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EL ESCRITOR ANTE LA EDICIÓN
Para José Ángel Leyva
Conferencia dictada en “Hojas y Ojos, diplomado del Libro y la Lectura” *,
creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Bogotá, Septiembre 24 de 2015.
NTC ... agradece ala autor el aporte del texto y
la autorización para publicarlo (eneteceralo)
creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano.
Bogotá, Septiembre 24 de 2015.
NTC ... agradece ala autor el aporte del texto y
la autorización para publicarlo (eneteceralo)
Tal vez por una malformación de
oficio o vocación quisiera empezar esta charla con un poema que he escrito y
que en buena parte sintetiza el tema a desarrollar durante esta sesión.
Oración del autor al señor de los impresos
Qué más quisiera un autor que
un trato que no sea fantasmal.
Que no haya un grupo sin rostro
con las manos enlazadas
Rogando por la aparición de un
espíritu que haga tintinear
Las dulces campanillas de las
máquinas registradoras.
Más que el anticipo monetario
recibido a vuela pluma
El auténtico escritor quisiera
recibir el anticipo de saber
Que por unas horas, el sabio
editor ha dejado
Colgado en el perchero su
abrigo de patrón y se ha puesto
La piyama de buen lector, de
alguien que comprende
Los valores literarios antes
que el efecto del libro
En la reventa de sueños, en el
comercio de lectores gregarios
Que corren detrás del espejismo
de las modas.
Quisiera un editor que ame el
oficio porque ama la lectura,
Que se sueña destinatario de un
libro que quiere leer
Y no que publica porque intuye
que caería como un manjar
Entre un público acrítico que
traga sin masticar lo que le exhiban.
Un editor que sabe por qué
disfruta un libro y dialoga con él
Y con su autor de forma
crítica. Que no se deje disuadir
Por la opacidad del anonimato
de socios o lectores soterrados
Y no imponga un trato con
fronteras insalvables.
Qué más quisiera un autor, ¡oh,
gran señor de los impresos!,
Que ponerle rostro más que
máscara a cualquier negativa.
No es mucho pedir, señor, algo
más que novelistas
Que al primer libro publicado
ya se magnifican,
Que dudosos ensayistas más
pendientes de su estilo que de su mundo,
Que poetas que baten la cola en
busca de amo
O remueven las aguas para
parecer profundos,
Que periodistas prodigando
libros tremendistas de lo que sea.
Y, por supuesto, señor, que en
las carreras de galgos
A los que someten a los autores
al final no se descubra
Que la liebre corría a fondo
pero era mecánica.
No queremos más volúmenes con
prosa de repostería,
Con crema chantilly coronando
cada frase,
¡Oh, gran señor de los lomos
doblegados pero impresos!
Porque pocos oficios más
nobles, no de sacristanes,
No de simples intermediarios
entre el sueño y la gloria,
Sino de creador de epifanías,
como el de ese editor que supo leer
“La metamorfosis” (“La
transformación”) de Kafka
Para ayudar a cambiar el rumbo
de las letras
Y ayudarnos hasta ahora y para
siempre a habitar el laberinto.
Elogio de míticos y desconocidos
u olvidados editores
El tiempo permanece
Atrapado entre los libros.
Por ese prodigio de
aprehensión,
Heráclito sigue bañándose
En el mismo río,
En la misma página.
Paralelo al ojo avizado de un
buen editor está el ojo a veces estrábico de algunos críticos. No se, por
ejemplo, quién fue el editor de “Las flores del mal”, un prodigio salido de las
manos de Charles Baudelaire en 1897. Pero su tiraje inicial de 1.300 ejemplares
fundaría casi una religión poética. Hago venias de gratitud a su editor. Sin embargo
hay que mirar las trabas, la condena “por ultraje moral” a la que fueron
condenados libro y poeta. Es un punto importante para señalar que parelelo a la
publicación de un autor también entran a jugar los críticos, otros agudos o
tontos eslabones intermediarios entre obra y lectores. Aún en 1953 un gran
escritor al que se le fueron las luces, que por fortuna no tuvo en sus manos el
rol de editor, Emile Zola, afirmaba que “dentro de cien años, los libros de
historia de la literatura francesa sólo mencionarán “Las flores del mal” como
una curiosidad”. Si Zola viviera hoy, a más de cincuenta años de su errático
vaticinio, sin duda pagaría porque se lo tragara la tierra, pues esta obra
maestra e inaugural de la poesía moderna no sólo está en la historia de la
literatura francesa sino en la universal. Su afirmación es su propio “yo
acuso”, y su triste epitafio como crítico.
No así la legión de editores que siguen fatigando rotativas con los versos de Baudelaire, pero que por supuesto dudosamente hubieran corrido la aventura de publicar por primera vez el libro satanizado.
Y es que si un crítico es, como
dijera un romántico alemán, “un lector que rumia y que necesita pues varios
estómagos”, algunos no tienen sino uno cargado de lecturas rápidas y
aventuradas. Lo mismo vale para el editor. Un verdadero editor tiene que ser,
además de sensible, un lector que rumia bien lo que resulta nuevo en el
ambiente, pero que no se queda en la esfera de la novedad. Y es que no existe,
para bien y para mal, el editor inocente.
En elogio de esos editores hoy
ya casi lamentablemente desaparecidos habría que señalar notables casos de fe en un autor, que no
entran en la segunda premisa que hace Kurt Wolf, editor de Franz Kafka, cuando
afirma que “uno edita o bien los libros que considera que la gente debería
leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la
segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del
público, no cuentan”. Pero hasta Kurt Wolf, de tan fino olfato político y
editorial tiene su mácula. Él mismo lo señala en el excelente libro “Autores,
libros, aventuras, observaciones y recuerdos de un editor”. Confiesa con
valentía y poco orgullo que el libro de Oswald Spengler, un clásico de la
historia, “La decadencia de Occidente”, que apareció en 1918, fue rechazado por
él, por ligereza, coligiendo que si el autor le proponía a él y a su editorial
un libro que estaba en la línea de otras editoriales, lo más seguro era que ya
se lo hubieran rechazado. Y entonces agrega un “qué lástima”, “si hubiera”,
“habría sido”, unas frases habituales de quien quiere darle marcha atrás a los
relojes.
De las premisas expresadas por
Wolf, impulsor de los expresionistas, parecería no pocas veces que ahora, en el
universo del mundo editorial, los editores se rigieran sobre todo por la
segunda premisa. Sus preguntas parecen ser: ¿que podría gustarle a la gente?
¿Qué libro entrará más rápidamente en el gusto que dictan los tiempos para un
gran público, así sea bajo la hipnósis de la distracción por encima del
conocimiento?
Se conoce una afirmación de
George Orwell en la que señalaba que el siglo XX, el de nuestro cambalache
problemático y febril, llegaría a ser el del público raso que anda por el mundo
en busca de entretenimientos. Y lo decía desde su obra “1984” en consonancia
con “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, este último escrito en 1932 y en el que
anunciaba como parte del control del individuo el consumo y la distracción, un
pan sin levadura de mucha de la actual producción editorial.
Contra esta aberración sin duda
que ha habido una gran cantidad de editores que se niegan a estimular esa
visión obtusa, esa compulsión masiva por saciar desde la banalidad una bulimia
de libros que tienen su analogía con las comidas rápidas.
A esto contribuyen no pocas
editoriales de algunos de los grandes grupos que van absorviendo como esponjas
a las pequeñas, hasta llegar a intercambiarse autores como en el fichaje de un
futbolista que pasa, de buenas a primeras a un nuevo equipo. Se habla entonces
de leyes de mercado, del libre y necesario albedrío, pero con esas nuevas
premisas comerciales también han ido desapareciendo de las editoriales los que
eran llamados jefes de colecciones, gentes que por sus conocimientos de la
poesía, de la narrativa, la historia, la crítica o la ensayística, valga de
ejemplo, resultaban avisados lectores que no improvisaban sus catálogos. Pongo
como un ejemplo positivo la colección “Los poetas” que conducía Aldo Pellegrini
para la “Compañía General Fabril Editora”, de Buenos Aires, gracias a la cual
conocimos grandes poetas desconocidos o medianamente conocidos, en traducciones
de alto rango estético y a la vez crítico. Ya el mismo Pellegrini prevenía en
las letras pero podría ampliarse al orbe editorial, sobre la puja que realiza
lo que llamaba “la internacional de la mediocridad”, una suerte de
globalización de las formas improvisadas en manos de igual manera improvisadas.
La de “Fabril Editora” era una
manera sencilla y sofisticada a la vez de editar poesía, un asunto que ha
desaparecido en el interés de los grandes sellos, creando en nuestra región una
nueva aunque precaria función que por fortuna suplieron algunas editoriales
estatales, como Colcultura en años no muy lejanos en nuetro país y que ahora la
ejercen los editores independientes. También mal-circulan las que hacen sus
propios autores fungiendo de editores, en colecciones que podrían llamarse “El
cariño verdadero”, pues ni se compran ni se venden. Lo cual no altera de fondo
la posible calidad estética de los libros que no circulan ampliamente.
Hoy en día, afirma un notable
editor, Jaime Salinas, que anduvo en editoriales tan prestigiosas como Alianza
Editorial, Seix Barral, Aguilar y Alfaguara y que más tarde fuera Director de
“Libro y Bibliotecas” en su natal España, “se publica demasiado pronto”. En
conversación con Juan Cruz agrega a una empobrecida forma como el mercado del
libro ha cambiado de manera drástica hasta los intereses de los autores, que
“el escritor ya no tiene nada que ver con los que yo conocí en mi tierna
infancia, los amigos de mi padre (valga recordar que el fallecido editor era
hijo del poeta y ensayista Pedro Salinas), ni los que fui conociendo después
como editor. Uno de los temas de conversación favoritos del escritor de hoy es
hablar de sus ordenadores, de sus tiradas, de cuántos ejemplares ha vendido, de
si está o no en la lista de los más vendidos, de si ha sido traducido y a
cuántas lenguas. Antes hablaban de tonterías o de política o de mujeres o de
hombres o de literatura”. Y ante la siguiente pregunta de Cruz, “¿Qué
consecuencias tiene para la propia vida literaria?”, repondió que son
consecuencias catastróficas, según sus palabras. Y agregaba: “Yo no creo que un
libro sea mejor que otro porque se haya vendido más. El éxito de ventas,
generalmente, poco tiene que ver con la calidad literaria. Superar esa
contradicción es difícil. El problema fundamental es cómo podemos, en la
edición así como en la cultura en general, respetar a la minoría sin que en ese
proceso se cometa injusticia con la mayoría”. Es allí donde salta la liebre,
diríamos. Los autores de géneros excluídos de muchos de los grandes sellos
editoriales, como el cuento, la poesía, la crónica o el ensayo, podrían
sentirse minusvalidados, pero también gozan del privilegio de no escribir
privativamente para la edición sino para el crecimiento de su obra y entonces
vuelven a ser sus propios críticos que rumian, que tienen una más lenta
digestión. Por supuesto que muchos de los autores frecuentemente editados no
caen en esa ronda del exitismo y tienen una alta vigilancia de lo que publican.
A veces hago de abogado del diablo, toda vez que he tenido la suerte de ser
publicado tanto por sellos reconocidos como independientes, por pequeñas
editoriales que por lo demás, si hablamos de poesía, cada vez más están
presentes en el escenario del libro.
Muchos críticos de la función
de los editores señalan, al contrario del elogio cuantitativo de la producción
de libros, que ésta por momentos resulta excesiva, pues entre grandes joyas se
filtra la insalvable morralla, volúmenes transitorios, de la contingencia
inmediata. Y surge la pregunta de si cada editor es en realidad un verdadero
lector, si todo lo que aparece en las librerías es en verdad digno de ser
impreso. Es notable lo que le expresara a Gabriel Zaid (“El secreto de la
fama”), un notable editor, Carlos Lolhé, acerca de un libro publicado en la
editorial europea en la que trabajó y que era una sumatoria de barbaridades que
crearon hondo malestar público. Tras su publicación “se hizo una investigación
a fondo en todos los departamentos y resultó que nadie lo había leído”. El
señor Lolhé editor se preguntaba entonces, “cómo podemos publicar libros que no
leemos? Porque no estamos organizados para leer, sino para alcanzar metas de crecimiento,
producción, ventas, contabilidad. Si yo leyese personalmente todos los libros
que publico, ¿cuántos podría publicar? Poquísimos, porque tengo que leer diez
para publicar uno; y si no tengo tiempo de leer más que dos o tres por semana,
no puedo publicar más que uno al mes”.
Y no hablemos del criterio con
el que algunos editores publican libros de auto-ayuda, que muchos califican de
fraude aunque no lo sean, sí son de auto-ayuda para el autor, llenan sus
bolsillos y por supuesto aumentan las ganancias de quienes los editan. De la
misma manera abunda la kilometrada de volúmenes testimoniales de secuestros,
como los de interés privado de un autor que se hace público por pertenecer al
espectáculo de variedades. Auden, el gran poeta y teórico de York, tiene unas
apostillas sobre el asunto que no dejan de ser inquietantes a pesar de su
vehemencia cuando se va en ristre contra “lo que los periodistas llaman
estudios humanos y cuya publicación debería ser -a lo más- anónima”. Agregaba
el autor de “Las manos del teñidor” que “las confesiones literarias son
despreciables, como los mendigos que exhiben sus males por dinero, pero no tan
despreciables como el público que los compra”. Esto pasa en nuestro medio con
los temas llamados de actualidad, sea el narcotráfico o en trivializados
episodios supuestamente eróticos, como pasa con ese tipo de libros que intentan
compartir un Eros que solo preocupa a quien lo escribe y que muchas veces
oscila entre el exhibicionismo y la falsa poesía. De esta última se vacuna el
mismo Auden cuando afirma: “Si de súbito todas las colinas redondeadas se
convirtieran en pechos, las cuevas en úteros, las torres en falos, no nos
sentiríamos complacidos ni chocados: sólo sentiríamos tedio”. Y creo que podría
jurar que no hablaba de los veinte poemas de amor de nuestro querido chileno.
Y esa proliferación de libros
en nuestro país me parece que se debe en buena parte a la ausencia de crítica.
Y, sin duda, a un periodismo iletrado que canoniza nombres por inercia. Como lo
afirma Gabriel Zaid, “es más rápido entrevistar a un autor que leer sus
libros”. Luego vendrán los elogios, también inertes, de los que tienen
engatillado el aplauso para así pertenecer a una comunidad que debe mostrarse
sensible en los grandes salones.
La falta de un poderoso aparato
crítico, a veces uno cree que la única crítica en el país es la situación,
contribuye de qué manera a la exaltación de lo perecedero e inclusive a la
aparición de autores que son de temporada. Y no pienso que el crítico sea la
última palabra, pero sí es pieza necesaria en el diálogo a tres voces entre
editor, autor y lector. No se trata de aceptar una especie de “magister dixit”,
lo dijo el maestro luego es verdadero, pero una cultura sin interlocución
tiende al unanimismo y ya sabemos que en las artes como en la política esto
resulta nefasto. Lo decía el resabiado libertario Bakunin: “La uniformidad es
la muerte. La diversidad es la vida”. No importa si la celebración de un texto
viene de alguien considerado un gran gurú, un
guía, o si no recordemos lo que dijo un crítico del Journal American,
Robert Garland, a propósito de “El tío Vania” de Anton Chéjov: “si me
preguntaran de qué trata “El tío Vania”, diría que de lo máximo que puedo
soportar”. O lo expresado por un magazín inglés en 1818 sobre John Keats:
“Sabemos que lo amigos de Keats le destinaron a la carrera de Medicina y que
fue aprendiz de un importante farmacéutico... Es mejor y más prudente ser un
aprendiz de farmacéutico muerto de hambre que un poeta muerto de hambre, así
que, por favor, Mr. Keats, vuelva a los emplastos, píldoras y ungüentos. Pero,
por amor de Dios, sea menos aburrido y soporífero en sus recetas de lo que ha
sido su poesía”.
Pues bien, ya no recordamos
quién diablos era Garland ni existe el “Blackwood Magazine” y ahí siguen Chéjov
y el tío Vania, y tenemos al alcance de las manos los poemas de Keats, un autor
que en su breve vida recibió todo un surtidor de improperios a su obra y al que
podemos volver a visitar hoy gracias a la magia del libro para conversar con su
profunda melancolía. Y digo esto, sobre todo para recordar que un editor cuando
elige qué publicar está desdoblado en crítico. Y le cae bien el aserto de
Walter Benjamin en “Dirección única”: “la crítica es una cuestión moral. Si
Goethe no comprendió a Hölderlin o a von Kleist, ni a Beethoven y Jean Paul,
esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral”. Y lo afirma el mismo
pensador alemán que decía que “los libros y las prostitutas pueden llevarse a
la cama”, aunque los primeros ejerzan hace menos tiempo su oficio y tengan
menos oficiantes.
Quisiera, a riesgo de parecer
poniéndome los zapatos con calzador, en algo que para algunos resultará a
destiempo con este escrito, recordar a un impresor y editor de diferente
estirpe de la de los mencionados, y no por exotismo o por un gusto por la
rareza: el señor Louis Braille, que sin duda se señala como el Gutenberg de los
ciegos.
Braille perfeccionó el método
creado por Charles Barbier con fines castrenses, una criptografía para que los
soldados franceses pudieran leer en la oscuridad de las trincheras. Tradujo, si
así pudiera decirse, “El paraíso perdido”, de John Milton, a su sistema, siendo
el primero de los libros en ese método de puntos en relieve. Con él propició la
lectura para los ciegos, ciego él mismo. Sin ese método de seguro no hubiéramos
podido llegado a leer con pasión y estremecimiento “El mundo en que vivo” de
Helen Keller, ese magnífico tratado sensorial para leer con todos los sentidos,
que tanto impresionara a Mark Twain, a Chaplin, a Gandhi y a Henry Miller.
Ella, sorda, muda y ciega, tenía lo que debe tener un editor más allá de la
visión: olfato y tacto para percibir los aromas del lenguaje y para recuperar
una memoria táctil. Olfato y tacto deberían ser dos sentidos aguzados de
cualquier editor. Una nariz olfateadora que distinga lo que tiene valor entre
la maleza, un tacto para editar lo que teniendo presente tendrá porvenir.
Hay centenares de libros que
tienen más larga vida que sus propios autores y creo que se llaman clásicos. Un
libro, decía Louis Aragon, “no es escrito de una vez por todas. Cuando es
verdaderamente un gran libro, la historia de los hombres viene a añadirle su
propia pasión”. No es lo mismo El Quijote para Navokov que para Harold Bloom,
pero ambos le han agregado sus pasiones particulares. Podría decirse que hay cientos
de “Quijotes” porque el libro lo modifican sus lectores, más cuando el volumen
de Cervantes se lee, pero también nos lee como seres lastimosa y alegremente
humanos, nos escudriña.
Algo de espiritistas tienen lo
editores. Nos ayudan, como diría Francisco de Quevedo, a entrar en conversación
con los muertos. Pero, ¡atención!, cuántas veces los verdaderos muertos no son
los que viviendo, habitando la escena de los aplausos, de los grandes tirajes y
el mayor reconocimiento, están deshabitados como una casa fantasma y nos
entregan voces que pronto se apagan, cuando acaba la sesión. Si participamos de
la idea de que el libro reemplaza a la ouija en la comunicación con los
muertos, confiemos en que estos tengan algo que decirnos en una grafía menos
intermitente que la del invocado en la jornada espiritista.
Hay editores que mezclan lo que
podría llamarse algo así como un catálogo duro, y que sería el que no hace
concesiones paternalistas al lector o al autor, y un catálogo blando, el que se permite guiños masivos al gusto de los
lectores que se arredran cuando el escrito exige un viaje que no es de turismo
por las páginas sino un “tour de force”, un esfuerzo, una demostración de
temple que no tiene que ver con la pesadez pero tampoco tiene por qué excluir el
divertimento, los serios y agudos juegos de la imaginación.
Si el mundo avanza hacia el
analfabetismo funcional, como lo expresara Bruno Betheleim y como lo recuerda
Adolfo Castañón en “Trópicos de Gutenberg”, no saber leer a pesar de ser
alfabetos, colinda sin duda con la falta de esfuerzos por entender, de ahí que
quienes solo editan lo fácil, la moneda de uso corriente, resultan partícipes
de algún modo de ese estímulo funcional que apunta al vacío.
Tal como en la oración que he
escrito al señor de los impresos, como pequeño autor espero el diálogo y la
confrontación, la palabra que duda, la mano que borra más que la que escribe,
las sugerencias, antes que la pasividad de uno o unos editores distantes y
glaciales. Y no pocas veces los he encontrado, aunque en otras escasas
ocasiones reine el mutismo de su parte, más allá de los convencionalismos de un
contrato, de una retórica de oficina. Es grande y bello el oficio de distribuir
preguntas y conocimientos, de blindar soledades con la palabra del otro, algo
que es sin duda lo que hace tras bambalinas un editor.
A uno de los buenos editores
que he tropezado en mi febril dromomanía por caminos y libros le dedico el
siguiente epitafio como si fuera el colofón de una vida, una contracubierta,
una contracarátula que conserva el estilo laudatorio que casi todas tienen,
pero no sin antes aclarar que el epitafio, que no es de corte latino ni mucho
menos a la usanza ironista de Spoon River, será para esculpirlo mucho más
tarde, cuando caigan otras veintenas de calendarios y no propiamente en ferias
programadas en otoño, porque en esa estación hay que irse con mucho cuidado:
también pueden caerse las hojas de los libros.
Epitafio para un buen editor
Aquí, bajo esta tapa de cuero,
Yace uno que no olvidó
Que el libro tiene linaje de
árbol.
Roguemos que siga dando frutos.
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Para José Ángel Leyva
Bogotá, septiembre 24 de 2015
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* Conferencia dictada en “Hojas y Ojos, diplomado del Libro y la Lectura”, creado por la alianza del Fondo de Cultura Económica y la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá.
* http://www.utadeo.edu.co/es/continuada/educacion-continuada/53376/hojas-y-ojos-diplomado-del-libro-y-la-lectura
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