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Intermedio
(Versión para NTC ... )
El teatro Colombia
Jotamario
Arbeláez
Fui desde
niño hasta adolescente un adicto del Teatro Colombia, el de la tercera, donde
el portero Escobar me dejaba entrar sin boleta
pues
consideraba que, al igual que mis primos Fabián, Martha Nelly y Gabriela
Esther, era también abuelo mío don Santiago Isaza, administrador del teatro
y
casado con la mamá del esposo de la tía Tina, que vivían en una sección enseguida
y adentro del teatro, los abuelos en el segundo y mis tíos en el primero.
Allí
montaron una tenducha hacia la Avenida Colombia que atendía mi abuela Carlota,
quien no sabía leer ni escribir pero sí sumar y restar sin calculadora.
Era
ella quien a todos nos ponía a marchar, sobre a todo a los muchachos a los que
ya podía considerarnos “güevirrayados”,
nos sacaba de la quejadera llamándonos “cagalástimas”, y “atembaos” cuando no
pegábamos una.
Cómo no
preferir el extenso teatro que quedaba prácticamente en la sala de la casa de
la familia.
Lo
elegí de entre los otros que frecuentaba, mientras combatía las espinillas y
veía crecer una crespa pelamenta sobre el pubis por entonces angelical.
Constaba
de una extensa luneta, que luego de un muro bajo daba paso a tres bloques de
filas escalonada de a diez butacas que a medida que iban subiendo disminuían
hasta dos, que era donde uno terminaban sentándose los novios a consentirse.
En
esos tiempos ir al cine en pareja era un goce pagano. La madiapantalón no
existía.
En el teatro
San Nicolás de mi barrio vi la primera película que recuerdo por su terrorífico
nombre, La luz que agoniza,
y
estoy hablando de hace por lo menos 70 años, cuando me enamoré de la primera
mujer intangible, de Ingrid Bergman.
En
el Teatro Avenida de la primera, enfrente de la Policía, vi las primeras de
Tarzán, de las que recuerdo Tarzán contra
el mundo, un Johnny Weismuller vestido de paño y corbata tratando de
rescatar en Nueva York a su hijo Boy que había sido raptado para ponerlo a
trabajar en un circo.
Al
Cervantes había que ir bien vestido como al Colón y al Aristi, pues eran los más
jailosos de la ciudad.
Con
la mejor pinta invité a mamá a ver Sissi,
la emperatriz, con Romy Schneider, pues ella decía que no le gustaban las
mexicanas pues para ver pobreza la veía en casa.
En
cambio volaba en su imaginación viendo palacios inalcanzables, que años después
visitó cuando mis hermanas tuvieron cómo.
En
el cine Ángel que era el más barato y se mantenía lleno de vagos volados del
colegio, disfrutábamos con Los olvidados,
de un tal Buñuel.
En
el Jorge Isaacs combinaban cine y teatro y algarabías de cómicos como
Montecristo y Campitos.
El
Rialto de la octava no tenía techo y constaba de largas filas de bancas como de
parque. En él vi Cantando bajo la lluvia.
En
el lujoso Aristi, propiedad del monstruo de los mangones, según los de Caliwood,
se estrenó Muévete al compás del reloj
con Bill Halley y sus Cometas preludiando a Elvis Presley, y la fanaticada
histérica casi tumba el teatro.
El
Roma quedaba enfrente de la estación de ferrocarril y era el portero mi tío Emilio que me dejaba
entrar gratis con mis levantes a chupar piña.
Allí
vi La condesa descalza con Ava
Gardner y cuando con el tío después de la medianoche llegué a la casa,
escuchamos una tremenda explosión que borró el teatro.
La mayoría de
estos cines tenían convenio con alguna empresa como Pel-Mex para presentar sólo
rollos aztecas.
Supongo
que para alejarnos de la colonización yanqui a través del cine que era imparable,
sobre todo por la proyección de las películas de vaqueros que incitaban a la
violencia.
Entre
ellos estaba mi teatro Colombia. Donde anteriormente había visto la saga completa que me zambulló en
el tema de la ficción fantástica: Invasión
a Mongo, Invasión a Marte y Flash
Gordon conquista el universo.
Cuando
el teatro se consagró a las películas mexicanas, allí me familiaricé con las
actuaciones estelares de Arturo de Córdoba y Zully Moreno,
de
Pedro Infante, Luis Aguilar, Pedro Armendáriz y Joaquín Cordero,
Carlos
López Moctezuma el villano del celuloide, Joaquín Pardavé, Domingo y Andrés
Soler, el luchador Wolf Rubinsky, Rafael Baledón, (hago esta lista de memoria y
veo que voy bien),
de
María Félix, Libertad Lamarque, Dolores del Río, Elsa Aguirre, Silvia Pinal,
Marga López, Katy Jurado, Miroslava, Sara García,
las
bailarinas Lilia Prado, María Antonieta Ponds y la Tongolele,
los
cómicos Cantinflas, Tin-Tán y su carnal Marcelo, Clavillazo que era además
bailarín, y los cantantes Pedro Vargas, Jorge Negrete, Enrique Guzmán, Los
Panchos y Miguel Aveces Gemía,
sin
olvidar a Dámaso Pérez Prado, creador del mambo, qué rico el mambo.
Una fase
reiterativa de las películas era la sonora bofetada que por cualquier quítame
allá esa pajas le propinaba el héroe a la protagonista, que caía derrumbada
sobre la cama, donde le seguía dando con más cariño,
lo
que se fue convirtiendo en moda en Latinoamérica, pues el cine mexicano era
nuestra segunda escuela.
De
allí pudo originarse el llamado machismo que hasta hace poco nos aquejaba.
Enfrentados
al feminismo, que para nada es un movimiento pacífico ni transigente, pues su
objetivo es acabar hasta con el último machista.
De pronto el
teatro no se contentó con proyectar los mexicofilmes, que tenían un público
múltiple,
y
comenzó a invitar a las luminarias que en ellos actuaban, las cuales se
presentaban en el tablado adecuado luego de alguna película pertinente,
tiempo
que aprovechaban las estrellas para consumir aguardiente en la tienda regentada
por abuelita.
Allí
llegaron María Félix, Libertad Lamarque, Los Panchos, Pedro Infante, Luis
Aguilar y muchos otros que no registro. Calculo que era por el año 51 y 52.
Me
escondía muerto de miedo detrás del mostrador para que no me viera el monstruo
de Moctezuma, quien fue capaz, en El
gendarme desconocido, de darle una paliza a Cantinflas, que era mi ídolo,
a pesar
de que no le entendía nada de lo que hablaba, pero me hacía reír de todas
maneras.
Después de
toda la peliculería mexicana, a la que asistíamos entusiasmados y libertinos
los estudiante de 1º. bachillerato del Colegio Americano,
y del
paso por sus tablados de los artistas y cantantes, el teatro devino en
proyectar cintas de todas partes, lo que hizo que la audiencia fuera mermando.
Y
ya no podía estar uno sentado en medio de la sala semivacía porque no faltaba
el ser invisible que se sentaba al lado
de uno con intenciones.
Tenía Luis
Torres una pequeña biblioteca donde descubrí un tomo que me llamó la atención
por cuanto contenía mi nombre y una actividad a la que querría dedicarme: Mario y el hipnotizador.
Cuando
me lo encontraba me quedaba horas enteras los ojos fijos en los ojos de mago de
la carátula, hasta que abuela me chuzaba con los dedos la espalda y me
ordenaba: “Movete güevetas.”
Entonces
reaccionaba y me encaminaba a la puerta del teatro y con la aquiescencia del
portero veía cintas por el estilo de Dios
se lo pague o El peñón de las ánimas.
No
había llegado aún la producción de la nouvelle
vague, en la que me emboqué de inmediato, empezando con Sin aliento, y abandonando para siempre
los laboratorio de Churubusco Azteca.
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NTC ... 11 de mayo de 2019
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