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TRES CUENTOS
BREVES
JUAN MANUEL
ROCA
I
EN DOS SALAS
DE ESPERA
El pintor, que
siempre se impacientaba ante la cercanía de un viaje, trazó la última pincelada
de una mujer desnuda, un tanto gótica. Era una mujer afilada y fina, de formas limitadas,
casi despojada de carnadura humana y con algo de marimba en su costillar.
Puso el pincel
en remojo, junto a la paleta con grumos de óleos azules y malvas, en la mesa
saturada de un estridente olor a trementina. El pomo con disolvente tomó un tono
de piel rosa ante la visita del pincel.
Sonó el
teléfono. Era su compadre Pancho, que hablaba desde ciudad de México, un
tremendo dibujante, compañero en el viaje del arte y en la vitalidad de cuño
expresionista que los animaba a los dos.
Le quedó
sonando un tono que no era habitual en la voz del amigo, algo de sequedad le
había dejado en el oído donde se acomodó el auricular.
Pasado mañana
viajaría desde un pueblo norteamericano con fama de brujo, un lugar que siempre
le pareció la capital del limbo o la patria del bostezo, donde no en balde
naciera bajo la asfixia calvinista Emily Dickinson, una mujercita siempre
vestida de blanco como un velero puritano en el mar de los horrores de la
guerra, e iría al encuentro con el amigo mexicano que lo hospedaría, como
siempre, en su taller.
Cuando llegó
al aeropuerto de México, tras volar sobre lonjas de termiteros humanos y capas
de smog, se sorprendió de no encontrar a su amigo y, susceptible e impaciente
como era, tomó un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel Majestic,
en una esquina de El Zócalo.
En camino
hacia el hotel, con la cabeza sembrada de dudas y malos augurios, el pintor
decidió que el taxista se desviara hacia la Colonia Polanco.
Iba a encarar
a su viejo camarada y a preguntarle si su ausencia en el aeropuerto significaba
que no quería recibirlo en su casa, si no le había perdonado la última perorata
sobre el expresionismo abstracto ni sus observaciones temerarias en torno a la
naturaleza.
Qué extraño
fue entrar en el silencio de la casa y llegar a la cruda conclusión de que su
amigo, no podría estar de ánimo para ir al aeropuerto, por la sencilla razón de
que lo estaban velando.
A su lado, una
mujer afilada y fina, de formas limitadas, casi despojada de carnadura humana
como una Catrina bajo su blusón negro,
miraba al muerto con unos ojos acuosos que sin duda parecían dibujados.
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II
EL REGRESO DEL
PRINCIPITO
El hombre, un severo hombre de negocios va por el pasillo del avión mirando a un lado y otro la letra y el número correspondientes a su silla. Corrobora que en la fila C está su asignación, al lado de la ventanilla. Abre su maletín de viajero y junto a sus papeles y estilógrafos, a unas cuantas fotos familiares y una pequeña calculadora, encuentra que su hijo Antoine le ha envuelto, en un papel de regalo de colores rojos y verdes, un pequeño libro con letras plateadas que resaltan en el azul de la tapa el escueto nombre de El Principito.
Pone su negro maletín en el porta-equipajes, lo mismo que su
negro borsalino y se queda con el libro entre las manos. Primero pasa la mirada
por el dibujo de la boa que se come un elefante, pero que los hombres de
negocios ven como un simple sombrero.
Recuerda que de niño, cuando viajaba encomendado a una
azafata, soñaba con ver el planeta del enigmático principito. Ese planeta,
según el relato de un escritor y aviador llamado como su hijo, Antoine, era más
pequeño que una casa. Como esas construcciones que ahora ve en el vuelo que lo
conduce de Bogotá a Madrid y a Lisboa.
Hace 40 años, cuando tenía la edad de 15, leyó por última
vez la historia del pequeño príncipe, y no pocas veces soñó encontrarlo en las
soleadas arenas africanas.
Busca el capítulo sobre los siete planetas habitados cada uno
por un solo hombre. Recuerda el planeta habitado por un rey e imagina la
inutilidad de un monarca sin vasallos. Se ríe del que está habitado por un
vanidoso que ama con pasión la soledad
de un espejo. Sufre con el pobre borrachín que bebe para olvidar que es
alcohólico. Se estremece, como si se tratara de su propio retrato, con el
micro-mundo del hombre de negocios que hace cuentas como si las nubes fueran un
ábaco en la pizarra del cielo. El quinto planeta, que solo tiene un farol y un
farolero, le sigue pareciendo extraño. Siempre amó el sexto mundo habitado,
como él, por un geógrafo.
El hombre cabecea entre el sueño y el día y ve a su hijo
Antoine con el abrigo del principito, sonriéndole. Antes del sereno aterrizaje,
abandona el serio papel de hombre de negocios y escribe en su libreta de notas:
“hoy, al meter la mano en el porta-equipajes, en lugar de sacar mi sombrero
para bajar del avión, me encontré con que se había convertido en una hermosa e
inocente serpiente”.
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III
UN ÁNGEL TERRIBLE
“Todo ángel es terrible”
Rainer María Rilke.
En cercanías de la Plaza de Bolívar se desató la refriega
entre los manifestantes y la policía. Un bando enardecido arrojaba heridas con
una catapústulas de fabricación casera. El otro bando, mejor armado por
tratarse de un cuerpo policial, lo hacía con un lanzallagas de origen
norteamericano. Las piedras volaban como pájaros inertes, muertos en pleno
vuelo. Era una verdadera granizada lunar, un diluvio de guijarros. El niño
tenía, a simple ojo, unos cinco años, un balón en la jarra de su brazo derecho,
la cabeza abierta y el rostro ensangrentado. Antes de caer desmayado en el
sardinel y de soltar el balón que rodó con desgano los peldaños del atrio de la
catedral, el pequeño empinó su voz hacia un sargento para lanzarle lo que
suponía un grito de feroz amenaza: “se lo voy a decir a mi mamá”. Al día
siguiente cayó la dictadura.
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NTC … agradece los textos al autor y la autorización para publicarlos (enetecearlos)
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