.
Me
conmueve muchísimo, por la generosidad que envuelve, lo que Juan Manuel dice de
mí. Y me alegra porque implica que nuestras conversaciones y correspondencia
siempre estarán llenas de enriquecedores comentarios y mutua comprensión. Lo
que yo aprendo de él es más grande que lo que él aprende de mí, pero juntos
aprendemos y eso basta.
Un
abrazo para Juan Manuel y otro para los incansables amigos de NTC ..., siempre
atentos a difundir todo lo bueno que en nosotros topa.
Carlos
Vidales
Estocolmo,
mayo 10 de 2013
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