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Y OCCIDENTE CONQUISTÓ EL MUNDO
Entre el gran pavor del 1.000 y el gran terror del 2.004
Antonio Caballero
El Ancora Editores, Primera Edición 2.000. 114 páginas
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Se acaba de celebrar en todo el mundo el final del segundo milenio.
Se trata, claro está, de una pura convención, fijada arbitrariamente con
varios siglos de retraso por los reformadores cristianos del calendario para
hacer coincidir el año uno (aproximadamente) con la fecha del nacimiento
de Cristo. Una convención, pues, que en teoría no afecta a las tres cuartas
partes de la humanidad que utilizan calendarios distintos: chinos, indios,
todo el Islam. Pero que sí los afecta en la práctica.
Porque la práctica de este milenio ha sido cristiana y occidental. Son
los mil años en los que el Occidente cristiano conquistó el mundo entero,
política y culturalmente, imponiéndole no sólo su calendario sino su voluntad.
Su técnica, su ciencia, su ideología, su cultura, y hasta su manera de vestir.
Y eso, por la fuerza: desde la propagación a lanzazos de la Verdadera Fe en
las cruzadas contra el infiel del siglo XI hasta el establecimiento a bombazos
de la Verdadera Democracia en las guerras de la OTA N de 1999. Las fiestas
del milenio, el 31 de diciembre de ese año, se celebraron por eso en todas
partes, de Singapur a Lisboa y de Vladivostok a la Ciudad del Cabo, con
canciones en inglés: se celebraba la conquista. No será serio, pero así fue.
Antonio Caballero
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DOS HOMBRES DE NOVELA
Páginas 70 y 71
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DOS TEXTOS
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DOS HOMBRES DE NOVELA
Páginas 70 y 71
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DOS TEXTOS
NTC ... agradece al escritor Julio César Londoño
por facilitarnos los archivos.
Siglo XX: Resumen del horror
El milenio por Antonio Caballero
Páginas 105 a 111
¿Socialismo o guerra? Las dos cosas. Guerra por el
socialismo, y contra el socialismo, tanto entre las clases sociales —veinte
revoluciones— como entre las naciones —cincuenta guerras, sin contar el oscuro
nublado de la Guerra Fría con su amenaza definitiva de aniquilamiento nuclear—.
El siglo empezó en guerra y termina en guerra. Desde los Balcanes, donde
estalló la primera con el asesinato de un archiduque, hasta los Balcanes, donde
se desarrolló no la última, sino la más reciente: la guerra de Kosovo, que la
hipocresía de la ‘comunidad internacional’ se atrevió a llamar ‘humanitaria’.
Cuando en octubre de 1917, en las calles de San Petersburgo,
Lenin y Trotsky desataban la revolución roja para engendrar un mundo nuevo
entre millones de cadáveres, en las trincheras de Francia se enterraba —entre
millones de cadáveres— el mundo viejo del siglo XIX, en la sangría humana más
espantosa de la historia. Después vendrían otras peores. Pero esta era “la
guerra para acabar con las guerras”: la “der des der”, como cantaban confiados
los soldados franceses; “la última de las últimas”. No fue así. Por eso se
llama la Primera Guerra Mundial.
Este ha sido, en palabras del filósofo Isaiah Berlin, “el
siglo más terrible de la historia occidental”. Es decir universal. La empresa
de conquista iniciada en el siglo XI con las Cruzadas contra el infiel concluye
con la globalización de la economía, con la imposición de la democracia a
cañonazos y con la hegemonía mundial de Estados Unidos, de todo lo cual se
puede informar cualquiera a través de internet, la red planetaria de
comunicación electrónica. ¿Cualquiera? No, las cuatro quintas partes de la
humanidad viven en la más absoluta miseria. Y esa miseria es el caldo de
cultivo de las pasiones primitivas de la religión y la raza. Por entre las
costuras mal ajustadas de la aséptica globalización tecnológica supura de nuevo
la Edad Media.
El terrible siglo XX se puede condensar en media docena de
nombres de horror. Verdun, la gran batalla de la Primera Guerra, con su millón
de muertos; Guernica, la pequeña ciudad vasca bombardeada por la aviación
alemana en la guerra de España, primer ensayo de la guerra total moderna;
Auschwitz, el campo de exterminio nazi en Polonia que simboliza el holocausto
de los judíos; Stalingrado, la inmensa carnicería que detuvo en Rusia la
máquina alemana de guerra; Nankin, flor de vergüenza del imperialismo japonés
en China; Hiroshima, la ciudad japonesa aniquilada por la bomba atómica
norteamericana. Son nombres de ciudades, no de batallas: la guerra, en este
siglo XX, se ha hecho contra los civiles sin armas.
Y un sustantivo más, que en realidad es una sigla
burocrática en ruso: Gulag. La cadena de campos de trabajos forzados del
llamado ‘socialismo real’: la negación totalitaria de una utopía de liberación.
Para esos pocos nombres, muchas guerras. El siglo XIX se
cerró en 1898 con la ‘espléndida guerrita’ (Teodoro Roosevelt dixit) con la que
el nuevo imperio norteamericano estrenó sus fuerzas arrebatándole a España Cuba
y las Filipinas. La enumeración de las que siguieron en el siglo XX, aun a
grandes saltos, va a ser larga.
La primera Mundial, en la que participaron todas las
potencias de la época, y que deshizo a casi todas ellas. La revolución
mexicana: de todas las revoluciones sociales, la primera en ser traicionada. La
revolución rusa (y la consiguiente guerra civil) que acabaría convirtiéndose en
un faro de tinieblas. La guerra de España, preludio de la expansión de los
fascismos totalitarios. La segunda Mundial, universal de veras, librada en
todos los continentes y en todos los océanos, en el aire, en la tierra y en el
mar, y en las conciencias. Las invasiones imperialistas del Japón y su
consecuencia, la revolución china, que despertó a un coloso dormido durante
medio milenio. Las guerras de la descolonización en Asia y Africa, y su largo
epílogo de incontables guerras civiles. La interminable guerra entre los árabes
e Israel, inesperada consecuencia del holocausto nazi. La guerra de Corea,
primera del equilibrio bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La
revolución cubana, primera del hemisferio americano. La guerra de Vietnam,
primera en que el imperio norteamericano no salió victorioso, y su atroz
consecuencia, el genocidio camboyano. Las guerritas civiles centroamericanas,
últimos reflejos de la Guerra Fría con la guerra rusa en Afganistán. Y,
finalmente, las guerras religiosas (Irán-Irak), o prácticas (la del Golfo, por
el petróleo), o étnicas (la disolución de Yugoslavia), o nacionalistas (la de
Irlanda, o la de Chechenia). El siglo XX ha sido una vasta lección de
geografía, escrita con sangre humana.
Todas esas guerras, matanzas, genocidios —salvo las de los
quince primeros y los últimos diez años del siglo— fueron en realidad episodios
de un solo gran conflicto: el del socialismo contra el capitalismo, con el
triunfo final del segundo; o, mejor, con el hundimiento interno del primero.
Del cual sólo sobreaguaron después de 1990 —al menos en el nombre— Cuba, que es
una pequeña balsa a la deriva; Corea del Norte, convertida en una satrapía
militar hereditaria; y la inmensa China forjada por la revolución de Mao tse
Tung y del pragmatismo económico de su sucesor Den Xiao Ping. (Para la China,
ver siglo XXI).
Un largo enfrentamiento a muerte interrumpido por una pausa
elocuente: la de la Segunda Guerra Mundial. En la cual la alianza entre la
Unión Soviética socialista de Stalin y la Europa y la América capitalistas
contra el fascismo alemán que amenazaba a la una y a las otras dio un resultado
paradójico: el comunismo salvó al capitalismo en los campos de batalla, y por
añadidura le proporcionó el instrumento para transformarse y perdurar: el miedo
a la rebelión de las masas. Miedo que, evaporada la amenaza comunista, ya no
existe. Con la consecuencia, más paradójica aún, de que hoy es el espíritu del
fascismo, físicamente derrotado, el que impera en el mundo: el fascismo ganó
las guerras del siglo.
Un estremecedor 10 por ciento de la población mundial
pereció en ellas. Pero de la población que existía cuando comenzó la centuria.
Porque una explosión demográfica sin precedentes en la historia ha
quintuplicado en este lapso el número de los seres humanos, que hoy, por el
peso del número, ponen en serio peligro la supervivencia del planeta: si los
pobres llegaran a consumir y destruir tanto como los ricos, éste no aguantaría.
Aunque quizás no hayan sido los horrores políticos,
ideológicos y bélicos, con su secuela de retroceso moral de la humanidad, lo
más característico de los últimos 100 años: sino los progresos científicos y
técnicos (y en ciertos aspectos inclusive culturales), que no tienen parangón
con los registrados en los cinco mil o siete mil años anteriores de la historia
humana. Queda, pues, la promesa. Y la esperanza es terca.
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El superhéroe
Antonio Caballero
Pags. 112 a 114, finales
Sin duda el siglo XX es norteamericano. No sólo porque ahora
sea Estados Unidos la potencia planetaria hegemónica en lo económico, en lo
político, en lo militar, en lo científico, en lo tecnológico, en lo cultural.
La única super-potencia, para usar un prefijo típicamente norteamericano. Y la
única multiétnica, multirreligiosa y (a regañadientes) multilingüe. Sino
también porque todo lo que caracteriza este siglo es norteamericano. El
automóvil y el cine, el consumo masivo de drogas y la prohibición de las
drogas, la píldora anticonceptiva, el dólar, la bomba atómica, la televisión,
la silla eléctrica, el avión, la comida basura, la publicidad, la informática,
los satélites artificiales. Y hasta los naturales: en la luna flota —o al menos
pende— la bandera de las barras y las estrellas.
Por eso el personaje que encarne este siglo extraordinario y
terrible, ultracivilizado y bárbaro, será necesariamente norteamericano. No
puede ser ni un científico alemán como Einstein, cuya teoría de la relatividad
cambió la percepción del universo; ni un revolucionario ruso como Lenin, cuya
sublevación bolchevique sembró la semilla de la subversión universal; ni un
médico austríaco como Freud, que con el sicoanálisis encontró la manera de
llegar al subconsciente; ni un caudillo alemán como Hitler, responsable del
genocidio más monstruoso de la historia; ni un pacifista indio como Gandhi,
cuyo asesinato mostró lo ilusorio de su propia doctrina; ni un estadista chino
como Mao, que resucitó a la inmensa China; ni un pintor español de París como
Picasso, que transformó el arte del siglo; ni un guerrillero argentino de Cuba
como el Che, imagen del heroísmo romántico; ni unos músicos ingleses como Los
Beatles, cuyas canciones inundaron el mundo entero. Ni un reformista como el
ruso Gorbachov, que dinamitó pacíficamente el poder socialista desde dentro.
Norteamericano, pues; pero ¿quién? Tal vez un político: un
gran presidente como Franklin Roosevelt, que salvó a su país de la crisis
económica y al mundo de la esclavitud nazi. O un millonario (la palabra es
norteamericana): Henry Ford, padre del automóvil utilitario, o Bill Gates,
padre del computador personal. O una actriz de cine: Marilyn Monroe, sueño
erótico pintado en colores planos por Andy Warhol. O quizás un invento: la
bomba atómica, arrojada sobre el Japón para ahorrar vidas de soldados
norteamericanos.
No. Sólo un personaje de ficción puede abarcar, en toda su
complejidad y su simplicidad igualmente pasmosas, a Estados Unidos, República
Imperial del siglo XX. Podría ser el Ratón Mickey, príncipe de Disneylandia:
ese reino comercial de la ñoña Utopía en el que se resume el american way of
life que hoy subyuga al mundo entero: hamburgueserías en Moscú, Coca-Cola en
París, anuncios de televisión en todas partes. Hasta el presidente de la China
visita Disneylandia para darle la mano a Mickey Mouse.
Pero en realidad la verdadera encarnación de Estados Unidos,
su vera efigie, es otro personaje, también venido de esa forma artística y
literaria popular y específicamente norteamericana que es el comic. Se trata de
Superman (con su prefijo ‘super’). Sus creadores, el guionista Jerry Seigel y
el dibujante Joe Shuster, que lo dieron a luz en la revista Action Comic en
junio de 1938, están hoy olvidados. Pero su criatura, el Hombre de Acero que
puede volar e inmigró desde un planeta condenado para triunfar en Estados
Unidos, sigue tan campante como éstos. Superman es la fe en la fuerza física:
es capaz de detener un tren con la palma de la mano, y de absorber una
explosión nuclear con su pecho de acero. Y es la certidumbre de que la fuerza
puede servir a la justicia: o, más exactamente, a la policía. Es asimismo la
confianza en la tecnología: con su visión de rayos equis Superman traspasa las
paredes para descubrir a los malhechores. Y es también el recurso a la
hipocresía: ese superhombre poderoso y brutal se finge Clark Kent, un modesto
reportero de prensa, para inspirar confianza. Superman es invulnerable e
invencible, como Estados Unidos. Y también a él lo debilita una droga venida
del espacio exterior: la kriptonita.
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