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José Zuleta Ortiz
Obra: "Ladrón de olvidos"
Premio Nacional de Literatura.
Cuento inédito 2009
Ministerio de Cultura. República de Colombia.
Bicentenario de la Independencia de Colombia 1810-2010
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*Publicada en la web de MinCultura (Boletin de Prensa).
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Acta de Premiación y Boletín de Prensa del Ministerio de Cultura en:
++++CONTENIDO DEL LIBRO:
Agradecemos al Ministerio de Cultura y al autor la autorización para publicarlo.
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Ladrón de olvidos 4
El precio de mis lágrimas* 10
Esperando tus ojos 15
Amor en la carretera 25
Cuando vuelva, van a ver 29
Bajando también se llega al cielo 37
Escribano del agua 47 Se publica en: http://ntc-narrativa.blogspot.com/2009_09_13_archive.html
Fuego sobre el estanque 58
Vinieron a despedirse 65
Barcelona 69
Se alquila pieza a persona sola 80
Todos somos amigos de lo ajeno 86
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*El precio de mis lágrimas
Agradecemos al Ministerio de Cultura y al autor la autorización para publicarlo.
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Antes de entrar a la sala de velación pararon en la venta de flores para ordenar una corona. Cuando estaban pagando, una mujer morena, alta, con voz pacífica y segura les preguntó:
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—¿Tienen quién llore al muerto?
—No entiendo —respondió uno de los hijos.
—Sí, toda persona, aunque no lo merezca, debe ser llorada en su velación y en su entierro. De ese modo lo malo que haya hecho se lava con las lágrimas. Así, el que se va y los que se quedan pueden estar en paz.
En medio de la confusión aceptaron que entrara con ellos.
En el velorio la mujer se sentó en un extremo de la fila de sillas, cerró los ojos durante unos minutos, luego comenzó a llorar con un llanto rítmico, casi musical, se podría decir que era bello; era un lamento que parecía venir del origen mismo de los tiempos, un ligero vaivén pendular acompasaba el llanto y el tono bajo daba cierta intimidad y producía la impresión de una tristeza genuina y respetable.
El segundo día el llanto fue silente y monótono como la lluvia en los manglares, un llanto menudo, casi eterno, parecía dormir mientras lloraba, y hacía que el tiempo fuera más lento, como un letargo. A no ser por las lágrimas que no cesaban de brotar de sus ojos cerrados, se diría que no lloraba. El hermano menor que venía de Estados Unidos no llegaba y acordaron prolongar un día más la velación. El tercer día, la mujer volvió a llorar, pero esta vez de manera convulsa, en sucesivas crisis de llanto que producían un desconsuelo contagioso a todos los presentes. El hijo mayor, en un intermedio entre los sollozos, preguntó:
—¿Por qué llora así, si no conoció a mi padre?
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Ella respondió:
—No esté tan seguro de eso, tengo motivos, y no debo revelarlos, pues usted me pagará por llorar a su padre. Sólo voy a contarle algo: para poder llorar recuerdo cuando era niña y vivíamos arriba del río Guapi. Recuerdo que en diciembre eran las fiestas de la virgen y mis padres, mis tíos y todas las gentes del río hacían las balsas para la procesión. Juntaban las canoas de la familia y sobre ellas armaban una gran tarima para la virgen y la decoraban con flores y tejidos de palma y arcos de guadua. Hacían viche, montaban tambores, marimbas y vientos, subían a la virgen adelante, en la proa, y los músicos se hacían atrás, las mamás de nosotros llevaban fiambres y dulces para todos. A los niños nos construían unas balsas pequeñas juntando cuatro o cinco potrillos que decoraban con adornos de palmiche. No tenían flores ni músicos, pero nosotros cantábamos. En las puntas de la tarima ponían los mecheros de petróleo y, antes del anochecer, el río estaba lleno de balsas y todas las aldeas y poblados, río abajo, salían en canoas y potrillos a la procesión. Entonces, cuando apenas era la noche, encendían los mecheros de las antorchas, el río parecía un incendio, los músicos empezaban a tocar, yo veía a mis padres bailando sobre la tarima, riendo del amor que se tenían, se hacían bromas y mi mamá vestida de blanco se veía más feliz que nunca, bailando mejor que todas las mujeres. Papá lo sabía y la miraba con orgullo. Nosotros, desde la balsa de los niños, mirábamos la alegría de todos, y el río bajaba tranquilo, y nosotros dormíamos, y volvíamos a despertar, y la fiesta seguía. Antes de que llegara el día llegábamos a Guapi y entrábamos con la virgen a la catedral para que empezara la navidad y así poder pedir los regalos. Y, entonces, cada uno pedía un deseo que sólo mi padre podía saber, y si nos portábamos bien el deseo se cumplía. Recuerdo todo aquello, y por eso lloro.
—Pero luego usted llora distinto.
—Porque los recuerdos son distintos: recuerdo cuando me mandaron a estudiar, era muy, muy lejos, a catorce horas en barco. A mí no me gustó el estudio y menos que me alejaran tanto, pero mi papá dijo que en el río no había futuro para mí. El uniforme era café con cuadros color crema, a mí nunca me han gustado esos colores. Las monjas nos hacían acostar a las siete de la noche y levantar a las cuatro de la mañana. La vida era rezar y más rezar. Me fui volviendo rebelde y comenzaron los castigos. Me subían al campanario de la capilla a dar las horas; me ponían en el pulso un reloj de cuerda, y cada hora tenía que tocar campanadas según la hora del reloj: si era la una, una, cuando eran las doce, doce. Llovía todos los días, a veces todo el día. Yo me quedaba viendo desde arriba como caía el agua, y pensaba que bajo ese país de lluvias que me separaba de mi casa estaban mis hermanos jugando, y mis padres pensando en un futuro mejor para mí. Oía sonar la lluvia en el tejado de cinc del campanario, recordaba la lluvia en los manglares o en el río, y cuando salíamos con los hermanos a mojarnos, y cuando ayudábamos a entrar la ropa. También recordaba cuando escampaba, y veíamos los pájaros secándose las plumas, y volvíamos a sacar la ropa que olía a limpio, y podíamos ir a jugar con virutas de aserrín al aserradero, entonces se me olvidaba dar la hora y las monjas me gritaban: “vea, que no tocó la campana, despierte, mijita, o la devolvemos”. Pero nunca me devolvieron, lloro por eso, porque nunca me devolvieron. Seguí tocando las horas en el campanario de la capilla hasta que fui mujer. Cuando las monjas se cansaron de que me olvidara y trastocara las horas en la campana, me dijeron que lo mejor era que me volviera doméstica, y me mandaron para esta ciudad, y como había que ser dócil y sumisa, y no decir nada, y respetar, y ser discreta y obediente, y agradecer a Dios la oportunidad, y como además era una mujer muy bien dotada, como mi madre, quedé embarazada. Y los patrones me echaron con todo y criatura a la calle…
Si tengo que seguir llorando y es el último día, como hoy, entonces recuerdo que mis padres murieron, que nunca pude verlos más y que no conocieron a mis hijos. Pienso en mis hijos, en que tampoco les gustó el estudio, y como yo no los obligué, se la pasan en la calle. Andan entre ríos de carros vendiendo cocadas y mangos. Cuando llega diciembre vuelvo a recordar las fiestas de la virgen, a mis padres, a mis tíos, a todas las gentes del río haciendo las balsas para la procesión, me parece verlos juntando las canoas y disponiendo la gran tarima para la virgen, recuerdo las canciones que cantábamos, y el sonido de los tambores en la noche, y el dulce de las marimbas. Vuelven a mi memoria las mamás haciendo fiambres, los hombres bogando, y los silbos con que saludaban. Recuerdo que a los niños nos hacían potrillos, y redes de pesca pequeñas para que aprendiéramos jugando, y que bajábamos por el río, y mi abuela fumando tabaco y contando historias ayudaba a parir por la ribera. Y antes de la noche, el río estaba lleno de balsas y todas las personas de los poblados río abajo salían en canoas o barcazas a la fiesta. Entonces, el río parecía encenderse, los músicos llenaban de sonidos la noche, y veíamos a las gentes de la orilla saludando con las linternas en la oscuridad, y los ojitos de las guaguas y los caimanes, y a mis padres sobre la tarima, riendo de amor, a mamá toda de blanco más dichosa que nunca. Y nosotros desde la balsa de los niños mirábamos la felicidad de todos, y el río bajaba tranquilo con toda esa alegría flotando, y la fiesta seguía aguas abajo. Recuerdo todo aquello, entonces, lloro...
—¿Y cuánto va a cobrarnos?
—Yo sé que usted pagará bien, lo dejo a su conciencia. Recuerde que mis lágrimas han hecho olvidar todo lo malo que su padre hizo en la vida, y ello incluye que no haya visto como debió por todos sus hijos. Ahí le dejo la inquietud: ese será el precio de mis lágrimas.
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