Publica y difunde: NTC …* Nos Topamos Con …
La
explosión de Cali
Por Jotamario Arbeláez
La tarde del 6 de agosto de 1956, undécimo
aniversario de la bomba atómica sobre Hiroshima,
asistí en el teatro
Roma, enfrente de la estación del ferrocarril,
a la función continua de
la primera parte de Lo que el viento
se llevó.
Por haber sido el tío
Emilio portero cuando se fundó el teatro
gozaba yo de permanentes
pases de cortesía en todas las salas de Cine Colombia,
y en esa ocasión entré
de gancho con Ifigenia, una joven recién llegada de La Perla del Otún,
a quien ayudé a
instalarse en un pequeño hotel de los alrededores, donde rumbaba la
prostitución.
Los 16 años de Ifigenia,
los mismos que yo,
le daban un aire
cosmopolita con su lunar ovalado en el centro del mentón y la cajita de
cosméticos en el bolsillo de la jardinera.
La conocí bajando de un
vagón restaurante la tarde que acompañé a la abuela a tomar el autoferro hacia
La Pintada.
Venía a tentar fortuna
en esa zona de camioneros, verdadera babel de gentes entregadas al rebusque,
con bares de mala muerte y puestos de fritangas en los andenes.
Yo andaba por la época
de salvador del mundo y redentor de rameras,
y para tratar de impedir
la caída de semejante arcángel en el lenocinio le estaba prometiendo vivir con
ella,
si es que podíamos
hacerlo sin trabajar.
Para empezar, a la
salida de la cinta, hecho todo un Clark Gable, después del primer beso
despeinador,
le presté mi ejemplar
manoseado de El amor, las mujeres y la
muerte, de Schopenhauer,
y la acompañé a la
pieza, donde prometí caerle más tarde con un arroz con pollo, pues pensaba
ganarme una partida de billar en el Café Roma.
El establecimiento
estaba atestado.
Las amargas heladas
rodaban por las mesas y las gargantas en medio de un calor apocalíptico.
Doce enormes camiones
militares que habían entrado por la carretera al mar —y que no dejaron
estacionar en el Paseo Bolívar, al pie del batallón Pichincha y la estatua de
La María—,
habían sido apostados en
el muelle de la estación, con no se sabía qué carga misteriosa bajo sus carpas
de lona.
La zona de parqueo
estaba desacostumbradamente en penumbra.
Seis camioneros
abandonaron sus mesas y, obedeciendo alguna orden secreta,
procedieron a evacuar
seis de los doce camiones rumbo a Palmira.
Al pie de la mesa del billar-pool estaban
los tahúres de siempre: ‘El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y
‘Pichurria’.
Ante tan selecta nómina
de camajanes cogí taco, enticé en medio de la calma chicha, y terminé apostando
hasta el reloj de la abuela,
dispuesto a recaudar lo
suficiente para calmar el apetito y preservar el honor de mi lunareja.
El caso fue que perdí hasta la camisa, y
las cervezas me habían producido una agriera que no le soportaría a su
'tinieblo' ni Vivian Leight.
Para completar, un par
de detectives borrachos en una mesa sacaba sus pistolas y amenazaba con salir a
la calle y disparar al azar sobre la multitud.
Me tocó pues hacer del
corazón bienintencionado una tripa,
y partir a medianoche
frustrado hasta los cojones a dormir sobre la cama de la abuela Carlota,
en la nueva casa de la
tía Adelfa, en el barrio Bretaña, a cuarenta cuadras. Mañana le traería mi
desayuno con frijolitos recalentados a mi paciente y por ahora fiel Ifigenia.
Antes de dormir, leí en
el Relator de ayer que ‘Madame
Laila’, pitonisa de ojos de lapislázuli recién legada del lejano Oriente,
vaticinaba que sobre la
ciudad se cernía una inminente tragedia.
Me levanté a apagar la
luz después de que el reloj de la iglesia dio la una de la mañana,
y en ese momento el
estallido y resplandor de Hiroshima tomaron cuerpo en mis huesos.
Volaron los vidrios de
las ventanas y se quebró contra el piso la pecera llena de ‘gupies’ de mi
padrino Jorge Giraldo.
Un aire loco erraba por
la ciudad. Mis fosas nasales percibían un tufillo de trinitrotolueno.
Comenzaron a sonar las
sirenas en mis oídos aturdidos.
Por la radio informaban
que camiones militares cargados con dinamita acababan de hacer explosión en la
25.
En pocos minutos mis
botas de siete leguas me trajeron de nuevo al sitio,
donde vi al padre
Hurtado Galvis * haciendo la señal de la cruz sobre cuerpos despedazados.
Allí donde hacía un rato
había perdido mis apuestas, me había despedido de los trasnochadores tahúres de
mis afectos y había dejado durmiendo a mi Magdalena por arrepentir,
había un cráter de 60
metros de diámetro por 25 de profundidad sin tierra a los lados.
Ese mismo cráter se
constituyó en fosa común, donde el padre atestigua que arrojó 3.725 cráneos
humanos,
fotografiados
previamente por el corresponsal de la revista Life.
Con los cráneos pelados
de 'El mono del maletín’, ‘El zurdo’, ‘Pincelito’ y 'Pichurria’
debieron ser sepultadas
las 15 bolas de marfil numeradas y la blanca para tacar.
El hotelito de Ifigenia
no era ahora más que una edificación de aire tibio y el suelo una inmensa
chatarra de catres retorcidos impetrando clemencia.
Nos quedamos sin comer
ambos.
Nunca he sentido tanta
pena.
Y ni siquiera rescaté de
entre los escombros la obra de Schopenhauer.
Volví a tener clara
conciencia de que nada es para siempre en este mundo ilusorio.
Pero me prometí que el
criminal no se quedaría sin castigo.
Dejaría de ser redentor
de prostitutas para volverme vindicador de vejámenes.
No descansé hasta el 10
de mayo, cuando merced a la insurgencia estudiantil, apoyada por el comercio y
la burguesía,
derribamos a Gustavo Rojas Pinilla, el
presidente militar que le había dado a Cali ese regalito.
(Catorce años después
escribiría El libro rojo de Rojas,
donde lo dejaba limpio de felonías, terminando así de embarrar la memoria de
Ifigenia).
-----------
NTC ... ENLACES
-----------
NTC ... ENLACES
* VIDEO
La explosión del 7 de
agosto de 1956 en Cali, según el padre Alfonso Hurtado Galvis