Para este "puente", Agosto 4 a 7, 2012:
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* Se actualiza periódicamente. Agosto 5, 2012
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LOS
TRABAJOS DEL OCIO *
“Trabajar cansa”
Cesare Pavese
Juan Manuel Roca
(Fotografía, Agosto 9, 2012, fuente: http://www.facebook.com/events/427326273984409/ - 1 -)
Cuando me invitaron a escribir
sobre el ocio, pensé en mi maestro Bartleby, el escribiente de Melville, y en
responder como ese inusitado especialista en dejar pasar las cosas: “preferiría
no hacerlo”. Pero mi buen sentido de la paradoja me llevó a pensar que no
estaría mal gastar el tiempo escribiendo sobre el ocio, trabajando para
explicar el malestar del mundo laboral, como lo hacen esos teóricos que
escriben volúmenes de mil páginas para hablar de la brevedad.
Esas contradicciones me
resultan conmovedoras, como me ocurre con Tom Hodgkinson, director de la
revista “El Vago”, que hizo en casi trescientas páginas el excelente libro “Elogio
de la pereza”, un “manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo”,
como reza su antetítulo. Si por Hodgkinson fuera, quebrarían todos los
complejos industriales donde se fabrican relojes despertadores. Me resulta
conmovedor y edificante su estudio porque se trata de un prontuario seguido a
la moralina del trabajo como único motivo para ejercer esto que pomposamente
llamamos la vida. “Vale más, cuando amanece el día, el eructo de un bohemio que
el rezo de un hipócrita”, decía Omar Khayamm, el poeta y matemático persa del
siglo XII, tan afecto a la ingesta de vino y a la ingesta de ocio.
Solamente a quienes han hecho
del aburrimiento una religión se les puede ocurrir que el trabajo sea además de
práctico algo que dignifica al hombre. Un laborar por lo general mal asalariado
no puede verse como un hecho de vitalidad o de plenitud. Sin embargo, en muchos
rincones del mundo se levantan esculturas y loas a ese tipo de trabajo pero por
parte alguna se ve un monumento al ocio, diga usted una gran montaña de heno
para el descanso, una gigantesca hamaca para pastorear nubes, atriles en los
parques para leer el paisaje, etcétera. Pero, de cualquier manera, con el tema
del ocio hay que irse con cuidado. El verdadero ocio no tiene que ver, en
puridad, con el no-hacer, aunque resulte tan atractiva la divisa taoísta de “no
hagas nada y todo está hecho”, sino con el hacer del trabajo desalienado, ese
que no busca rentabilidades ni ganancias, el ocio creativo que tiene como
epicentro lo que un gran poeta llamó “el pensamiento desinteresado”, una suerte
de Carpe Diem sin beneficios ni retribuciones. Ya algún pensador anarquista
prevenía ante “un par de hechos”. Por un lado, ante el trabajo mecanizado y sin
interés individual, y por otro frente a la “prefabricación del tiempo libre”.
El tiempo libre gobernado por
las fuerzas del consumo que se despliegan desde la pantalla del televisor o
desde los juegos de video o del cine vacuo y el entretenimiento, es
proporcional en su alienación al trabajo como servidumbre, sólo que en esas
instancias la servidumbre tiene como monarca al aturdimiento, como vasallaje al
bostezo disfrazado de descanso. Muy lejos están los usos del tiempo libre que
tenía el flaneur, el paseante sin destino que hacia 1839 era dueño de un
transcurrir moroso. Walter Benjamín recuerda en el “Libro de los pasajes” que
en esa época “se consideraba elegante sacar a pasear a una tortuga”.
Voy a tejer, desde las horas de
mi inacción, reflexiones hechas por grandes creadores en torno al ocio. Espero
no ser acusado de apoyarme en un pensamiento derivativo o parasitario propio de
un perezoso, pues he empleado en este pequeño trabajo más tiempo que el que
emplea un industrial, un gerente o un presidente en jugar al golf o en esgrimir
su incansable lengua en un consejo comunitario, mucho más tiempo que el que
emplea un latifundista en contar sus hectáreas poco antes de dormirse. Chuang
Tzu, el espléndido poeta chino le otorga a la inacción el origen de todo. Y un
filósofo, ya no oriental y por tanto menos amante del vacío como epicentro del
mundo, Hobbes, le asigna al ocio el papel de madre de la filosofía. Bertand
Russell, a su turno, afirmaba que “ser capaz de ocupar inteligentemente los
ocios es el último producto de la civilización”.
No tiene nada de bello el trabajo,
caballeros, ni de noble, cuando esos preceptos son dictados desde el ocio
patronal por los negreros de turno. Es más bello lo que no tiene utilidad, y
más noble y más alegre, sin duda alguna. De ahí que sea tan apreciable la
sentencia de John Ruskin: “Recordad que las cosas más bellas de este mundo son
las más inútiles; por ejemplo, los pavos reales y los lirios”. No por dañarle
el caminado a Ruskin valdría la pena prevenir acerca de los pavos reales cuando
se vuelven tocados de reinas de belleza y sobre los lirios de exportación que,
almacenados por obreras que ni tiempo tienen de percibir su aroma en esos
horribles galpones de plástico que hoy invaden nuestros campos, están a boca de
jarro de dormir en un florero. Es decir, vale la pena prevenir contra la
explotación de los pavos y del lirio por el hombre. Ya el camarada Jesucristo
lo había dicho con su verbo poético en el “Sermón de la montaña”: “Contemplad
el crecer de los lirios en el campo: ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo,
yo os lo digo, Salomón jamás estuvo, con toda su gloria, tan brillantemente
vestido como ellos”.
Hay una hermosa y cruel sátira
escrita por Kafka titulada “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, y
que tiene que ver, al decir del estudioso de los aforismos kafkianos Werner
Hoffmann, con la idea del ocio, de ese “facilitar la vida al hombre”. En medio
de los desafinados conciertos de Josefina los oyentes, léase el pueblo, toman
un segundo aire como ocurre en los recesos del trabajo. Kafka lo manifiesta de
esta manera: “Aquí, en las escasas pausas que hay entre las luchas, sueña el
pueblo; es como si en el individuo se aflojaran los miembros, como si al que no
tiene tranquilidad se le permitiera extenderse y estirarse a placer sobre el
vasto y cálido lecho del pueblo”. Parece ser una analogía sobre el trabajo
coercitivo, sobre el presidio fabril. Aflojar los miembros es lo propio del
ocio, aún del ocio mental, y una forma de dudar del alardeo de la fuerza, del
despliegue muscular.
Pero podemos ir más allá en
esta aventura del ocio, en la exaltación de sus trabajos silenciosos. El
resabiado pensador rumano E. M. Cioran, escribió en un aparte de su “Breviario
de podredumbre” que “los desocupados captan más las cosas y son más profundos
que los atareados; ninguna empresa limita su horizonte; nacidos en un eterno
domingo, miran y se miran mirar. La pereza es un escepticismo fisiológico, la
duda de la carne. En un mundo transido de ociosidad, serían los únicos en no
hacerse asesinos”. Hay una palabra que de entrada debería estar en el
diccionario del ocio: la palabra sueño. Y dado que el soñar es un material
propio de la naturaleza creadora, se sabe que el poeta francés Saint Paul Roux
cuando se iba a dormir colgaba en el pomo de la puerta de su habitación un
cartelito que decía: “Silencio, el poeta trabaja”. Era una manera sencilla de
señalar que el sueño reemplaza en el poeta lo que en otros se llama disciplina.
Eso lo corroboraría nada menos que el doctor Jonhson cuando afirma: “Los
momentos más felices de la vida de un hombre son los que pasa despierto en la
cama por la mañana”.
Otra cosa es la relación
conflictiva que estableció el Creador o, por lo menos, el mayordomo del
Paraíso, entre el ocio y el deseo. Si el no-hacer desemboca en el interés por
la piel del otro, sería mejor buscarle al hombre un trabajo, alejarlo de su
deseo de romper las prohibiciones, que es lo propio de la desocupación. Así
parece establecerlo nuestro mayor cronista, Luis Tejada, cuando afirma que “en
todas las mitologías el trabajo es considerado como una maldición del cielo. El
hombre, desde las edades remotas, ha simbolizado su ideal de vida en una
quimérica palabra: Paraíso: Pero la primera condición para que ese Paraíso sea
verdaderamente Paraíso, es que no haya necesidad de trabajar en él”. Como quien
dice, el ángel que se dejó caer por los suburbios del Paraíso para expulsar al
hombre como a un indeseado inquilino, lo condenó más que al nomadeo y a la
culpa, a tener que ganarse el sustento vendiendo sus horas de placidez. De
paso, para ampliar o complementar el panorama de sus desdichas, acusó a la
mujer que lo tentó de ser la culpable de su naciente esclavitud, de todas sus
angustias y todos sus quebrantos, como lo expresara el cantor de un ritmo
popular que muchos bailarines cantan al oído de su pareja, sin pensar en la
gravedad de esa severa pero melódica acusación.
Es posible que Luis Tejada
hubiera leído a Paul Lafargue, un revolucionario que amaba la pereza no tanto
por haber nacido en el Caribe, más exactamente en la isla de Cuba, sino porque
creía que el socialismo lo que pretendía era una mayor conquista de ocio.
Lafargue, autor del celebrado libro “El derecho a la pereza”, que se casó con
una hija de Carlos Marx y que más tarde se suicidó, le otorgaba al ocio una
naturaleza divina: “El dios barbudo y hosco, dio a sus adoradores el supremo
ejemplo de pereza ideal: tras seis días de trabajo, descansó toda la
eternidad”.
En el largo litigio entre el
ocio y el trabajo también medió el lúcido portero de la percepción, Aldous
Huxley. Decía, casi arengaba Huxley: “Lo verdaderamente importante es la vida
auténticamente humana de vuestras horas de ocio. Lo demás no es sino un sucio
menester que es preciso hacer. Y no olvidéis jamás que es sucio y que, salvo en
cuanto os da de comer y conserva intacta la sociedad, carece absolutamente de
importancia, no tiene la menor relación con la verdadera vida humana. No os
dejéis engañar por los canallas que os cantan y decantan la santidad del
trabajo y de los servicios cristianos que los hombres de negocios prestan a sus
semejantes”.
Como si tuviéramos una
beligerante militancia o membresía en la secta de los ociosos del bosque de
bambúes que instauró Li Bai, aquel mítico poeta chino que escribió treinta
volúmenes de poesía producto de su desprecio a la vida muelle y burguesa y, por
supuesto, de su desprecio al jornaleo, no nos podemos creer el cuento del “homo
faber” como de naturaleza superior al “homo ludens” (“el juego es anterior a la
cultura”, decía Huizinga), ni mucho menos debemos sentir culpa cuando no
asistimos al trabajo.
Por todo esto se hace
inolvidable una suerte de premisa taoísta que le adeudamos a la lucidez
hiriente de Cioran, una consigna que a veces practico en algunas mañanas de
desaliento: “Tomo una decisión, la anulo y me acuesto”.
Y como ya me va ganando no
tanto el cansancio como la pereza de seguir escribiendo sobre la pereza, sólo
me resta invitar a que, en sintonía con el pensamiento de Aldous Huxley y de
los muchos pares libertarios que he rastreado en este texto, permanezcamos
vigilantes. No nos dejemos convencer del discurso fatuo de los puritanos y de
los hombres de negocios que nos quieren poner a trabajar, trabajar y trabajar.
Es gente peligrosa, carece de imaginación.
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* http://www.bibliodem.org/descargas/revista2.pdf
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* http://www.bibliodem.org/descargas/revista2.pdf
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16: Diógenes de Sinope *
La escuela de Atenas. (La scuola di Atene). Rafael Sanzio, 1512-1514
* No. 16 en: http://es.wikipedia.org/wiki/La_escuela_de_Atenas
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