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26 de noviembre de 2013
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"Viento Seco"
Daniel Caicedo *
Novela 1952
PRÓLOGO de Antonio García Nossa **
«Viento Seco» es una novela —en el sentido de que se ha
proyectado la vida sobre un escenario de símbolos— pero una novela que sienta
un testimonio y que está hecha con los materiales de nuestra propia historia.
En ella no se sublima nada, ni se adulteran los crímenes — ¡a veces parecen tan
cercanas a los umbrales de la heroicidad! — ni se echa tierra sobre los actos que se realizan
en nuestra propia casa y que impregnan toda la atmósfera con ese silencio
pavoroso que reina en los universos degradados.
Daniel Caicedo rinde su testimonio: nadie lo obliga
a ello, en una patria acobardada por el poder invicto y sin órbita de la
fuerza, pero el escritor siente la responsabilidad de su propia conciencia. No
cometería la injusticia de decir que este testimonio es imparcial: Un combatiente socialista no es
imparcial ante la injusticia y ante el crimen, sea el que sea y esté amparado
por cualquier bandera. Es un testimonio de parte, de alguien que ha sido
testigo presencial de este drama que si no ha sacudido la conciencia de los
hombres, es porque esa , conciencia aún no existe. La cobardía ha embotado hasta
el sensible resorte del instinto. Y en una patria ensangrentada, donde los
partidos continúan siendo bandos de una guerra civil que no termina de
arreglar sus cuentas de retaliación, nadie se conmueve por estos hechos
terribles. Esta es nuestra historia íntima, la que se desliza por debajo de los
escenarios donde se mueven las oligarquías y sus caudillos. Es la historia no
escrita, transida de dolor y de sangre: La misma de los pueblos sojuzgados por
la conquista española, desde la época nebulosa en que empieza la
cristianización a sangre y fuego. Y la misma historia del siglo XIX, en el que
una república de- grandes familias se disputa el poder y se cubre de gloria con
los sacrificios, con las manos y con la sangre silenciosa del pueblo. Y es la
misma historia de hoy, escondida como una llaga por la hipocresía del
republicanismo rodoniano. Esta sucesión ininterrumpida de crímenes partidistas
—los hijos de las víctimas de ayer son los verdugos de hoy y los hijos de las
víctimas de hoy serán los verdugos de mañana— amontona en el alma del pueblo
los detritus del resentimiento, de la crueldad sádica y el odio frío. Esta es
la herencia que han dejado los partidos al pueblo: odios, cuentas de sangre,
repulsión invencible. No han construido una unción, no han formado una
conciencia política —para tener en el pueblo un juez y no una comparsa— no han
rehecho el armazón del Estado, pero han descuartizado al país en dos sistemas
de odios que se transmiten religiosamente de padres a hijos como la única
herencia, victoriosa de los partidos.
El siglo XIX está lleno de muerte, pero no de esta
crueldad que nos hace llorar de asco y vergüenza. No: la ingenua república de
ayer condenaba las diferencias políticas con la muerte, pero no con la
degradación del hombre. Las luchas partidistas de hoy han estimulado la
conversión de los hombres en las bestias más sanguinarias y cobardes. ¿Hay
quién pregunta por qué se ha perdido el valor de la vida humana? En esta
novela se enseña la verdadera filosofía de la historia. Aquí está la
respuesta.
Estamos cosechando la única siembra que han hecho
nuestros «partidos históricos»: en esta sangre derramada, en estos delitos infamantes,
en está crueldad sin castigo, se resume el sentido de nuestra historia
partidista. Los verdaderos responsables de esté derrumbamiento no son los
delincuentes vulgares que llenan de silencio y de espanto estas páginas
valerosas: es el sistema político que los toma como sus instrumentos, como sus
órganos de dominio, que los alienta, que los estimula, que los remunera, que
los premia. El responsable es el Estado mismo: él es quien los coloca a su
diestra como ángeles vengadores. "El Vampiro», «La Hiena», todos los hombre convertidos en bestias por la pasión partidista, por el fanatismo patológico,
no son una hez despreciada sino parte de un sistema político victorioso. En
todos los sitios del Estado podemos descubrirlos. El tartufismo liberal de
nuestros partidos no alcanza a ocultarlos del todo: son parte de su engranaje, de sus métodos, de
sus sistemas de conquista y de consolidación del poder. Ese es el anverso de
esa medalla que le hemos mostrado al mundo como la cara limpia de nuestra historia.
La verdad es que sólo es la simple máscara de una sangría vulgar y de una
vulgar disputa por el poder: por debajo del enriquecimiento de las grandes
familias o de la gloria delicuescente de los caudillos, sólo hallamos un piso
de lágrimas y sangre. Ahí está el pueblo, en ese subsuelo anónimo, invisible a
los ojos, fuera de todo horizonte político. Nadie ha querido verlo: los
republicanos de todos los partidos han hablado de su soberanía y han
escarnecido su incapacidad de moldear y conducir su a propia suerte. Le han
movilizado para las guerras electorales o para las guerras civiles y le han
dejado ahí, al margen de la historia, aislado de una patria que no está
presente en sus necesidades, en sus problemas, en su drama biológico y
espiritual.
Los intelectuales, las élites, los grupos
dirigentes, son responsables de esta degradación multitudinaria, de esta
renovada mutilación de todos los hombres humildes emparentados con Antonio
Gallardo. Son responsables por su cobardía, por su egoísmo, por su estrecha
moral, por su noción deforme de patria. Un país campesino ha dejado sin patria
a Antonio Gallardo. Lo ha dejado sin patria porque le ha negado todo derecho,
toda posibilidad de justicia, le ha quitado lo que puede hacer buena, aceptable y digna la vida humana. Y
después de esta mutilación —de las aldeas, de los hombres, de los seres y las
cosas fundidos por el vínculo del afecto— ¿podremos sensatamente decir que ha
ganado el partido que construye su poder sobre este suelo manchado? ¿Hay algo —riqueza,
dominio del Estado, control del poder— que justifique y limpie este crimen,
perpetrado a nombre de un partido y de una iglesia?
Todos somos responsables. Todos estamos viviendo
—conformes, cristianos, fríos, monstruosamente tranquilos— sobre esta herencia
de sangre. Lloramos leyendo «María»,
pero nos negamos a conmovernos y a detener las aguas negras que corren por
debajo de nuestros pies y por encima de nuestro espíritu. Esa es la lepra
oculta que Daniel Caicedo descubre a nuestros ojos.
Su testimonio es implacable, duro, fraguado en un lenguaje simple de Ecleslastés. No hay que buscar en él —sería una impudicia— refinamientos verbales, elaboración literaria, ya que posee la seca corteza del testimonio. La atmósfera del mensaje es la de la cólera seca: a “Viento Seco” como el que corre por el desierto, caldeado en las vísceras del infierno. A diferencia de documentos novelados como «El Cristo de Espaldas», éste se halla transido de pavor, de rebeldía colérica, de todas esas fuerzas elementales que circulan por la atmósfera de los pueblos reducidos a ceniza. En esto consiste la maestría de Daniel Caicedo: maestría de analista, de predicador, de testigo, de combatiente. La vida —es decir, la agonía, el dolor y la muerte— fluye de sus manos tal como ha llegado hasta ellas.
Su testimonio es implacable, duro, fraguado en un lenguaje simple de Ecleslastés. No hay que buscar en él —sería una impudicia— refinamientos verbales, elaboración literaria, ya que posee la seca corteza del testimonio. La atmósfera del mensaje es la de la cólera seca: a “Viento Seco” como el que corre por el desierto, caldeado en las vísceras del infierno. A diferencia de documentos novelados como «El Cristo de Espaldas», éste se halla transido de pavor, de rebeldía colérica, de todas esas fuerzas elementales que circulan por la atmósfera de los pueblos reducidos a ceniza. En esto consiste la maestría de Daniel Caicedo: maestría de analista, de predicador, de testigo, de combatiente. La vida —es decir, la agonía, el dolor y la muerte— fluye de sus manos tal como ha llegado hasta ellas.
* * *
Daniel Caicedo toma parte en el drama de «Viento
Seco», pero no como uno de esos helados testigos que son una afrenta a la vida
y a la sensibilidad de los hombres, sino como un escritor responsable de su compromiso.
Habla como parte, no como juez. Señala con una mano insobornable, no denuncia
equívocamente como un litigante. En eso se diferencia de los escritores que le
rodean: en que toma la iniciativa del denuncio, en que asume —íntegramente, sin
reatos— la responsabilidad de la protesta. No. se conocía en nuestro país —tan engañado por la
generación del Centenario con el mito de la «tradición jurídica»— una novela
que contuviese todos los ingredientes de un proceso contra el orden tradicional,
contra los partidos tradicionales, contra la injusticia perpetuada a través de
los siglos.
No está dentro de la intención de Caicedo hacer el
«naturalista frío», porque la cólera humana que le inspira y le mueve en su
heroico proceso, no es negación de la objetividad y del análisis. Los grandes
realistas no han sido fotógrafos fríos o tibios de la vida, sino analistas
apasionados: testigos y partes. No hay necesidad de que hagan alegatos, ni de
que traduzcan expresamente la filosofía de los hechos. No: basta con que dejen
circular la vida. La tendencia no está en las palabras sino en la vida misma. Ahí está Balzac, poniendo al
desnudo la sociedad francesa de su tiempo, con una pasión que ni siquiera puede
descubrirse en el revolucionario Luis Blanc, ni en Fourier, ni en Proudhón, ni
en quienes estaban embargados por la tarea de denunciar todo estado de
pudrimiento. Sus reflexiones morales en la agonía de madama Marneffe —en la
Prima Bette— no valen nada ante los hechos que saca a flote, con un ardor, con
una convicción de testimonio de parte. Ni siquiera Flaubert es una excepción,
aun cuando se enorgullecía de ser un testigo sin compromiso, un coleccionador
de hechos y de caracteres por encima de cualquier sospecha de estar
comprometido en su vida. No pudo haber creado a Madame Bovary o a monsieur
Homais sin un compromiso, sin una decisión de revelar un sentido de la vida. Toda la novela realista
es un compromiso y todos sus grandes valores han adoptado —independientemente
de su pretensión y de su gana— la posición del «Yo acuso» de Emilio Zola. Y no
puede ocultarse el hecho de que con la novela realista del siglo pasado, comienza
la era novelística más rica y más profunda del mundo. Nada importa —para el
caso— lo que esas novelas traigan consigo: aliento o desesperanza, angustia o
fe. Lo que importa es que son una expresión descarnada y perfecta de la vida
humana, para lo mejor o para lo peor. Balzac, Flaubert, Zola, Dostoievski, Gorki,
Barbusse, Remarque, Malraux, Sartre, Camus, Kafka, Steinbeck —para citar unos
cuantos nombres representativos de esta tendencia universal de autoanálisis—
nos demuestran que la novela moderna es un testimonio de parte. Ninguno ha
rehuido comprometerse, pelear por lo suyo, enfrentarse al mundo por su propia
versión de la vida.
No quiere esto decir que su realismo sea tendencioso: no necesita serlo. El realismo es
verdaderamente tendencioso cuando no se ha matriculado ortodoxamente en una
tendencia. Comprometerse no es tomar partido y obligarse a deformar
—puritanamente, con un criterio moral o partidista— la profunda verdad de los
hechos. Las novelas católicas suenan a falso, porque quieren ver la vida como
lección de filosofía moral, como un "ejemplo", como una enseñanza ad
hoc: pero también suenan a falso las novelas
soviéticas que se escribieron por un compromiso de partido, para demostrar unas
tesis y dejar en alto una enseñanza eclesiástica.
“Estoy lejos de reprocharos —decía Engels de Balzac en 1888— el no haber escrito un relato puramente
socialista, una «novela de tendencias como decimos los alemanes, en que fuesen
glorificadas las ideas políticas y sociales del autor. No es eso lo que pienso.
Vale más para la obra de arte que las opiniones (políticas) del autor,
permanezcan escondidas. El realismo de que hablo se manifiesta aun fuera de las
opiniones del autor. Permitidme un ejemplo. Balzac, en quien estimo un maestro
del realismo infinitamente más grande que todos los Zolas, pasados, presentes y
futuros, nos da en su “Comedia Humana” la historia más maravillosamente
realista de la societé francesa, especialmente del monde parisién. Describe
cómo los restos de esta sociedad, ejemplar para él, sucumbieron poco a poco
ante la intrusión del arribista vulgar de la gran finanza o fueron corrompidos
por él; como la grande dame, cuyas infidelidades conyugales no habían sido más
que un medio perfecto de adaptarse a la manera como se había dispuesto de ella
en el matrimonio, cedió el lugar a la burguesa que se procura un marido para
tener dinero y trajes; alrededor de este cuadro central agrupó a toda la
historia de la sociedad francesa, en la que yo he aprendido, aun a lo que
concierne a los detalles económicos (por ejemplo, la redistribución de la
propiedad real y personal después de la revolución), más que en todos los libros
de los historiadores, economistas y estadistas profesionales de la época
tomados en conjunto.”
Nuestros intelectuales —así como
nuestras clases altas— son responsables por su silencio. Su cobardía, su
incapacidad crítica, su horror al compromiso, su apego supersticioso a la
rutina, su veneración profesional por los mitos, les ha llevado a marginarse
del drama y a enclaustrarse en una equívoca fortaleza de «intelectuales puros».
El aislamiento de todas las corrientes humanas —a través de las cuales se
configura y se hace la historia— es para estos intelectuales la propia garantía
de “su” libertad: esta es la filosofía que han propagado los valores más
representativos de esta tendencia intelectualista, como el autor de «El hombre,
náufrago del siglo XX». La mayoría de esos intelectuales se han hecho culpables
del delito de silencio. Silencio ante los problemas de la sociedad
contemporánea. Silencio ante el derrumbamiento de la cultura. Silencio ante el
drama de nuestro país y de nuestro pueblo. Con razón decía Sartre, que toda
palabra tiene resonancias, pero todo silencio también. El silencio de la inteligencia
cobarde —ensimismada en el castillo de su propia comodidad— es indudablemente
el silencio que tiene mayor resonancia. El silencio no es sólo indicio, sino
una prueba de quebrantamiento moral, de irresponsabilidad y de miedo. Quien
calla es responsable de lo que deja de decir y debiera decir: es responsable de
su verdad cobardemente callada. «La
verdad no puede ser tratada como las conservas - predicaba Kaj Munk líder cristiano sueco, enfrentado a la Gestapo en 1944,
la época de su pleno poderío - que se coloca en un barril con sal se almacena
y después se saca poco a poco según se necesite. Porque la verdad no puede conservarse.
Sólo como cosa viva existe y sólo cuando aparece puede ser empleada.”
En este clima Daniel Caicedo
—socialista y cristiano— rinde su testimonio. Lo ha hecho pensando en su propia
conciencia, en la necesidad moral de que la justicia sea restablecida. No ha
podido detenerse - ni un instante siquiera— a medir las proporciones y las
consecuencias de su propia obra. No ha pensado cuánto pueda costarle, en un
país que cobra a tiros los juicios políticos o que los paga a precio de oro. .
***
Colombia tiene Una tradición literaria, propensa
a la sofisticación: su fuerte no es la nóvela
que proyecta la verdad que lleva en sus entrañas,
sino la poesía que reelabora,
que decanta, que cierne, que depura y transforma la
perspectiva de las cosas. La poesía de Silva es un lago de
melancolía en el que podemos mirar nuestra
secreta angustia o nuestro secreto romanticismo,
pero en ella, no sé vierte el país, no se agita con sus preocupaciones, con sus
ídolos, con su horror, con su angustia. Un solo poema de Valencia —Anarkos— es
un atisbo genial de ese mundo de los oprimidos: pero es el contacto accidental
con la conmoción ecuménica, no la expresión de nuestro propio drama o la
exaltación lírica de nuestras grandes insurrecciones sociales. Ni el odio, ni la
cólera, ni la amargura, ni la rebeldía pertinaz que se incuba en el alma de
nuestro pueblo, se ha expresado poéticamente: son corrientes represadas, que no
han hallado ni una sola válvula de escape. Hasta los poetas comunistas han
pasado por encima de esas profundas corrientes, sin tomar su pulso, sin ponerse
en contacto con ellas siquiera. La rebeldía de los poetas no ha sido rebeldía
social: Pombo escribió la Hora de Tinieblas, que no lo era de un país en
sombras y que no podía hallar su destino, sino la de un hombre puesto a prueba
en su fe religiosa. Ni aun Jorge Isaacs —el hombre que llena la medida del
perfecto romántico, guerrillero en el Cauca, jefe de una insurrección popular
en Antioquia, explorador de pueblos indígenas y de selvas, letrado y buscador
de minas— sintió la necesidad, la urgencia, de expresar todo esto que había
hecho parte de su vida y de su experiencia.
La novela tiene en Colombia una
tradición de rebeldía, de inmersión social y de protesta. Esta es la fibra
común de Eugenio Díaz, Lorenzo Marroquín, José Eustasio Rivera, Uribe
Piedrahíta, Eduardo Zalamea, Osorio Lizarazo, Martínez Orozco, Arnoldo
Palacios, Zapata Olivella, Ignacio Gómez Dávila, Eugenio Díaz —el ingenuo
maestro del costumbrismo- escribe novelas como «Manuela» o “Los pescadores del
Funza”, en las que todo el afecto está de parte de los peones sabaneros, de los
aparceros atados a los trapiches, de los pescadores, de los seres humildes. En “Manuela”
descubre el fraude de la república —una república sin pueblo que gobierna—
cruel y demagógica, en la que las guerras se suceden “a cada nada”, porque como
lo explicaba el compadre Lías, «El
gobierno es alternable y los partidos se tienen que remudar a balazos, porque así
están dispuestas las cosas en nuestra Constitución y en nuestras leyes».
Lorenzo Marroquín no sólo escribe
—en «Pax»— una sátira contra el rastacuerismo de la sociedad bogotana de fin de
siglo, sino contra los empresarios de la guerra civil. Tomás Carrasquilla es el
maestro del realismo costumbrista: en su novela picaresca se expresa el
carácter del pueblo de Antioquia, siempre un poco labrador, barequero, mercachifle,
arriero y tahúr. «La Vorágine» es el descubrimiento poemático de la selva, pero
también la denuncia del esclavizamiento de indios en los siringales del
Amazonas y el transfondo de terror que acompaña a la economía del caucho. Esta
misma línea airada, justiciera —en la que toma de nuevo alientos la voz del
fraile Las Casas— es la que sigue Uribe Piedrahíta en sus Relatos de Gauchería
(Tóa) y en su cáustica «Mancha de aceite». En nadie se funde, tan íntimamente,
la vocación de escritor y combatiente, de luchador y de artista: en sus novelas
— las de un novelista que sólo lo era
accidentalmente, cuando la vida le daba tiempo para ello— se recogen los dramas
que convergen en el hombre de abajo: el social, el biológico, el de su alma.
Eduardo Zalamea sacude el país —el pequeño país que es sensible a los problemas
del indio— con su versión humana de la Guajira en «Cuatro Años a bordo de mí
mismo». Ahí está, desnudo, íntegro, exilado entre el mar y la duna, el hombre
prehistórico de hoy.
Osorio Lizarazo es quizá la más
grande vocación novelística de nuestro país y de nuestro tiempo, enriquecida en
un duro peregrinaje —ir y venir sin descanso, traído y llevado por todas las
fuerzas, hacia más arriba y hacia más abajo— por un tortuoso camino de
cafetales y socavones, de puertos y hospitales, de oficinas públicas y
redacciones de periódico. Es también un testigo, y de la gran aventura de su
vida va saliendo, como un ácido manantial, su dura, fantástica, renovada
experiencia de los hombres. Desde «Cara de la Mi-seria» y «Hombres sin
presente» hasta «El hombre bajo la tierra» y «El día del odio». «El hombre bajo
la tierra» es la gran novela de la minería colombiana: sobria, justa, sin la
técnica periodística del relleno, descubre ese alucinante mundo de juego,
espejismos, tensa voluntad, vida primitiva, áspera y violenta. Acaso puedan sólo comparársele los frescos
murales de Pedro Nel Gómez sobre los mineros de los ríos Porce y Nechí,
atrapados por los mitos lujuriosos de la selva, por el instinto descarnado, por
la soledad de los hombres que deben enfrentarse diariamente al dilema de matar
o morir.
El drama social del pueblo negro
—sobre los dos litorales— alcanza su más alta y pura expresión novelística en Arnoldo
Palacios y Zapata Olivella —«Las estrellas son negras» y «Tierra Mojada»— ya
que Jorge Isaacs y Bernardo Arias Trujillo apenas escarbaron curiosamente en la
sensibilidad lírica de los negros de las haciendas señoriales del Cauca y
Risaralda.
* * *
Todas estas novelas tienen un
valor desigual, literariamente hablando: pero son una exploración valerosa en
los problemas del «país del sótano». En una nación retórica, engreída, que se
ha creído humanista porque en los seminarios se habla latín y se traduce a
Virgilio, constituye una proeza la de los novelistas que —rompiendo la
tradición idílica o religiosa de la literatura— se atreven a esculcar en la
entraña del pueblo y a denunciar públicamente sus problemas. Eugenio Díaz es el
novelista de los peones y estancieros del Siglo XIX, Rivera de los indios y los
colonos caucheros. Zalamea de los guajiros. Osorio Lizarazo de los mineros.
Martínez Orozco de los colonizadores, Zapata Olivella y Palacios de los negros.
Aún falta la novela de los campesinos, de los peones indígenas, de las
comunidades, de los obreros, de los bogas, de los artesanos, de todos los
hombres que habitan y vegetan en «el país del sótano pero ya se ha iniciado su
descubrimiento. Lo mismo que en países como Ecuador y Venezuela, en el nuestro
la novela realista es el primer contacto con el drama social.
En las clases altas también han
surgido novelistas de garra, para denunciar su decadencia, su corrupción, su
oportunismo, su falsa moral. Dos valores pueden citarse como ejemplares:
Ignacio Gómez Dávila y Olga Salcedo. Ignacio Gómez escribió —en «Cuarto Sello»—
no la descarnada biografía de un matrimonio, sino de una clase. Esa novela es
un retrato psicológico de la vida burguesa construida
—¡construida es una palabra!— con materiales falsos. La maestría de Gómez
Dávila hay que buscarla en su capacidad de recrear una atmósfera en la que
hasta la muerte está perdiendo su carácter de sincera verdad. El escepticismo
que destila está resumido en uno de los párrafos de la Conclusión: “Me parece
que todo comentario que le hiciere al Diario de Diana sería superfluo. No puede
ser más explícito por sí solo. Cuando se lo mostré a Ricaurte y lo leyó, no
podía sino exclamar: «¡Increíble, increíble que nos hubiera engañado tan
fácilmente!».
La novela de Olga Salcedo —«Se han
cerrado los caminos»— es un análisis valiente de los problemas de la mujer en
la sociedad burguesa, en la que el matrimonio se presenta como una «solución
económica» y en la que el más importante principio moral es el de cubrir todas
las apariencias. Su cuadro de las clases altas —inaccesibles, rutinarias,
vulgares, soberbias e insensibles a los problemas del pueblo - es un cuadro agudo
y perfecto. Mónica Arévalo es la rebelde contumaz contra su propia clase, contra su espíritu, contra
su doble moral, contra sus ideales domésticos —una felicidad doméstica que es
sólo un aburrimiento mortal sufrido en común, según la incisiva frase de
Engels— , y contra sus ideales políticos. Y por eso mismo, porque Mónica
Arévalo es una heroína de excepción —sola frente al mundo, frente a la
angustia, frente al amor, frente al cerco de una sociedad desmoronada
internamente pero implacable con los desertores que la denuncian y la niegan—
es que para ella «están cerrados todos los caminos». También están cerrados
para los personajes —¡tántos resumidos en tan pocos!— de «El Cuarto sello».
Esta cadena de testimonios sobre
el humilde país aherrojado en los sótanos de nuestra casa, remata en «Viento Seco», la novela del pueblo
pisoteado en su propio hogar, acorralado entre sus paredes, inerme, vejado en
su sangre y en la de sus mujeres y en la de sus hijos, escarnecido en su honra
y en su impotencia, obligado a morir u obligado a dirimir con el hierro sus
disputas. Una vez más, la novela realista —sobria, dura, plástica— es el camino
del descubrimiento.
***
***
Desde el punto de vista de la
ortodoxia revolucionarla y socialista, esta novela empieza y termina en los
«viejos caminos»: está encerrada en ellos; remata en el «día de la venganza”,
no en el “día de la justicia”; desencadena la rebeldía que cobra ojo por ojo,
no la revolución que descubre nuevos horizontes. La revolución exige caminos,
rutas ciertas, soluciones que nos lleven más allá y más arriba, capacidad de
transformar las bases y el espíritu de la vida social. Nada hay tan lejos de la
revolución como la revuelta, a título de vindicta: cobra los muertos, pero no
intenta cambiar la argamasa del hombre, ni reconstruir los muros de su vida. La
revolución busca un orden y la revuelta es la fuerza que salta al vacío.
Pero “Viento Seco» no es una novela de gabinete, ni en la formulación de
los problemas, ni en la escogencia de soluciones: es el retrato de un país en
armas —en el escenario de la guerra fría o de la paz simulada— y que no conoce
ninguna salida. El aplastamiento del adversario no es una salida, quienquiera
que juegue esa carta. Es sólo una nueva cuenta de sangre. Por eso lo que
sostiene en el poder a un partido victorioso no es sólo la capacidad
privilegiada de enriquecimiento y la cobarde facultad de desquite, sino el
miedo a la venganza. El horror al «día de la venganza».
«Viento Seco» lleva al escenario de la novela
una vida tal como es: dentro de ella no hay revolución sino revuelta, no hay
justicia sino vindicta, no hay orden sino arbitrariedad, no hay conciencia
insurrecta sino instinto desencadenado, no hay esperanza en las posibilidades
del hombre sino desencanto de los materiales de que está hecho. La explicación
se encuentra en que la novela intenta ser una imagen del país mismo, una imagen
fiel no idealizada, que exhibe los hechos sin darles una explicación ni
examinar su dinámica. Y el país es eso, en su escenario de hoy: ejercicio
brutal, irresponsable y anarquista de la violencia. Crisis del orden
tradicional, de su sistema de partidos-hordas, de su economía, de su moral, de
su tipo de Estado, de su organización pseudo-republicana, sin una posibilidad
inmediata de solución revolucionaria de
esa crisis. Ni siquiera el liberalismo —partido en dos grandes partidos, el de
las clases ricas y el del pueblo— fue capaz de idear una solución
revolucionaria, demostrando que nadie toma un camino que es contrario a sus intereses.
La oligarquía liberal era libre de tomar el camino de la guerra civil y de la
insurrección revolucionaria, las que —independientemente de sus formas
iniciales— ¿se habrían desdoblado en una revolución social? Desde hace una decena
de años, toda nuestra vida social es un impulso revolucionario, una fuerza que
rebasa el «orden tradicional», un pueblo en busca de una revolución. La misma
revolución —social, económica, política—, iniciada en 1810 y que tiene por
objeto devolverle al pueblo el ejercicio consciente de su soberanía y construir
un Estado que exista y funcione para el pueblo. Gobierno del pueblo y para el
pueblo, según la insubstituible fórmula de Lincoln: este es el programa que los
socialistas colombianos aspiran a realizar a través del Partido Popular. Toda
nuestra historia es una revolución inconclusa, porque el pueblo —como suma
inorgánica de clases trabajadoras, manuales e intelectuales— ha carecido de un
instrumento propio, suyo, ajustado a sus necesidades y sus problemas, de lucha
política. El pueblo, —partido en dos alas irreconciliables— sólo ha empleado
sus esfuerzos, su capacidad de sacrificio y de lucha, su idealismo ético, en
destruirse a sí mismo: nosotros creemos que ha llegado el momento de que
conquiste su unidad, a través de un órgano partidista, y se decida a tomar en
sus manos, sin recurrir a otros grupos o clases intermediarios, la dirección de
sus propios destinos.
Pero “Viento Seco» es el espejo de la sociedad de ahora, con un pueblo
sometido —intelectual y políticamente— y con unas clases altas que no hacen ya
acto de presencia en los conflictos de sangre. En el siglo XIX, las
aristocracias mantenían los ideales caballerescos y aun cuando no tenían
grandes principios, eran capaces de morir por ellos en las conspiraciones y en
las guerras civiles. La «juventud dorada» de nuestras, grandes aldeas rodeó las
guerras de cierto halo romántico de torneo: para dar su sangre, no hay duda
acerca de que debía estar impulsada por un
irrefrenable idealismo. No podría afirmar que las guerras civiles hayan estado
dominadas por esa atmósfera, por ese estilo caballeresco —ya que la carnicería
nada tiene de romántica y menos cuando consiste en la perpetración de crímenes
atroces— sino que podía contarse con estos dos factores: la participación de
las clases altas y la beligerancia entre dos bandos armados. Hoy esas clases
altas han cambiado de espíritu, así como han cambiado de condición económica y
de posición ante la cultura: los ideales caballerescos de ayer, la moral de
«nobleza obliga” han cedido el paso al ideal burgués del rey Midas de convertir
en oro todo lo que toca. Las clases burguesas de hoy no están movidas por
ningún idealismo, ni asumen —en economía, en política, en cultura— ningún
riesgo. Su ética es de acumulación, de ganancia, de suma de poder, de
enriquecimiento fácil: esta ética materialista no sirve para crear nada, ni
para vivir o morir por un ideal. Por esto son clases cuya alma, como la mujer
de Loth, se ha convertido en una estatua de sal. Estas clases —o más
exactamente, los grupos todopoderosos que se han formado dentro de ellas—
controlan todo los mecanismos de creación y defensa del privilegio: ese es su
oficio, su papel, la causa de su esterilidad y de su marginamiento de los
riesgos. Ni la filosofía, ni las ciencias, ni el arte, ni la técnica, les deben
nada: son clases altas —en el sentido vulgar de la expresión— pero no élites;
reúnen en sus manos todos los poderes, pero son clases analfabetas. Y ellas
constituyen el personaje central en este drama del Estado dinástico: están
arriba, inaccesibles a la ola de barbarie, al conflicto y al golpe, pero son
sus principales, quizá sus únicos beneficiarios. ¿Podría alguien afirmar que el
pueblo conservador —la masa campesina, sin techo, sin escuela, sin tierras—
gana algo con el drama, con la agonía, con la tortura, con la muerte del pueblo
liberal? No: ese pueblo no es el beneficiario. El beneficiario está fuera de
las zonas de peligro, lejos de los zarpazos, las dentelladas y los tiros: por
lo demás, nadie reclama su participación directa en una empresa de la que es
responsable. En resumidas cuentas, es un maestro en el arte burgués de ganar
sin comprometerse.
La guerra de hoy es una guerra
fría y no se realiza entre dos bandos armados. De una parte opera una fuerza
pública que hace la «pacificación» a la manera del General Pablo Morillo en la
época de la Reconquista; de otra, actúa una rebelión primaria, elemental,
caótica, que devuelve golpes a ciegas y que no aspira a decidir políticamente
nada. Todas las clases altas han desaparecido de este escenario, de esta lucha
cruenta, de este drama que no da cuartel y que rebasa todas las fronteras de la
resistencia humana. Lo que pasa, pasa abajo. No hay voces auténticas que puedan
filtrarse por entre los tabiques de la insensibilidad pública y llegar al
corazón de los hombres. Los jugadores de bolsa, los grandes accionistas, los
engreídos banqueros, se limitan a leer guarismos de gentes que mueren, a mano
armada, todos los días, en su propio país. Se habla de la «fría realidad de los
números”: ahora me he convencido de que las cifras, solas, escuetas, simples,
no están animadas de ninguna realidad. Son sombras. No conmueven a nadie. No
dan las fronteras y la extensión de un conflicto humano. Pueblos enteros
pasados a cuchillo, son apenas 250 muertos y 100 mutilados vivos. Nada de esto
sacude a los hombres petrificados que, desde arriba, leen las únicas cifras que
los conmueven: los balances de empresa. En manos de ellos está la defensa de la
civilización cristiana.
La filosofía de «Viento Seco», es la misma que se
desprende de esta sociedad deshecha, en cuyos pórticos tendríamos que escribir
—si fuésemos sordos a las corrientes de liberación que germinan en su propio
subsuelo— la terrible sentencia de: <¡No hay esperanza!». Yo tengo que decir —vuelto
de cara al pueblo— que
en él está la esperanza.
* * *
«Viento Seco», está elaborada con materiales de
nuestra historia: por ella transitan, cargados con sus pasiones, con sus
fanatismos, con su crueldad demoníaca o su bondad ingenua, lo que hay en
nuestro pueblo de héroe y villano, de ángel y monstruo. Son los hombres que
avienta al aire —o a la historia, que da lo mismo— toda conmoción social. En el
drama se pone a prueba nuestro barro y nuestro espíritu.
Daniel Caicedo ha tomado a los
hombres como son y como están: ese es todo el secreto de su técnica literaria.
Su principio es el mismo de quien ha dicho que no hay que inventarle nada a la
vida: «nada es tan fantástico como la realidad». En ella se juntan —se dan las
manos o se dan la muerte— los mejores héroes y los peores villanos. ¿A qué
inventarlos, si ya están creados? ¿A qué estilizarlos si no hay estilo capaz de
superar la monstruosa facultad plástica de la naturaleza humana? Los mismos
hombres que viven idílicamente en el escenario patriarcal de «la María» —entre
el Valle del Cauca y los riscos de la cordillera— son los que habitan a Ceylán,
los que sacude la violencia y los empuja con una ferocidad de bestias. Blancos,
negros o cobrizos, son los mismos. Pero en el paisaje de «la María», no
funcionan partidos, ni se exhiben las fuerzas de rapiña, ni las clases altas
aparecen sino en su modalidad de «ángeles protectores», ni se deja ver otro
conflicto que el conflicto sentimental de Efraín llorando sobre la muerte de
María. «Viento Seco» es el balance
de lo que ha quedado de ese idilio social —no lo era solamente de los dos
héroes del romanticismo a lo Chateaubriand— después de un siglo de evolución
política: es el mismo escenario, pero ya 'los hombres, de arriba y de abajo,
han cambiado de moral y de alma. La prehistoria no está proscrita en el más
remoto pasado: está dentro de nosotros, en nuestra propia sangre, un milímetro
adentro de nuestra historia. «Viento
Seco» está debajo de «María», un poco más abajo del mismo caudal. Ceylán es
lo que queda de “El Paraíso».
«Viento Seco» no ha hecho estilización, no ha
partido de una previa clasificación de los hombres en héroes y villanos, no ha
arrancado de «personajes ideales» a través de los cuales podamos apreciar la
luz y las sombras y tener una cómoda medida del bien y del mal que hallamos en
la «comedia humana». A la inversa de «El Cristo de espaldas» —de Eduardo
Caballero Calderón— los curas de «Viento
Seco» aparecen tal como han sido creados por una temible fusión de la
iglesia y del partido, de la religión y la política. En «El Cristo de
espaldas», todo el drama del pueblo, sacudido por los más bajos intereses y las
más torpes supersticiones políticas, es parte del vicrucis de un sacerdote
que se presta a rehacer la heroica prueba de Cristo. Esa, desde luego, es una
sublimación literaria: hermosa, conmovedora, pero que peca del idealismo que
inspira el «Cristo Prohibido» de Malaparte. ¿Cuántos cristianos habrá —no en
nuestra tierra pequeña sino en toda la tierra— que sean capaces de vivir y morir
por amor a sus semejantes? La pasión religiosa que sale a flote en «Viento Seco» es una pasión viscosa,
sin principios, sin moral ni simpatía humanas, en la que no hay amor, ni sombra
de amor, ni caricatura siquiera de amor. Ahí está la pasión del Pastor Davison
—pasión auténtica, si por tal se entiende la que pueda exhibir documentos y
pruebas— el santo protestante martirizado —como la Santa Juana de Bernard Shaw—
por sus primos hermanos los cristianos católicos. Ahí su agonía —humilde y
llena de renunciamiento y perdón, como no puede hallarse en la idealización
sacerdotal de «El Cristo de espaldas»— que nadie podrá borrar. Davison
participa de la suerte de Antonio Gallardo, del martirio de Ceylán, del
sacrificio de los seres humildes en la noche de Santa Salomé. Esta es la
verdadera comunión de los hombres, hermanados en la desdicha.
Antonio Gallardo pertenece a la
misma familia ecuménica de Ion Moritz, de Meursault, de Ikhmeniev. Es la
familia de los hombres golpeados en todas partes y confesos de todas las
desdichas. Ion Moritz, el campesino rumano de «La hora veinticinco» de
Georghiu, sólo puede moverse de un campo de concentración a otro, siempre
marcado con el herrete de una injusticia. Meursault, en «El Extranjero» de
Camus, no alcanza a conocer nunca —como todos ¡os hombres pisoteados— cuál es
el sentido de su vida: siempre tendrá que ser extranjero entre los hombres,
solo en la dicha o en la desdicha. Frente a la muerte, sólo podrá hacerse esta
reflexión: «para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me
queda esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores
y que me reciban con gritos de odio». Los Ikhmeniev —de «Humillados y
ofendidos» de Dostoievski— son de esta misma familia. “Si pudiese suceder que cada uno de nosotros
revelase sus secretos pensamientos —dice uno de los personajes volcado sobre
la-escoria de su -remordimiento—-, y que lo hiciese sin temor de exponer no
sólo lo que lo asusta y que por nada del mundo confesaría públicamente; no sólo
lo que teme decir a su mejor amigo, sino lo que aún a veces no se atreve a
confesarse a sí mismo; si esto sucediese, habría sobre la tiera una hediondez,
tal que nos asfixiaríamos.”
Pero el drama de Ceylán, de
Antonio Gallardo, del pastor Davidson, de los sacrificados, de los humillados,
de los rebeldes, es un drama universal. Lo estamos viendo en todo el mundo,
auncuando cada uno lo padezca a su modo.
Antonio. Gallardo es la
reencarnación de estos hombres, de Ion Moritz, de Meursault, de Ikhmeniev. Su
drama tiene la misma esencia: la injusticia entronizada en la dirección de los
hombres. Antonio Gallardo, es testigo del incendio de su aldea, de la
destrucción de su casa, de la violación de su hija, del asesinato de su mujer,
y no puede encontrar sentido a estos hechos. ¿Por qué? Debe huir de su tierra,
dejar lo suyo, enterrar sus muertos, y no sabe por qué. La corriente del éxodo
lo lleva a sitios que cree más seguros —¡la ciudad es el sitio más alto de la
pirámide, hasta donde no puede llegar la ira de Dios!— y allá mismo, en su
pobre refugio, en su rincón donde todavía alimenta una esperanza y roe su pan,
llega la ola de terror y no pasa sino cuando todo se ha convertido en escombros
¿Por qué? Antonio Gallardo no puede encontrarle a esto sentido. Luego es
torturado con otros hombres anónimos, vejado en su dignidad, rebajado a la
condición de sobra. Como sobra es arrojado a un río, el mismo río que recoge
las melancólicas páginas de «María» y «El Alférez Real». ¿Por qué? Le pesca de
la muerte uno de esos barqueros negros del Cauca, en los que se refugia la
bondad de los hombres. Como Cristo, debe resucitar de entre los muertos y vivir
—¡vivir!- para el «día de la venganza”. Recorre caminos, vericuetos, lejos y
cerca de la muerte, con un culto nuevo, con una devoción desconocida. ¿La de
ayudar a los hombres? ¿La de transformar el orden de las cosas? ¿La de traer a
la tierra siquiera un poco de justicia? No: la de vengar sus muertos. Lo suyo,
lo cercano, lo lejano. Vengarlo, sangre por sangre, hasta que caiga — con unos tiros en la frente— sin saber
por qué. ¿Es que alguien lo sabrá? lkhmeniev no supo explicarse el sentido de
su humillación, ni Morítz tampoco, ni Meursault. La verdad es que sólo la
historia humana puede explicarnos ese sentido y puede colocarnos sobre la pista
de ese universo sin lágrimas, ni vencidos, ni ciegos en medio de la luz, ni
hambrientos en medio de la abundancia, en el que no existan —como símbolos— ni
Meursault, ni lkhmeniev, ni Ion Moritz, ni Antonio Gallardo.
Bogotá, 1953.
Antonio García
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LA NOVELA
Capítulo I
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PROLOGO EN IMÁGENES
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LA NOVELA
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LA NOCHE DEL FUEGO
Mirad y ved si hay dolor como mi
dolor que ha venido..
Jeremías, Lamentaciones 1,12.
De prisa, en la noche, Antonio Gallardo y Marcela
bajaban la falda de la montaña. El temor a la tragedia y la oscuridad hacían
interminable la distancia de un kilómetro que los separaba de la casa.
Corrieron dos cuadras. Sus corazones saltaban preocupados y su respiración
empezó a ser fatigosa. Se detuvieron un instante. El viento los alcanzó,
también se detuvo, dejó que las hojas de yerba se irguieran y siguió su marcha
pegado a la montaña. Y la montaña sentía su paso.
El cielo de la aldea de Ceylán estaba lleno do
candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas Atacaban.
Antonio y Marcela habían sido sorprendidos por el
asalto en la «torreta», atalaya de piedra arrojada por la explosión de alguno
de los picachos que tenían a su espalda o, quizá de los que distantes quedaban
en la otra banda del Cauca. Allí, todos los días Antonio esperaba a su esposa.
Y allí, entre el paisaje del valle soltaba el pensamiento y diluía su
sensibilidad en el azul profundo de la distancia.
Continuaron tras del viento.
—Antonio, ¡oye! —dijo Marcela con la voz quebrada.
—Sí, mujer, veamos el modo de defendernos. Si lo
hubiera sabido me habría quedado para hacerles frente con los peones y mis
armas.
Y continuaron la marcha cautelosamente, con los ojos
como faros inquietos, y el oído en el viento. Y el viento aulló, o las voces
aullaron en el viento.
.
... Continuará ...
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Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes,
disparos secos, disparos sibilantes, disparos sordos y explosiones. Y entre
ellos una confusión de gritos.
—Antonio, ¡los están
matando!
—No. No creas eso, mujer —respondió Antonio, pero su
corazón trepidaba con temor ante la
evidencia de la catástrofe—. Te aseguro que esas gentes no tienen otro interés
que impedirnos a los liberales votar en las elecciones de noviembre. Sólo
vienen a llevarse a los hombres mayores. Posiblemente se contenten con
quitarles las cédulas de identificación.
- Y llegaron a la alambrada que separaba el maizal
del potrero, a cinco cuadras de la casa de la estancia, situada en las lindes
de la carretera, a la entrada de Ceylán. El apartó los alambres espinosos para
que ella pasara y después utilizó un poste de la cerca como garrucha. Y saltó.
Al caer se arañó un brazo con las hojas dentadas del maíz. Las hojas
chasqueaban porque el viento las azotaba con furia. Las mazorcas movían sus
cabelleras amarillas y los tallos se cruzaban.
El ruido del maizal hacía más confusa la zambra de
la aldea. Antonio se adelantó unos pasos a Marcela, quien trataba de desenredar
sus enaguas engarzadas en unas chamizas. Marchó un poco. Entre ambos surgió la
silueta del espantapájaros. Marcela se paró asustada ante esos brazos en cruz,
cubiertos de harapos, que parecían tener vida propia. Tenía la sensación de ver
a su Antonio crucificado frente a ella. Sollozando cerró los ojos, húmedos de
lágrimas.
—Antonio, Antonio, ¡no dejes que te cojan! Hazlo por
la niña, por tus padres y por mí. Ten prudencia. —Y corrió hasta alcanzarlo.
Los animales del campo se habían despertado, huían o
atisbaban vigilantes y lanzaban sus expresiones de alerta. Antonio se paró a la
tracción hecha por Marcela, sin hablar, con los músculos contraídos y con el
pensamiento presa de ideas defensivas. Su mano derecha agarraba el
machete, su inseparable machete de monte.
.
—Antonio, ten la seguridad de que no les van a
causar daño ni a la niña ni a los «viejos» —decía Marcela para tranquilizarlo y
apaciguarse -. Cuando más se llevan a los peones. Mañana vas a Tuluá y los
haces poner en libertad.
El instinto les hizo aminorar la marcha. Continuaron
el avance con precaución porque el fogueo no cesaba. El viento deshizo lo
andado y ellos fueron contra el viento. Llegaron al cafetal que cerraba con
ramas cuajadas de frutos los claros de los surcos. La luz de las estrellas no proyectaba
sombras y penetraba debajo del follaje. Pasaron la cerca que separaba los
cafetos del platanal y caminaron cuidadosamente sobre la hojarasca. A una
cuadra de la casa escucharon el quejido de un perro. Se acercaron y vieron a
«Tritón», su lobo negro, tendido sobre una charca de sangre. El animal quiso
incorporarse al sentir a sus amos, pero la cabeza se le desmadejó con un
aullido débil, casi como , un llanto reprimido. Miró con esa mirada tristísima
de los animales enfermos y murió. Sus dueños no tuvieron tiempo de acariciarlo,
ni de darle una palabra de saludo. Apenas alcanzaron a agacharse y comprobar
que estaba muerto, atravesado por una bala. Marcela no pudo contener las
lágrimas y Antonio lanzó una maldición.
Como Marcela comprendiera por la expresión del
rostro de su marido que éste quería afrontar valerosamente la situación, le
cogió por un brazo y le dijo:
—Primero tenemos que salvar a los «viejos» y a la
niña. Ten prudencia e ingeniémonos el modo de escapar con ellos. ¡Qué podemos
hacer contra tantos!
Y siguieron el recorrido de ese kilómetro que la
ansiedad hacía interminable. Desde que empezaron los disparos había pasado
media hora que no podía ser medida con relojes de tiempo porque
era la eternidad de la angustia.
Los tiros y descargas de fusilería disminuyeron. El
aire trajo un olor a humo, y pocos momentos después empezaron a salir llamas de
las casas.
—¡Antonio, incendio! ¡La niña! —gritó
Marcela, al tiempo que soltó el
brazo de su marido y voló
hacia la casa.
Llegó al corral cercado por el palenque de la huerta
y la tapia. La casa se abrasaba por los cuatro costados.
Ante las llamas y los remolinos de pavesas que el
aire levantaba del incendio, quedo clavada de espanto. Con el cerebro
paralizado, dio un grito desgarrador y de un salto se coló por la puerta del patizuelo. El humo la asfixiaba
y el ruido que hacían los asaltantes en las casas vecinas, a medio dorar de
fuego, la enervaba. De improviso salió un policía rezagado, con el producto de
su pillaje, un radio de pilas, en las manos. En cuanto vio a Marcela puso el
radio en el suelo y se abalanzó a ella, lúbrico y feroz. La cogió entre sus
brazos. Ella le mordió y le clavó las uñas en el rostro con desesperación impotente.
DOS ...
... Continuará ...
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* DANIEL CAICEDO GUTIÉRREZ Cartago
(Valle)
Médico de la Universidad Central de Madrid y La
Sorbona de París.
Obras publicadas :
— "Esquizoidia
y dolencias de Simón Bolívar". Bogotá. 1936.
— "Einstein"
- Biografía - Bogotá 1950.
— "Viento
Seco" — Bogotá 1953.
— "Salto
al vacío - MARIHUANA". - Edit. Iqueima - Bogotá. 1958.
Obras Inéditas :
— "La
historia de un pájaro"
— "Zarey
y Cunchy". Sobre los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta.
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** Sobre Antonio García Nossa:
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** Sobre Antonio García Nossa:
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--- Memoria
Histórica FCE 60 años Homenaje a Antonio García Nossa
Video
110 min . 1 hr 50 min : http://www.youtube.com/watch?v=op_TdcGZMR0
-
--- El
Pensamiento de Antonio García Nossa.
Paradigma de independencia intelectual
Julián Sabogal Tamayo , julian123@telecom.com.co
Julián Sabogal Tamayo , julian123@telecom.com.co
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--- Antonio García Nossa (Villapinzon
(Cundinamarca), 16 de abril de 1912 - 26 de abril de 1982) economista,
historiador, escritor y político socialista colombiano. http://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Garc%C3%ADa_Nossa
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SEMINARIO ANTONIO GARCÍA NOSSA:
Conflictos por la tierra en Colombia. Grupos de Trabajo Estudiantiles
Facultad de Ciencias Económicas - Universidad Nacional de Colombia. Bogotá.
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MENSAJES y COMENTARIOS:
De: Carlos-Enrique RUIZ aleph@une.net.co
Fecha: 6 de enero de 2014, 18:49
Asunto: Re: "Viento Seco" Daniel Caicedo. 1952. PRÓLOGO (completo) de Antonio García Nossa. Edición FICA, 1982 / Escaneó: NTC ...
Para: NTC ntcgra@gmail.com
MENSAJES y COMENTARIOS:
De: Carlos-Enrique RUIZ aleph@une.net.co
Fecha: 6 de enero de 2014, 18:49
Asunto: Re: "Viento Seco" Daniel Caicedo. 1952. PRÓLOGO (completo) de Antonio García Nossa. Edición FICA, 1982 / Escaneó: NTC ...
Para: NTC ntcgra@gmail.com
Importante testimonio histórico, que muestra a un Antonio García con especial formación literaria, aparte de las otras disciplinas que lo distinguieron en lo público. No hay que olvidar que el primer libro de García fue "Colombia S.A.", una colección de cuentos, publicado por Editorial Zapata en Manizales (1934) y escribió poesía, publicando algunos poemas en la Revista "Cervantes", de Arturo Zapata, también nuestra ciudad.
Abrazos,
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http://ntcblog.blogspot.com , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia