domingo, 10 de marzo de 2013

MÍSTER AMBROSE BIERCE, EL SIN HUELLAS (En el centenario de su muerte). Por Juan Manuel Roca. Marzo 10, 2013

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MÍSTER AMBROSE BIERCE, EL SIN HUELLAS

(En el centenario de su muerte)

                                             “El gringo viejo se salió con la suya:
                                              vino a México a morirse."
                                                        Carlos Fuentes

Por Juan Manuel Roca

NTC ... agradece al autor el envío del texto y la autorización para publicarlo. 

Si de guiarse por un nombre se tratara, Ambrose (o Ambrosio), que tiene nacimiento en un vocablo griego y que significa “de naturaleza divina” o se relaciona con ambrosía -alimento de los dioses-, Ambrose, mister Bierce no se portó a la altura de su  apelativo.

Nadie más refractario a la ambrosía, que según la lógica gradual de los griegos es un alimento nueve veces más dulce que la miel. Nada dulce, nada melífluo hay  en la obra ni en la vida de este excéntrico y huraño escritor.

Si bien su talante era el de un inmortal, de una estirpe bronca y anarquista que blandía su pluma en un reino de decapitaciones, su alimento fue todo lo contrario a la ambrosía, pues parecía haber sido alimentado con azufre

Ambrose Bierce (Ohio 1842, México 1913), es uno de esos raros especímenes que no dejan rastro seguro a la hora de su muerte. Como si hubiera trazado un camino con migas de pan y esas migas hubieran sido borradas por el viento.

Todo indica que murió en 1913, hace 100 años, o por lo menos hasta allí llegó su rastro. Ese año fue crucial para la historia de México, cuando concluyó la etapa “maderista” de la Revolución, que según  el registro de la prensa de la época y sólo en la capital mexicana murieron más de 2.000 personas, hubo más de 6.000 heridos y un número considerable de desaparecidos.

¿Estaba Ambrose Bierce entre los 2.000 muertos o entre los centenares de desaparecidos?

De cualquier manera se cuidó de dejar las huellas de salida del mundo. Pero además, ¿a quién diablos podía importarle un “gringo viejo” cuando se definía el destino de un gran país y de miles de seres humanos? Pues ese mismo año de definiciones históricas se desvanece del todo la presencia de Bierce.

La muerte de Bernardo Reyes, las acciones emprendidas desde la Ciudadela de los generales Manuel Mondragón y Félix Díaz, la complicidad silenciosa de Victoriano Huerta, desencadenan la llamada “decena trágica” que termina con el asesinato de Francisco Madero el 22 de febrero, lo mismo que el de su vicepresidente J. Pino Suárez. A Huerta lo “legalizan” presidente con el apoyo decidido (vieja práctica imperial) del embajador estadounidense Henry Lane Wilson.

El anterior episodio parece reproducir en buena medida la opinión que míster Bierce tenía de la historia: “relato casi siempre falso de hechos casi siempre nimios provocados por gobernantes casi siempre pillos o por militares casi siempre necios”.

Ese es el telón de fondo histórico del momento en que el resabiado y amargo escritor andaba en busca de una salida del mundo acorde con su talante aristocrático y con su humor negro, que es el hábito que siempre lo acompaña. Acorde, también, con su soberbia. Demasiado soberbio para saberse trágico, como esos personajes de marioneta de William Shakespeare.

Ya se había dicho que para un gringo ir al México revolucionario era como una invitación a la eutanasia. Aunque pensándolo bien, desde la óptica más optimista de John Reed, morir en medio de  una gesta heroica podría ser un indudable privilegio histórico.

Para un escéptico como Bierce la revolución mexicana podría servirle como cortina de humo para salir de la vida sin mostrar los achaques de la senectud y para hacerlo como el implacable creador que sólo se permite a sí mismo asistir a la tragedia. Rasgos de esta saga personal son rescatados o imaginados por Carlos Fuentes en su “Gringo viejo”.   
                                                                                                          
1913 es también el año de la muerte del grabador de los muertos, José Guadalupe Posada, y es un año previo a la toma de ciudad de México por parte de Pancho Villa y Emiliano Zapata.

¿Alcanzó a ver Bierce la entrada triunfal de los revolucionarios mexicanos a la ciudad de los palacios, o ya había hecho “su” entrada triunfal en la muerte? No se sabe con certeza pero fue ese mismo año cuando se esfumó para entrar en la niebla que desdibuja la vida y esboza la leyenda.

A lo mejor Bierce fingió su muerte y se fue a rumiar su soledad en un rincón de Comala, o en la colina de los muertos imaginarios de Spoon River donde quisiéramos inscribirle un epitafio: Aquí yace Ambrose Bierce, parricida de sí mismo. El parricidio fue uno de sus obsesivos temas literarios y filosóficos que desplegó en “Una conflagración imperfecta” o en un club de parricidas que elucubró de manera magistral.

Maestro del humor disolvente, resulta inexplicable, como lo señala Jacques Stenberg, que André Breton no lo haya incluido en su “Antología del humor negro”, donde su carácter mayestático, que no tenía propiamente una visión amable de la humanidad, se habría encontrado con la pérfida compañía de sus pares, con esa tribu de seres pánicos y lenguaraces reunidos en el círculo de los maledicentes por el guía del surrealismo.

Estas son las vagas señales del desaparecido parricida: a los 17 años ingresa en la escuela militar de Kentucky donde recibe rudimentarios conocimientos para ir a la Guerra de Secesión y hacia 1866 se dedica al periodismo. Escribe sus maravillosos cuentos, “Soldados”, acerca de la guerra civil. Comparte opiniones con Mark Twain, uno de sus escasos amigos, pues su desafiante humor  lo enemistó con todos y con todo. Escribe sus polémicas columnas en el diario de míster Hearst y esto lo convierte en un solitario irredento, en un autor entre tinieblas. “Bitter”, el amargado, el bilioso, lo empiezan a llamar sus enemigos.

De soldado a celador de un edificio en San Francisco, de narrador a periodista, de hombre trágico que vería a sus hijos morir, uno en una bronca callejera a causa de una muchacha y el otro víctima del alcohol, se blindó frente al dolor con su humor cerrero y con su irremediable misantropía. A estos agregaba una burla permanente, que no le perdonarían sus compatriotas, dirigida contra el hombre mediocre de su país que, como en todas partes, suele ser la mayoría.

Quizá su ácida manera de mirar el mundo se haya reforzado en los combates sangrientos durante la Guerra de Secesión, de donde salió con el grado de teniente sin compartir del todo las ideas de los soldados del Norte, sus copartidarios.

No podría creer en la guerra alguien que afirmaba en su “Diccionario del diablo” que el cañón es un “instrumento empleado en la rectificación de las fronteras nacionales”. Y ya sabemos que con ese instrumento han ejercido tanto la diplomacia como la democracia, los  gobiernos de su país.

Jamás se dejó engatusar por los llamados ideales de la patria. Si fuera cierto lo señalado por Cicerón: “la patria es cualquier lugar donde se esté bien”, Ambrose Bierce fue un apátrida irremediable: no estuvo bien ni siquiera en su pellejo.

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