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Textos tomados del portal de la
Fundación de Estudios Latinoamericanos "Rómulo Gallegos" (Celarg) http://www.celarg.org.ve/Espanol/index.htm :
Elogio de las causas discurso del ganador del Premio Rómulo Gallegos William Ospina
La tragedia americana discurso de Roberto Hernández Montoya
William Ospina recibe el Premio Rómulo Gallegos
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Elogio de las causas
William Ospina
Caracas, Agosto 2, 2009
Elogio de las causas discurso del ganador del Premio Rómulo Gallegos William Ospina
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20Elogio%20de%20las%20causas.htm
Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas de América.
Elogio de las causas discurso del ganador del Premio Rómulo Gallegos William Ospina
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20Elogio%20de%20las%20causas.htm
Es para mí un honor y un compromiso llegar a esta tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que, como bien lo dijo aquí mismo Fernando Vallejo, es una de las más altas de América.
Entre los muchos hechos que me han traído hasta aquí, quisiera mencionar dos hechos que ocurrieron hace unos veinte años.
Empezaba la conmemoración del quinto centenario del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, “El país del viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.
También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una “Historia de la poesía colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos.
No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví mi personal descubrimiento de América.
Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado todo vuelo poético. Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos, sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de diente de tiburón y puyas de raya. Alguien ha dicho que hay libros que tienen “todo el abigarramiento de la selva y toda la erudición del Renacimiento”: yo reclamaría ese honor para las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas cosas.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas (*), los que más circulaban en la península. Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista , que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio, procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua, como Juan de Castellanos.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, “Las auroras de sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba “Elogio de las islas occidentales”. Parecían dos pequeños volúmenes, pero cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la sensación ineluctable de estar conociendo mi origen. Contaban a menudo hechos muy dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para nosotros aquellas palabras de Homero: “Los dioses labran desdichas, para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar”.
Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, “Ursúa” y “El país de la canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.
Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza que un asombro inconcluso.
El poema me condujo al ensayo y el ensayo me llevó a la novela: por ello entre esos géneros yo no puedo escoger. Como estados de la materia, como personas de la divinidad, como facultades de la conciencia, como contiguos laboratorios del lenguaje, los géneros se influyen y se aproximan, se apartan y se reencuentran, del mismo modo que en la vida pasamos sin pausa del deslumbramiento a la reflexión, de la reflexión al relato.
Emily Dickinson lo ha dicho de un modo más fino:
Empezaba la conmemoración del quinto centenario del llamado Encuentro de los Mundos, y esa circunstancia me hizo concebir el proyecto de un libro de poemas en el que se oyeran las voces milenarias del continente. Me parecía que en un mundo tan antiguo nosotros no podíamos tener quinientos años; era una desventaja tener apenas quinientos años; y con ese libro de poemas, “El país del viento”, intenté despertar en mí la conciencia de un pasado más hondo y más complejo.
También entonces me pidieron escribir la parte inicial de una “Historia de la poesía colombiana”. Yo intenté brindar allí una muestra de la vasta y dispersa poesía de los pueblos indígenas de Colombia, y después me interné por los meandros de la más ambiciosa de las crónicas de la Conquista, las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos.
No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita. Juan de Castellanos, un poeta bastante descuidado por nuestra tradición, calumniado por una crítica doctrinaria, es el fundador de la poesía escrita en español en República Dominicana, Puerto Rico, Jamaica, Trinidad, Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador y el mundo amazónico. Leyendo ese libro convulsivo e iluminado, ese objeto apasionante de observación y de erudición, yo viví mi personal descubrimiento de América.
Algunos censuraron que yo intentara rescatar del olvido, o del desdén, esa crónica abrumadora escrita en octavas reales a la algunos sabios españoles le habían negado todo vuelo poético. Pero yo hallaba poesía en cada página, pasaba tardes enteras conmovido por las batallas, sorprendido por el vuelo de los pájaros, entretenido por las astucias de los guerreros, deslumbrado por el espectáculo de los pueblos nativos, sobrecogido por la irrupción de los jaguares y de los caimanes, asombrado por la minuciosa descripción de los atavíos de los jefes de Cumaná o por la artesanía de las flechas, hechas con varas tostadas de palma y mortalmente terminadas con puntas de diente de tiburón y puyas de raya. Alguien ha dicho que hay libros que tienen “todo el abigarramiento de la selva y toda la erudición del Renacimiento”: yo reclamaría ese honor para las “Elegías de varones ilustres de Indias”, de Juan de Castellanos, bajo cuyo influjo he trabajado durante tanto tiempo, y de las que espero todavía aprender muchas cosas.
Mientras me adentraba por la obra de ese hombre humilde de Alanís que tuvo la suerte y la valentía de descubrir y de nombrar un mundo, me sorprendió que en 1992, cuando se conmemoraba aquel choque, España hubiera impreso los rostros de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro en los billetes de mil pesetas (*), los que más circulaban en la península. Sentí que España seguía envanecida de sus triunfos guerreros, celebrando el costado épico de la Conquista , que es el que a nosotros más nos aflige, persistiendo en la leyenda insostenible de que esos guerreros fueron paladines de la civilización, y olvidando al mismo tiempo la labor de quienes intentaron verdaderamente establecer la alianza de los mundos, de quienes denunciaban el horror de la Conquista como Bartolomé de las Casas, de quienes interrogaban el mundo americano, como Gonzalo Fernández de Oviedo, de quienes buscaban desesperadamente nombres para todas las cosas, de quienes, más allá de la ambición y la codicia llegaron a amar el territorio, procuraron comprender las culturas indígenas, e iniciaron el mestizaje de la lengua, como Juan de Castellanos.
España había hecho obra de verdadera civilización, pero no lo sabía o no quería saberlo. Prefería envanecerse de haber fundado el imperio más grande del mundo, repetirse que bajo la corona de Carlos V no se ocultaba el sol, porque cuando oscurecía en las sierras de oro de California ya estaba amaneciendo sobre los arrozales de Manila. Y yo lamenté que, fiel a una suerte de envanecimiento bélico, sólo quisiera rendirles culto a sus guerreros, y se olvidara de sus sabios y de sus poetas.
En 1998 fui invitado a participar en los Cursos de Verano del Escorial, y tuve la oportunidad de corregir el libro que escribía entonces sobre Juan de Castellanos, “Las auroras de sangre”, en un hotel en la parte alta de los bosques desde donde se ven las torres del palacio de Felipe II. Y recuerdo que una tarde caminé a solas alrededor de aquella fortaleza impresionante, diciéndome que la España del Renacimiento había sido capaz de labrar esa geometría de rigor y de piedra, pero que en nuestra tierra un solo hombre, al que la experiencia y el amor habían hecho americano, había construido con palabras un monumento aún más perdurable.
No sé si será lícito comparar obras tan disímiles, pero ambas son fruto del talento humano y de su vocación de eternidad, y es de siempre esa emulación entre las palabras y las piedras. Borges nos ha contado que el primer emperador chino, que ordenó construir la muralla, fue el mismo que ordenó en vano quemar los libros; y Nietzsche dijo poderosamente que es más fácil romper una piedra que una palabra.
Fue en un par de pequeños libros editados por Monte Ávila donde conocí la obra de Juan de Castellanos. Eran dos selecciones antológicas del poema, y una de ellas se llamaba “Elogio de las islas occidentales”. Parecían dos pequeños volúmenes, pero cuando los abrí eran mares y selvas, ríos y serpientes, tempestades y muertes; estaban hechos de observación, de paciencia, de esplendor y de sangre, y me produjeron la sensación ineluctable de estar conociendo mi origen. Contaban a menudo hechos muy dolorosos, pero yo sentí, a quinientos años de distancia, que bien podían ser ciertas para nosotros aquellas palabras de Homero: “Los dioses labran desdichas, para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar”.
Una de las cosas más conmovedoras de aquel descubrimiento poético es que nos hacen sentir que estas patrias nuestras son una sola. Para Castellanos hablar de Cubagua y de Manaure, de Pamplona y de Coro, del Chocó y de Maracaibo, de Mocoa y de El Tocuyo, de Cumaná y de Vélez, de Cartagena y de Margarita, es hablar del mismo territorio y de la misma aventura.
Yo he notado que estas novelas que he escrito, “Ursúa” y “El país de la canela”, y que son mi interrogación de quién soy como colombiano, siempre comienzan en Panamá, siempre pasan por Quito y por Cuzco, siempre cruzan por Manaos, y siempre terminan en Margarita y en Santo Domingo. Me gustaría decir de mi patria lo que dijo Carlos Mastronardi de su querida provincia:
Un fresco abrazo de agua la nombra para siempre.
Ese abrazo de sierras, de aguas y de islas define a la Colombia de mis sueños: menos un mapa que una pregunta, menos unas instituciones que una memoria, menos una certeza que un asombro inconcluso.
El poema me condujo al ensayo y el ensayo me llevó a la novela: por ello entre esos géneros yo no puedo escoger. Como estados de la materia, como personas de la divinidad, como facultades de la conciencia, como contiguos laboratorios del lenguaje, los géneros se influyen y se aproximan, se apartan y se reencuentran, del mismo modo que en la vida pasamos sin pausa del deslumbramiento a la reflexión, de la reflexión al relato.
Emily Dickinson lo ha dicho de un modo más fino:
Después de un gran dolor un solemne sentido nos llega,
los nervios reposan severos, como tumbas,
el afligido corazón se pregunta si era él quien sufría,
y si fue ayer, o siglos antes .
La Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para nosotros un solemne sentido. Yo siempre me digo que si bien hubo en su curso muchos crímenes y atrocidades, los hijos de la América Latina no podemos considerar aquella historia como un crimen. Estanislao Zuleta solía recordar que Hegel definió la tragedia como esa situación en la que dos posiciones que tienen cada una su validez se enfrentan y no pueden encontrar una síntesis. Durante mucho tiempo la Conquista fue ese enfrentamiento de posiciones que se validaban cada una a sí misma pero no podían encontrar una síntesis. Aquellos mundos asombrosos: el mundo de los aztecas, de los mayas, de los incas, el esplendor de sus arquitecturas, la finura de sus diseños, la rica narrativa de su orfebrería, la complejidad de sus mitos, el milagro de sus civilizaciones, se validaban totalmente a sí mismos; y aquellos invasores ferozmente cristianos, increíblemente arrojados, despiadadamente ambiciosos, parecían venir llenos sólo de arbitrariedad, de brutalidad, utilizando sin restricción esas armas mortales, los caballos, los perros, la pólvora y el hierro forjado.
Yo he dedicado buena parte de mi vida a tratar de descubrir si esos varones arrogantes y monstruosos, los Cortés y los Pizarro, los Alfinger y los Belalcázar, los Alvarado y los Ursúa, agotan el sentido de la Conquista. Me conmovió más que detrás de ellos hayan venido algunos hombres llenos de sensibilidad y de respeto, en los que había mucho más que ambición y mucho más que crueldad: porque esos hombres nos ayudaron a encontrar esa síntesis que la primera conquista no permitía.
Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los descubrimientos.
Después de cinco siglos de diálogos, de influencias y de mestizajes, no quedan en nuestra América muchos habitantes nativos del territorio, pero también podemos afirmar que quedan muy pocos europeos, que aquí ya casi todos somos mestizos por la sangre o por la cultura. A mí me basta visitar una comunidad nativa para entender que no soy indígena, pero me basta ir a Europa para descubrir que no soy europeo. Y sé que si yo no lo descubro, ellos se encargarán enseguida de recordármelo.
A nosotros nos ha tocado el curioso destino de deplorar la conquista de América en la lengua que nos dejó esa conquista, pero también de avanzar en la demostración de que la lengua que trajeron los conquistadores no es ya la lengua que hablamos. Cinco siglos de sueños y de desmesuras, de asombros y de interrogaciones, de sufrimientos y de deslumbramientos, de aventuras y de maravillas, no sólo han transformado esta lengua sino que la han convertido en una lengua americana, de tal modo, que es evidente que España no es ya la dueña de la lengua sino sólo una de sus provincias.
La parte más compleja del idioma, la más agitada, hoy, y la más perpleja, palpita de este costado del mar, y ello no significa que España no cree y no sueñe. Significa que de este lado del mar están hace ya mucho tiempo las tierras sedientas donde se sueñan los Quijotes, las fronteras culturales que engendran los culteranismos, las tierras de nadie donde se descubren los ríos profundos y las selvas del alma.
Hace diecisiete años, cuando se conmemoraba el quinto centenario, había personas sensibles y conmovidas que querían salir a las costas de República Dominicana a decirle a Colón que no desembarcara. Era un ilustre sueño, como para Bradbury, para escritores de ciencia ficción. Pero todos sabemos que es tarde para decirle a Colón que no desembarque. No sólo vibra y resuena por todas partes en América esta lengua que es hija rebelde de esa conquista, sino que aquí ha vivido algunas de sus más altas aventuras, y ha forjado algunas de sus más bellas músicas.
Nadie puede negar, ni siquiera en España, que nunca sonó tan bella y tan dulce la lengua castellana como en los labios de ese indio nicaragüense que se llamaba Rubén Darío.
España vivió su terrible aventura americana, pero es preciso recordar que pagó por ella. Muchos americanos solemos olvidar que hace ya dos siglos le cobramos a España su deuda, y que esa hazaña de arrebatarle al viejo imperio las tierras y los sueños, esa hazaña de tomar posesión del mundo americano y de aplicarnos a interrogarlo, redescubrirlo y engrandecerlo, es lo que nos dio derecho a ser distintos, a dialogar con Europa en condiciones de igualdad. Sería triste que tuviéramos hoy mucho que cobrarle a España y a Europa: eso significaría que no creemos en la grandeza y en la contundencia de las hazañas y los sacrificios que enfrentaron aquellas generaciones heroicas que construyeron con infinitas penalidades estas patrias nuestras. Y lo que ahora tenemos qué responder es qué hemos hecho y qué hemos dejado de hacer con nuestra América, en estos dos siglos de vida independiente.
Cuando yo estudio la vida del libertador Simón Bolívar, casi no puedo creer lo que estoy leyendo. Esa aventura parecía irrealizable. Aquel hombre estaba poseído por una energía casi sobrenatural. Parece imposible sobreponerse a tantas adversidades, renacer de ese modo de las derrotas, una vez y otra vez. Ver la Primera República Venezolana derrotada por las fuerzas de Monteverde; ver al padre de estas patrias caminando solitario y vencido por las playas de Curacao, sin esperanza verosímil; y verlo entrar increíblemente victorioso un año después en Caracas, a la cabeza de una tropa de soldados de Mompox y de Mérida, de Cúcuta y de Barquisimeto. Ver la Segunda República Venezolana humeando entre las ruinas, a los propios llaneros dando muerte al sueño de la libertad, y ver a Bolívar otra vez derrotado y expulsado, caminando pobre y solo por las playas de Jamaica, después de haber presenciado las mayores desgracias. Y ver cómo ese hombre inexplicable, ante una catástrofe que habría desalentado y anulado a cualquier otro, se alza de nuevo de su derrota, ya no pensando en liberar a Venezuela y a la Nueva Granada sino convencido de que va a liberar al continente entero, es algo que conmueve y abruma. Nos da una idea distinta de nuestro propio temple, de la fibra del hombre americano.
Es notable ver cómo Bolívar se enfrentó a los que creían que la Independencia era un asunto de razas, que había que entronizar a los indios o a los negros, y expulsar a los blancos de América. Ver cómo Bolívar comprendió que, después de tres siglos de horrores y de amores, ya no se podía hablar de un continente indígena o de un continente africano, sino sólo de un continente americano. Para resucitar la Arcadia indígena Bolívar mismo habría tenido que irse; para hacer nacer la Arcadia negra y mulata de Piar, Bolívar habría tenido que ser hijo sólo de su amada nodriza Hipólita, la tierna madre que le dio el destino.
Creo que es necesario afirmarnos en nuestra memoria indígena milenaria, en la sabiduría de esas lenguas que dialogaron aquí durante miles de años con el territorio, con el clima, con la vegetación, con el cielo. Pero creo que es también necesario afirmarnos en nuestra particular condición de europeos, enriquecida para siempre por todos los aportes de la historia. Y si bien es tarde para decirle a Colón que no desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África.
Yo diría que a un latinoamericano se lo reconoce porque su inteligencia europea esté llena de inesperados atajos indígenas, de los caminos oblicuos del pensamiento mágico. En eso tenemos un parentesco con lo más inspirado de la tradición norteamericana. En su relación con la naturaleza habría que decir que Whitman ofició en su espíritu como el último indio de Norteamérica. Que Emily Dickinson, contrariando la lógica de la línea recta y de las verdades que se chocan, nos dejó aquellas sabias palabras:
Dí toda la verdad mas dila al sesgo,
el arte está en decirla oblicuamente.
Y también tenemos un parentesco con lo más rebelde de la tradición europea. También Novalis, como si fuera un indígena precristiano, fue capaz de decir que
La poesía cura las heridas que la razón inflige.
Es aquí donde a alguien se le ha ocurrido definir al día con esta imagen:
Un relámpago con hocico de tigre.
Y hay allí una persistencia del mundo mítico indígena que no cabe del todo en el universo mental de Occidente.
A comienzos del siglo XX, Europa, hastiada de guerras y de verdades racionales excluyentes, buscaba en el lenguaje el bálsamo de otras lógicas, de otros caminos para la vida, y trató de encontrar esos recursos nuevos en la libre asociación, en la ilógica de los sueños, en la escritura automática, y engendró el dadaísmo y el surrealismo. Algunos de nuestros poetas comprendieron que nosotros teníamos en el mundo indígena y en el mundo africano esas otras lógicas que la civilización necesitaba. Y es tal vez por eso que Gallegos y Rivera, que César Vallejo y López Velarde, que Barba Jacob y Gabriela Mistral, que Borges y Neruda, que Rulfo y Aurelio Arturo, que Carpentier y García Márquez han conmovido al mundo. Han hecho nacer una literatura que ya no se debe exclusivamente a la tradición occidental, que oye los ríos profundos, que quiere capturar en las palabras el misterio de la llanura y de la selva, el barro de los huesos andinos y “el relámpago verde de los loros”. Nuestra literatura no dice: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, sino que dice, humilde y misteriosamente:
Apoya tu fatiga en mi fatiga,
que yo mi pena apoyaré en tu pena.
Sería vanidad pretender que somos radicalmente distintos de otros pueblos, que nuestra literatura sueña cosas que otros jamás soñaron. Pero sí es posible decir que algunas cosas que ha dicho nuestra literatura suenan nuevas en el cántaro de la tradición, y que cosas que antes dijeron otros las hemos hecho salir no de nuestra memoria sino de nuestra experiencia. Aquellos versos tan nobles de Lope de Vega:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras,
qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
comparten el mismo azorado asombro, el mismo peso de contrición humana que estos de César Vallejo:
Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.
No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: qué poco he muerto!
En esta tarde todos, todos pasan,
sin preguntarme ni pedirme nada…
Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.
He salido a la puerta,
Y me dan ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!
Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.
Hoy no ha venido nadie,
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!
Ese desorden de los sentidos que buscaba Rimbaud, como gran instrumento de poesía moderna, y que los surrealistas creyeron encontrar en la libre asociación, en la lógica de los sueños y en un esfuerzo de arbitrariedad, nosotros lo encontramos más fácil y más naturalmente en la encrucijada de nuestras sangres y en el hondo y aún indescifrado camino de nuestras anudadas mitologías.
Pero quisiera señalar también que el cruce de las culturas europeas con las culturas indígenas pudo haberse resuelto entre nosotros para siempre en odio y en amargura, si no hubiera llegado al mismo tiempo esa fiesta del color y del ritmo, esa ternura y esa energía que son el hondo aporte de los hijos de África. Nadie como ellos nos ha enseñado a perdonar, nadie como ellos ha sabido desprenderse de los dogmas de la memoria, aceptando que la memoria está en el ritmo y en el cuerpo; nadie como ellos nos ha enseñado a entrar en el futuro sin resentimientos. El aporte de África es el más musical de nuestros componentes, y la música sabe enlazar la soberbia con la amargura, la tristeza con la fiesta, el odio con el perdón.
Creo que Juan de Castellanos lo intuyó cuando se propuso hacer de la historia de la conquista no un cuento sino un canto; pero tenían que pasar los siglos y los duelos, los amores y las guerras, los besos y las mitologías, para que nuestra lengua, reinventada en América, fuera capaz de Gallegos y de Rivera, de Othon y de Mastronardi, de Arguedas y de Cesar Vallejo, de Palés Matos y de Aurelio Arturo. Para que nuestra lengua fuera capaz de Pérez Bonalde y de López Velarde, de Neruda y de García Márquez.
Cuando ya se tiene una tradición como esa, una de las tradiciones literarias más ricas del planeta, ya no necesitamos arrepentirnos de la complejidad de nuestros orígenes. Ya podemos mirar la historia universal, y la historia de España, y la historia de América, y decirnos, con amor, como el poeta:
Se precisaron todas esas cosas,
para que nuestras manos se encontraran.
Muchas gracias.
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(*) NoTiCas de NTC … : Imágenes de los billetes en : http://ntc-documentos.blogspot.com/2009_07_28_archive.html
++++
La tragedia americana
La tragedia americana discurso de Roberto Hernández Montoya
Roberto Hernández Montoya
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20La%20tragedia%20americana.htm
Discurso en ocasión de la entrega del XVI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a William Ospina por su novela El país de la canela .
Caracas, 2 de agosto de 2009
Uno de los ejercicios más difíciles es evitar sentir rabia ante la barbarie. ¿Cómo ser científico ante el exterminio de decenas de millones de seres humanos en tan pocos años? ¿Cómo ser imparcial ante la demolición en pocas horas de la ciudad Cusco que, según las descripciones, desbordaba caudalosamente el calificativo de maravillosa?
Descendemos de Guaicaipuro y de los que mataron a Guaicaipuro. Es duro descender de una tragedia. Pero peor que la tragedia es ignorar la tragedia. Hay que asumirla de frente, dialécticamente, con la tenaz franqueza con que debemos asumir la muerte o la dolencia. Disimular la tragedia es correr el riesgo de repetirla como comedia, como enseñó Karl Marx.
Pero asumir la tragedia no nos autoriza a buscar culpables donde no están. Una vez un mexicano reclamó a don Ramón del Valle Inclán que los abuelos de este habían asesinado a Montezuma. Don Ramón le respondió:
—Han de haber sido los suyos, porque los míos se han quedado en Galicia.
No debemos comportarnos como el tonto aquel del chiste, que agredió a un español apenas se enteró de la tragedia. Porque no es cuestión de nacionalidad, ni todo alemán es nazi ni todo judío sionista. Pero, con todo el respeto, no me parece recomendable pensar como Jorge Luis Borges, que la tragedia de América es igual a la que enfrentó a romanos y cartagineses. Primero porque no guarda proporciones, al menos en cantidad de gente sacrificada, aunque sí en cuanto a destrucción de una nación. En segundo lugar porque el proceso aún no ha terminado. Solo ha tomado otras formas, golpes de Estado, invasiones, exterminio de la más grande biodiversidad del planeta, latifundio —mediático y del otro—, sicariato, paramilitares, bases imperiales y otros trastornos de homo demens, como Edgar Morin nos llama a los humanos. Son otras formas para el mismo fin. ¿Cuál fin?
He aquí un buen punto de partida para serenarnos y enfocar la tragedia por su flanco tal vez más inteligible. No solo fue que simplemente unos forajidos asaltaron un continente y destruyeron sus civilizaciones. Eso ocurrió, claro. Pero ¿por qué? Nos interesan, pues, por igual, los motivos y los resultados.
Una vez, conversando sobre este tema recurrente en la Plaza España de Santo Domingo, caí en cuenta súbita de que lo que hoy llamamos globalización nació precisamente en ese mero lugar, tal vez en la mesa misma en que me hallaba conversando amablemente. Allí precisamente, donde comienza la acción de El país de la canela, la novela que hoy premiamos con tanto placer y tanto honor.
El marxismo habla de acumulación originaria, primitiva o primigenia ( ursprüngliche Akkumulation ), cuando los medios de producción quedaron en manos de una minoría estructurada, con conciencia de sí misma. Así lo describió Marx en el capítulo 31 de El capital :
El descubrimiento de oro y plata en América, la extirpación, esclavización y tapiamiento en minas de la población indígena de ese continente, los comienzos de la conquista y saqueo de la India y la conversión del África en un coto para la cacería comercial de pieles negras, caracterizan la aurora de la producción capitalista. Esos procesos idílicos son los momentos principales de la acumulación primigenia.
Esta minoría desarrolló una ideología formidable, basada en el propio Adam Smith, que Marx resume así en el capítulo 24 de El capital :
Esta acumulación originaria desempeña en economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una élite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa (que aún hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propios personas) y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo.
Es así como suele pensar la élite en este mundo globalizado y como seguramente ha pensado a través de la historia. Es el mito complementario que concibe a aquellos conquistadores como simples malvados por naturaleza. Podemos encontrar ambos mitos por todas partes, en cualquier momento, sin necesidad de aguzar mucho el oído. Así como los dominantes son representados como malvados «naturales», los pobres no solo son vistos como holgazanes, sino «feos, sucios y malos», según la fórmula consagrada en la película inolvidable de: Brutti, sporchi e cattivi (1976) . Así discurrieron y discurren todavía sobre los indios los conquistadores y sus descendientes históricos. Incluso llegaron a pensar que no tenían alma, hasta que el Papa dijo que sí tenían, modo de declarar: «¡Esos indios son míos!». Muchos oligarcas piensan aún que indio no es gente, cuando lo cazan desde sus avionetas, por ejemplo, por diversión o para quitarle las tierras, generalmente ambas cosas. De no tener humanidad a la comodidad del exterminio no hay sino un paso. Es decir, apenas dejan de ser útiles, los explotados se vuelven desechables, como se ha visto en diversas ocasiones, como leemos atónitos en El país de la canela .
No se trata, sin embargo, del mismo exterminio de judíos en la Segunda Guerra Mundial. No es la ocasión para detenerse en la consideración pormenorizada de esa otra tragedia, igualmente dolorosa, pero creo que bastará decir que en lo que hoy llamamos América los conquistadores no se propusieron extinguir la totalidad de la población indígena, sino apartar a los que se opusieron tenazmente a la dominación y a la consiguiente explotación y a los que sobraban para las tareas pendientes. Era una población talla única, pues se exterminaba a los que sobraban y se importaba a los que hacían falta.
Pero esta otra población esclava africana fue sometida a un trato tan atroz que hacía que cada tanto hubiese que comprar relevo, pues se moría en masa. Tan extremada fue aquella esclavitud que aún resuena en ese eco repugnante que es el racismo. El exterminio nazi de judíos procedió al revés: comenzó con el racismo, pasó por los pogromos y terminó en Auschwitz.
Los conquistadores del siglo XVI no tuvieron que negociar con los conquistados, como hicieron los romanos. Estos tenían que regatear, porque los colonizados tenían un poderío militar comparable al romano, de modo que el Imperio acordaba pactos de no agresión y de mutuo auxilio ante enemigos comunes. De resto el colonizado podía conservar sus dioses y su organización social. Pero en lo que hoy llamamos América los conquistadores no tuvieron que negociar nada, pues tenían
• Armas infinitamente más mortíferas que la macana y la flecha indígenas, amén de un arte militar ejercitado en Roma y enriquecido en las mil guerras medievales.
• Embarcaciones intercontinentales, metales y caballos.
• Una religión que se había alimentado en la dialéctica griega y los misterios egipcios, así como en la tradición ético-salvadora judía y que había servido a sus feligreses para quemarse mutuamente durante 1500 años —por amor, se entiende.
• Una visión global del mundo, que más nadie tenía y, por último,
• El arsenal intelectual del Renacimiento, que a su vez se alimentó recursivamente del hallazgo de América.
¿Cómo logra uno perder la sensibilidad como para acometer semejantes matanzas masivas? Entra en esto a funcionar lo que Ludovico Silva, basado en Marx, llamó la plusvalía ideológica, es decir, la representación oportuna y congruentemente invertida de la realidad, para justificar cualquier tropelía que nos convenga ( La plusvalía ideológica , Caracas: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1970). Por eso Marx hablaba de la camera obscura , que invertía la realidad que reflejaba. Mijaíl Bajtin añadió a la metáfora del reflejo la de la refracción: el lenguaje, decía Bajtin, refleja y refracta la realidad ( El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires: Nueva Visión, 1976). Por ese camino acrítico llega un punto en que cualquiera de nosotros puede devenir exterminador —ángel o no—, torturador, golpista o burócrata intelectual de la ultraderecha racista y genocida.
Todo esto es la consecuencia de la aparición no ya de la ciudad-Estado o de la nación-Estado, sino del planeta-Estado. No había otro modo de incorporar a la economía-globo a una población estructurada en imperios como el azteca o el inca, ya consolidados desde hacía varias eras históricas. Aunque esos imperios fueron infinitamente más simples de someter que la miríada de comunidades levantiscas de territorios periféricos, como el venezolano, por ejemplo, que tomó mucho más tiempo y mucho más esfuerzo histórico y con el que ni aztecas ni incas alcanzaron o simplemente no pudieron de tan rebeldes que fueron Anacaona y Guaicaipuro, para solo citar a dos de los más valientes.
Sorprende así cómo ese capitalismo primitivo arrasó con su simplismo ideológico estructuras civilizatorias tan refinadas, cuya riqueza no completamente perdida, hoy recreada día a día, admiraremos y gozaremos para siempre en nosotros mismos, sus descendientes y albaceas para beneficio de la humanidad entera.
Devastación es la palabra. En nombre de una democracia que jamás ha respetado y de una civilización que tampoco ha honrado, el imperialismo que entonces nació y aún vive destruye precisamente una de las cunas de esa civilización, la Biblioteca de Bagdad, sin ir más lejos en el tiempo, junto con los descendientes de los que compusieron el primer ejemplar de Las mil y una noches o las miles de tablillas sumerias que no habían sido descifradas aún. Tal vez subsistan por allí en alguna colección privada, dispersadas, desestructuradas, inaccesibles para la humanidad que tiene derecho a ellas. Ojalá no hayan ordenado su destrucción.
¿Qué fuerzas se oponen a las de esta tragedia? Fuerzas revolucionarias, hondamente heterogéneas , que presentan dificultades enormes para afianzarse en sí mismas antes de enfrentar la barbarie civilizatoria (no es por un simple gusto por la paradoja que uso esta extraña fórmula de barbarie civilizatoria , sino por el recuerdo de que Theodor Adorno señaló que toda civilización comporta un fondo de barbarie). Esas fuerzas revolucionarias que se proponen enfrentar la poderosa cohesión de la burguesía tienen que comenzar por encarar su propia incoherencia. Me refiero al revolucionario que no logra vencer en sí mismo la ideología que combate. Es una lucha mucho más esencial y formidable que enfrentar al Otro, porque si no es fácil es al menos simple luchar contra el burgués rechoncho pero sin lograr vencer mi propia codicia. Es simple porque permite ver la paja en el ojo ajeno y ocultar la viga en el propio. Como se ve, no es una lucha imposible, pero sí radical.
Desde Cien años de soledad no me sedujo tanto una novela como lo hizo El país de la canela . Emula ella lo que el mismo William Ospina nos enseñó a admirar en Las elegías de los varones ilustres de Indias , de Juan de Castellanos, en su obra magistral Auroras de sangre : que la poesía no solo no estorba la narración, sino que la constituye poderosamente. El género épico lo consiente y es que, me parece, El país de la canela es un poema épico de esa aurora de sangre que fue nuestro nacimiento como continente.
Los hechos que refiere son de una magnitud desmesurada, como solo puede serlo recorrer el Amazonas con aquellas naves precarias, improvisadas en una selva no solo desconocida sino descomedida para aquellos europeos de campiña amena y bosque bucólico que cantaron en églogas los pastores Salicio y Nemoroso. Porque así como estamos autorizados a vituperar a aquellos patibularios, también estamos obligados a admirar la magnitud de su obstinación y de su energía histórica. Me pregunto cuántas personas osan hoy atravesar, completo, el río Amazonas desde antes de que se llame Amazonas. Aquellos varones —porque fue empresa varonil casi exclusivamente, al menos en su fase humanamente menos presentable— atravesaron aquella desproporción de territorio en que, como en Macondo, las cosas no tenían nombre aún y había que señalarlas con el dedo.
Hasta tal punto fue masculina aquella empresa que las únicas mujeres que figuran en ella son precisamente las Amazonas, mujeres míticas tan viriles como desmesuradas, que aquellos varones, tal vez no tan ilustres y sin mujeres, deliraron en su paso por el río descomunal, tanto que a veces dudamos que sea realmente un río. Hubo otra mujer desmesurada en su complejidad: La Malinche. A la aguerrida Anacaona la terminaron asesinando a tración. ¡Cómo ha sido difícil reincorporar a la mujer a esta historia que estamos construyendo, enfrentando aquella exclusión radical de su presencia! El machismo es otro eco repugnante de esa aurora de sangre.
El país de la canela es un viaje épico hacia el fondo no solo de este continente, sino hacia nosotros mismos como actores de una tragedia que aún no termina, pero que está en nuestras mentes y manos dejar atrás para siempre, apenas logremos conjurar dentro de nosotros mismos los demonios que heredamos de esa aurora de sangre.
++++
William Ospina al recibir el Rómulo Gallegos
William Ospina recibe el Premio Rómulo Gallegos
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20William%20Ospina%20recibe%20PRG.htm
"No podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista"
El Ministerio del Poder Popular para la Cultura , a través de la Fundación Celarg llevó a cabo este domingo 2 de agosto la entrega del XVI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a William Ospina por su obra El país de la canela . La Sala de teatro 1 del Celarg sirvió de escenario para el evento.
El acto contó con la presencia del Ministro de la Cultura , Héctor Soto, el presidente del Celarg, Roberto Hernández Montoya y el escritor Humberto Mata presidente del Jurado de esta Edición del Premio.
William Ospina comenzó su discurso agradeciendo haber llegado a la tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que según Fernando Vallejo, es una de las más altas de América. El escritor centró sus palabras en las vivencias que le permitieron interesarse en la historia del descubrimiento de América y que lo llevó a escribir una trilogía en torno al tema.
Un poema de Juan de Castellanos, cronista de la Conquista, fue lo que indujo a William Ospina a contar la historia en sentido poético y a vivir individualmente el descubrimiento de América. “No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita”, expresó el escritor.
Ospina manifestó que conoció la obra de Juan de Castellanos gracias a un par de libros editados por Monte Ávila. Para el escritor, “ la Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para nosotros un solemne sentido”.
Además, el poeta comentó que “he notado que estas novelas que he escrito, ( Ursúa y El país de la canela ) son mi interrogación de quién soy como colombiano”, pues el autor quisiera definir a Colombia como un abrazo de sierras, de aguas y de islas.
“Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los descubrimientos, afirmó.
Por su parte, el presidente del Celarg, Roberto Hernández Montoya, aseguró que desde Cien años de soledad , de Gabriel García Márquez, no había sido seducido por una novela hasta que leyó El país de la canela, pues esta refleja que la poesía no estorba la narración sino que la constituye poderosamente. “ El país de la canela es un poema épico de esa aurora de sangre que fue nuestro nacimiento como continente”, dijo Hernández Montoya.
El acto culminó con las palabras de el ministro Héctor Soto, quien afirmó que Colombia y Venezuela son una misma gente, un mismo pueblo, un mismo sentimiento. La cantante venezolana Cecilia Todd, interpretó un variado repertorio en honor al llano venezolano. Tambien amenizaron la velada los músicos llaneros Eudes Álvarez y José María Rocha.
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La tragedia americana
La tragedia americana discurso de Roberto Hernández Montoya
Roberto Hernández Montoya
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20La%20tragedia%20americana.htm
Discurso en ocasión de la entrega del XVI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a William Ospina por su novela El país de la canela .
Caracas, 2 de agosto de 2009
Uno de los ejercicios más difíciles es evitar sentir rabia ante la barbarie. ¿Cómo ser científico ante el exterminio de decenas de millones de seres humanos en tan pocos años? ¿Cómo ser imparcial ante la demolición en pocas horas de la ciudad Cusco que, según las descripciones, desbordaba caudalosamente el calificativo de maravillosa?
Descendemos de Guaicaipuro y de los que mataron a Guaicaipuro. Es duro descender de una tragedia. Pero peor que la tragedia es ignorar la tragedia. Hay que asumirla de frente, dialécticamente, con la tenaz franqueza con que debemos asumir la muerte o la dolencia. Disimular la tragedia es correr el riesgo de repetirla como comedia, como enseñó Karl Marx.
Pero asumir la tragedia no nos autoriza a buscar culpables donde no están. Una vez un mexicano reclamó a don Ramón del Valle Inclán que los abuelos de este habían asesinado a Montezuma. Don Ramón le respondió:
—Han de haber sido los suyos, porque los míos se han quedado en Galicia.
No debemos comportarnos como el tonto aquel del chiste, que agredió a un español apenas se enteró de la tragedia. Porque no es cuestión de nacionalidad, ni todo alemán es nazi ni todo judío sionista. Pero, con todo el respeto, no me parece recomendable pensar como Jorge Luis Borges, que la tragedia de América es igual a la que enfrentó a romanos y cartagineses. Primero porque no guarda proporciones, al menos en cantidad de gente sacrificada, aunque sí en cuanto a destrucción de una nación. En segundo lugar porque el proceso aún no ha terminado. Solo ha tomado otras formas, golpes de Estado, invasiones, exterminio de la más grande biodiversidad del planeta, latifundio —mediático y del otro—, sicariato, paramilitares, bases imperiales y otros trastornos de homo demens, como Edgar Morin nos llama a los humanos. Son otras formas para el mismo fin. ¿Cuál fin?
He aquí un buen punto de partida para serenarnos y enfocar la tragedia por su flanco tal vez más inteligible. No solo fue que simplemente unos forajidos asaltaron un continente y destruyeron sus civilizaciones. Eso ocurrió, claro. Pero ¿por qué? Nos interesan, pues, por igual, los motivos y los resultados.
Una vez, conversando sobre este tema recurrente en la Plaza España de Santo Domingo, caí en cuenta súbita de que lo que hoy llamamos globalización nació precisamente en ese mero lugar, tal vez en la mesa misma en que me hallaba conversando amablemente. Allí precisamente, donde comienza la acción de El país de la canela, la novela que hoy premiamos con tanto placer y tanto honor.
El marxismo habla de acumulación originaria, primitiva o primigenia ( ursprüngliche Akkumulation ), cuando los medios de producción quedaron en manos de una minoría estructurada, con conciencia de sí misma. Así lo describió Marx en el capítulo 31 de El capital :
El descubrimiento de oro y plata en América, la extirpación, esclavización y tapiamiento en minas de la población indígena de ese continente, los comienzos de la conquista y saqueo de la India y la conversión del África en un coto para la cacería comercial de pieles negras, caracterizan la aurora de la producción capitalista. Esos procesos idílicos son los momentos principales de la acumulación primigenia.
Esta minoría desarrolló una ideología formidable, basada en el propio Adam Smith, que Marx resume así en el capítulo 24 de El capital :
Esta acumulación originaria desempeña en economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una élite diligente, y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes. Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa (que aún hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propios personas) y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo.
Es así como suele pensar la élite en este mundo globalizado y como seguramente ha pensado a través de la historia. Es el mito complementario que concibe a aquellos conquistadores como simples malvados por naturaleza. Podemos encontrar ambos mitos por todas partes, en cualquier momento, sin necesidad de aguzar mucho el oído. Así como los dominantes son representados como malvados «naturales», los pobres no solo son vistos como holgazanes, sino «feos, sucios y malos», según la fórmula consagrada en la película inolvidable de: Brutti, sporchi e cattivi (1976) . Así discurrieron y discurren todavía sobre los indios los conquistadores y sus descendientes históricos. Incluso llegaron a pensar que no tenían alma, hasta que el Papa dijo que sí tenían, modo de declarar: «¡Esos indios son míos!». Muchos oligarcas piensan aún que indio no es gente, cuando lo cazan desde sus avionetas, por ejemplo, por diversión o para quitarle las tierras, generalmente ambas cosas. De no tener humanidad a la comodidad del exterminio no hay sino un paso. Es decir, apenas dejan de ser útiles, los explotados se vuelven desechables, como se ha visto en diversas ocasiones, como leemos atónitos en El país de la canela .
No se trata, sin embargo, del mismo exterminio de judíos en la Segunda Guerra Mundial. No es la ocasión para detenerse en la consideración pormenorizada de esa otra tragedia, igualmente dolorosa, pero creo que bastará decir que en lo que hoy llamamos América los conquistadores no se propusieron extinguir la totalidad de la población indígena, sino apartar a los que se opusieron tenazmente a la dominación y a la consiguiente explotación y a los que sobraban para las tareas pendientes. Era una población talla única, pues se exterminaba a los que sobraban y se importaba a los que hacían falta.
Pero esta otra población esclava africana fue sometida a un trato tan atroz que hacía que cada tanto hubiese que comprar relevo, pues se moría en masa. Tan extremada fue aquella esclavitud que aún resuena en ese eco repugnante que es el racismo. El exterminio nazi de judíos procedió al revés: comenzó con el racismo, pasó por los pogromos y terminó en Auschwitz.
Los conquistadores del siglo XVI no tuvieron que negociar con los conquistados, como hicieron los romanos. Estos tenían que regatear, porque los colonizados tenían un poderío militar comparable al romano, de modo que el Imperio acordaba pactos de no agresión y de mutuo auxilio ante enemigos comunes. De resto el colonizado podía conservar sus dioses y su organización social. Pero en lo que hoy llamamos América los conquistadores no tuvieron que negociar nada, pues tenían
• Armas infinitamente más mortíferas que la macana y la flecha indígenas, amén de un arte militar ejercitado en Roma y enriquecido en las mil guerras medievales.
• Embarcaciones intercontinentales, metales y caballos.
• Una religión que se había alimentado en la dialéctica griega y los misterios egipcios, así como en la tradición ético-salvadora judía y que había servido a sus feligreses para quemarse mutuamente durante 1500 años —por amor, se entiende.
• Una visión global del mundo, que más nadie tenía y, por último,
• El arsenal intelectual del Renacimiento, que a su vez se alimentó recursivamente del hallazgo de América.
¿Cómo logra uno perder la sensibilidad como para acometer semejantes matanzas masivas? Entra en esto a funcionar lo que Ludovico Silva, basado en Marx, llamó la plusvalía ideológica, es decir, la representación oportuna y congruentemente invertida de la realidad, para justificar cualquier tropelía que nos convenga ( La plusvalía ideológica , Caracas: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1970). Por eso Marx hablaba de la camera obscura , que invertía la realidad que reflejaba. Mijaíl Bajtin añadió a la metáfora del reflejo la de la refracción: el lenguaje, decía Bajtin, refleja y refracta la realidad ( El signo ideológico y la filosofía del lenguaje, Buenos Aires: Nueva Visión, 1976). Por ese camino acrítico llega un punto en que cualquiera de nosotros puede devenir exterminador —ángel o no—, torturador, golpista o burócrata intelectual de la ultraderecha racista y genocida.
Todo esto es la consecuencia de la aparición no ya de la ciudad-Estado o de la nación-Estado, sino del planeta-Estado. No había otro modo de incorporar a la economía-globo a una población estructurada en imperios como el azteca o el inca, ya consolidados desde hacía varias eras históricas. Aunque esos imperios fueron infinitamente más simples de someter que la miríada de comunidades levantiscas de territorios periféricos, como el venezolano, por ejemplo, que tomó mucho más tiempo y mucho más esfuerzo histórico y con el que ni aztecas ni incas alcanzaron o simplemente no pudieron de tan rebeldes que fueron Anacaona y Guaicaipuro, para solo citar a dos de los más valientes.
Sorprende así cómo ese capitalismo primitivo arrasó con su simplismo ideológico estructuras civilizatorias tan refinadas, cuya riqueza no completamente perdida, hoy recreada día a día, admiraremos y gozaremos para siempre en nosotros mismos, sus descendientes y albaceas para beneficio de la humanidad entera.
Devastación es la palabra. En nombre de una democracia que jamás ha respetado y de una civilización que tampoco ha honrado, el imperialismo que entonces nació y aún vive destruye precisamente una de las cunas de esa civilización, la Biblioteca de Bagdad, sin ir más lejos en el tiempo, junto con los descendientes de los que compusieron el primer ejemplar de Las mil y una noches o las miles de tablillas sumerias que no habían sido descifradas aún. Tal vez subsistan por allí en alguna colección privada, dispersadas, desestructuradas, inaccesibles para la humanidad que tiene derecho a ellas. Ojalá no hayan ordenado su destrucción.
¿Qué fuerzas se oponen a las de esta tragedia? Fuerzas revolucionarias, hondamente heterogéneas , que presentan dificultades enormes para afianzarse en sí mismas antes de enfrentar la barbarie civilizatoria (no es por un simple gusto por la paradoja que uso esta extraña fórmula de barbarie civilizatoria , sino por el recuerdo de que Theodor Adorno señaló que toda civilización comporta un fondo de barbarie). Esas fuerzas revolucionarias que se proponen enfrentar la poderosa cohesión de la burguesía tienen que comenzar por encarar su propia incoherencia. Me refiero al revolucionario que no logra vencer en sí mismo la ideología que combate. Es una lucha mucho más esencial y formidable que enfrentar al Otro, porque si no es fácil es al menos simple luchar contra el burgués rechoncho pero sin lograr vencer mi propia codicia. Es simple porque permite ver la paja en el ojo ajeno y ocultar la viga en el propio. Como se ve, no es una lucha imposible, pero sí radical.
Desde Cien años de soledad no me sedujo tanto una novela como lo hizo El país de la canela . Emula ella lo que el mismo William Ospina nos enseñó a admirar en Las elegías de los varones ilustres de Indias , de Juan de Castellanos, en su obra magistral Auroras de sangre : que la poesía no solo no estorba la narración, sino que la constituye poderosamente. El género épico lo consiente y es que, me parece, El país de la canela es un poema épico de esa aurora de sangre que fue nuestro nacimiento como continente.
Los hechos que refiere son de una magnitud desmesurada, como solo puede serlo recorrer el Amazonas con aquellas naves precarias, improvisadas en una selva no solo desconocida sino descomedida para aquellos europeos de campiña amena y bosque bucólico que cantaron en églogas los pastores Salicio y Nemoroso. Porque así como estamos autorizados a vituperar a aquellos patibularios, también estamos obligados a admirar la magnitud de su obstinación y de su energía histórica. Me pregunto cuántas personas osan hoy atravesar, completo, el río Amazonas desde antes de que se llame Amazonas. Aquellos varones —porque fue empresa varonil casi exclusivamente, al menos en su fase humanamente menos presentable— atravesaron aquella desproporción de territorio en que, como en Macondo, las cosas no tenían nombre aún y había que señalarlas con el dedo.
Hasta tal punto fue masculina aquella empresa que las únicas mujeres que figuran en ella son precisamente las Amazonas, mujeres míticas tan viriles como desmesuradas, que aquellos varones, tal vez no tan ilustres y sin mujeres, deliraron en su paso por el río descomunal, tanto que a veces dudamos que sea realmente un río. Hubo otra mujer desmesurada en su complejidad: La Malinche. A la aguerrida Anacaona la terminaron asesinando a tración. ¡Cómo ha sido difícil reincorporar a la mujer a esta historia que estamos construyendo, enfrentando aquella exclusión radical de su presencia! El machismo es otro eco repugnante de esa aurora de sangre.
El país de la canela es un viaje épico hacia el fondo no solo de este continente, sino hacia nosotros mismos como actores de una tragedia que aún no termina, pero que está en nuestras mentes y manos dejar atrás para siempre, apenas logremos conjurar dentro de nosotros mismos los demonios que heredamos de esa aurora de sangre.
++++
William Ospina al recibir el Rómulo Gallegos
William Ospina recibe el Premio Rómulo Gallegos
http://www.celarg.org.ve/Espanol/(AGOSTO%202009)%20William%20Ospina%20recibe%20PRG.htm
"No podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista"
El Ministerio del Poder Popular para la Cultura , a través de la Fundación Celarg llevó a cabo este domingo 2 de agosto la entrega del XVI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos a William Ospina por su obra El país de la canela . La Sala de teatro 1 del Celarg sirvió de escenario para el evento.
El acto contó con la presencia del Ministro de la Cultura , Héctor Soto, el presidente del Celarg, Roberto Hernández Montoya y el escritor Humberto Mata presidente del Jurado de esta Edición del Premio.
William Ospina comenzó su discurso agradeciendo haber llegado a la tribuna del Premio Rómulo Gallegos, que según Fernando Vallejo, es una de las más altas de América. El escritor centró sus palabras en las vivencias que le permitieron interesarse en la historia del descubrimiento de América y que lo llevó a escribir una trilogía en torno al tema.
Un poema de Juan de Castellanos, cronista de la Conquista, fue lo que indujo a William Ospina a contar la historia en sentido poético y a vivir individualmente el descubrimiento de América. “No sabía yo que aquel poema iba a ocupar veinte años de mi vida. Comprendí que nuestra literatura continental había comenzado no con un cuento sino con un canto, con una crónica en verso casi infinita”, expresó el escritor.
Ospina manifestó que conoció la obra de Juan de Castellanos gracias a un par de libros editados por Monte Ávila. Para el escritor, “ la Conquista fue nuestra gran tragedia continental: el gran dolor que guarda para nosotros un solemne sentido”.
Además, el poeta comentó que “he notado que estas novelas que he escrito, ( Ursúa y El país de la canela ) son mi interrogación de quién soy como colombiano”, pues el autor quisiera definir a Colombia como un abrazo de sierras, de aguas y de islas.
“Nunca podremos renunciar al juicio severo de la historia; no podemos dejar de señalar los crímenes y de reivindicar a las víctimas; no podemos demorar por más tiempo la recuperación y la revaloración del vasto y rico mundo negado y profanado por la Conquista. Pero tampoco podemos renunciar al reconocimiento del asombro y de la curiosidad, a reconocer los diálogos donde los hubo, a admirar los encuentros y los descubrimientos, afirmó.
Por su parte, el presidente del Celarg, Roberto Hernández Montoya, aseguró que desde Cien años de soledad , de Gabriel García Márquez, no había sido seducido por una novela hasta que leyó El país de la canela, pues esta refleja que la poesía no estorba la narración sino que la constituye poderosamente. “ El país de la canela es un poema épico de esa aurora de sangre que fue nuestro nacimiento como continente”, dijo Hernández Montoya.
El acto culminó con las palabras de el ministro Héctor Soto, quien afirmó que Colombia y Venezuela son una misma gente, un mismo pueblo, un mismo sentimiento. La cantante venezolana Cecilia Todd, interpretó un variado repertorio en honor al llano venezolano. Tambien amenizaron la velada los músicos llaneros Eudes Álvarez y José María Rocha.
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