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MÍSTER AMBROSE BIERCE, EL SIN
HUELLAS
(En
el centenario de su muerte)
“El
gringo viejo se salió con la suya:
vino a México a morirse."
Carlos Fuentes
Por
Juan Manuel Roca
NTC ... agradece al autor el envío del texto y la autorización para publicarlo.
Si
de guiarse por un nombre se tratara, Ambrose (o Ambrosio), que tiene nacimiento
en un vocablo griego y que significa “de naturaleza divina” o se relaciona con
ambrosía -alimento de los dioses-, Ambrose, mister Bierce no se portó a la
altura de su apelativo.
Nadie
más refractario a la ambrosía, que según la lógica gradual de los griegos es un
alimento nueve veces más dulce que la miel. Nada dulce, nada melífluo hay en la obra ni en la vida de este excéntrico y
huraño escritor.
Si
bien su talante era el de un inmortal, de una estirpe bronca y anarquista que
blandía su pluma en un reino de decapitaciones, su alimento fue todo lo
contrario a la ambrosía, pues parecía haber sido alimentado con azufre
Ambrose
Bierce (Ohio 1842, México 1913), es uno de esos raros especímenes que no dejan
rastro seguro a la hora de su muerte. Como si hubiera trazado un camino con
migas de pan y esas migas hubieran sido borradas por el viento.
Todo
indica que murió en 1913, hace 100 años, o por lo menos hasta allí llegó su
rastro. Ese año fue crucial para la historia de México, cuando concluyó la
etapa “maderista” de la Revolución, que según
el registro de la prensa de la época y sólo en la capital mexicana
murieron más de 2.000 personas, hubo más de 6.000 heridos y un número
considerable de desaparecidos.
¿Estaba
Ambrose Bierce entre los 2.000 muertos o entre los centenares de desaparecidos?
De
cualquier manera se cuidó de dejar las huellas de salida del mundo. Pero además,
¿a quién diablos podía importarle un “gringo viejo” cuando se definía el
destino de un gran país y de miles de seres humanos? Pues ese mismo año de
definiciones históricas se desvanece del todo la presencia de Bierce.
La
muerte de Bernardo Reyes, las acciones emprendidas desde la Ciudadela de los
generales Manuel Mondragón y Félix Díaz, la complicidad silenciosa de
Victoriano Huerta, desencadenan la llamada “decena trágica” que termina con el
asesinato de Francisco Madero el 22 de febrero, lo mismo que el de su
vicepresidente J. Pino Suárez. A Huerta lo “legalizan” presidente con el apoyo
decidido (vieja práctica imperial) del embajador estadounidense Henry Lane
Wilson.
El
anterior episodio parece reproducir en buena medida la opinión que míster Bierce
tenía de la historia: “relato casi siempre falso de hechos casi siempre nimios
provocados por gobernantes casi siempre pillos o por militares casi siempre
necios”.
Ese
es el telón de fondo histórico del momento en que el resabiado y amargo
escritor andaba en busca de una salida del mundo acorde con su talante
aristocrático y con su humor negro, que es el hábito que siempre lo acompaña.
Acorde, también, con su soberbia. Demasiado soberbio para saberse trágico, como
esos personajes de marioneta de William Shakespeare.
Ya
se había dicho que para un gringo ir al México revolucionario era como una
invitación a la eutanasia. Aunque pensándolo bien, desde la óptica más optimista
de John Reed, morir en medio de una
gesta heroica podría ser un indudable privilegio histórico.
Para
un escéptico como Bierce la revolución mexicana podría servirle como cortina de
humo para salir de la vida sin mostrar los achaques de la senectud y para
hacerlo como el implacable creador que sólo se permite a sí mismo asistir a la
tragedia. Rasgos de esta saga personal son rescatados o imaginados por Carlos
Fuentes en su “Gringo viejo”.
1913
es también el año de la muerte del grabador de los muertos, José Guadalupe
Posada, y es un año previo a la toma de ciudad de México por parte de Pancho
Villa y Emiliano Zapata.
¿Alcanzó
a ver Bierce la entrada triunfal de los revolucionarios mexicanos a la ciudad
de los palacios, o ya había hecho “su” entrada triunfal en la muerte? No se
sabe con certeza pero fue ese mismo año cuando se esfumó para entrar en la
niebla que desdibuja la vida y esboza la leyenda.
A
lo mejor Bierce fingió su muerte y se fue a rumiar su soledad en un rincón de
Comala, o en la colina de los muertos imaginarios de Spoon River donde
quisiéramos inscribirle un epitafio: Aquí yace Ambrose Bierce, parricida de sí
mismo. El parricidio fue uno de sus obsesivos temas literarios y filosóficos
que desplegó en “Una conflagración imperfecta” o en un club de parricidas que
elucubró de manera magistral.
Maestro
del humor disolvente, resulta inexplicable, como lo señala Jacques Stenberg,
que André Breton no lo haya incluido en su “Antología del humor negro”, donde
su carácter mayestático, que no tenía propiamente una visión amable de la
humanidad, se habría encontrado con la pérfida compañía de sus pares, con esa
tribu de seres pánicos y lenguaraces reunidos en el círculo de los maledicentes
por el guía del surrealismo.
Estas
son las vagas señales del desaparecido parricida: a los 17 años ingresa en la
escuela militar de Kentucky donde recibe rudimentarios conocimientos para ir a
la Guerra de Secesión y hacia 1866 se dedica al periodismo. Escribe sus
maravillosos cuentos, “Soldados”, acerca de la guerra civil. Comparte opiniones
con Mark Twain, uno de sus escasos amigos, pues su desafiante humor lo enemistó con todos y con todo. Escribe sus
polémicas columnas en el diario de míster Hearst y esto lo convierte en un
solitario irredento, en un autor entre tinieblas. “Bitter”, el amargado, el
bilioso, lo empiezan a llamar sus enemigos.
De
soldado a celador de un edificio en San Francisco, de narrador a periodista, de
hombre trágico que vería a sus hijos morir, uno en una bronca callejera a causa
de una muchacha y el otro víctima del alcohol, se blindó frente al dolor con su
humor cerrero y con su irremediable misantropía. A estos agregaba una burla
permanente, que no le perdonarían sus compatriotas, dirigida contra el hombre
mediocre de su país que, como en todas partes, suele ser la mayoría.
Quizá
su ácida manera de mirar el mundo se haya reforzado en los combates sangrientos
durante la Guerra de Secesión, de donde salió con el grado de teniente sin
compartir del todo las ideas de los soldados del Norte, sus copartidarios.
No
podría creer en la guerra alguien que afirmaba en su “Diccionario del diablo”
que el cañón es un “instrumento empleado en la rectificación de las fronteras
nacionales”. Y ya sabemos que con ese instrumento han ejercido tanto la
diplomacia como la democracia, los
gobiernos de su país.
Jamás
se dejó engatusar por los llamados ideales de la patria. Si fuera cierto lo
señalado por Cicerón: “la patria es cualquier lugar donde se esté bien”,
Ambrose Bierce fue un apátrida irremediable: no estuvo bien ni siquiera en su
pellejo.
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