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*** 8 de marzo, 2016, Bogotá, 7:00 PM
--- El médico del emperador y su hermano ( 1 ). Roberto Burgos Cantor. Su más reciente novela. Presentación. El autor conversará con Juan Manuel Roca. Detalles: Click derecho sobre las imágenes para ampliarlas en una nueva ventana. Luego click sobre la imagen para mayor ampliación
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Apartes de la presentación
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El ocaso de un héroe
El médico del
emperador
Roberto Burgos Cantor tomó al
doctor Francesco Antommarchi como protagonista de su novela.
Por:
Juan Manuel Roca
El Espectador .com 10 MAR
2016 . impreso 11 Mar.
A quien se adentre en esta
novela de Roberto Burgos Cantor le vendría bien pensar en una frase de las
muchas que dijo Napoleón y que copiaron centenares de amanuenses, reales o
ficticios, históricos o novelados, porque su aserto de que “una cabeza sin
memoria es como una fortaleza sin guarnición”, es algo que recorre las páginas
de esta poderosa novela. La memoria del emperador será lo único que irá
quedando de una historia de glorias y miserias.
Generalmente nos conmueve o
seduce más el héroe en barrena que el héroe en su cúspide. Más cuando Ícaro cae
que cuando está en ascenso, y quizá esto tenga que ver con la humanización que
esperamos de héroes y dioses para sentir que nuestro destino sin grandeza es
una fuente común.
La prosa fluida de Burgos
Cantor da cuenta del ocaso del héroe, del momento de ir enterrando en vida la
gloria, esa nebulosa ilusión que los antiguos llamaron “el sol de los muertos”.
Y lo hace desde el conocimiento histórico, pero también desde la intuición del
creador que sabe atrapar unas atmósferas e imágenes de gran poder visual. Esa
yunta, esos dos elementos bien controlados logran un gran poder de imantación e
interés creciente en la narración.
La novela está contada en dos
ámbitos geográficos. Uno es la isla de Santa Elena, una prisión en el océano
Atlántico ubicada a más de 1.800 kilómetros de distancia de Angola y en el caso
del exilio forzado de Napoléon a no se sabe cuántas leguas de su gloria.
Por su difícil acceso, Santa
Elena fue la prisión del emperador tras la derrota en Waterloo. Allí, rodeado
de una pequeña corte de sombras, habría de morir en 1821 al cuidado de
Francesco Antommarchi, un médico corso como su paciente confinado y también, de
alguna manera, una suerte de reo privilegiado.
El otro ámbito es Cuba, la isla
caribeña a donde fue a parar Antommarchi tras la muerte de Bonaparte.
Se trata de un gran fresco de
la soledad y del poder. De cómo la gloria envejece así renazca tras la muerte.
Si el mar es de añil a los ojos de Napoleón al llegar al abra del Atlántico, a
la bahía de su nuevo hemisferio, su vida será ahora menos de vivencias que de
recuerdos escarbados para escribir sus memorias.
Allí, en un pequeño y lánguido
reino cerrado, recordará, siempre recordará, la coreografía de sus guerras, el
retiro cabizbajo de Rusia y Waterloo y un trípode en el que instala lo más
memorable de su pasado: Francia, Josefina y el ejército, como quien dice la
patria súbdita que lo exalta, la amada entre sus amadas y unos soldados tantas
veces victoriosos.
Ahora Francia es un punto de la
lejanía, Josefina una voz que reemplaza un perdido talismán y el ejército una
patrulla de sombras.
Es muy aguzada la visión —se
diría que múltiple— de Burgos Cantor para contarnos la historia. Atiende a los
pequeños y precarios ritos cotidianos del emperador confinado, a sus frases y
silencios, al abismo del presente que lo hace retroceder hacia el pasado, a los
medicamentos que le propicia Antommarchi, a quien poca atención le prestaba el
emperador. El gran exiliado se comportaba como una deidad ofendida que miraba
todo como una víspera, obsesionado con la idea malsana de morir como su padre,
aquejado del hígado. En su invisible campo semántico la palabra mar era de la
misma materia de la palabra presidio.
Antommarchi se nos presenta no
pocas veces como alguien que duda de sus conocimientos frente a un mal tan
complejo como el de su paciente, un mal que necesitaría de un nuevo recetario.
¿Cómo curar a un mito herido?
¿Cómo medicar a un símbolo? ¿Qué remedio podría sanar una efigie fisurada?
¿Cómo liberar a un prisionero de su gloria? ¿Cómo hacer volver a un desterrado
de sí mismo? ¿Cómo luchar contra la gran emperatriz que es la muerte? ¿Cómo
sacar de su ensimismamiento a alguien cuyo único interlocutor es el pasado?
¿Cómo tratar a alguien cuyas horas avanzan entre el mar y el mausoleo?
Todo lo anterior lo expresa
mejor el narrador cuando se pregunta cómo “ganar la confianza del paciente”, “un
paciente remiso”. Y dicho al paso, cómo diablos captar la atención de “ese
paciente que gastaba lo que le quedaba de sus ojos en el mar”. La hipnosis del
océano podría ser también la hipnosis del regreso. “El mar, el mar, siempre
recomenzando”, como diría Valéry en su Cementerio marino. O como un
caracol que repite al oído en un vago mantra la palabra mar o la palabra cielo.
La metáfora de la enfermedad le
sirve a Burgos Cantor para mostrarnos un Napoleón que empezaba a no ser ni
siquiera emperador de sí mismo ante la insumisión del cuerpo, de los ataques y
celadas de su maltrecha anatomía, y más que nada ante una avanzada enemiga,
silenciosa como una emboscada: la escondida y febril tristeza para la que
cualquier medicina resultaba solamente un placebo o un paliativo. Era, más o
menos, como intentar curar los espasmos del mar.
Todo este nuevo mundo agonista
creo que Burgos lo sintetiza cuando dice que ese hombre que había conocido el
poder “ahora estaba reducido al aislamiento, a someterse a protocolos estúpidos
que evadía con burla”.
“Hundido en sí mismo”, diría
Octave Aubry, un magnífico biógrafo que de manera tácita podría haber dialogado
con Burgos acerca de los últimos años de Bonaparte en medio de “paredes ruines,
techos bajos, muebles módicos, alfombras agujereadas, criados vestidos con la
librea de los palacios imperiales”, un escenario lamentable, más de comedia que
de tragedia (como enuncia acerca de la historia El 18 Brumario de
Marx), una puesta en escena mediocre que repite un antiguo fasto en el espejo
deforme de la decadencia.
A poco de muerto el emperador,
el médico corso fue invadido por un sentimiento de “respeto, temor, reverencia
y algo todavía sin identidad y sin nombre que empezó a reconocer como simpatía,
como si comprendiera a esa persona, a ese personaje”. Y la verdad científica de
que un héroe, así lo oculte la herocracia inventada por los pueblos, está hecho
de “periostio, cartílagos, ligamentos, arterias, venas, vasos, nervios, las
vísceras y el esqueleto”. Así como no hay, según se decía a propósito del
propio Napoleón, un hombre grande para su ama de llaves, tampoco lo hay para un
hombre que ejerce con frialdad el bisturí.
Luego vino la rutina, el
formulario que habría de llenar con los datos del ausente, de sus órganos y
secretos corporales, para dudar al tener que llenar el espacio que señalaba la
“causa de su muerte”. Antommarchi sonreía cuando pensó que “se muere de
muerte”.
Tras el hecho previsible de la
muerte, vendrá una reflexión sobre sus rituales imprevistos, pues sus custodios,
“los militares se habían preparado para un imprevisto único: la fuga del
prisionero, del paciente”, que sin duda era un perito en escapes. Ni siquiera
sabían si los soldados debían filarse “a la funerala”, nombre castrense para el
gesto ritual de llevar bocabajo el arma como muestra de duelo. Los rituales
imprevistos, todo eso que a un muerto lo tiene sin cuidado, así no se trate de
un emperador.
El libro de Burgos es también
un alegato sobre el tiempo, enterrador de futuros, sobre lo imprescindible de
hacer obras, gestas y países, y lo prescindible que resultan cuando las
succiona una invisible cisterna hacia el pasado.
¿Volver a Francia? Llegar a
hacer relatos del emperador atribulado, a contar secretos y nimiedades del
héroe, a servir de nuevo como médico de un cardenal, no le resultaba atractivo
a Antommarchi, así que cuando oyó hablar de Cuba, mientras tomaba un cognac en
una taberna en medio de marineros y jugadores de cartas a quienes parecía no
importar ni afectar en nada la muerte del héroe, decidió cambiar de isla.
Es muy bella esa segunda
estancia del médico en Cuba, su llegada a Cienfuegos, una ciudad un tanto
afrancesada, ubicada en lo que algunos sin conocimientos náuticos llamarían
“una lejura” (a propósito ¿cuánto mide una lejura, qué aparato de medición se
usa para saberlo?).
La bella ciudad lo recibió
bien, recomendado como iba al hospedaje de Madame Nicole. Allí, en un clima
seco y solar, habría de vivir momentos lentos y gratos, saneándose a sí mismo
de los ásperos días de Santa Elena, pero también tendría que recorrer otros
lugares cubanos, como Santiago, y vérselas con la peste, con la fiebre
amarilla, y tener dolorosos tratos con personas tocadas de locura. Era como si
la historia, aún la escrita con mayúscula, tuviera siempre algo de cuadro
clínico.
Antommarchi tenía que
reinventarse una vida tras su estadía en Santa Elena, su isla castigo, una vida
otra que se le abría luminosa en el Caribe, tal vez sin recordar que todos
somos víctimas de la historia y que la suya sería el encuentro con la muerte
por contagio.
La aparición de José María
Antommarchi es, podría decirse, una pequeña novela dentro de la novela. Una
historia de amor entre otra historia de adioses. Su llegada a Cuba a seguir los
pasos de su hermano médico, sus charlas con Madame Nicole, sus pasos perdidos
tras los de su mítico pariente, son como una puerta secreta e inesperada.
El suyo será otro regreso
trunco a Francia, como el del médico, señalado por los trucos marcados del
azar. El barco del retorno tendría que hacer escala en Cartagena de Indias de
paso para El Havre. Pero como “en la red del amor hay dos arañas”, a bordo lo
esperaba la parte del hilo que habría de tejer una mujer llamada Victoria. En
cuanto a él, la parte de su hilar quizá estaba zurcida por un secreto deseo de
no volver a Francia, de reinventarse como su dolido hermano. Por esos motivos
ocultos que teje la historia, José María terminó viviendo en Cartagena de
Indias.
Todo lo anterior está envuelto
en el delirio propio de la guerra, de una parte, de la gloria imperecedera, de
otra, y en la locura que ronda siempre la historia humana sin la cual no habría
tanta dramática belleza, tanta pasión y desmesura. Ya lo dijo el mismo
emperador: “del talento a la cordura hay una distancia enorme”, un silogismo cuya
inferencia es que el mundo no rodaría sin los chascos de la locura. Tal vez por
eso la aseveración de Bernard Shaw resulte hiriente frente a la vesania que
asiste a muchos pretendidos grandes hombres confinados en un asilo: “me hubiera
gustado vivir bajo el primer imperio, pues en aquella época sólo había uno que
se creía Napoleón”.
Roberto Burgos Cantor tiene la
capacidad de ver al emperador sin su traje invisible, en su condición de héroe
y víctima, de dios y villano, como en últimas resulta ser todo, o casi todo
guerrero. Su novela es una lección de estilo, de un amplio conocimiento de la
historia desplegado en una castigada conciencia del lenguaje, de un lenguaje
bien habitado que por lo tanto resulta certero y convincente.
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