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NTC ... agradece la colaboración del poeta José Zuleta Ortiz
y la autorización del autor para publicar el ensayo.
EL TEXTO EN FORMATO PDF:
https://drive.google.com/file/d/0B-ABjQmYGMXbcjlpaDk3cV9vdUU/view
HISTORIA
Y FICCIÓN
1.
SOBRE EL CONCEPTO NOVELA HISTÓRICA
El crítico argentino Noé Jitrik[1]
afirma que a fines del XVIII aparece el concepto de «historicismo», que marca
el paso del racionalismo kantiano al prerromanticismo filosófico. Este concepto
implica considerar el elemento humano, antropológico, que interviene en el
ordenamiento de los hechos, dejar de pensar que la Historia es gestada por un
«espíritu universal» y descubrir que en la presentación orgánica de los hechos
(la Historia) intervienen ideologías, cosmovisiones, pretensiones políticas,
hegemónicas, etc; y en lo concerniente a la literatura se impone la idea de
«ficción». Ambos conceptos aparecen casi al mismo tiempo y no es extraño que se
haya formado una conexión entre ellos que da sentido al término «novela
histórica». Jitrik plantea una naturaleza particular de la ficción: «es un
sistema de procedimientos por medio del cual se trata de dar una forma más
precisa a la verosimilitud». «Lo cierto es que la ficción es, por definición,
una impostura —una realidad que no es y sin embargo finge serlo— y que toda
novela es una mentira que se hace pasar por verdad, una creación cuyo poder de persuasión depende
exclusivamente del empleo eficaz, por parte del novelista, de unas técnicas de
ilusionismo y prestidigitación similares a las de los magos en los circos o los
teatros»[2]
A partir de la reunión del
concepto de historicismo y el de ficción, podemos dar, según Jitrik, muy
general y aproximativamente, la siguiente definición de novela histórica: «un acuerdo —quizá siempre violado— entre
"verdad", que estaría del lado de la Historia, y "mentira",
que estaría del lado de la ficción». «Y es siempre violado», continúa Jitrik,
«porque es imposible un acuerdo perfecto entre esos dos órdenes que encarnan, a
su turno, (...) relaciones de apropiación del mundo». Esta propuesta es audaz,
de todas maneras, porque implica la ruptura de los límites semánticos de ambos
conceptos, de tal manera que es posible que haya más o diferente verdad en la mentira
que en la verdad presentada homogéneamente como tal. O, mejor, que cierto
componente de mentira hace más rica a la verdad, o más densa: «...la mentira
literaria es (...) nuestra gran metáfora posible (...). Decimos la verdad de la
sociedad, de nuestro tiempo, con las mentiras de la imaginación. Mentir para
decir verdad. Nunca falsificar, jamás hacer la verdad evidente...»[3],
dice Mempo Giardinelli. Se abre la posibilidad de que la ficción tenga validez
como discurso histórico, así como que la Historia tenga validez como texto de
ficción; esto, valga la aclaración, sin caer en algunos radicalismos
posmodernos que restan toda validez (toda veracidad, al darle carácter de
relato) al discurso histórico.
Esta idea-instrumento que es la
ficción (según Jitrik, Góngora y Cervantes hablan de «invención») plantea un
problema de necesidad estética: cuando el discurso da forma a personajes, a los
que se les atribuyen rasgos y acciones, se deben seguir procedimientos
narrativos que cumplan con la exigencia —incluso ética— de ser verosímiles, es
decir: parecidos a la realidad. Una
novela que no cumpla con dicha exigencia, «no nos convence de la verdad de la
mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una "mentira",
un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia, que se mueve pesada y
torpe como los muñecos de un mediocre titiritero, y cuyos hilos (...) están a
la vista y delatan su condición de caricaturas de seres vivos, cuyas hazañas y
padecimientos difícilmente pueden conmovernos»[4].
Aventuremos ahora una última y
definitiva definición, a partir de las reflexiones precedentes: cuando la
ficción (entendida como procedimiento que busca la verosimilitud) toma a la
Historia (entendida como una reunión orgánica del pasado a la que se le atribuye
cierta racionalidad) como su nutriente, su atmósfera y su campo de
representación, estamos ante una novela histórica.
Deberemos ahora encontrar las
bisagras que unen a la Historia y a la ficción: «...si la materia de que trata
la historia reside por fuerza en el pasado y ese ser en el pasado de los hechos
le confiere un carácter obviamente temporal —en cierto modo la historia es la
ciencia del tiempo, algo así como una física de la sociedad— la novela
histórica, a causa del carácter espacializante que tiene la escritura (ordenar
las imágenes, situarlas en un aquí y en un allá, antes unas que otras, más
arriba o más abajo, sin contar, incluso, con el hecho básico de que las
palabras ocupan espacio y, sobre todo, porque lo que las palabras entrañan, implican
y significan también se organiza espacialmente, en ocupaciones virtuales o
reales, simbólicas o alusivas), podría ser un intento por espacializar el
tiempo: tomar un tiempo concluido y darle una organización en un espacio
pertinente y particular. Por supuesto que es una ilusión, como toda voluntad de
espacializar el tiempo, pero esa ilusión —y en eso consiste la respuesta— crea
un objeto conocible, identificable (...)
»La novela histórica, entonces, espacializa el
tiempo de los hechos referidos, pero trata, mediante la ficción, de hacer
olvidar que esos hechos están a su vez referidos por otro discurso, el de la
historia que, como todo discurso, también espacializa»[5].
El discurso histórico nos dice
que en mayo el 8 de 1830 Simón Bolívar renunció a la Presidencia de la
República, y que su salud se estaba deteriorando visiblemente; Gabriel García
Márquez nos cuenta que su mayordomo lo encontró esa mañana «flotando en las
aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se
había ahogado. Sabía que ese era uno de sus muchos modos de meditar, pero el
estado de éxtasis en que yacía a la deriva parecía de alguien que ya no era de
este mundo», y que «el general se agarró sin fuerzas de las asas de la bañera,
y surgió de entre las aguas medicinales con un ímpetu de delfín que no era de
esperar en un cuerpo tan desmedrado». El discurso histórico nos dice que las
enfermedades tropicales atacaban a gran parte de los recolectores de caucho en
las selvas colombianas, que además estaban sometidos a condiciones
infrahumanas, y por ello se disminuía continuamente la cantidad de mano de
obra; José Eustasio Rivera nos cuenta del «mísero anciano Clemente Silva», que «cuando
oyó noticias del hijo muerto, cifró su esperanza en prolongar la esclavitud,
hasta que la tierra le permitiera exhumar sus restos. La selva, indirectamente,
lo reclamaba como a prófugo, y era el espectro de Luciano el que le pedía
volver atrás». El discurso histórico nos dice que el 5 y 6 de diciembre de 1928
el ejército acribilló a un número desconocido —que según diversas fuentes
fluctúa entre 47 y 5 mil— de trabajadores de la United Fruit Company que se
habían levantado en huelga para pedir mejores condiciones laborales; Álvaro
Cepeda Samudio nos muestra a un par de soldados que conversan la víspera de la
matanza. Uno dice «Tú tienes miedo» y el otro le responde «¡Qué vaina! Que no
tengo miedo, lo que pasa es que no me gusta eso de ir a acabar con una huelga.
Quién sabe si los huelguistas son los que tienen razón». El discurso histórico
nos dice que el secuestro es una práctica que se instauró en el país desde hace
décadas, Tomás González nos narra cómo a Abraham lo secuestran unos bandidos en
1954, y que uno de ellos «era alto, flaco y un poco barrigón y tenía el color
amarillo de los que piensan que las verduras son para los conejos, y las
frutas, para los niños y los pájaros». El discurso histórico nos dice que
poblaciones enteras quedaron atrapadas entre dos fuegos, cuando paramilitares y
guerrilleros recrudecieron sus pugnas territoriales, Evelio Rosero nos muestra
esto a través de los ojos de un anciano profesor de colegio que vaga por la
población de San José, que pronto se va poblando de cadáveres hasta volverse
como Comala.
A lo que Jitrik se refiere,
cuando habla de «espacializar el tiempo» como procedimiento ficcional, es que a
los hechos escuetos, a las estadísticas, se les dan caras, personajes,
conflictos. Mientras la historia describe cómo era una calle, y tal vez pueda
dar algunos datos generales (ingenieros que trabajaron en ella, plan urbano que
la gestó, en fin), la ficción permite que un personaje transite por ella y nos
muestre a qué olía, o la dificultad para caminar por la acera izquierda debido
a que en ese tiempo era muy estrecha y no la habían ampliado, o el sentimiento
que producía, etcétera. La historia cuenta y ordena los acontecimientos, la
ficción se sirve de ella para ponerlos en escena, y así logra conmover,
mostrarle al lector los aspectos más desgarradores, violentos, paradójicos e
injustos de la historia, mover su empatía frente a la tragedia.
2.
LAS TRAMPAS DE LA HISTORIA
Uno de los puntos de contacto entre diversos
discursos historiográficos es la idea de que la Historia como entidad unitaria
ha entrado en crisis, que la historia que los hombres han conocido —tanto la
mundial como la local— se asienta en representaciones
ideológicas de la realidad (entendiendo ideología
en el sentido marxista: el conjunto de las representaciones que forma la clase
dominante para hacer creer en la necesidad y en la legitimidad de su dominación
y ocultarse a sí misma los fundamentos de esta dominación). Esta idea, que
tiene como precursores a Marx y a Nietzsche y toma forma con Walter Benjamin,
en 1938, en un breve escrito titulado Tesis
sobre la filosofía de la historia, afirma que lo que se transmite del
pasado no es lo que ha acontecido,
sino lo que considera relevante el
grupo que detenta el poder y, por lo tanto, escribe la Historia. Así, la
historia de los vencidos, de los pobres, de las minorías, de lo considerado bajo por la moral imperante, de los
pueblos primitivos, etc. no se ha incluido dentro de la historia[6].
Esta idea se vuelve más densa, más profunda, en la actualidad, pero no se gesta
en ella: hace siglos que se levantan voces para denunciarla. Bartolomé de las
Casas, en su Apologética historia,
dice: «Consideramos bárbaros a quienes no tienen escritura o lengua culta. Pero
la gente de las Indias podría tratarnos de barbarísimos, puesto que no
comprendemos su lengua.»[7]Montaigne,
en sus Ensayos (1580), también
denuncia el carácter eurocentrista de las concepciones sobre el Nuevo Mundo,
cuya historia no tiene cabida dentro de la gran historia de la humanidad: «No
hay nada bárbaro ni salvaje en esa nación, a juzgar por lo que me han contado,
sino que cada uno llama barbarie a lo que
no es hábito suyo; en realidad, me parece que no tenemos otro punto de
referencia respecto de la verdad y de la razón que el ejemplo y el modelo de
las opiniones del país donde nos encontramos. Ahí está siempre la religión
perfecta, el gobierno perfecto, el uso perfecto y acabado de las cosas.»[8]
La
Historia, entonces, es incompleta. Es un rompecabezas imposible de armar porque
su fabricante consideró que algunas piezas no eran necesarias.
En
este punto, alguien podría preguntar: «¿TODA la Historia está sesgada
ideológicamente?», «¿acaso no han existido cronistas imparciales, que hayan
presentado los hechos con objetividad y sin prejuicios?». Podemos dar
argumentos psicologistas para derrumbar la imparcialidad de tales historiadores,
pero asumamos que sí, que la Historia también ha sido presentada sin sesgos; de
hecho, una de las pretensiones de la Historia es esa: ser imparcial, ser
objetiva. Esa pretensión es, además, otra forma de insuficiencia, pues al
querer abarcar todos los sentidos posibles, la Historia se vuelve opaca,
indistinta, pierde la capacidad de describir, en fin, anula al hombre en función de la humanidad y naufraga en el mar del
anonimato, de las cifras, de las estadísticas. Uno de los problemas de la
Historia, dice Elías Canetti, es que «contiene todos los sentidos, y por eso es
tan insensata.»[9]
Para
colmo de males, pareciese que la Historia sume a los hechos en la inmovilidad:
un rebelde es neutralizado cuando se le convierte en personaje histórico porque
una hojarasca de epítetos viene a simplificarlo y a encasillarlo: «el hombre de
las dificultades», «el padre de la patria», «la heroína del pueblo», en fin,
fórmulas vacías; los sucesos se convierten en efemérides y en conmemoraciones,
para diluirse luego en las contingencias ociosas de un día festivo. Charles
Péguy es lapidario al decir que «Para cada hombre y para cada acontecimiento,
llega un minuto, una hora en que se torna histórico; en una determinada
campanada, en algún reloj de pueblo, el acontecimiento pasa de ser real a ser
histórico.»[10]
La
ficción, la buena ficción, trasciende esos epítetos, esas fórmulas vacías por
cuanto trabaja con el carácter humano, que es tan contradictorio, al punto que
los buenos escritores van más allá de sus convicciones políticas, son capaces
de retratar los claroscuros, las contradicciones: «Nos interesa el límite
peligroso de las cosas./ El ladrón honesto, el asesino sensible,/ el ateo
supersticioso», dice el poeta inglés Robert Browning en su Apología del obispo Blougram (1855).
Gracias a ello la literatura, a diferencia de la Historia, es menos susceptible
de ser manipulada en favor de las ideologías. Además, es una también una forma
de meterse en la piel del otro, un instrumento muy poderoso de la empatía.
¿Es
el Fin de la Historia, como decía hace unos años la ahora deslavada figura de
Francis Fukuyama? Fukuyama, quien a lo mejor también pasó de ser real a ser
histórico, se va a los extramuros pesimistas de la posmodernidad, afirmando un
eterno presente causado por una ideología insuperable. Pero la Historia sigue
avanzando, no hay evidencias de se haya detenido; podríamos acudir a la
casuística (el atentado a las Torres Gemelas, por ejemplo, los campos de
concentración en Guantánamo, la presidencia de Trump, etcétera) para refutarlo,
pero es mejor cederle la palabra a Octavio Paz: «La historia de cada pueblo
contiene ciertos elementos invariantes o cuyas variaciones, de tan lentas,
resultan imperceptibles... Nadie conoce el desenlace final de la historia
porque su fin es también el fin del hombre.»[11]
Es más fácil predicar el fin de
la Historia que repensar su función y su significado: en primer lugar, debemos
tener en cuenta que, en tanto recopilación de ciertos hechos, la Historia tiene algo que contar, aunque ese algo no sea exhaustivo y haya sido
tomado en cuenta a costa de dejar de lado otros hechos tal vez igual de
importantes. En segundo lugar, debemos tener en cuenta que si la recopilación
histórica está gobernada por representaciones ideológicas, éstas han influenciado
los hechos posteriores; es decir, los hechos son material para la Historia,
pero, a causa de la lectura ideológica a que son sometidos y a que constituyen
la versión más difundida y más «autorizada»,
también son producto de ella;
ello explicaría en gran parte los conflictos que se dan en el Oriente Medio,
por ejemplo. Está claro que la Historia debe ser revisada, como un acto de
justicia con la heterogeneidad del ser humano, como una búsqueda de respuestas
ocultas, como indagación de la validez de ciertos mitos construidos desde el
poder, pero esa revisión sólo se puede hacer desde la Historia misma. Esto está
muy claro para Deleuze y Derrida, quienes son plenamente conscientes de que se
mueven dentro del campo del logos y del lenguaje: «Es decir, atacar el
logocentrismo desde el propio logos, ya que nada se puede decir desde fuera
(hasta se podría decir que tal "fuera" es inexistente), para a través
de las tácticas y estrategias pacientemente estudiadas tender trampas al propio
logos en su forma occidental, metafísica»[12].
La Historia, entonces, se convierte ahora en la cartografía para su propia
refutación, para su deconstrucción y su reconstrucción[13].
Esta revisión histórica como
una manera de superar el pasado —más que olvidarlo o repetirlo—, responde al
concepto de anamnesis, que Lyotard
toma del trabajo propuesto por Freud en la Traumdeutung
y amplía del campo de la terapéutica psiconanalítica a la sociología. La anamnesis se define como una «evocación
voluntaria o incluso metódica del pasado, como per-elaboración que descubre los
aspectos reprimidos y libra del dominio de los mecanismos repetitivos, a medida
que el paciente trata de elaborar su dolencia presente asociando elementos
aparentemente inconsistentes con situaciones pasadas, lo que le permite
descubrir sentidos de su vida y de su conducta»[14].
Esta anamnesis lyotardiana no es una restauración ecléctica y nostálgica del
pasado ni una aceptación resignada de los simulacros de un mundo cínico y
nihilista: es la conciencia de que la Historia se revela ahora como una
problemática, una dinámica.
«Es preciso que exista un
estado de historicidad, una forma histórica completa, para que el hecho tenga
sentido vivo. En tal medio histórico, cuanto acontece es irremisiblemente
historia»[15],
decía Ezequiel Martínez Estrada en 1933, sin sospechar que llegaría el momento
en que esa historia dejara de ser certeza para convertirse en urdimbre de
preguntas (justamente, en una problemática). «¿Si la Historia nos es ajena,
cómo recuperar nuestros lazos de pertenencia?, ¿entonces qué dará sentido a los
hechos?», preguntaría, perplejo, don Ezequiel; nosotros, tranquilos, poniéndole
una mano en el hombro, responderíamos, a coro con Lyotard: «pues la memoria».
3. LA RECUPERACIÓN DE LA
PALABRA Y LA MEMORIA
Habíamos hablado al principio de
verdad y mentira para hacer un paralelo entre la Historia y la ficción; luego
nos dedicamos a demoler las diferencias tajantes, mostrando la incidencia de
ambas tanto en la Historia como en la ficción. Bueno, volvamos a situar las
diferencias porque de lo contrario estaríamos dándole la razón a Fukuyama[16]:
aunque cuestionada y bombardeada desde diversos frentes ideológicos
(entendiendo ideología, esta vez, en
un sentido más amplio que el marxista: la representación que nos hacemos de las
cosas para poder dominarlas desde nuestro interés o nuestra seguridad), la
Historia sigue siendo un referente social de la verdad, o, en su defecto, para
descubrir la verdad. La ficción es en esencia una construcción de hechos que no sucedieron, o no sucedieron así. Ya.
Reconstruidos los bandos y sin
desconocer ahora la precariedad de los límites entre uno y otro, surge la
siguiente pregunta aplazada: ¿Qué sucede cuando la ficción compite con la
Historia?
La revisión histórica que propone la
novela es insoslayable, «porque no se puede dejar de pensar que si se trata de
"referentes" verificables, documentados, la imagen que se propone no
dejaría de intentar disputar algún terreno en el orden de la verdad.»[17]
Esta pretensión podría definirse en este sentido como «el intento de examinar
analíticamente, no sólo narrativizarlo, pero desde los medios que ofrece la
novela histórica, un fragmento referencial vinculado con una situación
conflictiva o enigmática desde un punto de vista político o moral (...). Ese
fin se vincula con una necesidad global para extender un conocimiento que se
supone incompleto o deficiente en el orden intelectual (...). Hay un acercamiento a una zona oscura
del referente histórico considerándolo como laguna, como un campo de sentido
incompleto, que falta para entender un conjunto mayor y que lleva al escritor a
tratar de examinarlo para completarlo.»[18]
Precisamente haciéndose cargo de esta situación, la novela, la ficción, además
de recurrir a la memoria —personal y/o colectiva—, busca documentos no leídos.
Por no leídos no queremos decir secretos o reservados sino no leídos
absolutamente en todos sus alcances. De esta manera se quiere demostrar que su
lectura era legitimadora y que sólo ahora se puede ver como tal.
La
indagación de la historia toma una fuerza inusitada en este momento del país,
porque «hay momentos en que los integrantes de una sociedad se preguntan con
más vehemencia y acuciosidad acerca de su relación con ella que en otros,
seguramente cuando la disminución de la represión es acompañada por una
incertidumbre política y económica; quizá, como contraste, podría decirse que
no se formulan preguntas en ese sentido en momentos en que predomina la
represión o bien cuando una sociedad, cosa
rara, pasa por un instante de bienestar y seguridad en sus convicciones y
en sus logros.»[19]
Octavio
Paz nos recuerda que «cuando una sociedad se corrompe lo primero que se
gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza
con la gramática y con el restablecimiento de los significados». Por eso mismo,
«la crítica del estado de cosas reinante no la iniciaron ni los moralistas ni
los revolucionarios radicales, sino los escritores... Su crítica no ha sido
directamente política —aunque no hayan rehuido tratar temas políticos en sus
obras— sino verbal». Una de las primeras medidas consiste en forzar,
reflexionando sobre el lenguaje, «un sistema de transparencias para provocar la
aparición de la realidad. Limpiar el idioma y extirpar la ponzoña de la
retórica oficial.»[20].
Estamos ante la oportunidad de volver a decirle paramilitares a las «bacrim»,
decirle asesinatos a los «falsos positivos», decirle secuestro a las
«retenciones», decirle clientelismo a la «mermelada» y al pan pan, y al vino
vino, porque una cosa es decir la verdad con las herramientas de la ficción y
otra querer engañar para sacar provecho o para no dar la cara.
[1] JITRIK, Noé. Historia e
imaginación literaria. Editorial Biblos. Buenos Aires, 1995. Págs. 10-13
[2] VARGAS LLOSA, Mario. Cartas a un
joven novelista. Editorial Ariel, Bogotá, 1998. Pág. 29
[3] GIARDINELLI, Mempo. Elogio de la
mentira. Conferencia pronunciada en el encuentro "Buenos Aires,
capital de las Artes", Centro Cultural de San Telmo, el 25 de noviembre de
1985, En KOHUT, Karl (Ed.), Un universo cargado de violencia:
presentación, aproximación y documentación de la obra de Mempo Giardinelli.
Editorial Vervuet Verlag, Frankfurt, 1990. Pág. 206.
[4] Op. Cit. VARGAS LLOSA, Mario. Pág. 37
[5] Op. Cit. JITRIK, Noé. Pág. 14
[6] Para una visión global sobre este tema, véase RAVERA, Rosa María. Proyecto y memoria en torno al eje
moderno/postmoderno, en DE TORO, Alfonso (ed.), Postmodernidad y postcolonialismo: breves reflexiones sobre
Latinoamérica. Editorial Vervuet Verlag, Madrid, 1997. Págs. 113-118.
[7] En FINKIELKRAUT, Alain, La
humanidad perdida: Ensayo sobre el siglo XX. Editorial Anagrama.,
Barcelona, 1998. Pág. 27, quien a su vez lo toma de MAHN-LOT, Mariane,
«Bartolomé de las Casas et les cultures païennes», en Le supplément, revue d'éthique, junio de 1995.
[8] En Op. Cit. FINKIELKRAUT, Alain. Pág. 27, quien a su vez lo toma de MONTAIGNE, Ensayos, Editorial Tusquets, Barcelona, 1993. (La itálica es mía)
[9] CANETTI, Elías, El suplicio de
las moscas, Editorial Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1994. Pág. 23
[10] PÉGUY, Charles, «A nos amis, à nos
abonnés», en Œuvres en prose, 1909-1914, Gallimard, Bibl. de la Pléiade, 1957, Pág. 48.
[11] PAZ, Octavio, El laberinto de la
soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Pág. 192.
[12] URDANIBIA, Iñaki, «Lo narrativo en la posmodernidad», en VATTIMO,
Gianni y otros, En torno a la
posmodernidad, Editorial Anthropos, Bogotá, 1994. Pág. 66
[13] En el mismo ensayo de Iñaki Urdanibia se exploran las diferentes
nociones de deconstrucción. Aquí la
tomaremos según Wellmer: una respuesta al proyecto modernista y su consiguiente
fracaso, que expresa: a) Un rechazo ontológico de la filosofía occidental , b)
una obsesión espistemológica con los fragmentos y las fracturas, y c) un
compromiso ideológico con las minorías en política, sexo y lenguaje. Son estas
dos últimas características, particularmente la c), las que nos interesan.
[14] Ibid. Pág. 66.
[15] MARTINEZ ESTRADA, Ezequiel, Radiografía
de la pampa, citado por SCHEINES, Graciela, Las metáforas del fracaso: Sudamérica: ¿geografía del desencuentro?,
Ed. Casa de las Américas, La
Habana , 1991. Pág. 67
[16] Hoy es sabido que Fukuyama confundió (no inocentemente) el fin de una historia —la terminación de un ciclo histórico— con el fin de la
Historia. Hay brillantes refutaciones en internet, como
la de KIMBALL, Roger, Francis Fukuyama
& the end of history, en The New Criterion on line,
http://www.newcriterion.com/archive/10/feb92/fukuyama.htm
[17] Op. cit. JITRIK, Noé. Pág 81.
[18] Ibid. Págs. 69-70
[19] Ibid. Pág. 17 (Las itálicas son mías)
[20] Op. Cit. PAZ, Octavio. Pág.274
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