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Un himno a la derrota
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A las muchas razones esgrimidas para explicar la
perdurabilidad del libro central de Cervantes, yo quiero agregar, con el vivo
temor de que ya la hayan advertido la legión de comentaristas que se han
aplicado al estudio de su obra, esta observación: el Quijote es un canto a la
derrota.
Y nos hiere a todos de manera muy íntima porque al
fin y al cabo Alonso Quijano fue un hombre que es todos los hombres. ¿Quién no
soñó cambiar el mundo alguna vez? ¿Quién no ha querido ser campeón de la
justicia, o al menos de un torneo? Todos acariciamos esa quimera un día, antes
de que la realidad nos hiciera agachar la cabeza a punta de porrazos y nos
obligara a transarnos con modestas y con frecuencia mezquinas empresas.
Conmueve, y de alguna forma nos humilla, el
hecho de que sea un anciano el que salga a enderezar el mundo, a socorrer
viudas y desfacer entuertos. Tenía que fracasar, claro, porque no estamos ante
la historieta de un superhéroe ni ante un libro de ficción (el Quijote es una
novela realista cuyo personaje central vive en un mundo fantástico). Pero el
fracaso lo engrandece. Si hubiera triunfado, si hubiera logrado construir la
utopía, sentiríamos que era un libro falso, una comedia, como aún lo consideran
muchos que encuentran divertido que un anciano sea objeto de palos y escarnios.
No. El Quijote es, como sentía Dostoievski, un libro genial y triste. Muy
triste. Porque no es divertido que un hombre viejo sufra escarnio y porrazos
como pago de sus nobles empresas.
Suena paradójico, pero el fracaso y la tragedia
pueden salvar las obras, y a las personas, del olvido. ¿Qué sería de Zorba el
griego si no se le hubiera venido abajo el entable de su aserrío?
¿Recordaríamos hoy a Marilyn Monroe y a Luis Carlos Galán si las garras de la
tragedia no los hubieran sacado a tiempo de escena? La derrota del Quijote lo
humaniza. Al triunfador lo admiramos porque lo sentimos de una raza superior.
Al perdedor lo sabemos semejante. Se parece a nosotros. Sufre y fracasa como
nosotros. Como todos los que alguna vez soñamos cambiar el mundo, y fracasamos.
A
Thomas Mann y a Vargas Llosa les molesta que Alonso Quijano recobre la razón al
final, uno de los pocos momentos felices del libro. Cómo se ve que no lo
entendieron. Que ninguno de sus seres queridos ha perdido la razón, que ninguno
de sus hermanos ni amigos amaneció un día perdido en el delirio, levantando
para siempre entre él y la familia y el mundo el muro más alto y espeso, la
locura.
Alonso
Quijano tenía que recobrar la razón; primero, porque no hay un bien más
preciado. Y segundo, porque era un hecho necesario para que fuera consciente de
su derrota.
Lo
mágico es que don Quijote sigue dando la batalla. A pesar de todo, y aunque
termine con “los brazos rompidos de luchar con los vientos”, ahí está,
sirviendo a las generaciones como ejemplo de generosidad, de ingenuidad, de
grandeza de espíritu y fortaleza de ánimo. Ahí sigue, vivo en ese adjetivo que
casi lo resume, quijotesco, y que nos sirve para designar las empresas nobles y
de antemano perdidas. Sigue vivo en millares de personas cuya divisa es la
bondad y su norte el servicio al prójimo. Ahí sigue, como un japonés estoico,
como si supiera que “la derrota tiene más dignidad que la ruidosa victoria”,
como si hubiera triunfado porque, “después de todo, querido Sancho, las cosas
grandes con intentarlas basta”.
El
Quijote es, en suma, un himno a la derrota, una prueba de la fuerza que puede
encerrar una gran derrota, un fracaso grandioso, y una suerte de evangelio
laico de la solidaridad, que es la ternura de los pueblos, según la definición
del Che Guevara.
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Conjetura, mi amor
Por: Julio César Londoño
El Espectador, 29 ago. 2020
https://www.elespectador.com/opinion/conjetura-mi-amor/
Aunque he fracasado en todos
los géneros, tengo un cariño especial por el ensayo. Me gustan su nombre, tan
humilde, y su exigua demanda en el mercado editorial, circunstancia que lo
convierte en un auténtico “hueso” y lo libra de la vulgaridad del éxito. Como
dijo un gentleman de la pampa, la derrota tiene una dignidad
que la ruidosa victoria no conoce.
El ensayo breve es una forma
sintética y esencial cuyo protagonista es el pensamiento. No se explaya en
proustianidades, como la novela, apoteosis del ripio, señora parlanchina que
vive extasiada con el sonido de su propia voz; ni quiere ser ingenioso a toda
costa, como el cuento; ni tiene la contorsionista pretensión de decirlo todo en
once sílabas terminadas en ía, como la poesía; ni se parece al teatro, cine de
pedal, señor altisonante que sigue hablando cuando los espectadores se han ido.
En especial me interesa el
ensayo de divulgación, ciencia + literatura, una suma tan feliz como la fusión
de literatura y periodismo en la crónica moderna, el gran suceso de la
información que tuvo lugar en la mitad del siglo XX, o como la mezcla del café
con leche en la mesa.
El mío es un viejo romance. El
flechazo ocurrió en plena adolescencia, cuando somos pura piel porque llevamos
el corazón latiendo a la intemperie. En un quiosco, en un ejemplar de la
revista Scientific American, descubrí el grabado de un escarabajo
que hacía palanca con sus tenazas para mover una roca tres veces más alta que
él. Sobre las finas líneas de la plumilla del grabado, un diagrama de fuerzas
ilustraba el inteligente proceso del cerebro del animal. Esa fiesta de ciencia
y arte me conmovió para siempre. Como el suceso debía ser inolvidable y
trágico, la revista era carísima y no pude comprarla.
Julio Verne había abonado el
terreno un poco antes. Sus aventureros, que encontraban el Norte en la manigua
con una aguja, un corcho y un pocito de agua, o inventaban el fuego en mitad
del Polo con rayos de sol y una mica de reloj, o volaban a la Luna montados en
una bala de plata, me mantenían maravillado.
Luego llegaron a mis manos “Los
últimos días de Immanuel Kant”, de Thomas De Quincey, y “El laboratorio de
Voltaire”, de Edward Morgan Forster, dos ensayos que demuestran que los sabios
pueden ser criaturas perfectamente cómicas, y “Vidas imaginarias” de Marcel
Schwob, el autor que les enseñó a Borges y a Wilde, quienes lo plagiaron sin el
más mínimo rubor, que la erudición es un punto de partida, no un fin en sí
mismo, y que la conjetura es mucho más rica y creativa que el mero rigor, una
severidad que riñe con las posibilidades que brinda un género que lleva el
flexible nombre de ensayo.
Después leí el “Shakespeare” de
Victor Hugo, un libro que va desde Job hasta Victor Hugo, y habla de todo y de
todos, hasta de Shakespeare, con la mejor prosa del siglo XIX; y “El ratón, la
mosca y el hombre”, del médico François Jacob, un libro de biología que nos
revela, con la mejor prosa de la historia, los pasadizos que comunican la
religión, el arte y la ciencia.
Nota. Un
ejemplo del estilo de Víctor Hugo: “El universo-hidra retuerce su cuerpo
escamado de astros”. Y uno de Jacob: “El brujo y el científico se parecen:
ambos explican fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles”.
Aclaración. El
rigor es importante en la ciencia, por supuesto. Nadie quiere que le ponga las
manos encima un cirujano especulativo. Pero especular es una operación clave en
el proceso de creación de pensamiento. Y en la literatura: la especulación es
la imaginación del ensayista. ¿Qué sería de la ciencia sin el genio de la
conjetura?
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