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PAZ,
ARTE Y UTOPÍA
Iván Darío Álvarez
Festival
de poesía de Medellín. 2015
Texto
leído por el autor, fundador del grupo de títeres "La libélula
Dorada",
en la II Cumbre por la Paz y la Reconciliación en Colombia,
en la II Cumbre por la Paz y la Reconciliación en Colombia,
“un mapamundi que no incluya
utopía ni siquiera merece un vistazo.”
Oscar Wilde.
He
llegado a pensar que al abrazar el bello oficio de los títeres, he escogido una
opción de paz. En vez de ser actor, o animar un muñeco, o un objeto escénico,
hubiese podido empuñar un arma. Digo esto, porque en mi juventud, en el albor
de los años setentas, las ansias de liberación colectiva pasaban por
considerar, que en este país urgía una transformación social radical.
Todo
parecía indicar que bajo la tutela rapaz del imperio, o las enquistadas clases
privilegiadas que gobernaban nuestro común destino, la posibilidad de una vida
más digna y justa, jamás llegarían. Por tanto, había que sumarse y juntarse a
los de abajo, porque solo desde allí creíamos que surgiría ese coro libertario,
capaz de hacer reventar para siempre los grillos de varios siglos de opresión.
Solo faltaban que maduraran las condiciones tanto objetivas, como subjetivas,
para que ese viejo mundo, más pronto que tarde, se derrumbará y diera lugar a
una etapa luminosa, para que a partir de allí emergiera ese hombre nuevo, cuya
mayor encarnación de ese mito en América Latina, se volvió visible y
trashumante, gracias a seres utópicos como el Che. Muchos entusiastas creíamos
en ese entonces, que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. Hoy más
bien comprobamos con triste ironía, que la más repulsiva y dogmatica reacción,
puede estar viviendo a sus anchas, al frente o al lado mismo de nuestra casa.
Fue
doloroso ver pasar las hojas del calendario y las páginas trágicas de nuestra
historia, para observar que la violencia opresora no se acaba con la violencia
libertadora de los llamados alzados en armas, sino que a su vez y a nuestro
pesar, engendraba nuevos monstruos, con más víctimas y más verdugos, tan
difíciles hoy día de conjurar o desterrar. O igual ver que la sangre derramada,
solo servía para acrecentar el noble árbol de la memoria que se sembró hace
tantas décadas, en el inmenso jardín de tantos héroes muertos.
Es
cierto que los que sobrevivimos al desamparo de tan descomunal horror, estamos
más viejos. Y sin embargo, ante el desencanto generacional o las idealizadas
causas perdidas, o las caídas de tantos falsos y presidiarios muros, no nos
desmuralizamos. Quiero decir, que no renunciamos a dejar claudicar o enterrar
la imaginación social o política. En ese transcurrir de las luchas
emancipadoras, nuestra utopía no se armo como la de otros, pero se volvió arte
y poesía gracias al embrujo de los títeres. Y en medio de la guerra, sus
espantos e indolencias, nos auto convencimos que los títeres son la poesía,
aunque no siempre todo titiritero sea buen poeta.
Los
títeres en nuestro país siguen siendo marginales, pero nosotros desde el agitar
de las alas transparentes de una efímera “Libélula dorada,” continuamos
creyendo que como parte del intemporal deseo de soñar que nos inspira nuestro
oficio, y por ser parte vital del desarrollo de la cultura, pueden llegar a
convertirse en un deseo al servicio de las mayorías, no solo de los niños,
porque el deseo de imaginar no es exclusivo de los infantes. En ese sentido
urge desamordazar a ese niño que todos los adultos llevamos amodardazado por
dentro.
Los
títeres como criaturas sublimes de la fantasía, le abren con su guiño de
guiñoles, un espacio de libertad a todos los seres humanos. Desde vieja data los
titiriteros le han rendido culto a las musas libertarias que siempre han
enriquecido la vida, impidiendo con su canto, momificarla en los altares pétreos
de la uniformidad.
Nuestro
arte es pues una exploración de la libertad y la libertad es ese ojo visionario
capaz de indagar lo desconocido. Gracias a esa frágil convicción de fogoneros y
profesionales de la ilusión, que convertimos en terquedad y fuerza ética,
alimentamos obras, que dan fe de un anhelo irreductible, como es por ejemplo “El
dulce encanto de la isla Acracia.”
Acracia
en nuestro imaginario es parte de ese secreto utópico que hemos transmitido a
varias generaciones de espectadores, es una Arcadia de la paz que ahora vive en
su memoria, es el territorio libre de la imaginación, que por fortuna no tiene tan
siquiera un lugar en la cartografía autoritaria que todavía tiene dividido en
naciones al mundo. Pero sabemos que para llegar allí, aunque tengamos que remar
mucho, no hay que tener pasaporte, ni atravesar aduanas de policías, basta con
tener una actitud no dominante en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
Acracia no tiene vocación de patria, por eso no tiene fronteras, ni tiene amos,
ni dioses, ni dinero, ni grandes personalidades, ni mucho menos patriarcas,
profetas o mesías. No, acracia no es un Estado, sino más bien un estado generoso
del alma. Allí el único miedo que reina, es el miedo a toda forma de poder.
Miedo absoluto a toda la monstruosa fauna toxica de los poderosos, que con su
engatusador perfume, pervierten y contaminan todas las relaciones humanas. En
Acracia la poesía se confunde con la utopía. En esa geografía imaginaria todas
las celebraciones giran y se aglutinan alrededor de todas las artes, porque
allí el acto creador es siempre un lugar de festejo y encuentro comunitario,
una experiencia personal y colectiva, un ensayo irrepetible de vida compartida.
En Acracia se sueña que el arte no será un lujo de unos pocos, sino una
necesidad de muchos que quisieran fuera como un elixir que abonara su
existencia, para que esta se convierta en una flor bella, creciendo a la par de
los nuevos vientos que siempre trae la libertad. Pero eso no significa que sea
condescendiente, ni que renuncie a su papel crítico y transgresor. Se sabe que
la belleza en esencia exige rigor y también espíritu rebelde y contradictor. El
arte y la libertad son hermanos inseparables, por eso decía el abuelo Barbas
Vila: “Separar el arte de la libertad, es partir en dos el corazón de la
belleza.”
En
Acracia la paz es la gran utopía, ella resume lo más selecto de las grandes
esperanzas humanas, aún a sabiendas que nada está exento de tener un talón de
Aquiles o una naturaleza imperfecta. Ya advertía el incorregible aguafiestas e
insomne Cioran: “Hay que estar siempre con los oprimidos, pero sin olvidar
jamás que están hechos del mismo barro que los opresores.” Pero más allá de su
lucida y sentenciosa advertencia, vivir es convivir y el gran reto de nuestra
existencia es la convivencia. Por eso en Acracia la principal y más dura
batalla ética, se libra contra uno mismo, contra el tiránico deseo de sumisión
de los otros. Allí se presume que el habitante ácrata tiene como sabias
virtudes, no mandar, ni mucho menos obedecer. Porque Acracia vive en función
del viejo precepto de Antonio Machado que nos dice: “Nadie es más que nadie,
porque por mucho que un hombre valga, nunca tendrá el valor más alto, que el de
ser hombre”
A todo
ser humano lo mueven ilusiones o conflictos, en Acracia no se hace caso omiso
de eso y se hace hasta lo posible para hacer posible lo imposible y hacer que
desaparezcan todas las causas que puedan torpedear y llegar a romper la armonía
no autoritaria.
Estamos
lejos de la isla Acracia. La vida es bella pero el mundo está en todas partes
muy feo. Hay que hacer mucho para poder reencantarlo, el ser humano está todavía
por inventar. Seguimos anclados a la prehistoria.Desde antaño no parece haber
un solo día donde en cualquier rincón del planeta no se icen banderas de guerra
o se hagan apologías diversas de la barbarie. Colombia no es la excepción A
gobiernos más centralizados o totalitarios, corresponden instituciones
burocráticas o militares, cada vez más rígidas e intocables. Por eso las
utopías libertarias son más vigentes, que las utopías seudo - democráticas o
autoritarias, que hasta la fecha no han hecho más que repetir en todo el orbe,
la misma cantilena del viejo e inflexible orden burgués. Pero seguimos sospechando que el capitalismo
salvaje o el socialismo real, restringen a la libertad y siempre que se les
antoja ahogan la justicia. Y si no existe la libertad de la mano de la justicia
social, es claro que no puede haber paz. La paz con esos dos imprescindibles
atributos, es por eso la gran utopía que seguirá viva ahora y siempre. Ella
permanece encendida en nuestros corazones y necesita encontrar su espacio para
iluminar aún más el porvenir.
Por
ahora vive en nuestras obras que hemos inventado en nuestro afán soñador de
titiriteros, en nuestro quehacer de artesanos de la fantasía y en la memoria de
nuestro modesto público, que ha podido agitarse y vivir en los ensoñadores
limites del escenario, gracias al fuego que invocan los títeres, esos sagrados
cómplices de la utopía, que también mantienen vivas las llamas de la
imaginación, a pesar de padecer la larga historia infame de una civilización
trastornada, que no solo está matando al hombre con el progreso y las guerras,
sino también a la naturaleza. El planeta azul está enfermo. Pero el deseo de
paz continua vivo, sobrevive contra todos los demonios de la guerra. La
imaginación no se rinde. Sin paz no hay vida. El combate por la paz es un combate
por la vida.
Iván
Darío Álvarez
Festival
de poesía de Medellín. 2015