lunes, 31 de agosto de 2020

El cerebro y la rosa. Julio César Londoño. Editorial El Bando Creativo. Agosto 2020. NTC ... Registro

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El cerebro y la rosa


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Editorial 

265 páginas. Agosto 2020
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DOS TEXTOS INCLUIDOS EN EL LIBRO 

UN SEÑOR QUE NOS CONOCÍA A TODOS

Página 151

¿Por qué tanto revuelo con la muerte de Gabo? La respuesta es obvia: porque es... porque era uno de los grandes de la historia de las letras.
El Homero del Caribe, digamos. ¿Y cómo sabemos que era el Homero del Caribe? La respuesta ya no es tan obvia. Quizá ni él mismo lo sabía. Una tarde en la habana, William Ospina se lo preguntó: ¿cómo hace usted para atrapar con un mismo lenguaje a lectores tan distintos, a ingenieros, críticos, diplomáticas, estudiantes, lectores de edad...?
Gabo no necesitó ni un segundo para responder: “Ese es mi secreto, William”, dijo, y sonrió. Pero Ospina, que jamás ha sonreído a destiempo, no celebró el chiste malo del minotauro de Cataca. Se quedó más serio que un tramposo, encuellándolo con la mirada. Entonces Gabo buscó la respuesta en las olas que rompían contra el malecón, y al fin dijo: “No sé, viejo, no sé... pero a veces tengo la sospecha de que todo se reduce a algo muy simple: hay que encontrar la palabra justa para que el lector no se despierte”. La respuesta me sorprendió. Siempre había pensado que el riesgo estribaba en que el lector se durmiera, y ahora venía este señor a decir todo lo contrario. Y tenía razón. Es una respuesta que encierra, como todas sus declaraciones, una poética. Gabo entendía la narrativa como un acto de hipnosis, como un sueño matemáticamente controlado por el autor. Un solo error —una coma despistada, un vocablo impropio, una narradez— y el lector se despierta y el hechizo se rompe de manera irreparable.
También encierra una estética la definición de poesía que dio en 1982. “La poesía —explicó en su lección de Estocolmo— es la energía secreta que cuece los garbanzos en la cocina”. No es una frase, es un credo. Para él, no había distancia alguna entre las palabras y las cosas. No pensaba, como creíamos algunos, que las rosas eran más rojas en Alejandría ni que los ruiseñores cantaban mejor en Hungría ni que la única literatura buena era la inglesa ni que había que morir en París con aguacero. No. Creía, desde el fondo de sus huesos, en los méritos balsámicos y poéticos del cilantro y en el lenguaje de las mujeres y en los delirios de los hombres. Gilbert Keith Chesterton ya lo había explicado todo muchos años antes. “Hay autores que encuentran su inspiración en la historia o en alguna tradición ilustre, otros la encuentran en los libros, otros en la calle. Unos pocos son capaces de encontrar poesía incluso en su propia familia”.
Gabo, sobra decirlo, era un hombre lo bastante atento como para descubrir lo literario en lo prosaico, la aguja en el pajar, la perla en la hojarasca. Y sabía editar, por supuesto, es decir, acuñar hipérboles poderosas, mantener tirante la cuerda de la tensión, derrochar adjetivos precisos, volver al barroquismo cuando la estética pedía austeridad, buscar maneras nuevas para decir cosas viejas, embromarse con algunas supersticiones (su aversión por los gerundios, los endecasílabos, los adverbios terminados en mente) y darle verosimilitud a los embustes más descarados. Siempre estaba buscando cómo lograr, por ejemplo, que un hilo de sangre corra tres cuadras, doble una esquina, cruce la calle, suba unos escalones, atraviese un zaguán y llegue a los pies de una mujer que gritará: ¡Mataron a José Arcadio!
Una vez le pregunté a su mejor lector cuál era el secreto de Gabo, y Alejandro Almario ensayó esta respuesta: quizá fueron dos: el primero fue que lo educaron las maestras del lenguaje, las mujeres. El segundo estribó en que, de alguna manera, logró conocernos a todos. Por esto sabía cómo y dónde herirnos exactamente y cómo decirlo con palabras que no pudiéramos olvidar nunca.
Gracias, Alejandro. ¡Chapeau, Gabo!

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Un himno a la derrota

Página 263

A las muchas razones esgrimidas para explicar la perdurabilidad del libro central de Cervantes, yo quiero agregar, con el vivo temor de que ya la hayan advertido la legión de comentaristas que se han aplicado al estudio de su obra, esta observación: el Quijote es un canto a la derrota.

Y nos hiere a todos de manera muy íntima porque al fin y al cabo Alonso Quijano fue un hombre que es todos los hombres. ¿Quién no soñó cambiar el mundo alguna vez? ¿Quién no ha querido ser campeón de la justicia, o al menos de un torneo? Todos acariciamos esa quimera un día, antes de que la realidad nos hiciera agachar la cabeza a punta de porrazos y nos obligara a transarnos con modestas y con frecuencia mezquinas empresas.

 Conmueve, y de alguna forma nos humilla, el hecho de que sea un anciano el que salga a enderezar el mundo, a socorrer viudas y desfacer entuertos. Tenía que fracasar, claro, porque no estamos ante la historieta de un superhéroe ni ante un libro de ficción (el Quijote es una novela realista cuyo personaje central vive en un mundo fantástico). Pero el fracaso lo engrandece. Si hubiera triunfado, si hubiera logrado construir la utopía, sentiríamos que era un libro falso, una comedia, como aún lo consideran muchos que encuentran divertido que un anciano sea objeto de palos y escarnios. No. El Quijote es, como sentía Dostoievski, un libro genial y triste. Muy triste. Porque no es divertido que un hombre viejo sufra escarnio y porrazos como pago de sus nobles empresas.

Suena paradójico, pero el fracaso y la tragedia pueden salvar las obras, y a las personas, del olvido. ¿Qué sería de Zorba el griego si no se le hubiera venido abajo el entable de su aserrío? ¿Recordaríamos hoy a Marilyn Monroe y a Luis Carlos Galán si las garras de la tragedia no los hubieran sacado a tiempo de escena? La derrota del Quijote lo humaniza. Al triunfador lo admiramos porque lo sentimos de una raza superior. Al perdedor lo sabemos semejante. Se parece a nosotros. Sufre y fracasa como nosotros. Como todos los que alguna vez soñamos cambiar el mundo, y fracasamos.

A Thomas Mann y a Vargas Llosa les molesta que Alonso Quijano recobre la razón al final, uno de los pocos momentos felices del libro. Cómo se ve que no lo entendieron. Que ninguno de sus seres queridos ha perdido la razón, que ninguno de sus hermanos ni amigos amaneció un día perdido en el delirio, levantando para siempre entre él y la familia y el mundo el muro más alto y espeso, la locura.

Alonso Quijano tenía que recobrar la razón; primero, porque no hay un bien más preciado. Y segundo, porque era un hecho necesario para que fuera consciente de su derrota.

Lo mágico es que don Quijote sigue dando la batalla. A pesar de todo, y aunque termine con “los brazos rompidos de luchar con los vientos”, ahí está, sirviendo a las generaciones como ejemplo de generosidad, de ingenuidad, de grandeza de espíritu y fortaleza de ánimo. Ahí sigue, vivo en ese adjetivo que casi lo resume, quijotesco, y que nos sirve para designar las empresas nobles y de antemano perdidas. Sigue vivo en millares de personas cuya divisa es la bondad y su norte el servicio al prójimo. Ahí sigue, como un japonés estoico, como si supiera que “la derrota tiene más dignidad que la ruidosa victoria”, como si hubiera triunfado porque, “después de todo, querido Sancho, las cosas grandes con intentarlas basta”.

El Quijote es, en suma, un himno a la derrota, una prueba de la fuerza que puede encerrar una gran derrota, un fracaso grandioso, y una suerte de evangelio laico de la solidaridad, que es la ternura de los pueblos, según la definición del Che Guevara.

 

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Conjetura, mi amor

Por: Julio César Londoño

El Espectador, 29 ago. 2020

https://www.elespectador.com/opinion/conjetura-mi-amor/

Aunque he fracasado en todos los géneros, tengo un cariño especial por el ensayo. Me gustan su nombre, tan humilde, y su exigua demanda en el mercado editorial, circunstancia que lo convierte en un auténtico “hueso” y lo libra de la vulgaridad del éxito. Como dijo un gentleman de la pampa, la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no conoce.

El ensayo breve es una forma sintética y esencial cuyo protagonista es el pensamiento. No se explaya en proustianidades, como la novela, apoteosis del ripio, señora parlanchina que vive extasiada con el sonido de su propia voz; ni quiere ser ingenioso a toda costa, como el cuento; ni tiene la contorsionista pretensión de decirlo todo en once sílabas terminadas en ía, como la poesía; ni se parece al teatro, cine de pedal, señor altisonante que sigue hablando cuando los espectadores se han ido.

En especial me interesa el ensayo de divulgación, ciencia + literatura, una suma tan feliz como la fusión de literatura y periodismo en la crónica moderna, el gran suceso de la información que tuvo lugar en la mitad del siglo XX, o como la mezcla del café con leche en la mesa.

El mío es un viejo romance. El flechazo ocurrió en plena adolescencia, cuando somos pura piel porque llevamos el corazón latiendo a la intemperie. En un quiosco, en un ejemplar de la revista Scientific American, descubrí el grabado de un escarabajo que hacía palanca con sus tenazas para mover una roca tres veces más alta que él. Sobre las finas líneas de la plumilla del grabado, un diagrama de fuerzas ilustraba el inteligente proceso del cerebro del animal. Esa fiesta de ciencia y arte me conmovió para siempre. Como el suceso debía ser inolvidable y trágico, la revista era carísima y no pude comprarla.

Julio Verne había abonado el terreno un poco antes. Sus aventureros, que encontraban el Norte en la manigua con una aguja, un corcho y un pocito de agua, o inventaban el fuego en mitad del Polo con rayos de sol y una mica de reloj, o volaban a la Luna montados en una bala de plata, me mantenían maravillado.

Luego llegaron a mis manos “Los últimos días de Immanuel Kant”, de Thomas De Quincey, y “El laboratorio de Voltaire”, de Edward Morgan Forster, dos ensayos que demuestran que los sabios pueden ser criaturas perfectamente cómicas, y “Vidas imaginarias” de Marcel Schwob, el autor que les enseñó a Borges y a Wilde, quienes lo plagiaron sin el más mínimo rubor, que la erudición es un punto de partida, no un fin en sí mismo, y que la conjetura es mucho más rica y creativa que el mero rigor, una severidad que riñe con las posibilidades que brinda un género que lleva el flexible nombre de ensayo.

Después leí el “Shakespeare” de Victor Hugo, un libro que va desde Job hasta Victor Hugo, y habla de todo y de todos, hasta de Shakespeare, con la mejor prosa del siglo XIX; y “El ratón, la mosca y el hombre”, del médico François Jacob, un libro de biología que nos revela, con la mejor prosa de la historia, los pasadizos que comunican la religión, el arte y la ciencia.

Nota. Un ejemplo del estilo de Víctor Hugo: “El universo-hidra retuerce su cuerpo escamado de astros”. Y uno de Jacob: “El brujo y el científico se parecen: ambos explican fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles”.

Aclaración. El rigor es importante en la ciencia, por supuesto. Nadie quiere que le ponga las manos encima un cirujano especulativo. Pero especular es una operación clave en el proceso de creación de pensamiento. Y en la literatura: la especulación es la imaginación del ensayista. ¿Qué sería de la ciencia sin el genio de la conjetura?

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