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CRÓNICA
DE MÉXICO, ENTRE CARNAVAL Y CUARESMA
“Persigo lo secreto, lo oculto:
¡Oh vosotros señores!”
Nezahualcóyotl
Por JUAN MANUEL ROCA
Hace algún tiempo estuve un 1
de noviembre de altar de muertos en altar de muertos, en México. Ahora, que mi
amiga Karla me manda, ataviada de Catrina el que hizo en su casa y donde entre
otras cosas incluyó un libro de Germán Espinosa, se me ocurrió recuperar esta
pequeña crónica. A ella y al alegre y divertido "Rayo
Macoy", amigo ausente
cuyo retrato vi en un altar de muerto en Coyoacán, dedico estas líneas.
Es tan fuerte la presencia de
México generada por su historia, por su cine, por sus artes plásticas * o su
música, que muchos latinoamericanos nos sentimos al llegar a este país, aún si
se tratara de un primer viaje, regresando. (* IZQ. Obra de Virginia Pascual, artesana del pueblo de Ocumicho, en la sierra tarasca.)
Regresamos a sus olores, a sus
colores, al habla popular tantas veces registrada por una cultura que va desde
los corridos y las películas de los años cincuentas hasta el lenguaje atrapado
por novelistas tan grandes como Juan Rulfo, fundador de un poblado en el
que hay un hilo muy tenue entre lo que
fue y lo que es, entre el pasado y el presente, entre la vida y la muerte.
Se dice México y se piensa en
murales y en pirámides, en lagos y volcanes, en una capital que es un inmenso
termitero humano, en una revolución llena de hechos heroicos y de truculencias
a la vez, en paisajes que van desde las zonas desérticas donde los cactus
parecen percheros del viento, hasta las zonas selváticas y las sierras donde
habitan indígenas que preservan sus costumbres, como lo hacen las comunidades
tarahumaras.
Que es un país de hondas raíces
prehispánicas y de centenarios festejos, es algo que no escapa a los
antecedentes que pueda tener cualquier viajero. Que se puede saborear cada día
un platillo diferente durante todo el año, en una exuberante y original gastronomía de origen remoto, de antes de la
llegada de Hernán Cortéz, tampoco resulta novedoso.
Pero es su festiva relación con
la muerte, sus tratos desligados de toda visión trágica, lo que hace que
noviembre resulte tan asombroso. Noviembre despega y termina en función de un
culto indígena muy arcaico, un culto que se mezcló a ciertas costumbres
religiosas llegadas de España para crear una singular fiesta: el día de los
muertos.
Un par de semanas antes del 1 y
el 2 de noviembre, ya empieza el colorido del papel que siluetea calaveras y
divertidos mensajes funerarios a invadir las plazas de mercado que forman un
“collage” de olores y colores que se imponen al gusto y a la vista de quien se
deje llegar por esos espacios vitales.
Las panaderías, durante esos
febriles días, exhiben y venden sus panes de muerto, unos panes hechos con
azúcar y en forma de calaveras, a los que se les adosan algunos nombres
queridos de quienes llaman, con una cierta e irónica ternura, “sus muertitos”.
Un pequeño cráneo de azúcar
tiene el nombre de Lupita, otro el de Rosa, otro el de Teresa o de Juan, alguno
el de Frida.
Es un mes que, si nos fijamos
bien, les encanta a las abejas. Pude en un noviembre pasado ver en una inmensa
panadería cerca al Zócalo algunos panes de muerto con una aureola de abejas
atraídas por el dulce.
Sólo les compiten a las
zumbantes abejas los niños que se llevan a la boca estos panes con avidez,
mientras caminan de la mano de sus madres o de sus hermanas mayores. Ellas van,
casi en una romería, a comprar en las plazas de mercado unas flores muy amarillas
llamadas cempasúchil, unas esponjadas flores que simbolizan el sol de los
muertos. Es la flor solar que llevan a las lápidas de sus seres queridos.
Nunca se puede ver, más allá
del cuadro costumbrista, del folclor y de cualquier visión puramente turística,
más amor y más humor para evocar a los ausentes.
No encuentro nada espectral ni
tanático ni truculento en el festejo. Hay, más bien, una honda y terca ternura
para amar a los seres muertos a los que llevan sus comidas y bebidas
predilectas, inclusive su música, volviendo los panteones, habitualmente
sombríos, sitios de reunión colectiva donde se entreveran el carnaval y la
cuaresma, la devoción y la alegría.
La célebre Catrina, esa
calavera femenina de sombrero florido que hiciera el formidable grabador José
Guadalupe Posada, preside muchos altares de muerto, muchas vitrinas y carteles.
El primero de los llamados
altares de muerto que vi en estas celebraciones, fue uno erigido en la ciudad
de Durango a la memoria de Pancho Villa, cuyo nombre real era Doroteo Arango
Arámbula, nacido en 1878 y muerto en Chihuahua durante el régimen de Álvaro
Obregón en 1923, como lo recuerda un letrero hecho con las infaltables flores
amarillas sobre su fotografía sepia, incrustada en lo más alto del altar.
Había en esa instalación
popular levantada en honor a Villa, mole, cacahuetes, granos de maíz, semillas
de girasol y de calabaza, frutas, tortillas, pan de muerto, calaveritas de
azúcar, un pistolón de dulce, incensarios, veladores, una botella de tequila y
una botella de mezcal, además de una pequeña escultura de barro que
representaba a la muerte subida en un columpio, sonreída, casi feliz de
columpiarse en el aire.
Pancho Villa, nacido en esta
hermosa región norteña, el lugar del mundo donde el cielo es más cielo y
despojado de nubes, ni se da por enterado del amor manifestado en su altar,
pues sigue mirando con sus ojos más maliciosos que adustos un letrerito que
dice de manera enigmática: “Cuando el búho canta, el indio muere”.
¿Qué más puede haber en un
altar de cuño tan sicrético? Cartulinas con coplas agoreras, picarescas,
burlonas, unas rimas que hablan una vez más de lo transitorio que es nuestro
paso por la tierra, como lo sabían con claridad cenital el prícipe-poeta
Nezahualcóyotl, “el que sabe algo”, según su título, hasta Juan Rulfo, gran
depositario de esos saberes, Algunas, muchas de esas coplas hacen, además, una
mofa cruel de políticos y hacendados.
Hacia las 8 de la noche, las
muchas campanas de las iglesias de todo el país se echan a vuelo para despertar
a los difuntos. Aunque en Durango, en esta región del Norte de México no es tan
importante este culto a los muertos como en el centro del país, no faltan las
“calacas” en el kiosko del parque principal en el que suenan sus guitarrones
unos músicos de feria, en medio de las múltiples calaveras de cartón alusivas
al tránsito que hacemos por el mundo.
Días antes de llegar a Durango
estuve en Aguascalientes, donde está el legendario Museo de Posada, el gran
fraguador de “calacas” (imagen izq.), y en Pátzcuaro, a orillas de su bello y brumoso lago.
Lo mismo que en otra región de Michoacán
llamada Tzintzuntzan, bella y colorida. Y en Janitzio, cuyas comunidades
intentan preservar el culto a los muertos de manera más íntima, lejos de las
miradas invasoras de las cámaras.
Los rituales de esos dos días
de evocación de los muertos, que fueron muy familiares y un motivo de mayor
recogimiento, podrían tender a volverse más externos, aunque no por cambiar
ciertas formas la fiesta ha cambiado sus profundos contenidos. Los pobladores
de Janitzio, al menos dos señores mayores con los que hablé durante un rato, se
mostraron muy herméticos, poco dados a manifestar de manera abierta los motivos
y el sentido que le otorgan al culto ancestral de los difuntos.
Hay cientos de veladoras en
Pátzcuaro que empiezan a iluminar el camino de los muertos, en un fuerte
sincretismo indígena y español. En la
península ibérica sólo hay algo similar en algunos pueblos de Andalucía, región
donde también se llevan ofrendas a las tumbas de los seres queridos, aunque sin
la devoción y las creencias tan arraigadas del pueblo mexicano.
El 1 de noviembre, al mediodía,
me dice una vendedora de elotes, se van las almas de los niños y llegan las de
los grandes. Por eso hay que llevarle juguetes a los infantes ausentes. A esto
agrega una amiga mexicana que en la región huasteca los nahuas, los otomíes,
los huastecos o los totonacos a esa hora deben estar, de manera discreta y casi
silenciosa, invocando a sus difuntos.
Todos saben, de ahí la
presencia tan poderosa de los alimentos a lo largo de estos días, que los
olores familiares invitan a los muertos a compartir con los vivos, como si los
últimos no fuéramos más que un conato de ellos. Es una repulsa ancestral al
miedo a morir.
A mi regreso al D.F., una
pintura al óleo que representa a un grupo de mariachis muertos, me da la
bienvenida a las puertas del hotel en el que me alojo en compañía de un grupo
de amigos a los que les da por llamarse la sociedad de los poetas casi-muertos.
El día 2 de noviembre,
solitario, camino por calles de Coyoacán donde siguen las ofrendas de comunión
con los muertos, como una forma de integrar la muerte a la conciencia
cotidiana, sin gestos retóricos ni dramatismos.
Cerca de la plaza principal de
Coyoacán un organillero toca “la cucaracha”, esa canción divertida y popular
sobre un bicho que ya no puede caminar, y una niña que podría ser su hija baila
la canción con la máscara sonriente de la muerte.
Es una imagen cinematográfica
llena de amor y de humor, al mismo tiempo.
Son días en que los esqueletos
bailan (por algo la expresión popular llama al baile “mover el esqueleto”),
tocan un atabal, toman tequila, se visten de grandes damas o de
revolucionarios, señalan a través de reyes aztecas y mendigos que no hay nada
más democrático que la muerte, como lo hacen los grabados populares que
acompañan la vida cotidiana en tantos altares caseros.
No hay nada en estas
festividades que se aproxime a lo macabro. Nada que no tenga, más bien, un
toque de ternura. No es extraño que la primera imagen que tuviera Malcolm Lowry
a su llegada a México en 1936 fuera la de un día de muertos. Y en medio del
culto mortuorio, una manada de mariposas avanzando hacia su barco. Ese mismo
día su mujer vio desde un balcón del hotel un cortejo que llevaba a cuestas el
pequeño ataúd blanco de un niño, la procesión funeraria y una banda de músicos
que tocaban una música a sus ojos demasiado alegres para el suceso.
Con una imagen similar, con un
enjambre de mariposas y un convite de calaveras en la memoria, regreso a Colombia.
Alguien dirá que pensar en esqueletos a bordo de un avión resulta un
despropósito, pero estos muertos jocosos que en los grabados de Posada y de
Manilla parecen decirnos que mientras haya quién los mire habrá un triunfo sobre
la muerte, me alejan de cualquier sentimiento siniestro.
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