martes, 29 de diciembre de 2015

Un milagro en Navidad. Por Jotamario Arbeláez. Diciembre 28, 2015

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Un milagro 
en Navidad

Jotamario Arbeláez



El 24 de diciembre de 1957 don Cayetano dio claras muestras de que ese día iba a morir.
De la habitación, sita en la mitad de la casa, emergía un olor de yodoformo y agonía. La quejumbre era acompasada, lastimosa, y a todos nos tenía con el semblante severo.
Hasta los personajes del pesebre, en el primer patio, se veían acongojados. Marchaban cabizbajos los Magos.
Desde por la mañana comenzaron a llegar sus hijos, a mirarlo en silencio desde la puerta del cuarto.
Mi padre, quien compartía con el anciano la propiedad de la casa del barrio Obrero, y con quien tenía de vez en cuando amables reyertas por el reparto del costo de los servicios, era quien mostraba el rostro más afligido.
Me pidió que le acompañara a la galería Belmonte a comprar una paloma para hacer el último intento de curar al enfermo, a quien un viejo tumor hepático trataba de arrebatar de la cama.


Compramos a una marchanta extenuada una paloma buchona que currucuteaba energía, y con ella entre las manos volvimos a la casa llena de gente.
Entramos cuando salía el sacerdote de confesarle y aplicarle la unción extrema, aunque los pecados no deben haber sido muy claros por el débil hilo de voz que emitía en las últimas semanas el moribundo, quien en ese momento debería estar viendo alrededor de su cama miríadas de  ángeles y demonios sopesando su alma de justo y de pecador.
Ya habían llegado sus cuatro hijos, quienes esperaban a papá para hablar de los trámites de la herencia de la parte de la casa.
Sin hacerles caso, papá entró en el cuarto de don Cayetano, quien ya casi boqueaba, y pidió a una inquilina, doña Blanca, toda pureza, quien hacía el difícil papel de enfermera, que le abriera la camisa de la pijama, para dejarle descubierta la parte de la panza, donde estaba localizado el mal que se lo llevaba.
Tomó papá con firmeza a la paloma en su diestra, y comenzó a sobarla sobre la piel abdominal del enfermo, mientras musitaba en voz baja unas palabras para mí ininteligibles, que no reconocí como las oraciones comunes.
Años después descubrí que se trataba de un desesperado intento de aplicar el magnetismo de la paloma cual imán viviente, que pretendía trasladar el mal a la tórtola, por un contagio apoyado con ensalmos de fe.
Siempre supe de papá que era sastre, pero hasta que encontré entre sus guardados el libro Memorias del descubrimiento del magnetismo animal, de Anton Mesmer, no me imaginé que pudiera llegar a tener alientos de taumaturgo.
Años después me diría que se valía de ese método curativo en sus correrías de pantalonero por los pueblos de Antioquia, antes de venir a parar a Cali, y que no habían sido pocos los prodigios logrados.


Papá me pidió que abandonara el cuarto, en vista de que los ojos se me salían de las órbitas ante el obrar incomprensible que contemplaba.
Madre entretanto atendía a otros cuatro señores que habían llegado, y que se decían hijos de otras tantas mujeres de don Cayetano, para pasmo de los descendientes que conocíamos, hijos de la finada Dolores.
Venían ellos también por eso de la casa, extensísima, a ver si cada uno podía tener derecho por lo menos a un cuarto.  Cuatro de cada lado rodearon la cama del comatoso.
Mamá, abuela y mis hermanas menores, acompañadas por otro par de inquilinas, musitaban un rosario en el patio.
Dos horas más tarde salió papá con una sonrisa de triunfo, en una mano la paloma desfalleciente y en la otra la cuenta de energía que le había entregado el agonizante,
exigiéndole que la pagara él en su totalidad en vista de su mísero estado, consistente en que se estaba muriendo de hambre y que nadie le había ofrecido ni siquiera un buñuelo con villancico en plenas celebraciones de Navidad.


Primero le trajeron un té cargado para recuperar el espíritu, en tanto le preparaban un caldo de carne que le fue ministrando doña Blanca con la cuchara, al tiempo que le pasaba por la boca una servilleta.
Luego engulló como un niño un buñuelo y una natilla, mientras alzaba los ojos al cielorraso.
Cuando me dirigía con la paloma expiatoria a enterrarla en el patio de atrás, al pie del totumo,
vi cómo los hijos reales e imaginarios se iban alejando de casa, a todas luces frustrados con la recuperación milagrosa.  


Don Cayetano vivió muchos años más, le vendió a papá su parte de la casa por una bicoca como reconocimiento por haberlo salvado,
y se fue a vivir con la señora Blanca, a San Nicolás.
Desde entonces, cada uno de mis hermanos y yo disfrutamos de cuarto propio.


A quien me pregunte qué pasó con el libro de mesmerismo le diré que me quedé con él al salir de casa, lo memoricé y lo puse en práctica,
y de ello he vivido hasta el momento presente.    

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NTC ... NoTiCa: Parte de este texto se publicó en la columna del autor el EL PAÍS de Cali:

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miércoles, 23 de diciembre de 2015

DESCUBRIENDO AMÉRICA. Entrevista a PABLO MONTOYA

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DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
TEXTO COMPLETO de lo publicado parcialmente en Página 12, Buenos Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015*


NTC ... agradece al entrevistado el aporte del texto completo,
enviado desde París, y la autorización para publicarlo



Nos encontramos con el narrador colombiano Pablo Montoya, reciente ganador del premio Rómulo Gallegos 2015, en el Jardín Botánico de la ciudad de Medellín donde tiene lugar, desde hace varios años, la así llamada Fiesta (y no Feria) del Libro y nunca mejor utilizada esa palabra ya que se tiene la sensación de ingresar a un espacio festivo ligado a las delicias del campo. La feria ocupa toda la extensión de dicho predio poblado de una vegetación frondosa: desde uno de los orquideoramas más impresionantes del mundo, y los laureles y ceibas, hasta los típicos guaduales que abigarran una arboleda firme e intensa en el verdor de sus tupidas copas. Por momentos la contigüidad entre el libro y la flora tropical nos recuerda la vieja consigna iluminista de que el arte y la cultura no puede darle la espalda a la naturaleza, base de la educación estética del hombre como bien lo había descripto Schiller a comienzos del siglo XIX. Esos libros allí, apilados en los estands editoriales debajo de la techumbre frondosa de los árboles y al lado de las orquídeas más impresionantes que uno pudiera imaginar, parecen ofrecernos una bucólica letrada al menos por el tiempo que dura la visita. Como si “la fiesta del libro” consistiera en retirarnos del “mundanal rüido” y acercar la lectura a la contemplación de la naturaleza. Sin embargo, aun cuando estemos en Colombia, este ámbito intervenido por la conjunción de la cultura y la naturaleza, no es  Macondo. No hay realismo mágico, más bien se trata del desplazamiento a un jardín botánico que remeda en miniatura a la selva, más próxima a La vorágine de José Eustasio Rivera que a la famosa ciudad de Cien años de soledad: prima más lo fantasmático de la selva que lo maravilloso macondista. La presencia de la  vegetación sugiere una suerte de Instalation que propone el viaje a la selva en medio de la ciudad a buscar ya no caucho ni petróleo sino libros, otro capital, otro tipo de apropiación de bienes simbólico, esos objetos impresos en papel que todavía resiste, y con vigor, el avance digital.


En este ámbito dialogamos con Pablo Montoya que acaba de participar en un acto a propósito de la novela premiada, Tríptico de la infamia, que narra la visión de tres pintores europeos del siglo XVI (Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry) ante ese acontecimiento sin parangones que fue la América recién descubierta y que provocó en estos artistas el fervor de una incertidumbre hacia un territorio tan ignoto como fascinante, al que intentan, por cierto, llevar al lienzo y a la cartografía. Y sobre todo llevar a una textura que se pinta y se mapea con las líneas que traza más el cincel del imaginario que el de la experiencia de lo real fidedignamente corroborada. Es una novela que trabaja con la historia y la imaginación y narra los avatares de la conquista de América en una prosa cuidada y sumamente sugerente, que privilegia el peso de la lengua, de le mot just como quería Flaubert y, por otro lado, fuertemente imbricada en los debates que giran en torno del trauma de la conquista y sus acciones que no tardan en encontrar su punto extremo en el exterminio. Montoya practica una novela histórica que no puede sino volver su mirada al presente de la escritura: es una ficción que para referirse a su actualidad necesita remontar el curso del pasado, de la tradición, de la historia. No sigue el modelo de Carpentier, aun cuando es uno de los narradores que más conoce ( en un momento de la charla cuenta que hizo su tesis doctoral de literatura sobre las relaciones de la narrativa del escritor cubano y la música) sino más bien construye un espacio literario en el que la función de la Historia es potenciar la imaginación humana para hacer entrever, entre sus nebulosas, al sujeto moderno. En Carpentier la narración expande el acontecimiento histórico: es, de algún modo, su prolongación, un terreno anexado a esa verdad incontrastable y verificable en los pliegues del archivo; en cambio, a Montoya le interesa, más bien, captar ese embrión pujante y vital que es el desarrollo de la subjetividad moderna que anida en su interior  atravesado de acontecimientos: todos los personajes de su novelística resultan contemporáneos nuestros, así se trate del poeta latino Ovidio desterrado en los primeros años de nuestra era a los confines del Imperio Romano, en donde muere sin regresar jamás a Roma, la ciudad amada. Todo esto significa, de algún modo, que el uso del anacronismo provee, a la manera borgeana, del desfasaje necesario para sentir el latido de lo humano, esa persistencia extraña pero reconocible sobre la superficie de lo que llamamos Historia: ese latido es la voz, la voz humana. Este es el gran tema y, también,  la gran obsesión de la narrativa de Montoya: a juzgar por las cuatro novelas escritas hasta el presente --y sin dejar de lado muchos de sus cuentos o relatos breves--  el eje de sus ficciones es darle voz a sujetos que existieron como el poeta Ovidio, el botánico Caldas, los pintores ya mencionados del siglo XVI y sobre todo hacer de esa voz histórica y ficcional al mismo tiempo una caja de resonancia de lo humano, filosóficamente hablando, mediante la cual se muestra el modo sutil y fundamentalmente sensible de reconstruir el andamiaje de la subjetividad humana a lo largo de diversos momentos de la historia y no precisamente para reponer su humanismo sino, por el contrario, para dejar ver sus más cruentas y horrorosas barbaries. Sin embargo, lo que la invención de estas voces pondría de relieve es la flagrante contradicción que atraviesa desde siempre la condición humana: su capacidad de destrucción y aniquilamiento y el tesón imponderable por comenzar a reconstruir desde las ruinas. La ficción de Montoya presta la voz a la contrahechura del humanismo, como si todo relato comenzara en un acto de barbarie: se escribe para dejar constancia de las falencias de la civilización. Sin poder apartarse de la Historia, sus ficciones parecen borrar la mayúscula del concepto, ya que no dejan de captar la dimensión diminuta, detallista, casi superflua de aquélla. De este modo, el efecto de lo histórico reside en la capacidad de una voz para volverse sujeto de la historia.

          
[1] El premio Rómulo Gallegos fue otorgado por la novela Tríptico de la infamia  --de la que vamos a hablar en un rato con seguridad--  pero quería empezar preguntándote sobre los diversos géneros: escribís poesía, tenés libros de cuentos, incursionás en el ensayo literario no sólo referido a la literatura colombiana sino también, como ocurre con Un Robinson cercano dedicado exclusivamente a la literatura francesa. ¿Cómo se articulan estas escrituras, hay una que monopoliza a las otras? ¿En este contexto, qué lugar le otorgás a la novela?

Soy un escritor fronterizo. Uno de entre varios que hace una literatura en la que los géneros se difuminan. También suelo considerarme como un escritor des-generado. Mis poemas en prosa de Viajeros (1999) son minificciones. Mi novela Lejos de Roma (2008) se lee como un extenso poema en prosa. Algunos de mis cuentos y novelas le apuestan a la reflexión ensayística. Considerando que la poesía es el motor de mi escritura, me siento un heredero del modernismo y creo que, por encima de otros aspectos, lo más interesante de una obra es su apuesta estilística. Acaso sea Baudelaire, en Europa, el referente con el que siento más identificado. En el caso latinoamericano es Borges en quien me recuesto a la hora de escribir algunos de mis poemas en prosa. Un libro como Cuaderno de París (2007), que es también un largo poema dedicado a la París de finales del siglo XX que viví, pero que está conformado por 50 prosas, es un guiño, en clave contemporánea, al Spleen de París del escritor francés. La verdad es que empecé a escribir poemas cuando era adolescente, luego pasé al cuento y más tarde al ensayo, y a la novela llegué un poco tarde. Esto lo hice porque la novela es un género que exige tiempo y dedicación, y porque la veo como una prueba para escritores maduros. La novela es el género que, por su extensión y sus ambiciones, reúne en su seno toda suerte de inquietudes literarias. Especie de grande y maravillosa bodega, la novela permite que en ella orbiten las mejores ideas, las más experimentales, las más audaces, las más íntimas, las más decantadas de un escritor. En este sentido, y teniendo en cuenta que mis dos últimas novelas (Los derrotados (2012 y Tríptico de la infamia (2014)) se afincan en estos supuestos, pienso que es la narrativa la que termina monopolizando mi escritura, pero sin desconocer que ella está insuflada por la poesía.  


[2]Acabás de afirmar que te sentís heredero del Modernismo y que, por debajo de la novela, el motor de la escritura es la poesía, ¿estas dos coordenadas Modernismo y Poesía serían una suerte de defensa de la autonomía del arte? Además el hecho de que hayas mencionado a Borges como un escritor faro parece confirmar esta concepción de la literatura que va más allá del color local en su necesidad de expandir la noción de literatura nacional o regional hacia un territorio más universal. Se trata claramente de un “desvío”del lugar común de considerar la literatura colombiana exclusivamente como narcoliteratura o literatura de la violencia.

Uno de los mayores logros del Modernismo es su apuesta por la autonomía del arte y, en este sentido, su defensa del valor estético. Los modernistas poseen un rasgo fundamental que yo sigo sin hesitaciones: su preocupación por una escritura poética que es, a la vez, consciente de una particular búsqueda de la belleza. Esta empresa, cuyo objetivo fue la necesaria secularización del arte, se hizo en un contexto excesivamente nacionalista, y se vio como una posición escapista. Se creía a la sazón que los modernistas desdeñaban los contornos de la identidad americana. Pero, en realidad, no la menospreciaron sino que la estaban ampliando de modo inquietante. Luego esa actitud reaccionaria ante las aventuras del cosmopolitismo cambió un poco, y las tendencias nativistas abrieron sus puertas a esas propuestas de un lenguaje poético. La Vorágine, verbigracia, es una de esas novelas que muestran cómo se amaridaron en la segunda década del siglo XX preocupaciones poéticas de índole modernista con las de tipo regional. Ahora bien, las nuevas tendencias de la literatura colombiana, país muy golpeado, social y literariamente, por las diversas formas de la violencia –se habla de una narrativa de la sicaresca, de una narcoliteratura o de una paraliteratura, en el sentido no de lo paranormal sino del paramilitarismo-  pueden leerse como una extensión contemporánea de esa literatura regional. Y en cierta medida en Colombia este tipo de literatura es tomada como un producto de las letras locales. El gran problema, empero, es que casi toda esta literatura es de muy mala calidad, y está permeada de principio a fin por demandas comerciales. Yo sigo esperando la gran novela sobre todas esas formas de la violencia colombiana. A excepción quizás de una muy buena novela como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, lo otro que se ha escrito hasta el momento me parece bastante menor. Acaso tengamos que esperar un poco más para que, de todo este caos social por el que ha atravesado la Colombia de las últimas décadas, salga una gran literatura. De hecho, hubo que esperar más de sesenta años para que de la guerra de los Mil Días (1899-1903) naciera una obra maestra como es Cien años de soledad de García Márquez. 

[3] En una tradición tan prolífica en su riqueza y variedad como es la narrativa colombiana desde la romántica María de Jorge Isaacs, la exquisita De sobremesa la novela modernista de José Asunción Silva y los cuentos y novelas realista-costumbristas pero decididamente modernos de Tomás Carrasquilla para sólo nombrar a los narradores fundadores de la novela contemporánea en Colombia, ¿qué significa escribir en Colombia en relación a la tradición? ¿Se tiene en cuenta la tradición? Te lo pregunto porque a veces se tiene la impresión equivocada de que García Márquez surgió por generación espontánea. ¿Se parte de la tradición?

Al morir García Márquez hubo voces, provenientes del mundo del periodismo, que dijeron que antes de García Márquez la literatura colombiana era la patria boba. Un comentario así no solo desconoce el rico y siempre interesante horizonte de la narrativa colombiana, sino que piensa, equivocadamente, que la literatura de un país solo es su narrativa. Antes de García Márquez no solo estuvieron los narradores que citas, a los cuales habría que añadir el nombre de José Eustasio Rivera cuya única novela sea acaso la más importante en toda la historia de la literatura colombiana, sino que también estuvieron los poetas León de Greiff y Aurelio Arturo, los ensayistas Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya y Fernando González, por citar algunos nombres más. El otro error es seguir creyendo que García Márquez es hijo de Faulkner y Hemingway y no ver que él, como cualquier otro escritor de su época, está enraizado en  autores colombianos que le antecedieron y lo acompañaron. Creo que haría mucho bien, para cuetionar esas ingenuas ideas de la generación espontánea, releer a García Márquez con esas referencias que se llaman Tomás Carrasquilla, Luis Carlos López, José Félix Fuenmayor, Jorge Zalamea, Hernando Téllez y los poetas de la generación Piedra y Cielo. Por otro lado, si es cierto que en Colombia ha predominado en la narrativa una tradición regionalista, y que está bien enmarcada en el siglo XX con un Tomás Carrasquilla que la inicia y un García Marquez que la culmina, hay otra menos visible en la que yo me ubico. Esta tiene que ver, justamente, con la herencia modernista latinoamericana y su preocupación por lo cosmopolita que en Borges, como bien lo dices, llega a un punto de gran plenitud. Esto puede sonar extraño, tal vez, en Argentina, país cuya literatura hace tiempos superó estas a veces pueriles disyuntivas entre localismo y universalismo. Pero en Colombia, la patria del realismo mágico y de otros realismos sucios, violentos y urbanos, esta oposición sigue vigente. Mis novelas históricas, desde esta perspectiva, se abren al mundo, pero no por una pose de exotismo pedante, sino porque los temas que trato en ellas (el erotismo y la fotografía en La sed del ojo, el exilio en Lejos de Roma, la relación entre pintura y violencia en Tríptico de la infamia) se avienen mejor a zonas extraterritoriales, para utilizar un término caro a George Steiner. Por lo tanto, escribir en la Colombia de hoy ha significado para mí ir a contracorriente de esa tradición que desde las Homilías de Tomás Carrasquilla, en donde se ataca al modernismo a principios del siglo XX, se ha impuesto en el país como una divisa a seguir. Pero no hay que desconocer que continuar el modernismo es alimentarse de una tradición latinoamericana que ha gozado siempre, desde José Martí y Rubén Darío hasta Manuel Mujica Lainez y Álvaro Mutis, de una espléndida calidad literaria. 

[4] Hay un perfil de narrador en Colombia, en la estela de García Márquez, que es aquel que se ha formado en el periodismo, un ámbito nada despreciable a juzgar por tantos escritores que han tenido en la prensa parte sustancial de su formación. Pero convengamos que hay narradores a quienes se les nota demasiado el oficio de escribir columnas en el periódico, un aspecto que, magistralmente, el autor de Cien años de soledad no trasfería a su prosa de ficción. Sin embargo, tu narrativa no sólo no está ligada al periodismo sino que parece oponerse a la idea de hacer surgir una literatura de las columnas del diario, tan acendrada en las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI en el campo intelectual colombiano.

Si me pidieras una breve nota biográfica, te diría que soy escritor y profesor universitario, que nunca he publicado en Gatopardo, ni en Soho, ni en Zócalo, y que jamás he escrito columnas en diarios. Un perfil así, por supuesto, espantaría a cualquier promotor, o agente de la nueva literatura latinoamericana. Los escritores periodistas se han apoderado no solo de la revistas periodísticas, lo cual es normal, sino de las revistas literarias, de las editoriales, de los concursos literarios, de las ferias del libro, de las becas que se ofrecen aquí y allá. Y esto suscita las sospechas que, al menos en mi caso, despierta todo poder cultural entronizado. Y también representa un peligro porque, y esto lo hemos visto con claridad en los últimos años, la literatura, y particularmente la narrativa, ha llegado a empobrecerse de una forma alarmante. García Márquez, en Colombia sobre todo, es el símbolo supremo de esta nueva narrativa periodística. Un poco debido a que él creyó en las virtudes de ese tipo de literatura y otro poco porque destinó una buena parte de su fortuna a apoyarla. Pero su obra, como bien lo dices, o al menos la más notable (piénsese por ejemplo en El coronel no tiene quien le escriba, Cien años de soledad o El otoño del patriarca), no está penetrada por las fórmulas de esa narrativa periodística que es, en su mayor parte, plana estilísticamente y amiga del espectáculo y el consumo.  En lo que respecta a mi obra nada tiene que ver con el periodismo narrativo en boga. Mis fuentes de escritura son la poesía, el ensayo, la historia, la música, la pintura, la fotografía y los viajes. Mis libros, finalmente, buscan un lector, y no, como en una buena parte de la literatura de la que hablamos, un comprador.   

[5]Las relaciones entre literatura y periodismo tienen, sin embargo, en el marco de la traidición literaria latinoamericana un momento de eclosión, de estallido fundamental precisamente en el Modernismo con figuras como Rubén Darío, José Martí, Enrique Gómez Carrillo entre otros. Pero también en ese grupo básicamente heterogéneo, hay escritores modernistas, como el poeta cubano Julián del Casal, que conciben el periodismo como una refracción de lo literario, inconciliable con el espacio literario. ¿Es esta tu posición o estás aludiendo más bien a una vertiente muy particular de la literatura colombiana en sus relaciones con el periodismo?

Una cosa es cuando el escritor, ya formado, va a los formatos periodísticos. Y otra cuando ocurre lo contrario. En el primer caso surgen los grandes momentos del periodismo literario. El caso de José Martí y sus notas escritas desde Nueva York entre 1881 y 1892 es llamativo y fue aleccionante para las generaciones de después. Todos los grandes narradores que hicieron periodismo, desde Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier hasta García Márquez y Vargas Llosa, vienen directamente del trabajo portentoso de Martí. Notas escritas por un poeta, por un hombre con una dimensión literaria extraordinaria. Creo que fue Pedro Henríquez Ureña quien dijo que estas notas martianas representan el momento inicial y al mismo tiempo el más alto del periodismo literario en América Latina. Y la verdad es que siempre que las leo me convenzo de que el gran Martí no es el ensayista de Nuestra América, tan publicitado por los ideólogos revolucionarios, sino este escritor ya maduro que se dedicó a escribir notas para los diarios de su época. Sin duda, la noción de Casal es atractiva y me atrevería a pensar que es útil a la hora de examinar muchos de los autores de hoy. Con todo, el tema es espinoso. Es usual escuchar, por ejemplo, que para muchos de estos escritores la columna periodística, es decir la columna de opinión, es una forma breve del ensayo. Puede ser y hay casos que lo ameritan, pero tampoco hay que olvidar que muchos columnistas de hoy son narcisos y arrogantes hasta lo insoportable, y que ese ejercicio diario o semanal de la columna, por el afán y la inmediatez que él significa, casi siempre atenta contra el exigente género ensayístico. Y como para atizar más la polémica, se acaba de otorgar el premio nobel de literatura a una autora, Svetlana Alexievich, cuya obra principal está hecha de elementos periodísticos. Cuando leí El fin del hombre rojo, que es un libro de testimonios sobre la caída del comunismo en la Unión Soviética, y al leerlo como un libro de ensayo, así se publicitó en la edición francesa que compré, siempre estaba concluyendo que esa escritura estaba distante del gran ensayo y que la atravesaba de pies a cabeza herramientas discursivas propiamente periodísticas. Por supuesto, los libros de Svetlana son valientes y conmovedores, pero son libros, a mi juicio, más periodísticos que literarios.     


[6] Es evidente que tus cuatro novelas establecen una relación estrecha con la Historia. Incluso muchas de ellas son directamente concebidas como novelas históricas. Por orden de aparición, La sed del ojo, tu primera novela, que está agotada  --a propósito está a punto de salir en una editorial independiente, Puente Aéreo, de Mar del Plata, en Argentina--  trata de la relación entre un fotógrafo y la desnudez a partir de la pornografía del París del s. XIX;  Lejos de Roma  narra los últimos años del poeta latino Ovidio en su destierro en los confines del Imperio Romano donde muere sin nunca regresar; Los derrotados aborda la figura del sabio y militar Francisco José de Caldas, uno de los próceres colombianos, si bien la novela desplaza al militar en pro del botánico y en ese gesto se juega la inscripción que le otorgás en la ficción; y por último Tríptico de la infamia se sitúa en el siglo XVI y cuenta la relación entre Europa y América. ¿Cómo pensás la Historia en relación a la ficción? Es un telón de fondo que hace posible la narración? Conjeturo que es algo más y que tus novelas ponen una lupa en algunos puntos que se le escapa a la gran historia, como si estuvieras más cerca de la microhistoria con sus matices y detalles. El relato de los grabados de Las Casas en Tríptico abonaría la idea de que lo que importa de la Historia es, sobre todo, los detalles que acompañan a los grandes acontecimientos.

Juan José Saer, escritor que aprecio mucho, detestaba la noción de novela histórica. Sus razones son respetables y consideran la novela como lo que es: un objeto literario y nada más. Estoy de acuerdo con él. La novela histórica, y así debería leerse, es ante todo un libro de ficción. Pero también contrarío a Saer y enseño en mis cursos de literatura su novela El entenado como un caso singular, digamos anómalo, de novela histórica. Si Saer lo supiera me levantaría, malgeniado, los hombros. De hecho, en Tríptico de la infamia hay un capítulo que dialoga con El entenado, a mi juicio una de las más inquietantes novelas históricas que se han escrito. Y te menciono esto porque el guiño intertextual, sea este de tipo literario o de tipo visual, es uno de los pilares de mi novelística. Es, por lo demás, una de las formas de actualizar ese ayer visitado. Mi Ovidio en Lejos de Roma ha leído a Kafka, a Camus, a Saint-John Perse. El Caldas de Los derrotados cita en su diario botánico La inteligencia de la flores de Maurice Maeterlinck o algunos versos de Eugenio Montejo. Y uno de los pintores protestantes de Tríptico de la infamia, el que viaja a América, tiene una comprensión de las pinturas corporales de los nativos americanos que remite sin duda a Lévi-Strauss. En esta aventura de reinventar el pasado, un pasado por lo demás no oficial o al menos no muy visible en la aproximación que hacemos de él, me parece crucial no olvidar desde qué lugar escribo. Siempre me he considerado un escritor que escribe desde la periferia. Es decir, no solo desde ese espacio mental excéntrico que presupone escribir toda literatura, sino también desde lo que significa escribir en coordenadas ajenas a cualquier poder cultural. Por ello, por esta condición marginal que reclamo siempre a la hora del acto de la escritura, por creer que toda escritura literaria debe fundarse en la disidencia y en la rebeldía, es que me interesan las vidas ocultas que he recreado en mis novelas. El caso de Tríptico de la infamia es el más ostensible. Tres pintores, menores en el panorama de la gran pintura renacentista flamenca y francesa del siglo XVI, que intento rescatar. Vidas olvidadas, mínimamente registradas en la historia del arte y completamente invisivilizadas en la literatura. Esta oscuridad espectral es lo que más me estimuló a la hora de ponerme a rastrear sus existencias. En estos casos, cuando hay vacíos tan grandes, y en tal sentido me sé un discípulo de Marcel Schwob, la imaginación literaria debe llenar de la mejor manera esos vacíos. Y no hay que olvidar la perspectiva pictórica que se utiliza en Tríptico de la infamia. Mi objetivo, y mi entusiasmo también a la hora de estar escribiendo esta novela, residió en que me acerqué a la historia de las guerras de religión en Francia y a la conquista de América desde una óptica eminentemente visual. Que yo sepa, nunca antes en la novela histórica latinoamericana se le habían abierto las puertas para que ingresaran, no los típicos guerreros y misioneros de rigor, sino tres pintores más o menos brumosos que padecen la persecución y el exilio y buscan, en medio de las turbulencias sociales, la escurridiza belleza.     

[7]  Leyendo tus novelas en la estela de tu escritura poética (el uso frecuente que hacés del poema en prosa, los patrones musicales que escanden la prosa, el talante sintáctico de la conformación de la frase, el ritmo de la prosa en el corazón de la narrativa), es evidente un trabajo esmerado con la lengua en la construcción de la voz narrativa, un rasgo que, según nuestro criterio, compartís con Fernando Vallejo aun cuando se trate de dos literaturas muy distintas (muy distantes entre sí). Este “cuidado de sí” de la lengua tan visible en uno y en otro pertenece a la tradición colombiana de la lengua y sus  academias. ¿Estás a gusto en esta inscripción o intentás salir de esa vertiente tan acendrada de la tradición literaria nacional?  

El narrador único de la obra de Fernando Vallejo se considera el último gramático que ha quedado de ese triste y criminal país llamado Colombia. Y por ser gramático esta obra tiene el sello de la excelencia estilística. Pero, al mismo tiempo, se erige como una obra surcada de perfiles agresivamente conservadores. Y es que de esas características han sido siempre los “grandes” gramáticos colombianos del siglo XIX, desde Miguel Antonio Cano y Rufino José Cuervo hasta el propio Vallejo. Notables escritores desde el punto de vista de ese “cuidado de sí”, pero retrógrados inevitablemente. Por un tiempo leí con interés a Fernando Vallejo y escribí sobre sus contornos reaccionarios, a pesar de que ese autor o su personaje ficcional nos quieran hacer creer que son herederos de Voltaire y el liberalismo de la Ilustración. Luego dejé de leerlo porque la obra de Vallejo está basada en el tema con variaciones y ese tema y sus variaciones, en los útimos lilbros, ya no tienen la gracia de las primeras obras. Creo que el último Vallejo es un autor cansado y repetitivo que ya no tiene nada interesante para contar. Al principio fue un autor rebelde, fresco, muy necesario para la literatura colombiana, pero cuando sus libros y él mismo se volvieron más figuraciones públicas y asuntos de espectáculo que otra cosa, Vallejo se volvió una parte inofensiva y ornamental de la esa misma sociedad de consumo. Yo lo lamento mucho, por supuesto. Porque hay libros fascinantes de este escritor y que a mí me parecen momentos altos de la literatura escrita en los últimos años en Colombia. He leído y releído sus primeras novelas, en especial su entrañable Los días azules, y encomio su biografía sobre Porfirio Barba Jacob y algunas de sus peroratas me parecen radiantes de rabia y protesta. Ahora bien, en lo que tiene que ver con mi escritura, agradezco mucho tus palabras ante al cuidado de una escritura que yo siempre he tratado de abordar desde el aliento poético. Sin embargo, no creo que le deba mucho a la academia colombiana. Y esos gramáticos del pasado, simplemente cuando los abordo, por razones investigativas, me ponen literalmente la carne de gallina. Considero que toda esa literatura conservadora, pregonadora de decencias morales y que se creyó magnánima en su tiempo, hay que leerla con guantes, con pinzas, con máscaras y llenos de sospecha. Pues no se olvide que esos gramáticos, esos escritores tan preocupados por la buena escritura, incidieron siniestramente, en tanto que fueron hombres políticos, en la conformación ideológica de esa Colombia intolerante, racista, expoliadora, elitista, ultracatólica y guerrera de la cual no hemos podido salir todavía.
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* DESCUBRIENDO AMÉRICA
Entrevista a PABLO MONTOYA
Por Enrique Foffani
Página 12, Buenos Aires, DOMINGO, 6 DE DICIEMBRE DE 2015
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-5732-2015-12-06.html

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15 de junio de 2015



TRÍPTICO DE LA INFAMIA, UNA COREOGRAFÍA DE SOMBRAS. Por Juan Manuel Roca. “Tríptico de la infamia”, Pablo Montoya. El "Rómulo Gallegos"

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