lunes, 6 de enero de 2014

"Viento Seco" Daniel Caicedo. 1952. PRÓLOGO de Antonio García. Edición FICA, 1982

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26 de noviembre de 2013

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  "Viento Seco"

 Daniel Caicedo *

Novela 1952

PRÓLOGO  de Antonio García Nossa **

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Tomado de la Edición FICA, 1982. Edición facsimilar Diciembre 2013


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PRÓLOGO


Escaneó y publica: NTC …
«Viento Seco» es una novela —en el sentido de que se ha proyectado la vida sobre un escenario de símbo­los— pero una novela que sienta un testimonio y que está hecha con los materiales de nuestra propia historia. En ella no se sublima nada, ni se adulteran los crímenes — ¡a veces parecen tan cercanas a los umbrales de la heroicidad!  — ni se echa tierra sobre los actos que se rea­lizan en nuestra propia casa y que impregnan toda la atmósfera con ese silencio pavoroso que reina en los universos degradados.
Daniel Caicedo rinde su testimonio: nadie lo obliga a ello, en una patria acobardada por el poder invicto y sin órbita de la fuerza, pero el escritor siente la respon­sabilidad de su propia conciencia. No cometería la in­justicia de decir que este testimonio es imparcial: Un combatiente socialista no es imparcial ante la injusticia y ante el crimen, sea el que sea y esté amparado por cual­quier bandera. Es un testimonio de parte, de alguien que ha sido testigo presencial de este drama que si no ha sacudido la conciencia de los hombres, es porque esa , conciencia aún no existe. La cobardía ha embotado has­ta el sensible resorte del instinto. Y en una patria en­sangrentada, donde los partidos continúan siendo ban­dos de una guerra civil que no termina de arreglar sus cuentas de retaliación, nadie se conmueve por estos he­chos terribles. Esta es nuestra historia íntima, la que se desliza por debajo de los escenarios donde se mueven las oligarquías y sus caudillos. Es la historia no escrita, transida de dolor y de sangre: La misma de los pueblos sojuzgados por la conquista española, desde la época ne­bulosa en que empieza la cristianización a sangre y fue­go. Y la misma historia del siglo XIX, en el que una república de- grandes familias se disputa el poder y se cubre de gloria con los sacrificios, con las manos y con la sangre silenciosa del pueblo. Y es la misma historia de hoy, escondida como una llaga por la hipocresía del republicanismo rodoniano. Esta sucesión ininterrumpida de crímenes partidistas —los hijos de las víctimas de ayer son los verdugos de hoy y los hijos de las víctimas de hoy serán los verdugos de mañana— amontona en el alma del pueblo los detritus del resentimiento, de la crueldad sádica y el odio frío. Esta es la herencia que han dejado los partidos al pueblo: odios, cuentas de sangre, repulsión invencible. No han construido una un­ción, no han formado una conciencia política —para te­ner en el pueblo un juez y no una comparsa— no han rehecho el armazón del Estado, pero han descuartizado al país en dos sistemas de odios que se transmiten reli­giosamente de padres a hijos como la única herencia, victoriosa de los partidos.
El siglo XIX está lleno de muerte, pero no de esta crueldad que nos hace llorar de asco y vergüenza. No: la ingenua república de ayer condenaba las diferencias políticas con la muerte, pero no con la degradación del hombre. Las luchas partidistas de hoy han estimulado la conversión de los hombres en las bestias más sanguina­rias y cobardes. ¿Hay quién pregunta por qué se ha per­dido el valor de la vida humana? En esta novela se en­seña la verdadera filosofía de la historia. Aquí está la respuesta.
Estamos cosechando la única siembra que han hecho nuestros «partidos históricos»: en esta sangre derramada, en estos delitos infamantes, en está crueldad sin castigo, se resume el sentido de nuestra historia partidista. Los verdaderos responsables de esté derrumbamiento no son los delincuentes vulgares que llenan de silencio y de es­panto estas páginas valerosas: es el sistema político que los toma como sus instrumentos, como sus órganos de dominio, que los alienta, que los estimula, que los re­munera, que los premia. El responsable es el Estado mis­mo: él es quien los coloca a su diestra como ángeles vengadores. "El Vampiro», «La Hiena», todos los hombre convertidos en bestias por la pasión partidista, por el fanatismo patológico, no son una hez despreciada sino parte de un sistema político victorioso. En todos los sitios del Estado podemos descubrirlos. El tartufismo liberal de nuestros partidos no alcanza a ocultarlos del todo: son parte de su engranaje, de sus métodos, de sus sistemas de conquista y de consolidación del poder. Ese es el anverso de esa medalla que le hemos mostrado al mundo como la cara limpia de nuestra historia. La ver­dad es que sólo es la simple máscara de una sangría vul­gar y de una vulgar disputa por el poder: por debajo del enriquecimiento de las grandes familias o de la gloria delicuescente de los caudillos, sólo hallamos un piso de lágrimas y sangre. Ahí está el pueblo, en ese subsuelo anónimo, invisible a los ojos, fuera de todo horizonte político. Nadie ha querido verlo: los republicanos de todos los partidos han hablado de su soberanía y han escarnecido su incapacidad de moldear y conducir su a propia suerte. Le han movilizado para las guerras electorales o para las guerras civiles y le han dejado ahí, al margen de la historia, aislado de una patria que no está presente en sus necesidades, en sus problemas, en su drama biológico y espiritual.
Los intelectuales, las élites, los grupos dirigentes, son responsables de esta degradación multitudinaria, de esta renovada mutilación de todos los hombres humil­des emparentados con Antonio Gallardo. Son responsa­bles por su cobardía, por su egoísmo, por su estrecha moral, por su noción deforme de patria. Un país cam­pesino ha dejado sin patria a Antonio Gallardo. Lo ha dejado sin patria porque le ha negado todo derecho, toda posibilidad de justicia, le ha quitado lo que puede hacer  buena, aceptable y digna la vida humana. Y después de esta mutilación —de las aldeas, de los hombres, de los seres y las cosas fundidos por el vínculo del afecto— ¿podremos sensatamente decir que ha ganado el partido que construye su poder sobre este suelo manchado? ¿Hay algo —riqueza, dominio del Estado, control del poder— que justifique y limpie este crimen, perpetrado a nombre de un partido y de una iglesia?    

Todos somos responsables. Todos estamos viviendo —conformes, cristianos, fríos, monstruosamente tranqui­los— sobre esta herencia de sangre. Lloramos leyendo «María», pero nos negamos a conmovernos y a de­tener las aguas negras que corren por debajo de nues­tros pies y por encima de nuestro espíritu. Esa es la le­pra oculta que Daniel Caicedo descubre a nuestros ojos.

Su testimonio es implacable, duro, fraguado en un lenguaje simple de Ecleslastés. No hay que buscar en él —sería una impudicia— refinamientos verbales, elaboración literaria, ya que posee la seca corteza del tes­timonio. La atmósfera del mensaje es la de la cólera seca: a “Viento Seco” como el que corre por el desierto, caldeado en las vísceras del infierno. A diferencia de documentos novelados como «El Cristo de Espaldas», éste se halla transido de pavor, de rebeldía colérica, de todas esas fuerzas elementales que circulan por la at­mósfera de los pueblos reducidos a ceniza. En esto con­siste la maestría de Daniel Caicedo: maestría de ana­lista, de predicador, de testigo, de combatiente. La vida —es decir, la agonía, el dolor y la muerte— fluye de sus manos tal como ha llegado hasta ellas.


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Daniel Caicedo toma parte en el drama de «Viento Seco», pero no como uno de esos helados testigos que son una afrenta a la vida y a la sensibilidad de los hombres, sino como un escritor responsable de su com­promiso. Habla como parte, no como juez. Señala con una mano insobornable, no denuncia equívocamente co­mo un litigante. En eso se diferencia de los escritores que le rodean: en que toma la iniciativa del denuncio, en que asume —íntegramente, sin reatos— la responsabilidad de la protesta. No. se conocía en nuestro país —tan enga­ñado por la generación del Centenario con el mito de la «tradición jurídica»— una novela que contuviese todos los ingredientes de un proceso contra el orden tradicio­nal, contra los partidos tradicionales, contra la injusticia perpetuada a través de los siglos.
No está dentro de la intención de Caicedo hacer el «naturalista frío», porque la cólera humana que le ins­pira y le mueve en su heroico proceso, no es negación de la objetividad y del análisis. Los grandes realistas no han sido fotógrafos fríos o tibios de la vida, sino analis­tas apasionados: testigos y partes. No hay necesidad de que hagan alegatos, ni de que traduzcan expresamente la filosofía de los hechos. No: basta con que dejen circular la vida. La tendencia no está en las palabras sino en la vida misma. Ahí está Balzac, poniendo al desnudo la sociedad francesa de su tiempo, con una pasión que ni siquiera puede descubrirse en el revolucionario Luis Blanc, ni en Fourier, ni en Proudhón, ni en quienes es­taban embargados por la tarea de denunciar todo estado de pudrimiento. Sus reflexiones morales en la agonía de madama Marneffe —en la Prima Bette— no valen nada ante los hechos que saca a flote, con un ardor, con una convicción de testimonio de parte. Ni siquiera Flaubert es una excepción, aun cuando se enorgullecía de ser un testigo sin compromiso, un coleccionador de hechos y de caracteres por encima de cualquier sospecha de estar comprometido en su vida. No pudo haber creado a Madame Bovary o a monsieur Homais sin un compromiso, sin una decisión de revelar un sentido de la vi­da. Toda la novela realista es un compromiso y todos sus grandes valores han adoptado —independientemente de su pretensión y de su gana— la posición del «Yo acuso» de Emilio Zola. Y no puede ocultarse el hecho de que con la novela realista del siglo pasado, comien­za la era novelística más rica y más profunda del mun­do. Nada importa —para el caso— lo que esas nove­las traigan consigo: aliento o desesperanza, angustia o fe. Lo que importa es que son una expresión descar­nada y perfecta de la vida humana, para lo mejor o para lo peor. Balzac, Flaubert, Zola, Dostoievski, Gorki, Barbusse, Remarque, Malraux, Sartre, Camus, Kafka, Steinbeck —para citar unos cuantos nombres represen­tativos de esta tendencia universal de autoanálisis— nos demuestran que la novela moderna es un testimonio de parte. Ninguno ha rehuido comprometerse, pelear por lo suyo, enfrentarse al mundo por su propia versión de la vida.
No quiere esto decir que su realismo sea tendencioso: no necesita serlo. El realismo es verdaderamente ten­dencioso cuando no se ha matriculado ortodoxamente en una tendencia. Comprometerse no es tomar partido y obligarse a deformar —puritanamente, con un criterio moral o partidista— la profunda verdad de los hechos. Las novelas católicas suenan a falso, porque quieren ver la vida como lección de filosofía moral, como un "ejemplo", como una enseñanza ad hoc: pero también suenan a falso las novelas soviéticas que se escribieron por un compromiso de partido, para demostrar unas tesis y dejar en alto una enseñanza eclesiástica.

Estoy lejos de reprocharos —decía Engels de Balzac en 1888— el no haber escrito un relato puramente socialista, una «novela de tendencias como decimos los alemanes, en que fuesen glorificadas las ideas políticas y sociales del autor. No es eso lo que pienso. Vale más para la obra de arte que las opiniones (políticas) del autor, permanezcan escondidas. El realismo de que hablo se manifiesta aun fuera de las opiniones del autor. Permitidme un ejemplo. Balzac, en quien estimo un maestro del realismo infinitamente más grande que todos los Zolas, pasados, presentes y futuros, nos da en su “Comedia Humana” la historia más maravillosamente realista de la societé francesa, especialmente del monde parisién. Describe cómo los restos de esta sociedad, ejemplar para él, sucumbieron poco a poco ante la intrusión del arribista vulgar de la gran finanza o fueron corrompidos por él; como la grande dame, cuyas infidelidades conyugales no habían sido más que un medio perfecto de adaptarse a la manera como se había dispuesto de ella en el matrimonio, cedió el lugar a la burguesa que se procura un marido para tener dinero y trajes; alrededor de este cuadro central agrupó a toda la historia de la sociedad francesa, en la que yo he aprendido, aun a lo que concierne a los detalles económicos (por ejemplo, la redistribución de la propiedad real y personal después de la revolución), más que en todos los libros de los historiadores, economistas y estadistas profesionales de la época tomados en conjunto.”


Nuestros intelectuales —así como nuestras clases altas— son responsables por su silencio. Su cobardía, su incapacidad crítica, su horror al compromiso, su apego supersticioso a la rutina, su veneración profesional por los mitos, les ha llevado a marginarse del drama y a enclaustrarse en una equívoca fortaleza de «intelectuales puros». El aislamiento de todas las corrientes humanas —a través de las cuales se configura y se hace la historia— es para estos intelectuales la propia garantía de “su” libertad: esta es la filosofía que han propagado los valores más representativos de esta tendencia intelectualista, como el autor de «El hombre, náufrago del siglo XX». La mayoría de esos intelectuales se han hecho culpables del delito de silencio. Silencio ante los problemas de la sociedad contemporánea. Silencio ante el derrumbamiento de la cultura. Silencio ante el drama de nuestro país y de nuestro pueblo. Con razón decía Sartre, que toda palabra tiene resonancias, pero todo silencio también. El silencio de la inteligencia cobarde —ensimismada en el castillo de su propia comodidad— es indudablemente el silencio que tiene mayor resonancia. El silencio no es sólo indicio, sino una prueba de quebrantamiento moral, de irresponsabilidad y de miedo. Quien calla es responsable de lo que deja de decir y debiera decir: es responsable de su verdad cobardemente callada. «La verdad no puede ser tratada como las conservas - predicaba Kaj Munk líder cristiano sueco, enfrentado a la Gestapo en 1944, la época de su pleno poderío -   que se coloca en un barril con sal se almacena y después se saca poco a poco según se necesite. Porque la verdad no puede conservarse. Sólo como cosa viva existe y sólo cuando aparece puede ser empleada.”  
En este clima Daniel Caicedo —socialista y cristiano— rinde su testimonio. Lo ha hecho pensando en su propia conciencia, en la necesidad moral de que la justicia sea restablecida. No ha podido detenerse - ni un instante siquiera— a medir las proporciones y las consecuencias de su propia obra. No ha pensado cuánto pueda costarle, en un país que cobra a tiros los juicios políticos o que los paga a precio de oro.       .
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Colombia tiene Una tradición literaria, propensa a la sofisticación: su fuerte no es la nóvela que proyecta  la verdad que lleva en sus  entrañas, sino la poesía que  reelabora, que decanta, que cierne, que depura y transforma la perspectiva de las cosas. La poesía de Silva es un lago de melancolía en el que podemos mirar  nuestra secreta angustia o nuestro secreto  romanticismo, pero en ella, no sé vierte el país, no se agita con sus preocupaciones, con sus ídolos, con su horror, con su angustia. Un solo poema de Valencia —Anarkos— es un atisbo genial de ese mundo de los oprimidos: pero es el contacto accidental con la conmoción ecuménica, no la expresión de nuestro propio drama o la exaltación lírica de nuestras grandes insurrecciones sociales. Ni el odio, ni la cólera, ni la amargura, ni la rebeldía pertinaz que se incuba en el alma de nuestro pueblo, se ha expresado poéticamente: son corrientes represadas, que no han hallado ni una sola válvula de escape. Hasta los poetas comunistas han pasado por encima de esas profundas corrientes, sin tomar su pulso, sin ponerse en contacto con ellas siquiera. La rebeldía de los poetas no ha sido rebeldía social: Pombo escribió la Hora de Tinieblas, que no lo era de un país en sombras y que no podía hallar su destino, sino la de un hombre puesto a prueba en su fe religiosa. Ni aun Jorge Isaacs —el hombre que llena la medida del perfecto romántico, guerrillero en el Cauca, jefe de una insurrección popular en Antioquia, explorador de pueblos indígenas y de selvas, letrado y buscador de minas— sintió la necesidad, la urgencia, de expresar todo esto que había hecho parte de su vida y de su experiencia.


La novela tiene en Colombia una tradición de rebeldía, de inmersión social y de protesta. Esta es la fibra común de Eugenio Díaz, Lorenzo Marroquín, José Eustasio Rivera, Uribe Piedrahíta, Eduardo Zalamea, Osorio Lizarazo, Martínez Orozco, Arnoldo Palacios, Zapata Olivella, Ignacio Gómez Dávila, Eugenio Díaz —el ingenuo maestro del costumbrismo- escribe novelas como «Manuela» o “Los pescadores del Funza”, en las que todo el afecto está de parte de los peones sabaneros, de los aparceros atados a los trapiches, de los pescadores, de los seres humildes. En “Manuela” descubre el fraude de la república —una república sin pueblo que gobierna— cruel y demagógica, en la que las guerras se suceden “a cada nada”, porque como lo explicaba el compadre Lías, «El gobierno es alternable y los partidos se tienen que remudar a balazos, porque así están dispuestas las cosas en nuestra Constitución y en nuestras leyes».



Lorenzo Marroquín no sólo escribe —en «Pax»— una sátira contra el rastacuerismo de la sociedad bogotana de fin de siglo, sino contra los empresarios de la guerra civil. Tomás Carrasquilla es el maestro del realismo costumbrista: en su novela picaresca se expresa el carácter del pueblo de Antioquia, siempre un poco labrador, barequero, mercachifle, arriero y tahúr. «La Vorágine» es el descubrimiento poemático de la selva, pero también la denuncia del esclavizamiento de indios en los siringales del Amazonas y el transfondo de terror que acompaña a la economía del caucho. Esta misma línea airada, justiciera —en la que toma de nuevo alientos la voz del fraile Las Casas— es la que sigue Uribe Piedrahíta en sus Relatos de Gauchería (Tóa) y en su cáustica «Mancha de aceite». En nadie se funde, tan íntimamente, la vocación de escritor y combatiente, de luchador y de artista: en sus novelas — las de un novelista que  sólo lo era accidentalmente, cuando la vida le daba tiempo para ello— se recogen los dramas que convergen en el hombre de abajo: el social, el biológico, el de su alma. Eduardo Zalamea sacude el país —el pequeño país que es sensible a los problemas del indio— con su versión humana de la Guajira en «Cuatro Años a bordo de mí mismo». Ahí está, desnudo, íntegro, exilado entre el mar y la duna, el hombre prehistórico de hoy.


Osorio Lizarazo es quizá la más grande vocación novelística de nuestro país y de nuestro tiempo, enriquecida en un duro peregrinaje —ir y venir sin descanso, traído y llevado por todas las fuerzas, hacia más arriba y hacia más abajo— por un tortuoso camino de cafetales y socavones, de puertos y hospitales, de oficinas públicas y redacciones de periódico. Es también un testigo, y de la gran aventura de su vida va saliendo, como un ácido manantial, su dura, fantástica, renovada experiencia de los hombres. Desde «Cara de la Mi-seria» y «Hombres sin presente» hasta «El hombre bajo la tierra» y «El día del odio». «El hombre bajo la tierra» es la gran novela de la minería colombiana: sobria, justa, sin la técnica periodística del relleno, descubre ese alucinante mundo de juego, espejismos, tensa voluntad, vida primitiva, áspera y violenta. Acaso puedan sólo comparársele los frescos murales de Pedro Nel Gómez sobre los mineros de los ríos Porce y Nechí, atrapados por los mitos lujuriosos de la selva, por el instinto descarnado, por la soledad de los hombres que deben enfrentarse diariamente al dilema de matar o morir.

El drama social del pueblo negro —sobre los dos litorales— alcanza su más alta y pura expresión novelística en Arnoldo Palacios y Zapata Olivella —«Las estrellas son negras» y «Tierra Mojada»— ya que Jorge Isaacs y Bernardo Arias Trujillo apenas escarbaron curiosamente en la sensibilidad lírica de los negros de las haciendas señoriales del Cauca y Risaralda.

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Todas estas novelas tienen un valor desigual, literariamente hablando: pero son una exploración valerosa en los problemas del «país del sótano». En una nación retórica, engreída, que se ha creído humanista porque en los seminarios se habla latín y se traduce a Virgilio, constituye una proeza la de los novelistas que —rompiendo la tradición idílica o religiosa de la literatura— se atreven a esculcar en la entraña del pueblo y a denunciar públicamente sus problemas. Eugenio Díaz es el novelista de los peones y estancieros del Siglo XIX, Rivera de los indios y los colonos caucheros. Zalamea de los guajiros. Osorio Lizarazo de los mineros. Martínez Orozco de los colonizadores, Zapata Olivella y Palacios de los negros. Aún falta la novela de los campesinos, de los peones indígenas, de las comunidades, de los obreros, de los bogas, de los artesanos, de todos los hombres que habitan y vegetan en «el país del sótano pero ya se ha iniciado su descubrimiento. Lo mismo que en países como Ecuador y Venezuela, en el nuestro la novela realista es el primer contacto con el drama social.


En las clases altas también han surgido novelistas de garra, para denunciar su decadencia, su corrupción, su oportunismo, su falsa moral. Dos valores pueden citarse como ejemplares: Ignacio Gómez Dávila y Olga Salcedo. Ignacio Gómez escribió —en «Cuarto Sello»— no la descarnada biografía de un matrimonio, sino de una clase. Esa novela es un retrato psicológico de la vida burguesa construida —¡construida es una palabra!— con materiales falsos. La maestría de Gómez Dávila hay que buscarla en su capacidad de recrear una atmósfera en la que hasta la muerte está perdiendo su carácter de sincera verdad. El escepticismo que destila está resumido en uno de los párrafos de la Conclusión: “Me parece que todo comentario que le hiciere al Diario de Diana sería superfluo. No puede ser más explícito por sí solo. Cuando se lo mostré a Ricaurte y lo leyó, no podía sino exclamar: «¡Increíble, increíble que nos hubiera engañado tan fácilmente!».

La novela de Olga Salcedo —«Se han cerrado los caminos»— es un análisis valiente de los problemas de la mujer en la sociedad burguesa, en la que el matrimonio se presenta como una «solución económica» y en la que el más importante principio moral es el de cubrir todas las apariencias. Su cuadro de las clases altas —inaccesibles, rutinarias, vulgares, soberbias e insensibles a los problemas del pueblo - es un cuadro agudo y perfecto. Mónica Arévalo es la rebelde contumaz  contra su propia clase, contra su espíritu, contra su doble moral, contra sus ideales domésticos —una felicidad doméstica que es sólo un aburrimiento mortal sufrido en común, según la incisiva frase de Engels— , y contra sus ideales políticos. Y por eso mismo, porque Mónica Arévalo es una heroína de excepción —sola frente al mundo, frente a la angustia, frente al amor, frente al cerco de una sociedad desmoronada internamente pero implacable con los desertores que la denuncian y la niegan— es que para ella «están cerrados todos los caminos». También están cerrados para los personajes —¡tántos resumidos en tan pocos!— de «El Cuarto sello».


Esta cadena de testimonios sobre el humilde país aherrojado en los sótanos de nuestra casa, remata en «Viento Seco», la novela del pueblo pisoteado en su propio hogar, acorralado entre sus paredes, inerme, vejado en su sangre y en la de sus mujeres y en la de sus hijos, escarnecido en su honra y en su impotencia, obligado a morir u obligado a dirimir con el hierro sus disputas. Una vez más, la novela realista —sobria, dura, plástica— es el camino del descubrimiento.

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Desde el punto de vista de la ortodoxia revolucionarla y socialista, esta novela empieza y termina en los «viejos caminos»: está encerrada en ellos; remata en el «día de la venganza”, no en el “día de la justicia”; desencadena la rebeldía que cobra ojo por ojo, no la revolución que descubre nuevos horizontes. La revolución exige caminos, rutas ciertas, soluciones que nos lleven más allá y más arriba, capacidad de transformar las bases y el espíritu de la vida social. Nada hay tan lejos de la revolución como la revuelta, a título de vindicta: cobra los muertos, pero no intenta cambiar la argamasa del hombre, ni reconstruir los muros de su vida. La revolución busca un orden y la revuelta es la fuerza que salta al vacío.

Pero “Viento Seco» no es una novela de gabinete, ni en la formulación de los problemas, ni en la escogencia de soluciones: es el retrato de un país en armas —en el escenario de la guerra fría o de la paz simulada— y que no conoce ninguna salida. El aplastamiento del adversario no es una salida, quienquiera que juegue esa carta. Es sólo una nueva cuenta de sangre. Por eso lo que sostiene en el poder a un partido victorioso no es sólo la capacidad privilegiada de enriquecimiento y la cobarde facultad de desquite, sino el miedo a la venganza. El horror al «día de la venganza».


«Viento Seco» lleva al escenario de la novela una vida tal como es: dentro de ella no hay revolución sino revuelta, no hay justicia sino vindicta, no hay orden sino arbitrariedad, no hay conciencia insurrecta sino instinto desencadenado, no hay esperanza en las posibilidades del hombre sino desencanto de los materiales de que está hecho. La explicación se encuentra en que la novela intenta ser una imagen del país mismo, una imagen fiel no idealizada, que exhibe los hechos sin darles una explicación ni examinar su dinámica. Y el país es eso, en su escenario de hoy: ejercicio brutal, irresponsable y anarquista de la violencia. Crisis del orden tradicional, de su sistema de partidos-hordas, de su economía, de su moral, de su tipo de Estado, de su organización pseudo-republicana, sin una posibilidad inmediata de solución revolucionaria de esa crisis. Ni siquiera el liberalismo —partido en dos grandes partidos, el de las clases ricas y el del pueblo— fue capaz de idear una solución revolucionaria, demostrando que nadie toma un camino que es contrario a sus intereses. La oligarquía liberal era libre de tomar el camino de la guerra civil y de la insurrección revolucionaria, las que —independientemente de sus formas iniciales— ¿se habrían desdoblado en una revolución social? Desde hace una decena de años, toda nuestra vida social es un impulso revolucionario, una fuerza que rebasa el «orden tradicional», un pueblo en busca de una revolución. La misma revolución —social, económica, política—, iniciada en 1810 y que tiene por objeto devolverle al pueblo el ejercicio consciente de su soberanía y construir un Estado que exista y funcione para el pueblo. Gobierno del pueblo y para el pueblo, según la insubstituible fórmula de Lincoln: este es el programa que los socialistas colombianos aspiran a realizar a través del Partido Popular. Toda nuestra historia es una revolución inconclusa, porque el pueblo —como suma inorgánica de clases trabajadoras, manuales e intelectuales— ha carecido de un instrumento propio, suyo, ajustado a sus necesidades y sus problemas, de lucha política. El pueblo, —partido en dos alas irreconciliables— sólo ha empleado sus esfuerzos, su capacidad de sacrificio y de lucha, su idealismo ético, en destruirse a sí mismo: nosotros creemos que ha llegado el momento de que conquiste su unidad, a través de un órgano partidista, y se decida a tomar en sus manos, sin recurrir a otros grupos o clases intermediarios, la dirección de sus propios destinos.


Pero “Viento Seco» es el espejo de la sociedad de ahora, con un pueblo sometido —intelectual y políticamente— y con unas clases altas que no hacen ya acto de presencia en los conflictos de sangre. En el siglo XIX, las aristocracias mantenían los ideales caballerescos y aun cuando no tenían grandes principios, eran capaces de morir por ellos en las conspiraciones y en las guerras civiles. La «juventud dorada» de nuestras, grandes aldeas rodeó las guerras de cierto halo romántico de torneo: para dar su sangre, no hay duda acerca de que debía estar impulsada por un irrefrenable idealismo. No podría afirmar que las guerras civiles hayan estado dominadas por esa atmósfera, por ese estilo caballeresco —ya que la carnicería nada tiene de romántica y menos cuando consiste en la perpetración de crímenes atroces— sino que podía contarse con estos dos factores: la participación de las clases altas y la beligerancia entre dos bandos armados. Hoy esas clases altas han cambiado de espíritu, así como han cambiado de condición económica y de posición ante la cultura: los ideales caballerescos de ayer, la moral de «nobleza obliga” han cedido el paso al ideal burgués del rey Midas de convertir en oro todo lo que toca. Las clases burguesas de hoy no están movidas por ningún idealismo, ni asumen —en economía, en política, en cultura— ningún riesgo. Su ética es de acumulación, de ganancia, de suma de poder, de enriquecimiento fácil: esta ética materialista no sirve para crear nada, ni para vivir o morir por un ideal. Por esto son clases cuya alma, como la mujer de Loth, se ha convertido en una estatua de sal. Estas clases —o más exactamente, los grupos todopoderosos que se han formado dentro de ellas— controlan todo los mecanismos de creación y defensa del privilegio: ese es su oficio, su papel, la causa de su esterilidad y de su marginamiento de los riesgos. Ni la filosofía, ni las ciencias, ni el arte, ni la técnica, les deben nada: son clases altas —en el sentido vulgar de la expresión— pero no élites; reúnen en sus manos todos los poderes, pero son clases analfabetas. Y ellas constituyen el personaje central en este drama del Estado dinástico: están arriba, inaccesibles a la ola de barbarie, al conflicto y al golpe, pero son sus principales, quizá sus únicos beneficiarios. ¿Podría alguien afirmar que el pueblo conservador —la masa campesina, sin techo, sin escuela, sin tierras— gana algo con el drama, con la agonía, con la tortura, con la muerte del pueblo liberal? No: ese pueblo no es el beneficiario. El beneficiario está fuera de las zonas de peligro, lejos de los zarpazos, las dentelladas y los tiros: por lo demás, nadie reclama su participación directa en una empresa de la que es responsable. En resumidas cuentas, es un maestro en el arte burgués de ganar sin comprometerse.


La guerra de hoy es una guerra fría y no se realiza entre dos bandos armados. De una parte opera una fuerza pública que hace la «pacificación» a la manera del General Pablo Morillo en la época de la Reconquista; de otra, actúa una rebelión primaria, elemental, caótica, que devuelve golpes a ciegas y que no aspira a decidir políticamente nada. Todas las clases altas han desaparecido de este escenario, de esta lucha cruenta, de este drama que no da cuartel y que rebasa todas las fronteras de la resistencia humana. Lo que pasa, pasa abajo. No hay voces auténticas que puedan filtrarse por entre los tabiques de la insensibilidad pública y llegar al corazón de los hombres. Los jugadores de bolsa, los grandes accionistas, los engreídos banqueros, se limitan a leer guarismos de gentes que mueren, a mano armada, todos los días, en su propio país. Se habla de la «fría realidad de los números”: ahora me he convencido de que las cifras, solas, escuetas, simples, no están animadas de ninguna realidad. Son sombras. No conmueven a nadie. No dan las fronteras y la extensión de un conflicto humano. Pueblos enteros pasados a cuchillo, son apenas 250 muertos y 100 mutilados vivos. Nada de esto sacude a los hombres petrificados que, desde arriba, leen las únicas cifras que los conmueven: los balances de empresa. En manos de ellos está la defensa de la civilización cristiana.

La filosofía de «Viento Seco», es la misma que se desprende de esta sociedad deshecha, en cuyos pórticos tendríamos que escribir —si fuésemos sordos a las corrientes de liberación que germinan en su propio subsuelo— la terrible sentencia de: <¡No hay esperanza!». Yo tengo que decir vuelto de cara al pueblo que en él está la esperanza.

* * *
 «Viento Seco», está elaborada con materiales de nuestra historia: por ella transitan, cargados con sus pasiones, con sus fanatismos, con su crueldad demoníaca o su bondad ingenua, lo que hay en nuestro pueblo de héroe y villano, de ángel y monstruo. Son los hombres que avienta al aire —o a la historia, que da lo mismo— toda conmoción social. En el drama se pone a prueba nuestro barro y nuestro espíritu.



Daniel Caicedo ha tomado a los hombres como son y como están: ese es todo el secreto de su técnica literaria. Su principio es el mismo de quien ha dicho que no hay que inventarle nada a la vida: «nada es tan fantástico como la realidad». En ella se juntan —se dan las manos o se dan la muerte— los mejores héroes y los peores villanos. ¿A qué inventarlos, si ya están creados? ¿A qué estilizarlos si no hay estilo capaz de superar la monstruosa facultad plástica de la naturaleza humana? Los mismos hombres que viven idílicamente en el escenario patriarcal de «la María» —entre el Valle del Cauca y los riscos de la cordillera— son los que habitan a Ceylán, los que sacude la violencia y los empuja con una ferocidad de bestias. Blancos, negros o cobrizos, son los mismos. Pero en el paisaje de «la María», no funcionan partidos, ni se exhiben las fuerzas de rapiña, ni las clases altas aparecen sino en su modalidad de «ángeles protectores», ni se deja ver otro conflicto que el conflicto sentimental de Efraín llorando sobre la muerte de María. «Viento Seco» es el balance de lo que ha quedado de ese idilio social —no lo era solamente de los dos héroes del romanticismo a lo Chateaubriand— después de un siglo de evolución política: es el mismo escenario, pero ya 'los hombres, de arriba y de abajo, han cambiado de moral y de alma. La prehistoria no está proscrita en el más remoto pasado: está dentro de nosotros, en nuestra propia sangre, un milímetro adentro de nuestra historia. «Viento Seco» está debajo de «María», un poco más abajo del mismo caudal. Ceylán es lo que queda de “El Paraíso».


«Viento Seco» no ha hecho estilización, no ha partido de una previa clasificación de los hombres en héroes y villanos, no ha arrancado de «personajes ideales» a través de los cuales podamos apreciar la luz y las sombras y tener una cómoda medida del bien y del mal que hallamos en la «comedia humana». A la inversa de «El Cristo de espaldas» —de Eduardo Caballero Calderón— los curas de «Viento Seco» aparecen tal como han sido creados por una temible fusión de la iglesia y del partido, de la religión y la política. En «El Cristo de espaldas», todo el drama del pueblo, sacudido por los más bajos intereses y las más torpes supersticiones políticas, es parte del vicrucis de un sacerdote que se presta a rehacer la heroica prueba de Cristo. Esa, desde luego, es una sublimación literaria: hermosa, conmovedora, pero que peca del idealismo que inspira el «Cristo Prohibido» de Malaparte. ¿Cuántos cristianos habrá —no en nuestra tierra pequeña sino en toda la tierra— que sean capaces de vivir y morir por amor a sus semejantes? La pasión religiosa que sale a flote en «Viento Seco» es una pasión viscosa, sin principios, sin moral ni simpatía humanas, en la que no hay amor, ni sombra de amor, ni caricatura siquiera de amor. Ahí está la pasión del Pastor Davison —pasión auténtica, si por tal se entiende la que pueda exhibir documentos y pruebas— el santo protestante martirizado —como la Santa Juana de Bernard Shaw— por sus primos hermanos los cristianos católicos. Ahí su agonía —humilde y llena de renunciamiento y perdón, como no puede hallarse en la idealización sacerdotal de «El Cristo de espaldas»— que nadie podrá borrar. Davison participa de la suerte de Antonio Gallardo, del martirio de Ceylán, del sacrificio de los seres humildes en la noche de Santa Salomé. Esta es la verdadera comunión de los hombres, hermanados en la desdicha.

Pero el drama de Ceylán, de Antonio Gallardo, del pastor Davidson, de los sacrificados, de los humillados, de los rebeldes, es un drama universal. Lo estamos viendo en todo el mundo, auncuando cada uno lo padezca a su modo.

Antonio Gallardo pertenece a la misma familia ecuménica de Ion Moritz, de Meursault, de Ikhmeniev. Es la familia de los hombres golpeados en todas partes y confesos de todas las desdichas. Ion Moritz, el campesino rumano de «La hora veinticinco» de Georghiu, sólo puede moverse de un campo de concentración a otro, siempre marcado con el herrete de una injusticia. Meursault, en «El Extranjero» de Camus, no alcanza a conocer nunca —como todos ¡os hombres pisoteados— cuál es el sentido de su vida: siempre tendrá que ser extranjero entre los hombres, solo en la dicha o en la desdicha. Frente a la muerte, sólo podrá hacerse esta reflexión: «para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me queda esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio». Los Ikhmeniev —de «Humillados y ofendidos» de Dostoievski— son de esta misma familia. “Si pudiese suceder que cada uno de nosotros revelase sus secretos pensamientos —dice uno de los personajes volcado sobre la-escoria de su -remordimiento—-, y que lo hiciese sin temor de exponer no sólo lo que lo asusta y que por nada del mundo confesaría públicamente; no sólo lo que teme decir a su mejor amigo, sino lo que aún a veces no se atreve a confesarse a sí mismo; si esto sucediese, habría sobre la tiera una hediondez, tal que nos asfixiaríamos.”


Antonio. Gallardo es la reencarnación de estos hombres, de Ion Moritz, de Meursault, de Ikhmeniev. Su drama tiene la misma esencia: la injusticia entronizada en la dirección de los hombres. Antonio Gallardo, es testigo del incendio de su aldea, de la destrucción de su casa, de la violación de su hija, del asesinato de su mujer, y no puede encontrar sentido a estos hechos. ¿Por qué? Debe huir de su tierra, dejar lo suyo, enterrar sus muertos, y no sabe por qué. La corriente del éxodo lo lleva a sitios que cree más seguros —¡la ciudad es el sitio más alto de la pirámide, hasta donde no puede llegar la ira de Dios!— y allá mismo, en su pobre refugio, en su rincón donde todavía alimenta una esperanza y roe su pan, llega la ola de terror y no pasa sino cuando todo se ha convertido en escombros ¿Por qué? Antonio Gallardo no puede encontrarle a esto sentido. Luego es torturado con otros hombres anónimos, vejado en su dignidad, rebajado a la condición de sobra. Como sobra es arrojado a un río, el mismo río que recoge las melancólicas páginas de «María» y «El Alférez Real». ¿Por qué? Le pesca de la muerte uno de esos barqueros negros del Cauca, en los que se refugia la bondad de los hombres. Como Cristo, debe resucitar de entre los muertos y vivir —¡vivir!- para el «día de la venganza”. Recorre caminos, vericuetos, lejos y cerca de la muerte, con un culto nuevo, con una devoción desconocida. ¿La de ayudar a los hombres? ¿La de transformar el orden de las cosas? ¿La de traer a la tierra siquiera un poco de justicia? No: la de vengar sus muertos. Lo suyo, lo cercano, lo lejano. Vengarlo, sangre por sangre, hasta que caiga — con unos tiros en la frente— sin saber por qué. ¿Es que alguien lo sabrá? lkhmeniev no supo explicarse el sentido de su humillación, ni Morítz tampoco, ni Meursault. La verdad es que sólo la historia humana puede explicarnos ese sentido y puede colocarnos sobre la pista de ese universo sin lágrimas, ni vencidos, ni ciegos en medio de la luz, ni hambrientos en medio de la abundancia, en el que no existan —como símbolos— ni Meursault, ni lkhmeniev, ni Ion Moritz, ni Antonio Gallardo.

Bogotá, 1953.
 Antonio García
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PROLOGO EN IMÁGENES

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LA NOVELA

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Capítulo I



LA NOCHE DEL FUEGO

Mirad y ved si hay dolor como mi dolor que ha venido.. 
Jeremías, Lamentaciones 1,12.
UNO

De prisa, en la noche, Antonio Gallardo y Marcela bajaban la falda de la montaña. El temor a la tragedia y la oscuridad hacían interminable la distancia de un kilómetro que los separaba de la casa. Corrieron dos cuadras. Sus corazones saltaban preocupados y su respiración empezó a ser fatigosa. Se detuvieron un instante. El viento los alcanzó, también se detuvo, dejó que las hojas de yerba se irguieran y siguió su marcha pegado a la montaña. Y la montaña sentía su paso.

El cielo de la aldea de Ceylán estaba lleno do candelazos y ruido de disparos. Los chulavitas Atacaban.

Antonio y Marcela habían sido sorprendidos por el asalto en la «torreta», atalaya de piedra arrojada por la explosión de alguno de los picachos que tenían a su espalda o, quizá de los que distantes quedaban en la otra banda del Cauca. Allí, todos los días Antonio esperaba a su esposa. Y allí, entre el paisaje del valle soltaba el pensamiento y diluía su sensibilidad en el azul profundo de la distancia.

Continuaron tras del viento.

—Antonio, ¡oye! —dijo Marcela con la voz quebrada.

—Sí, mujer, veamos el modo de defendernos. Si lo hubiera sabido me habría quedado para hacerles frente con los peones y mis armas.


Y continuaron la marcha cautelosamente, con los ojos como faros inquietos, y el oído en el viento. Y el viento aulló, o las voces aullaron en el viento.
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Se distinguían ruidos de maderas rotas, golpes, disparos secos, disparos sibilantes, disparos sordos y explosiones. Y entre ellos una confusión de gritos.

—Antonio, ¡los están matando!

—No. No creas eso, mujer —respondió Antonio, pero su corazón  trepidaba con temor ante la evidencia de la catástrofe—. Te aseguro que esas gentes no tienen otro interés que impedirnos a los liberales votar en las elecciones de noviembre. Sólo vienen a llevarse a los hombres mayores. Posiblemente se contenten con quitarles las cédulas de identificación.

- Y llegaron a la alambrada que separaba el maizal del potrero, a cinco cuadras de la casa de la estancia, situada en las lindes de la carretera, a la entrada de Ceylán. El apartó los alambres espinosos para que ella pasara y después utilizó un poste de la cerca como garrucha. Y saltó. Al caer se arañó un brazo con las hojas dentadas del maíz. Las hojas chasqueaban porque el viento las azotaba con furia. Las mazorcas movían sus cabelleras amarillas y los tallos se cruzaban.

El ruido del maizal hacía más confusa la zambra de la aldea. Antonio se adelantó unos pasos a Marcela, quien trataba de desenredar sus enaguas engarzadas en unas chamizas. Marchó un poco. Entre ambos surgió la silueta del espantapájaros. Marcela se paró asustada ante esos brazos en cruz, cubiertos de harapos, que parecían tener vida propia. Tenía la sensación de ver a su Antonio crucificado frente a ella. Sollozando cerró los ojos, húmedos de lágrimas.

—Antonio, Antonio, ¡no dejes que te cojan! Hazlo por la niña, por tus padres y por mí. Ten prudencia. —Y corrió hasta alcanzarlo.


Los animales del campo se habían despertado, huían o atisbaban vigilantes y lanzaban sus expresiones de alerta. Antonio se paró a la tracción hecha por Marcela, sin hablar, con los músculos contraídos y con el pensamiento presa  de ideas defensivas. Su mano derecha agarraba el machete, su inseparable machete de monte.

—Antonio, ten la seguridad de que no les van a causar daño ni a la niña ni a los «viejos» —decía Marcela para tranquilizarlo y apaciguarse -. Cuando más se llevan a los peones. Mañana vas a Tuluá y los haces poner en libertad.

El instinto les hizo aminorar la marcha. Continuaron el avance con precaución porque el fogueo no cesaba. El viento deshizo lo andado y ellos fueron contra el viento. Llegaron al cafetal que cerraba con ramas cuajadas de frutos los claros de los surcos. La luz de las estrellas no proyectaba sombras y penetraba debajo del follaje. Pasaron la cerca que separaba los cafetos del platanal y caminaron cuidadosamente sobre la hojarasca. A una cuadra de la casa escucharon el quejido de un perro. Se acercaron y vieron a «Tritón», su lobo negro, tendido sobre una charca de sangre. El animal quiso incorporarse al sentir a sus amos, pero la cabeza se le desmadejó con un aullido débil, casi como , un llanto reprimido. Miró con esa mirada tristísima de los animales enfermos y murió. Sus dueños no tuvieron tiempo de acariciarlo, ni de darle una palabra de saludo. Apenas alcanzaron a agacharse y comprobar que estaba muerto, atravesado por una bala. Marcela no pudo contener las lágrimas y Antonio lanzó una maldición.

Como Marcela comprendiera por la expresión del rostro de su marido que éste quería afrontar valerosamente la situación, le cogió por un brazo y le dijo:

—Primero tenemos que salvar a los «viejos» y a la niña. Ten prudencia e ingeniémonos el modo de escapar con ellos. ¡Qué podemos hacer contra tantos!

Y siguieron el recorrido de ese kilómetro que la ansiedad hacía interminable. Desde que empezaron los disparos había pasado media hora que no podía ser medida con relojes de tiempo porque era la eternidad de la angustia.

Los tiros y descargas de fusilería disminuyeron. El aire trajo un olor a humo, y pocos momentos después empezaron a salir llamas de las casas.

—¡Antonio, incendio! ¡La niña! gritó Marcela, al tiempo que soltó el brazo de su marido y voló hacia la casa.

Llegó al corral cercado por el palenque de la huerta y la tapia. La casa se abrasaba por los cuatro costados.


Ante las llamas y los remolinos de pavesas que el aire levantaba del incendio, quedo clavada de espanto. Con el cerebro paralizado, dio un grito desgarrador y de un salto se coló por  la puerta del patizuelo. El humo la asfixiaba y el ruido que hacían los asaltantes en las casas vecinas, a medio dorar de fuego, la enervaba. De improviso salió un policía rezagado, con el producto de su pillaje, un radio de pilas, en las manos. En cuanto vio a Marcela puso el radio en el suelo y se abalanzó a ella, lúbrico y feroz. La cogió entre sus brazos. Ella le mordió y le clavó las uñas en el rostro con desesperación impotente.

DOS ...
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... Continuará ... 
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* DANIEL CAICEDO GUTIÉRREZ Cartago (Valle)
Médico de la Universidad Central de Madrid y La Sorbona de París.
Obras publicadas :
—      "Esquizoidia y dolencias de Simón Bolívar". Bogotá. 1936.
—      "Einstein" - Biografía - Bogotá 1950.
—      "Viento Seco" — Bogotá 1953.
—      "Salto al vacío - MARIHUANA". - Edit. Iqueima - Bogotá. 1958.
Obras Inéditas :
—      "La historia de un pájaro"

—      "Zarey y Cunchy". Sobre los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta.
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**  Sobre Antonio García Nossa

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--- Memoria Histórica FCE 60 años Homenaje a Antonio García Nossa
Video 110 min . 1 hr 50 min : http://www.youtube.com/watch?v=op_TdcGZMR0
--- El Pensamiento de Antonio García Nossa. 
Paradigma de independencia intelectual
Julián Sabogal Tamayo , julian123@telecom.com.co 
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--- Antonio García Nossa (Villapinzon (Cundinamarca), 16 de abril de 1912 - 26 de abril de 1982) economista, historiador, escritor y político socialista colombiano. http://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Garc%C3%ADa_Nossa
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SEMINARIO ANTONIO GARCÍA NOSSA: Conflictos por la tierra en Colombia. Grupos de Trabajo Estudiantiles Facultad de Ciencias Económicas - Universidad Nacional de Colombia. Bogotá.

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MENSAJES y COMENTARIOS: 

De: Carlos-Enrique RUIZ aleph@une.net.co 
Fecha: 6 de enero de 2014, 18:49
Asunto: Re: "Viento Seco" Daniel Caicedo. 1952. PRÓLOGO (completo) de Antonio García Nossa. Edición FICA, 1982 / Escaneó: NTC ...
Para: NTC  ntcgra@gmail.com 



Importante testimonio histórico, que muestra a un Antonio García con especial formación literaria, aparte de las otras disciplinas que lo distinguieron en lo público. No hay que olvidar que el primer libro de García fue "Colombia S.A.", una colección de cuentos, publicado por Editorial Zapata en Manizales (1934) y  escribió poesía, publicando algunos poemas en la Revista "Cervantes", de Arturo Zapata, también nuestra ciudad.  

Abrazos,

Carlos-Enrique RUIZ
Twitter: @Aleph43

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