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El oficio de la escritura: Un largo destino íntimo
Por: Fabio Martínez ( 1 )
Escritor colombianao
Texto presentado y leído por el autor en el Encuentro "ESCRITORES EN SU TINTA", Abril 10, 2015. *
NTC ... agradece al escritor el aporte, la primicia y la autorización para publicarla. Recibido: 15 de abril de 2015, 7:00
Nací en la colina de San Antonio. En una casa blanca de ventanas y zócalos verdes. La casa tenía nueve piezas, una cocina y un patio interior, donde yo vivía en compañía de mis abuelos maternos, mi madre y siete tías.
Don Agustín Martínez Sanabria, mi abuelo materno, perteneció
a una familia de tipógrafos que fueron pioneros
en la industria editorial de Cali.
Mi tío Francisco tuvo la famosa Imprenta Martínez,
ubicada en plena olla de la ciudad (Carrera 9ª con 16), y mi abuelo trabajó
durante muchos años en la Imprenta
Bolivariana , propiedad del padre Alfonso Zawadski, que estaba
ubicada en la carrera cuarta, del barrio San Antonio, contigua a la casa donde don
Jorge Isaacs escribió el último capítulo de su novela María.
Casa donde don Jorge Isaacs escribió el último capítulo de su novela María.
Si alguien me pregunta por mis influencias
literarias, debo afirmar que ellas tienen su origen en aquella casa donde
compartía con mis abuelos maternos y mis siete tías.
Mi abuelo era un lector que tenía una biblioteca
clásica, y llevaba a la casa cuanto libro o revista se imprimía en la imprenta.
En medio de un país religioso y conservador era un hombre que se destacaba por
sus ideales liberales. Fue él quien me enseñó a leer y escribir a la edad de
cinco años, y a conocer algunos autores como Alejandro Dumas, Gabriela Mistral
y Ruben Darío. Escritores que, si bien es cierto, no comprendía muy bien en
aquellos años, dejaron un eco imborrable en mi memoria.
Don Agustín tenía los sábados en la tarde, con sus
amigos, una tertulia literaria, donde leían poesía en voz alta y se la pasaban,
al calor de un aguardiente, hablando de literatura. Recuerdo a don Luis Chicaiza,
quien tenía una voz grave y profunda, y era un excelente contador de historias.
Aquella voz de don Luis me persiguió durante toda
la vida. Cuando llegué a la adolescencia y tuve qué decidir sobre mi carrera
profesional, dije, no sin cierta ingenuidad, que quería ser escritor. “En la
universidad no se enseña a escribir; se enseña ingeniería, medicina o derecho”.
Contestó mi madre.
Mi infancia transcurrió feliz entre libros, escotes
y los ligueros de mis tías, que siempre, cuando estaban acicalándose ante el espejo
para ir a un baile o ir a tirar paso al Séptimo cielo, me pedían que las
ayudara a vestirse. “Tía, ¿para dónde va?” Preguntaba atónito mientras les
colaboraba a subir un cierre o poner un liguero. Ellas, jóvenes, bellas y
seductoras, respondían: ¡Mijo, voy pa’vieja!.
Con su pasito tun-tun, mis tías se despedían de
besito en la mejilla, y se alejaban dejando el eco de sus tacones resonando en
toda la casa.
La colina de San Antonio era perpendicular y todos
los años reverdecía como el amor de los adolescentes. Los sábados en la tarde, la
colina se convertía en una cancha de fútbol donde las galladas del barrio se
reunían a jugar fútbol. La cancha era vertical. El lado de cada cancha se sorteaba
con una moneda. El equipo que ganaba el cenit siempre llevaba la ventaja sobre
su contendor; pues cuando el delantero se acercaba a la valla imaginaria, sólo
le era necesario dar un taquito a la pelota para meterla en la portería. La
bola traspasaba la zona de gol, y descendiendo por la carrera quinta, llegaba
hasta la plaza de don Joaquín de Caycedo y Cuero. Mientras el recoge-bolas
bajaba hasta el centro de la ciudad y recuperaba la pelota, el partido se
suspendía. El equipo que le tocaba el lado inferior de la colina era el que más
sufría pues para marcar un gol siempre tenía que desafiar la ley de gravedad.
Cuando no había fútbol, jugábamos al coclí-coclí. Un
rito de la infancia que consistía en que un niño, abrazado a un arbusto, se
tapaba los ojos con sus manos, mientras los otros se iban a esconder. “Coclí coclí,
al que lo vi lo vi, al que está detrás de mi, no juego más”. Cantaba el niño; apenas
terminaba la canción, salía a buscar a sus compañeros de juego.
En la colina, experimentamos nuestros primeros
amores y nuestros primeros sufrimientos. En la noche, el cielo en la colina de
San Antonio es de un color azul cobalto y está lleno de estrellas. Allí,
después de una jornada, nos sentábamos en un banco de cemento a contemplar la
ciudad y el valle del mundo.
Mi morada estaba situada en el camino que va de la
casa del poeta Isaías Gamboa a la del novelista Jorge Isaacs. En la mitad del
camino, entre las dos casas, se levantaba un frondoso palo de mango. Debajo de
aquella sombra del mango, escuché por primera vez los cuentos de Buziraco, la Llorona de San Antonio y
el relato del negro de la loma de la
Cruz.
La colina de San Antonio era un microcosmos múltiple
y variado: allí se encontraba el zapatero, el carnicero, el dentista, la
modista, el panadero, la enfermera, el peluquero, el carpintero, el talabartero
y el hacedor de macetas.
El hacedor de macetas.
Por las calles empedradas se escuchaba cómo iba
subiendo la flauta aguda del afilador de cuchillos; el voceador de periódicos
que a todo pulmón gritaba “El País”, El Tiempo”, “El Espectador”. Y el pregón
delicioso de las negras, que con sus platones de aluminio en la cabeza, trepaban
por la colina, ofreciendo frutas, cocadas y pescado fresco.
De los personajes del barrio, quizás el panadero, la
enfermera y el hacedor de macetas eran los que tenían la mejor aceptación entre
los niños. El panadero porque siempre que uno iba a comprar el pan del desayuno,
le daba de ñapa, una cuca o un pandebono. La enfermera porque cuando un niño le
reventaba la nariz a otro, ella lo curaba con sólo mirarlo a los ojos. El
hacedor de macetas era el fabricante de dulces de azúcar, que tenían distintas
formas y colores, y venían empotrados en un palo de maguey. Cada 29 de junio los
padrinos acostumbran a regalarle a sus ahijados una maceta.
El peluquero y el dentista eran crueles y tenían la
reputación por el suelo. Mi madre siempre me llevó engañado a ese par de lugares.
Voy a comprarte un juguete, me decía; cuando menos pensaba, estaba sentado en
la silla de la peluquería frente a un hombre gordo y barrigón, que con tijeras
en mano, comenzaba a cortarme el pelo sin ninguna consideración.
En aquellos años, al contrario de los muchachos de
hoy en día, deseábamos tener el pelo largo porque nos identificábamos
profundamente con John Lennon y el Che
Guevara. Las madres, quizás influenciadas por los soldados norteamericanos que
iban a Vietnam, nos querían ver rapados y nos imponían el corte ‘Humberto’. Al
final de la castrada, el peluquero nos regalaba un pirulí de consuelo.
La ida a la dentistería era otro dolor. La madre
nos llevaba engañados, y cuando menos pensábamos, estábamos sentados en una
silla frente a un hombre de delantal blanco que con unas tenazas en la mano,
nos obligaba a que abriéramos la boca. En aquellos años, la odontología, al no
estar desarrollada técnicamente, no usaba anestesia, y por esta razón, toda
escisión se sacaba con dolor. Después del forcejeo con el dentista, terminábamos
agotados y con la boca roja. Como paliativo, la madre nos compraba una paleta en
la heladería de la esquina. Pero todo no
era dolor en la colina de San Antonio. También había momentos para el asombro y
la tristeza. Recuerdo que en una tarde de agosto, un niño famélico comenzó a
elevar su cometa. De pronto, vino un viento tan fuerte que sacudió al niño y se
lo llevó por los aires. Desde la altura, el párvulo levantó su mano y nos dijo
adiós. No lo volvimos a ver. Otro día, un carro de cervezas Bavaria se volteó y
aplastó a un borracho que bajaba tambaleándose por la loma. Otro buen día, a
una niña se la llevó el monstruo de los mangones.
En esos tiempos, el terror de los niños era el monstruo
de los mangones. Un hombre oscuro y solapado que acostumbraba a llevarse a los
infantes, los violaba, y luego, los mataba.
Sobre la imagen del monstruo de los mangones existían
varias leyendas. Unos decían que se trataba de un hombre que había sido contratado
por un señor poderoso de la ciudad; al sufrir de leucemia, el señor tenía que
alimentarse con la sangre de los niños. Era una versión tropical de la historia
creada por el escritor británico Bram Stoker.
Otros afirmaban que el monstruo de los mangones, era, en verdad, un ‘pájaro’
de la violencia; aquella figura siniestra que asoló el campo colombiano durante
los años cincuenta.
Desde la colina de San Antonio contemplaba la
ciudad. Desde allí, podía apreciar la plaza de Cayzedo, la torre Mudéjar de San
Francisco, la Ermita
y el Hotel Alférez Real, que años más tarde fue destruido por la mano de un
alcalde inescrupuloso.
Allí, en aquella montaña mágica, transcurrió mi
infancia. Luego, vino la adolescencia. Los años sesenta y setenta donde la
ciudad vivió una época dorada en las artes y las letras.
Fue el periodo de los festivales de arte dirigidos
por Fanny Mickey; los montajes del TEC con Enrique Buenaventura a la cabeza; la
creación del Museo de Arte la
Tertulia bajo la dirección de Maritza Uribe de Urdinola y
donde expusieron por primera vez, los artistas Pedro Alcántara, Óscar Múñoz y
Ever Astudillo; y Ciudad Solar, fundada por Hernando Guerrero y Pakiko Ordóñez.
Los años del Cine club San Fernando dirigido por
Andrés Caicedo, donde cada sábado veíamos en la pantalla lo mejor de Buñuel,
Truffaut y Fellini.
De aquellos años, hay tres acontecimientos que
fueron claves en el proceso de mi formación literaria: El Congreso de
escritores hispanoamericanos, dirigido por Gustavo Álvarez Gardeazábal, donde
participaron los escritores Camilo José Cela, Juan Rulfo y Manuel Puig.
Aquella tarde, Cela, como buen español, fue el más
hablador. Puig, el más divertido. Rulfo, el más silencioso. Recuerdo que cuando
Gardeazábal lo anunció ante el público, el autor de Pedro Páramo se había quedado dormido.
Aquella tarde, los jóvenes que habíamos decidido ser
escritores, estuvimos allí, escuchando a los grandes escritores de las letras hispanoamericanas.
El segundo evento que me marcó fue la aparición en
la ciudad de la revista cultural Estravagario del periódico El Pueblo, dirigido
por Fernando Garavito.
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Estravagario fue un periódico literario que tenía
un diseño moderno y sus viñetas, en blanco y negro, eran sugestivas. Allí se
podía leer desde un texto de Albert
Camus, hasta un cuento de Jorge Luis Borges. Pero también, allí se podían leer
los escritos de María Mercedes Carranza, Roberto Burgos Cantor y Fernando Cruz
Kronfly, que comenzaban a descollar como escritores.
Los jóvenes caleños que deseábamos ser escritores,
esperábamos el domingo con ansiedad para recibir en la puerta de la casa, por parte
del voceador de prensa, aquel manjar literario.
El tercer acontecimiento fue mi paso como actor,
durante cinco años, en el -Grupo de teatro experimental latinoamericano -GRUTELA-
que dirigía Danilo Tenorio. El dramaturgo caleño venía del TEC y había dirigido
excelentes obras como Guárdese bien
cerrado en un lugar seco y fresco y Los
papeles del Infierno. A su regreso del Festival de Nancy, en Francia, creó
el grupo de teatro en el barrio San Antonio, que se hizo famoso por su montaje
Túpac Amarú, 1780. Una obra que tenía la influencia del dramaturgo polaco Jerzy
Grotowski.
Con esta pieza teatral estuvimos en el Primer
Festival Internacional de Teatro en Manizales donde fueron jurados, entre
otros, el poeta Pablo Neruda y Atahualpa del Chiopo, y recorrimos todo el país.
Estos años hacen parte de mi educación sentimental
y fueron claves en mi proceso de formación literaria donde no sólo los libros
fueron mi compañía, sino también, la música, el teatro, y por supuesto, la
ciudad que, en aquel momento, respiraba un aire de arte, civismo y progreso.
Hoy, la montaña prodigiosa de San Antonio es un
barrio de artistas y escritores. De pequeños restaurantes y tiendas de artesanías.
De estudios de pintura y salas de teatro.
Allí vivieron por muchos años los actores y
actrices Jacqueline Vidal, María Eugenia González, Jorge Herrera y Diego Vélez.
Allí vivió el director de cine Luis Ospina e hicieron su residencia el
arquitecto Benjamín Barney y la fotógrafa Silvia Patiño. Allí nacieron los grupos:
el Teatro Imaginario de Tenorio, La
Máscara de Lucy Bolaños, El Globo de Jorge Vanegas y Cali-
Teatro de Álvaro Arcos.
Allí viven los músicos Liliana Montes y Gustavo Vivas
y conservan sus talleres de pintura los maestros Labrada, Polo y Tello. Allí vive
el ceramista Mauricio Pazán y la familia Otero (ésta última famosa por elaboración
de las macetas). Allí pernoctaron durante años los escritores Germán Patiño, Octavio
León, Leopoldo Berdella de la
Espriella y Lucy Fabiola Tello, entre otros.
Luego, un buen día, pasó el periodo de la
adolescencia, y entonces, hubo necesidad de abandonar la pequeña montaña
mágica. Había llegado el momento decisivo de dejar la colina, alistar maletas y
lanzarse a conocer el mundo.
Como la imagen de la colina era tan fuerte y me
perseguía, cada vez que llegaba a una nueva ciudad, escogía el barrio más alto.
Cuando llegué a vivir a París, pernocté por un tiempo en la colina de
Montmartre; en Barcelona viví en la colina del Tibidabo; en Montreal viví en
Mont Royal, y en Bogotá, en la colina de la deshonra, del barrio la Macarena.
La memoria es una colcha de recuerdos y olvidos.
Mis recuerdos más profundos vienen de la loma de San Antonio, mi bella y dorada
manzana de la infancia. Los lapsus y olvidos
vienen de mis experiencias más recientes.
Si hoy, alguien me pregunta por mis primeras
influencias literarias, no sabría decir qué fue primero: si el lenguaje de mi
abuelo y el olor a tinta que emanaban sus manos; si el lenguaje de los árboles de
la vieja colina de San Antonio o el lenguaje indescifrable y misterioso de las
mujeres.
... la vieja colina de San Antonio ...
Por las calles empedradas se escuchaba ...
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*** 9 y 10 de Abril Cali, 2:30 a 6:00 PM
--- ESCRITORES EN SU TINTA. EL OFICIO DE NARRADOR EN LA ESCUELA DE ESTUDIOS LITERARIOS. CONMEMORACIÓN DE LOS 70 AÑOS DE LA FACULTAD DE HUMANIDADES. Escritores participantes: Óscar Osorio, Alejandro José López Cáceres, Ángela Adriana Rengifo, Fabio Martínez y Edgard Collazos. COORDINADORA: MARIA EUGENIA ROJAS ARANA, Profesora Titular en la Escuela de Estudios Literarios, maerojasarana@hotmail.com . Lugar: Auditorio Germán Colmenares. Universidad del Valle (Meléndez) Entrada libre. Detalles y programa: Click derecho sobre las imágenes para ampliarlas en una nueva ventana. Luego click sobre la imagen para mayor ampliación
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